Hoy, 5 de noviembre, festividad de Santa Ángela
de la Cruz, quiero situarme en su casa natal, que las Hermanas de la Cruz
mantienen como oro en paño, pequeñita y recoleta, convertida ahora en pequeño
santuario, y recorrer sucintamente los primeros años de su vida en aquel barrio
de Sevilla, lejano entonces, cerca de la Macarena.
En la casita número 5 de la plaza de Santa
Lucía, frente al Beaterio de la Trinidad, sencilla de una sola planta y con
olor a jazmines y arriates, Josefa González, sevillana, hija de padres venidos
de Arahal y Zafra, dio a luz el 30 de enero de 1846 a una niña fruto de su
matrimonio con Francisco Guerrero, cardador de lanas y oriundo de Grazalema. Tres
días más tarde, 2 de febrero, fue bautizada en la parroquia de Santa Lucía y le
pusieron por nombre María de los Ángeles Martina de la Santísima Trinidad.
Desacralizado este templo en 1868, la pila bautismal en la que se bautizó Sor
Ángela se conserva actualmente en la casa donde nació.
Sor Ángela de la Cruz será por ahora
Angelita, vive con sus padres y hermanos (fueron catorce, llegando a mayores
tres varones, José, Antonio y Francisco; y tres chicas, Joaquina, Ángela y
Dolores) y es una niña de la que se cuentan cosas como las que siguen.
El padre murió pronto. Aficionado a leer
libros devotos, hombre serio y de recta conciencia, había sido además de su
viejo oficio de cardador de lanas cocinero del convento de los Trinitarios, extramuros
de la Puerta del Sol, a un tiro de piedra de su propia casa. Josefa, la madre,
y Joaquina, la hija mayor, lavaban y cosían la ropa de dicho convento. Pero eso
era mucho antes de nacer Sor Ángela: la exclaustración de 1835 dispersó a los
religiosos y el convento se convirtió en cuartel.
Pasado el tiempo, Angelita recuerda cómo acompañó
a su hermana Joaquina que recogió del cementerio los restos de su padre y los
trasladó a una capilla lateral de la iglesia de la Trinidad. Allí, en el viejo
convento que tan fielmente había servido. La cal de muchos años ha borrado la
lápida que filialmente le pusieron.
Así que la familia toda, desde la más
tierna infancia de Angelita, gira en torno a su madre Josefa.
«Abuelita» le decían las primeras Hermanas
de la Cruz, cuando iban a visitarla, ya muy anciana, a esta su casita. Si su
hija era Madre del Instituto, su madre será la «Abuelita».
Pues «Abuelita» tenía esa gracia de la
mujer sevillana de barrio, y era bondadosa, inteligente, imaginativa, limpia
dentro de su pobreza, y una estupenda cristiana. En su casa, durante el mes de
mayo, se ponía un altar a la Virgen y se rezaba el rosario. Tenía una imagen de
la Asunción y otra de la Virgen de los Dolores, pero sus preferencias, como
buena sevillana, iban por la Virgen de los Reyes. Y, ¡oh providencia!, en un
día de la Virgen de los Reyes, 15 de agosto de 1882, murió la «Abuelita».
Angelita, ya de Sor Ángela, ve cómo su
madre lleva uno de esos pañolones llamados de sandía, que cubren la
espalda, hombros y talle y deja libre el escote. Sor Ángela se acercó a ponerle
disimuladamente un alfiler que le cerrase el escote. Y surgió el gracejo de «Abuelita»:
—Mira, hija, tú sé todo lo buena y santa
que quieras; pero no me ahogues, que con esto no ofendo a Dios.
Sin embargo, Angelita era su debilidad.
Esto lo sabían los demás hermanos: Francisco, por ejemplo, llevó un día un nido
de pájaros a casa. Temiendo que Angelita se encaprichara con los pajarillos y
pidiera el nido a su madre, Francisco le susurró al oído:
—Angelita, como pidas el nido te ahogo.
Y Angelita rio la ocurrencia de su hermano.
Ya veis las cosas que le ocurrían. Nada de
extraordinario. Una familia como otra cualquiera, con sus estrecheces y sus
alegrías. Una familia pobre, como tantas en aquel entonces. José murió en
Buenos Aires. Antonio contrajo matrimonio y puso una tienda de cuadros en la
calle Cerrajería. Francisco tuvo tres hijos: Antonio, José María y Conchita. De
las hermanas, Joaquina quedó viuda muy joven y vivía en su casa como una
religiosa; de su hijo Antonio, nació Manuela, que fue también Hermana de la
Cruz. Dolores, la menor, murió soltera antes que Angelita.
Dolores nació en Viernes Santo y vaya usted
a saber por qué no tomó el pecho hasta el domingo de Resurrección. Lo contaba
con gracia Sor Ángela, que luego vienen los biógrafos y husmean prodigios de
los Fundadores desde la más tierna infancia. Sor Ángela dice que no, que eso
ocurrió a su hermana Dolores.
–Quieren achacármelo a mí; pero yo sé bien
que quien no tomó el pecho fue mi hermana Dolores.
Y llega la anécdota de aquel carrero
malhablado que tuvo la mala fortuna de echar rayos y centellas, o séase,
picardías y alguna que otra blasfemia, a la puerta de la casa de Angelita. El
carro se le había encallado en un hoyo y las mulas, con la carga, no podían
seguir adelante. Angelita se está peinando en esos momentos en la ventana. Oye
las palabrotas del carrero y se echa a llorar. Su hermana Joaquina acude a
consolarla. Y le sugiere una mentira piadosa:
–¿Por qué te apuras? No ha dicho lo que tú
crees. El hombre ha dicho: «Dios quiera que salga pronto».
Y Angelita, como movida por un resorte,
sale disparada hacia la puerta, encuentra al carrero, se arroja a sus pies y le
dice humildemente:
–Perdóneme el mal juicio que he hecho de
usted.
El carrero no salía de su asombro. Salió
Joaquina y al oído explicó al carrero lo sucedido.
Fue poco tiempo a la escuela. Su madre la
quitó pronto porque la necesitaba en las labores de la casa. Ni siquiera
sabemos en qué escuela estuvo. De aquella escuela salió escribiendo, con
bastantes faltas de ortografía, unas mínimas nociones de aritmética y un poco
más de Catecismo. Su letra, menuda y endeble, sin apenas utilizar los signos de
puntuación, indicaba la escasa instrucción que recibió Angelita. Y con esas
escasas letras, llegó a ser una santa… descomunal.
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