El 12 de marzo de 1622 fueron canonizados
en Roma Isidro Labrador, Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Teresa de Jesús,
junto al italiano Felipe Neri. Un buen lote de santos españoles de primera
magnitud. En Sevilla lo celebraron con especial gozo los jesuitas.
Esto estimuló a la ciudad para promover el
proceso de beatificación de Fernando III. El pueblo lo tuvo de siempre por
santo, y así había pasado a la historia, con el apelativo de «el Santo». Y se
inició un proceso que tuvo su culminación años después, cuando el 4 de febrero
de 1671 Clemente X firmó el decreto de canonización.
La noticia llegó a Sevilla el 3 de marzo de
1671. La Giralda repicó como nunca. La ciudad se engalanó para celebrar un
acontecimiento tan importante. En la grandiosa ornamentación de la Catedral
participaron los artistas más apreciados de Sevilla. Sobresalieron en pintura,
Murillo y Valdés Leal; en escultura, Pedro Roldán; en arquitectura, Francisco
de Ribas y Bernardo Simón de Pineda. Valdés Leal ideó una máquina triunfal,
colocada en el trascoro, en el lugar del monumento al Santísimo el día de
Jueves Santo, que llegaba hasta la bóveda. Trataba de ensalzar la Iglesia y
Religión cristiana por su héroe triunfador, san Fernando, que la defendió con
la espada. En su ornamentación trabajaron cerca de un centenar de maestros.
Pedro Roldán realizó la efigie del Santo Rey, que coronaba el grandioso
monumento de Valdés Leal. Acabó la imagen en madera de cedro en unos días y
representó al rey Fernando de pie, con manto real bordado de castillos y
leones, en su mano derecha, la espada, y en su izquierda, la bola del mundo,
siguiendo la iconografía que ideara Murillo.
Fuera del templo, la Giralda, engalanada
con colgantes «gallardetes, flámulas y otras diversas formas de estandartes y
banderas», parecía una novia ataviada camino del templo. Murillo se encargó de
ornamentar las calles adyacentes a la Catedral por donde había de discurrir la
procesión.
El domingo, 24 de mayo, fiesta de la
Santísima Trinidad, hubo canto de vísperas en la que participaron solamente las
representaciones de la ciudad. Al día siguiente, lunes de la Trinidad (25
mayo), ofició misa de pontifical el arzobispo don Ambrosio Spínola. Por la
tarde salió la procesión. Una multitud ingente abarrotaba las calles y, como
surgieron conflictos de precedencias, se determinó que se actuase como en el
día del Corpus. Allá iban abriendo la marcha las mojarrillas, tarascas y
gigantes, seguidos de las comunidades religiosas con sus santos. En fin, la
larga lista de todas las corporaciones religiosas y civiles. La imagen del
Santo Rey iba en andas acompañada por los cofrades sastres de la hermandad de
San Mateo. Y la Virgen de los Reyes, también en andas con cuatro varas de plata
sobre las que pende el palio, era llevada por sus capellanes reales. Las
crónicas cuentan que el pueblo le echaba piropos a san Fernando.
Y Miguel Mañara, ¿estuvo en la procesión?
¿Salió la Santa Hermandad con sus insignias?
No, no acudieron.
Días antes, ante los conflictos de
precedencias, el arzobispo Spínola solicitó de Mañara qué lugar deseaba ocupar
en la procesión la Hermandad de la Santa Caridad, compuesta de la mayor nobleza
de Sevilla. Y Mañara le contestó:
–Al principio, junto a la Tarasca, en el
ínfimo lugar de toda la Procesión. Y con diez pobres acompañando una imagen del
Señor, porque de este modo Dios nuestro Señor sea más servido y glorificado en
sus pobres.
Llevado de su humildad, Mañara quería que
los hermanos de la Santa Caridad se revistiesen también de esta virtud y la
practicasen delante de todo el pueblo. El arzobispo Spínola reconoce «el buen
celo y cristiana humildad del hermano mayor y Hermandad y la buena edificación
que causarán en acto tan solemne». Se lo permite por esta vez, pero sin que la
Hermandad pierda el derecho de antigüedad que le corresponde. O tal vez, sí.
Eso de que los Hermanos de la Santa Caridad le dijeran a Mañara, su presidente,
que todo tiene un límite.
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