jueves, 2 de agosto de 2018

Y las Hermanas de la Cruz comenzaron a caminar


Muy de mañana, al alumbrar el día, cuatro mujeres pobremente vestidas salen de una casita de la calle San Luis al vecino convento de Santa Paula. Van en parejas, y en silencio, que así será la costumbre de ahora en adelante. En Santa Paula oyen misa y comulgan del Padre Torres Padilla. Después, en lo hondo de sus corazones se consagran a Dios en el amor y servicio a los pobres.
Así, silenciosamente, sin repique de campanas, nace la Compañía de la Cruz. Era el 2 de agosto de 1875. Fiesta de Nuestra Señora de los Ángeles.


Angelita Guerrero se convierte en Sor Ángela de la Cruz. Ya se fir­ma así (Ángela de la Cruz) desde hace algún tiempo en sus escritos íntimos. Ahora el Padre Torres le confiere el título de Hermana Ma­yor, que ella rehúsa y transfiere a la Virgen María.
Doña Josefa de la Peña, la mayor del grupo, ha abandonado las re­des como los Apóstoles, confiada en el carisma de Angelita. Un día se la encontró Angelita por la calle y le dijo: «Ven, los pobres te necesi­tan», y lo dejó todo y la siguió, con harto disgusto de la familia. El di­nero que llevaba consigo de la venta de sus pertenencias sirvió para las primeras necesidades: el arriendo del cuartito de la calle San Luis, número 13, y la adquisición de unos cuantos cachivaches: una tosca mesita, varias sillas pobrísimas, un arca para guardar la ropa y unas esteras de junco para conciliar el sueño.
Y las dos Juanas: Juana María de Castro y Juana Magadán. Para evitar confusión, el Padre Torres mudó el nombre de la primera y la llamó Hermana Sacramento. Estas son las más jóvenes, también ellas tercia­rias franciscanas, entusiasmadas con el proyecto.
...Y la Compañía de la Cruz comenzó a caminar.
Recordemos de nuevo a las cuatro pioneras: Sor Ángela, Hermana Josefa, Hermana Sacramento y Hermana Juana. (Me resulta un misterio curioso que la fundadora sea «Sor» Ángela y sus religiosas sean llamadas siempre como «Hermana»… María del Redentor, por ejemplo, que está en Roma desde hace 50 años y con la que hablo con frecuencia por teléfono).
Al salir de Santa Paula, marcharon en parejas a cuidar enfermos.
Cuando regresaron al cuchitril de la calle San Luis, encontraron la despensa vacía. No tenían nada de comer. En ayunas, pero felices, pasaron el primer día. Como los pobres del barrio...
Extendieron las esterillas, sin desliar la última vuelta que serviría de almohada, y dando gracias a Dios durmieron felices.
Comienzan a sonar en Sevilla.
El cuartito con derecho a cocina de la calle San Luis sólo puede ser un lugar de tránsito. Está todo muy limpio, muy aseado, con una estampa colgada en la pared –no hay otra cosa– de la Virgen de los Dolores presidiendo aquella pobreza. Pero Sor Ángela sabe que si la Compañía de la Cruz ha de progresar necesita mayor espacio y acomodo.
Ay, ¿y el dinero?
Apenas recogen para subsistir y ayudar a sus pobres enfermos. Pero la fe es ancha: se ponen a buscar casa.
En la calle Hombre de Piedra, junto al Guadalquivir, en la feligre­sía de San Lorenzo, encuentran una a propósito. El primero de octu­bre ya duermen en la nueva casa. Dejaron en la calle San Luis los dos primeros meses de existencia, tiempo de tanteo y de despegue de la Compañía de la Cruz, y aquel pequeño tugurio, incapaz de servir a los objetivos inmediatos al naciente Instituto. Aquí cuentan además con el beneplácito de un magnífico sacerdote, todo un santo aplaudido por el barrio, don Marcelo Spínola, párroco de San Lorenzo. (Años después arzobispo de Sevilla y cardenal. Y desde 1987 beato).
Ya suenan en Sevilla, ya se oye hablar de ellas.
¿Quiénes son las Hermanas de la Cruz?, se pregunta la gente. Pronto Sevilla, cuando las conozca, les tomará cariño eterno.
La mejor habitación de la planta baja: para Oratorio, dice sor Ángela.
Sor Ángela está muy contenta con su nueva casa de la calle Hom­bre de Piedra.
A los pocos días de instaladas, las visitó una señora, de esas que gustan olisquear todo.
Sor Ángela le muestra la casa; y lo primero, el Oratorio.
–¿Qué le parece? –le preguntó a la señora.
–Sí, está bonito, pero muy pobrecito.
El desconsuelo brotó en las mejillas de Sor Ángela. «Esto me hizo comprender –se decía para sí– que aquello era demasiado pobre, que no estaba en condiciones para albergar a Nuestro Señor Sacra­mentado».
El pensamiento de Sor Ángela es bien claro. Ellas pobres, pero la capilla rica. Lo dejó escrito meses atrás en sus Papeles de Concien­cia cuando pergeñaba las líneas maestras de su Instituto:
–Se me representa un Oratorio no muy grande, con nuestra amadísima Reina en el altar, y después ya aquí se acabó la pobreza; todo lo más precioso y rico que pueda adquirir la Compañía lo pondrá a los pies de su Señora. Lo adornarán con flores abundantes, símbolo de las virtudes con las que estas hijas deben imitar a su Madre. Esta casa predicando pobreza, abnegación y penitencia, nos dice que sus moradores más parecen habitantes del cielo que de la tierra; y alentar en el Oratorio tan hermoso como se me presenta, se espera el premio de la gloria sin poderlo remediar.
Sor Ángela es así, con ese estilo sevillano de ser, que renuncia para sí a todo y lo ofrece a su Virgen. Sor Ángela sueña una Compañía en que sus hijas, las Hermanas de la Cruz, pobres ellas de solemnidad, se afanen a porfía por llevar «flores a María».
–Criarán flores no para recreo ni para distracción, sino para obsequiar a la purísima Reina de nuestro corazón; apenas abra una flor, se cortará para llevarla a los pies de su única dueña, privándose del gusto de ver la maceta o la rama con muchas flores, y en todas las macetas se escribirá el nombre de la Virgen para que esto sirva de acuerdo a las Hermanas de cuál es la intención de tener flores; sólo María, y sólo Ella, será la dueña y para ella sola se criarán.

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