Muy de mañana, al
alumbrar el día, cuatro mujeres pobremente vestidas salen de una casita de la
calle San Luis al vecino convento de Santa Paula. Van en parejas, y en
silencio, que así será la costumbre de ahora en adelante. En Santa Paula oyen
misa y comulgan del Padre Torres Padilla. Después, en lo hondo de sus corazones
se consagran a Dios en el amor y servicio a los pobres.
Así,
silenciosamente, sin repique de campanas, nace la Compañía de la Cruz. Era el 2
de agosto de 1875. Fiesta de Nuestra Señora de los Ángeles.
Angelita Guerrero
se convierte en Sor Ángela de la Cruz. Ya se firma así (Ángela de la Cruz)
desde hace algún tiempo en sus escritos íntimos. Ahora el Padre Torres le
confiere el título de Hermana Mayor, que ella rehúsa y transfiere a la Virgen
María.
Doña Josefa de la
Peña, la mayor del grupo, ha abandonado las redes como los Apóstoles, confiada
en el carisma de Angelita. Un día se la encontró Angelita por la calle y le
dijo: «Ven, los pobres te necesitan», y lo dejó todo y la siguió, con harto
disgusto de la familia. El dinero que llevaba consigo de la venta de sus
pertenencias sirvió para las primeras necesidades: el arriendo del cuartito de
la calle San Luis, número 13, y la adquisición de unos cuantos cachivaches: una
tosca mesita, varias sillas pobrísimas, un arca para guardar la ropa y unas
esteras de junco para conciliar el sueño.
Y las dos Juanas:
Juana María de Castro y Juana Magadán. Para evitar confusión, el Padre Torres
mudó el nombre de la primera y la llamó Hermana Sacramento. Estas son las más
jóvenes, también ellas terciarias franciscanas, entusiasmadas con el proyecto.
...Y la Compañía
de la Cruz comenzó a caminar.
Recordemos de
nuevo a las cuatro pioneras: Sor Ángela, Hermana Josefa, Hermana Sacramento y Hermana
Juana. (Me resulta un misterio curioso que la fundadora sea «Sor» Ángela y sus
religiosas sean llamadas siempre como «Hermana»… María del Redentor, por ejemplo,
que está en Roma desde hace 50 años y con la que hablo con frecuencia por
teléfono).
Al salir de Santa
Paula, marcharon en parejas a cuidar enfermos.
Cuando regresaron
al cuchitril de la calle San Luis, encontraron la despensa vacía. No tenían
nada de comer. En ayunas, pero felices, pasaron el primer día. Como los pobres
del barrio...
Extendieron las
esterillas, sin desliar la última vuelta que serviría de almohada, y dando
gracias a Dios durmieron felices.
Comienzan a sonar
en Sevilla.
El cuartito con derecho
a cocina de la calle San Luis sólo puede ser un lugar de tránsito. Está todo
muy limpio, muy aseado, con una estampa colgada en la pared –no hay otra cosa–
de la Virgen de los Dolores presidiendo aquella pobreza. Pero Sor Ángela sabe
que si la Compañía de la Cruz ha de progresar necesita mayor espacio y acomodo.
Ay, ¿y el dinero?
Apenas recogen
para subsistir y ayudar a sus pobres enfermos. Pero la fe es ancha: se ponen a
buscar casa.
En la calle
Hombre de Piedra, junto al Guadalquivir, en la feligresía de San Lorenzo,
encuentran una a propósito. El primero de octubre ya duermen en la nueva casa.
Dejaron en la calle San Luis los dos primeros meses de existencia, tiempo de
tanteo y de despegue de la Compañía de la Cruz, y aquel pequeño tugurio, incapaz
de servir a los objetivos inmediatos al naciente Instituto. Aquí cuentan además
con el beneplácito de un magnífico sacerdote, todo un santo aplaudido por el
barrio, don Marcelo Spínola, párroco de San Lorenzo. (Años después arzobispo de
Sevilla y cardenal. Y desde 1987 beato).
Ya suenan en
Sevilla, ya se oye hablar de ellas.
¿Quiénes son las
Hermanas de la Cruz?, se pregunta la gente. Pronto Sevilla, cuando las conozca,
les tomará cariño eterno.
La mejor
habitación de la planta baja: para Oratorio, dice sor Ángela.
Sor Ángela está
muy contenta con su nueva casa de la calle Hombre de Piedra.
A los pocos días
de instaladas, las visitó una señora, de esas que gustan olisquear todo.
Sor Ángela le
muestra la casa; y lo primero, el Oratorio.
–¿Qué le parece? –le
preguntó a la señora.
–Sí, está bonito,
pero muy pobrecito.
El desconsuelo
brotó en las mejillas de Sor Ángela. «Esto me hizo comprender –se decía para sí–
que aquello era demasiado pobre, que no estaba en condiciones para albergar a
Nuestro Señor Sacramentado».
El pensamiento de
Sor Ángela es bien claro. Ellas pobres, pero la capilla rica. Lo dejó escrito
meses atrás en sus Papeles de Conciencia cuando pergeñaba las líneas
maestras de su Instituto:
–Se me representa un Oratorio no muy grande, con nuestra amadísima
Reina en el altar, y después ya aquí se acabó la pobreza; todo lo más precioso
y rico que pueda adquirir la Compañía lo pondrá a los pies de su Señora. Lo
adornarán con flores abundantes, símbolo de las virtudes con las que estas
hijas deben imitar a su Madre. Esta casa predicando pobreza, abnegación y
penitencia, nos dice que sus moradores más parecen habitantes del cielo que de
la tierra; y alentar en el Oratorio tan hermoso como se me presenta, se espera
el premio de la gloria sin poderlo remediar.
Sor Ángela es
así, con ese estilo sevillano de ser, que renuncia para sí a todo y lo ofrece a
su Virgen. Sor Ángela sueña una Compañía en que sus hijas, las Hermanas de la
Cruz, pobres ellas de solemnidad, se afanen a porfía por llevar «flores a
María».
–Criarán flores no para recreo ni para distracción, sino para obsequiar
a la purísima Reina de nuestro corazón; apenas abra una flor, se cortará para
llevarla a los pies de su única dueña, privándose del gusto de ver la maceta o
la rama con muchas flores, y en todas las macetas se escribirá el nombre de la
Virgen para que esto sirva de acuerdo a las Hermanas de cuál es la intención de
tener flores; sólo María, y sólo Ella, será la dueña y para ella sola se
criarán.
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