martes, 27 de noviembre de 2018

La muerte de los santos


Finaliza el mes de noviembre, especialmente dedicado por la Iglesia a la consideración de los fieles difuntos. Y me viene a la mente varios pasajes de la Escritura.
–Oí una voz del cielo que decía: Escribe: Bienaventurados los muertos que de aquí en adelante mueren en el Señor. “Sí –dice el Espíritu–, para que descansen de sus trabajos, porque sus obras van con ellos. (Apocalipsis 14:13).
O también:
Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios traerá con Él a los que durmieron en Jesús. (1 Tesalonicenses 4:14).


 Pero no nos ocurra lo de Madre Teresa de Calcuta, hoy santa, cuando el Viernes Santo de 1999 apareció en la primera página de L’Osservatore Romano una frase suya que suena a herejía, si no fuera por el lapsus o ignorancia de la sencillez de esta santa. Dijo:
Hay que orar a Dios Padre, cuya muerte y resurrección celebramos.
En verdad, no celebramos la muerte de Dios Padre, sino de Dios Hijo en su humanidad.
Así han muerto los santos, en la creencia en un Jesús que murió y resucitó. Aunque dicho esto, la muerte de los santos no se diferencia en su variedad de la muerte de los demás mortales. Unos mueren pacíficamente, otros dolorosamente, unos con miedo, otros en el temor del martirio… Los santos han llegado a la muerte, como los demás mortales, de todas las formas imaginables.
San Francisco de Asís la llamaba «Hermana muerte»:
–Loado sea mi Señor, por la hermana muerte...
Fray Elías reprendió a san Francisco porque cantaba en los últimos momentos de su vida.
–Debería más bien pensar en la muerte– le decía.
Pero eso es lo que estaba haciendo el santo y por eso cantaba.
Juan XXIII murió en junio de 1963 tras tres días de intensa agonía, retransmitida hora a hora por el Parte de Radio Nacional de España, única emisora que en el franquismo emitía noticias y yo escuchaba expectante mientras preparaba mis exámenes de primero de Teología en la Universidad Pontificia de Comillas.
Pablo VI, su sucesor, santo reciente, «se apagó como había deseado» –cuenta la revista Famiglia Cristiana–, es decir, en la soledad de Castel Gandolfo, lejos de los reflectores y de las vigilias del pueblo que acompañaron la agonía de Juan XXIII y que, más adelante, señalaron las últimas horas de Juan Pablo II. La tarde antes de su muerte pidió a su secretario que le leyera el libro de Jean Guitton Pequeño Catecismo.
En soledad murió también Ignacio de Loyola. Y con sufrimientos dolorosos, Bernadette Soubirous, la vidente de Lourdes. Y Catalina de Siena.
Santa Teresita del Niño Jesús o Teresa de Lisieux murió con miedo a la muerte. Y con tentaciones de dudas de fe. Pero también con esas proféticas palabras que dijo poco antes de morir:
–En el cielo, no permaneceré inactiva. ¡Qué desgraciada me sentiría allí, si yo no pudiera proporcionar a los que amo ninguna alegría! Es mi deseo ir prosiguiendo mi trabajo en pro de la Iglesia y de las almas. El buen Dios hará todo cuanto yo desee; porque aquí en la Tierra no hice yo nunca las cosas según mi voluntad. Haré que sobre la humanidad caiga una lluvia de rosas.
Los tres últimos meses de vida de santa Rosa de Lima fueron una incesante lucha con la muerte. Su última plegara fue dirigida a su madre:
–¡Señor, te la dejo en tus manos; dale fuerzas; no permitas que su corazón se rompa de tristeza!
San José de Calasanz, fundador de los Escolapios, falleció en Roma con sinsabores de los ataques de que fue objeto su Orden. Al morir, le hicieron una mascarilla y resultó tan perfecta que los padres allí presentes dijeron:
–Está como si viviera; parece dormir.
San Alfonso María de Ligorio vivió sus últimos años como un verdadero martirio. Escribió una monja:
–La contradicción, la enfermedad, los escrúpulos, la aridez del espíritu y todos los tormentos internos y externos son el cincel con que Dios perfecciona las estatuas de su paraíso.
Valga, como contradicción, la muerte de un no santificado por la Iglesia, pero muerto con los últimos sacramentos. Me refiero al genial músico Beethoven. El día de su muerte hubo un relámpago que iluminó su habitación. Y él, con el puño en alto contra el cielo, exclamó:
¡Potencias hostiles, os desafío! ¡Marchaos! ¡Dios está conmigo!
Y emocionante y conmovedora la escena de aquellas 16 carmelitas de Compiègne, referidas en la obra Diálogo de Carmelitas de Georges Bernanos, y proyectada en el cine, que, durante la Revolución Francesa, subieron a la guillotina cantando el Veni Creator Spiritu.

No hay comentarios:

Publicar un comentario