Esperaban un «misionero» y llegó «la
reinecita», «el florón de la corona», «la reina de Francia y de Navarra», como
la llamará su padre.
El médico, al salir de la habitación del
parto, dijo a Luis Martín, el padre, para consolarlo:
—Será misionera.
Es el 2 de enero de 1873, calle de San
Blas, 36, en Alençon, una ciudad de la Baja Normandía francesa, capital del
departamento de Orne, a unos 180 kilómetros al sudoeste de París, con una
población en aquel entonces de unos 12.000 habitantes. Una ciudad tranquila,
atravesada por el río Sarthe, donde el padre de Teresa, aficionado a la pesca,
llevará las truchas capturadas al convento de clarisas, y con una industria
peculiar, el punto de encaje o punto de Alençon, floreciente industria en aquel
tiempo, en el que Celia, la madre, es experta y ha montado su propia industria.
Celia escribió al día siguiente del parto a
su cuñada, que vive en Lisieux:
—Mi hijita nació ayer, jueves, a las once y
media de la noche. Es muy fuerte y sana. Me dicen que pesa ocho libras; aunque
lo dejemos en seis, no está mal. Parece muy linda.
Y le cuenta la primera impresión de su
hijita, que hace el noveno de sus partos:
—Estoy contentísima. Sin embargo, en un
primer momento me quedé sorprendida, pues esperaba tener un niño. Me lo había
imaginado así desde hacía dos meses, pues la notaba como mucho más fuerte que a
los demás hijos que tuve.
No fue niño, fue niña, «la reinecita», como
la llamará el padre por eso de ser la más pequeña de una camada de cinco
hermanas, ya que otros cuatro, dos varones y dos hembras, han fallecido a muy
temprana edad.
—La bautizaremos mañana, sábado —cuenta a
su cuñada—: sólo faltaréis vosotros para que la fiesta sea completa. María será
la madrina, y un niño más o menos de su edad el padrino.
María, la madrina, es la hermana mayor,
tiene doce años. El padrino es un jovencito llamado Pablo Alberto Boul, hijo de
un amigo del padre, que morirá muy joven en 1883.
La niña fue bautizada el 4 de enero, por la
tarde, en la iglesia de Notre-Dame por el abate Dumaine. Se le puso de nombre
María Francisca Teresa. María, porque a todas las hijas les han dado el nombre
de la Virgen. Francisca, por san Francisco de Sales, en atención a sor María
Dositea, hermana de la madre, monja visitandina como se dice en Francia o
salesa en España, y Teresa, nombre que predominará.
Sor María Dositea es tozuda. Vive en un
convento en Le Mans, a corta distancia de Alençon en tren. Como esperan un
niño, quiere que se llame Francisco, como su santo fundador. Pero Celia, la
madre, prefiere llamarlo José. No le gusta el nombre de Francisco, no lo
aceptará.
Nació niña y el nombre que imperará será el
de Teresa, como la niña que la ha precedido, nacida en 1870 y fallecida a los
dos meses de edad.
Como Teresita mostrase síntomas alarmantes
de una enfermedad intestinal, como los otros hijos muertos, sor María Dositea
reza a san Francisco de Sales por su curación y promete al santo que si la niña
se cura se llamará Francisca.
La niña se curó y la superiora de las
visitandinas rogó a sor María Dositea que escribiera a su hermana para que
respetara la atribución del nombre de Francisca.
—Cuando recibí la dichosa carta —cuenta
Celia a su hermano—, me quedé desconcertada. Nuestra hermana me decía que había
hecho esa promesa convencida de que yo la ratificaría, y que le había dicho a
san Francisco de Sales que, si yo no accedía a llamar a la niña con su nombre,
él quedaría libre de escucharme y en ese caso, añadía ella, a mí no me quedaba
otra cosa que prepararle el ataúd.
Es duro que a una madre, que ha perdido ya
cuatro hijos, se le diga que puede perder el quinto por quítame y pon un
nombre. Pero Celia es porfiona y manifiesta a su hermano que no está dispuesta
a cambiar de nombre a su hija.
—A fin de cuentas —le dice—, ¿qué más le da
a san Francisco de Sales que se llame con un nombre o con otro? Mi negativa no
puede ser una razón para hacerla morir...
Pero Celia empieza a dudar.
—¿Qué dices tú de todo esto? ¿He sido
culpable?
Y le viene la inquietud por ese «ataúd que
tenía que mandar que le preparasen si no quería acceder a la promesa de mi
hermana».
Suplica a su hermano:
—Por favor, escríbeme a vuelta de correo,
pues, si tardas, probablemente mi Teresita esté ya muerta. Prefiero llamarla
Francisca o como sea a tener que hacerle un ataúd. ¡Esto me hace temblar de
sólo pensarlo!
Y se sincera:
—Si alguien viese esta carta, pensaría que he
perdido la cabeza.
No murió y siguió llamándose Teresa. Cosas
de familia.
Santa Teresa de Lisieux, o Santa Teresita
del Niño Jesús, tras su muerte en el monasterio de
carmelitas descalzas de Lisieux el 30
de septiembre de 1897. Dijo ella:
–Después de mi muerte, haré descender una
lluvia de rosas... cuento con no estar inactiva en el cielo. Mi deseo es seguir
trabajando por la Iglesia y por las almas. Se lo pido a Dios y estoy segura de
que me escuchará. ¿No están los ángeles continuamente ocupados de nosotros, sin
cesar nunca de contemplar el rostro divino, de abismarse en el océano sin
orillas del Amor? ¿Por qué no ha de permitirme Jesús imitarles?
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