El pintor Murillo nació en el barrio de la
Magdalena el 31 de diciembre de 1617. Este año, en el Cuarto Centenario de su
nacimiento, Sevilla lo celebra con una magna exposición de sus cuadros. Pero me
voy a referir aquí, no al Centenario de su nacimiento sino a la celebración del
Tercer Centenario de su muerte, acaecida en 1682.
El jesuita Juan Bautista Moga había sido
destinado a Sevilla en 1877, para restablecerse de su salud un tanto dañada con
sus estudios de filosofía. De espíritu inquieto y con tiempo libre, congregó
junto a sí a un grupo de estudiantes provenientes de distintos centros
escolásticos sevillanos: la Universidad, la Escuela de Medicina, el Seminario,
el Instituto y la Escuela de Comercio. El motivo que los aunó fue la
preparación del jubileo de la Inmaculada en 1879, con motivo del 25 aniversario
de la proclamación del dogma. Tuvieron misa solemne en el Salvador el domingo
infraoctavo de la Inmaculada, repleta la iglesia de jóvenes, y procesión
posterior con estación en la catedral.
Ese inquieto grupo de jóvenes que se
arracimó junto al padre Moga para las fiestas del aniversario, no se dispersó
tras el jubileo y se constituyó, bajo la batuta del jesuita, en Congregación
de Jóvenes de la Inmaculada Concepción.
Pero aún no tenían sus estatutos aprobados
por la jerarquía eclesiástica, cuando será disuelta de un plumazo por el
arzobispo Lluch, que, dicho sea de antemano, mostraba en sus últimos tiempos
blandura de cerebro, o séase, una especie de locura senil.
Ocurrió en 1882. La Asociación quiere
conmemorar el segundo centenario de la muerte de Murillo, el pintor por
excelencia de las Inmaculadas. Los festejos consistirán en una velada literaria,
misa solemne, funeral por Murillo y procesión «cívico-religiosa» por las calles
de Sevilla. Tendrían lugar los días 19, 20 y 21 de mayo. El padre Moga tuvo la
ocurrencia de unir a la exaltación de Murillo, la de la Inmaculada y la figura
del pontífice Pío IX. Sería una conmemoración eminentemente religiosa,
realizada por jóvenes católicos, sin connotación política alguna.
El matiz político se lo dieron otros. Entre
los jóvenes de la Asociación los había carlistas y mestizos, es decir, del área
liberal. Pero en la Asociación estaban por el hecho de ser católicos. Sin
embargo, la voz corrió por Sevilla: el Centenario de Murillo pretende ser una
exaltación del carlismo.
Las celebraciones comenzaron bien. El 19 de
mayo, hubo misa solemne en el trascoro de la catedral, presidida por una
Inmaculada de Murillo. Por la tarde, velada literaria en el patio de las
Doncellas del Alcázar. Presidió el obispo auxiliar, Marcelo Spínola, y entre
poesías, discursos y piezas musicales en honor de la Inmaculada y en recuerdo
de Pío IX transcurrió el acto.
Al día siguiente, funeral por Murillo en la
parroquia de la Magdalena por la mañana y nueva velada en el Alcázar por la
tarde. Preside el arzobispo Lluch, su eminencia. Se le da ya este tratamiento,
como cardenal de la Iglesia. Aunque el consistorio en el que será nombrado no
se celebrará hasta dentro de unos días, el 28 de mayo, ya se sabe de su
nombramiento.
La velada transcurrió con cierta
normalidad, quebrada un tanto por la excitación de un joven orador, de signo
carlista. Al final hubo vivas a todo el mundo, al Papa, al padre Moga, a la
Compañía de Jesús, a Murillo, a la Inmaculada... menos al arzobispo. Y le sentó
fatal. Desde ese momento, las reticencias que el arzobispo mostraba hacia esta
conmemoración y hacia sus organizadores se convirtió en terca hostilidad.
Al día siguiente, domingo 21 de mayo, salía
la procesión de la iglesia del Salvador. En el ambiente se mascaba el drama. Los
niños con las banderas, los cofrades con sus insignias... al final, una carroza
con un lienzo de la Concepción, que reproduce una Inmaculada de Murillo. Rodean
la carroza los sacerdotes cofrades de San Pedro Advíncula. Entre ellos, como un
cofrade más, el obispo auxiliar, don Marcelo Spínola. Momentos antes de ponerse
en marcha la procesión, aún dentro de la iglesia, el obispo auxiliar recibió
una comunicación de palacio: que no represente en la procesión al arzobispo.
Don Marcelo, siguiendo los dictados de su conciencia, decide salir en nombre
propio, como un cofrade más de la Hermandad de San Pedro Advíncula. Sale la
procesión. Marcha hacia la plaza del Museo, donde se halla la estatua en bronce
de Murillo.
En aquel momento, Luis Montoto tomaba
posesión de una plaza de académico en la Real Academia de Buenas Letras de
Sevilla. Se celebraba el acto en el salón de la Academia de Medicina, situado
en el antiguo Colegio de los Ingleses, calle de las Armas (actual Alfonso XII).
Hora, las tres de la tarde. Comenzó Montoto la lectura de su discurso de
ingreso sobre la poesía lírica del siglo XIX. Llevaba unas páginas leídas
cuando notó que el público se revolvía en sus asientos y muchos salían
precipitadamente del salón. La voz del director se alzó para poner orden y
silencio al toque de la campanilla. «¡Que si quieres! –cuenta el propio
Montoto–. Momentos después quedaba yo solo en la sala de actos, más muerto que
vivo y diciendo entre mí: Dios mío, ¿tan malo es mi discurso que he ahuyentado
al auditorio y a la misma Academia en pleno?».
Pero no era el discurso de Luis Montoto.
«La causa fue la noticia, que corrió de boca en boca, de que las turbas –el
noticiero anónimo exagera siempre la importancia de los hechos– apaleaban,
herían y aun mataban a todos los jóvenes católicos y a todos los sacerdotes
que, honrando a Murillo, iban en procesión desde el Museo a la Catedral, para
depositar coronas al pie de los mejores cuadros del pintor de la Inmaculada».
Poco después se reanudó el acto académico.
Montoto acabó su discurso como pudo y la gente volvió a casa rápidamente para
ponerse a seguro.
–¡Buen día de fiesta fue el de la fiesta de
mi ingreso en la Academia!–exclamó el nuevo académico.
Al llegar la procesión a la plaza del Museo
hubo un alboroto y alguna que otra piedra. Los insultos de cierta chusma se
sucedieron contra los curas, la Inmaculada, los jesuitas, el carlismo. En el
revuelo que se formó, asoman los gritos de las madres que buscan a sus hijos
pequeños que, vestidos de angelitos, forman en la procesión. A pesar del tumulto
y la confusión, la procesión no se descompuso, acortó su recorrido, y por el
camino más corto se metió de nuevo en la iglesia del Salvador. Don Marcelo
Spínola, subido en el púlpito, calmó las ansias de los jóvenes, alabó su
paciencia durante la procesión y les exigió promesa formal de no vengarse.
En el Diario de los niños, del
colegio de los jesuitas de la calle Argote de Molina, se lee lo ocurrido el 21
de mayo de 1882: «Por la tarde salieron los niños a las tres y cuarto a ver la
procesión artístico-religiosa conmemorativa del segundo centenario de Murillo.
Aunque la vuelta se había fijado para las seis y media, casi todos volvieron
antes, a causa de las patrullas que comenzaron a recorrer las calles de la
ciudad gritando «¡Viva la República!» «¡Mueran los curas...! ¡mueran los
jesuitas!».
En los días siguientes, el colegio de los
jesuitas estuvo amenazado de incendio. Por fortuna, la cosa no pasó a mayores.
Pero todo quedó enrarecido desde entonces. El arzobispo, que no andaba en sus
cabales, retiró las licencias de confesar y predicar al padre Moga y disolvió
la Congregación de Jóvenes de la Inmaculada. Los jesuitas plegaron velas,
cerraron el colegio y lo trasladaron a Málaga.
Existe un relato de los hechos, versión
jesuítica, que desenmascara la postura inconsecuente del arzobispo. Es una
carta del provincial de Toledo, Agustín Delgado, al padre asistente de los
jesuitas. Carta fechada el 5 de junio de 1882. Echa la culpa a la
francmasonería del desorden provocado en la procesión. Pero le advierte también
de la culpa del arzobispo Lluch. «Lo que no sabrá es que el flamante Cardenal
supo lo que iba a haber y se calló y consintió, en que las mejores de sus
ovejas fueran objeto de aquel atropello en odio a la secta carlo-farisaica como
él llama a los católicos genuinos. Luego para congraciarse con los gobernantes
y liberales y manifestar su reprobación a lo efectuado por la escogida juventud
de Sevilla y al mismo tiempo hacer alarde de su ningún amor, por no decir otra
cosa, a nuestra Compañía, y que castigaba su iniciativa en la demostración
católica dio dos decretos: uno disolviendo la congregación de jóvenes de la
Inmaculada, y otro quitando al P. Moga las licencias absolutas de confesar y
predicar... Pero ¿qué más? si a una comisión de sacerdotes que fue a visitarlo
después de los sucesos tuvo la frescura de decirles que no había motivo para
alarmarse: porque qué importaba que gritasen «muera el Papa», siendo mortales
los Papas, y por consiguiente habiendo de morir León XIII: y que de las
blasfemias no tenían la culpa los que las profirieron sino los carlo-farisaicos
que los provocaron a ello».
El cardenal Lluch es responsable a medias.
Está pirado, esto le disculpa. Y además, llevado en su senectud por un buen
pájaro que se trajo de Cataluña y que le tiene totalmente dominado. Por nombre
Bernabé, este clérigo mayordomo, al que concedió la prebenda de una canonjía,
provocó no pocos incidentes en la diócesis y amargó aquellos tiempos al santo
obispo auxiliar Marcelo Spínola. Sirva esto de disculpa de tanto disparate como
hizo en estos últimos días de su vida el arzobispo Lluch. Porque se morirá
meses después, en Umbrete, en la residencia de verano de los arzobispos,
prácticamente solo, «secuestrado» de su familiar don Bernabé.
De los jesuitas decía el arzobispo –de
tendencia liberal y enemigo descarnado de los carlistas–, «que éramos unos
canallas que abusábamos del confesionario para hacer a los penitentes
carlistas». Y también, «que varios de los nuestros capitaneaban con el Sr. Gago
la secta carlofarisaica, que en el centenario había hecho una manifestación
escandalosa, que va a ir a Roma a desengañar a León XIII a quien tienen
engañado como al pobre Pío IX». «En fin –cuenta el provincial de Toledo–, el
buen Sr. si no está chi... está poseído de un furor inconcebible en un prelado
y Cardenal de la Sta. Iglesia contra todo lo bueno, que es como juzgan los que
son menos mirados en el hablar».
La Sevilla católica comentaba sotto voce
estos acontecimientos, por ese respeto reverencial hacia la figura del arzobispo.
Sólo el canónigo Mateos Gago levantó la voz en defensa de los jesuitas. Y el
obispo auxiliar Spínola, que ofreció un relato pormenorizado de los hechos al
nuncio.
A la semana, el viejo arzobispo devolvió
las licencias al padre Moga, pero la Congregación de la Inmaculada quedó
prohibida por la eternidad.
El cardenal Lluch –un obispo eminente,
lástima de estas lagunas de última hora– murió el 23 de septiembre. El padre
Moga, que desapareció de Sevilla, fue invitado casi todos los años para
predicar en los quinarios de las cofradías sevillanas y la del Silencio le
honró con el título de consiliario perpetuo. Murió en Sevilla el 7 de mayo de
1911.
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