Para Hitler, la raza humana más eminente es
la aria, que está en el origen de la civilización europea. Desgraciadamente,
los descendientes no han sabido guardar la pureza primitiva de la sangre. Pero
los menos corrompidos, los más puros, son los nórdicos, los germanos, grandes,
rubios, dolicocéfalos, y los descendientes actuales de los germanos, es decir,
los alemanes. Estos están llamados a dominar Europa y el mundo y que los
pueblos inferiores reconozcan su superioridad. Al gobierno alemán compete
proteger la integridad de la raza germana, mejorarla, perfeccionarla, como se
perfecciona una raza de caballos o de perros.
–Tened en mente –cuenta en Mein Kampf– las devastaciones que la
bastardía judía causa cada día en nuestra nación... Considerad cómo la
desintegración racial merma y a menudo destruye los últimos valores arios de
nuestro pueblo alemán... Esta contaminación de nuestra sangre, ignorada
ciegamente por centenares de miles de personas de nuestro pueblo, es llevada a
cabo de manera sistemática por el judío de hoy. Sistemáticamente estos
parásitos negros de la nación contaminan a nuestras inexpertas y jóvenes
muchachas rubias y de esta manera destruyen algo que ya no puede ser
reemplazado en este mundo. Ambas, sí, ambas confesiones cristianas miran con
indiferencia esa abominación y la destrucción de una criatura noble y única,
concedida a la tierra por la gracia de Dios.
Y el cristianismo, una excrecencia del
judaísmo. El cristianismo ha sido alterado por la influencia nefasta del judío
san Pablo.
–San Pablo le ha impreso su marca deletérea
–interpreta François-Poncet a Hitler–, al extender una mancha, que, bajo el
nombre de caridad, de piedad, de amor al prójimo, de perdón de las injurias,
exalta en realidad la ausencia de carácter, la cobardía, la servidumbre. En las
sociedades modernas, es él quien ha introducido todos los venenos que los nazis
combaten sistemáticamente: el individualismo, el liberalismo, el
intelectualismo, el parlamentarismo, el marxismo socialista y comunista. De donde,
para un gobierno a la altura de su misión, un triple deber: perseguir,
exterminar al judío, y su aliado el francmasón, abolir las instituciones que ha
inspirado, es decir, el conjunto de instituciones democráticas, instaurar una
moral regenerada, una nueva tabla de valores que, repudiando todo vano
sentimentalismo, honrará y desarrollará por nuevos métodos de educación, las
virtudes viriles y marciales, la firmeza inflexible del carácter, el desprecio
de los débiles, el coraje heroico, la disciplina, la práctica de la obediencia
ciega y del mandato sin réplica, la absorción del individuo en el servicio de
la comunidad nacional. La religión, hecha «positiva», es decir, desembarazada
de una gran parte del dogma cristiano y honrando los viejos ritos germánicos,
será la que devolverá a la raza y a la sangre alemana, al pueblo y al suelo
alemán, a la patria alemana.
Como tenía que casar la existencia de
Cristo con su odio al cristianismo, a Hitler se le ocurre afirmar, en esas
tertulias de mantel y mesa con sus íntimos camaradas, que en realidad Cristo no
era judío, sino un ario que «atacó el capitalismo judío» y por ello fue ajusticiado.
No descarta que la madre de Jesús fuera judía, pero el padre ciertamente no. A
saber si, en el fondo, Hitler reconocía la paternidad divina o cómo me explica
que san José no fuera judío.
–La historia de la Virgen María –cuenta la
secretaria de Hitler, Christa Schroeder–, tal como es presentada por la
Iglesia, era para Hitler un tema favorito de chanzas. Su espíritu cáustico le
llevaba a trazar una línea divisoria entre la fe y la razón. Tengo que admitir
que sus cínicos argumentos llegaban a impresionar incluso a los más
creyentes.
La «falsificación de la doctrina de Jesús»
fue obra del judío san Pablo. Este es – confiesa Hitler– el verdadero creador
de la religión cristiana, que no es más que una forma de bolchevismo ante litteram.
–El cristianismo se ha puesto a la cabeza
de los más miserables, de los esclavos, de los malogrados, con su teoría
«igualitaria» nacida para «conquistar una enorme masa de gente privada de
raíces»; «ha movido la hez» para «organizar así un prebolchevismo».
Para Hitler, la ecuación
judaísmo-cristianismo se une a la de cristianismo-bolchevismo: el judío Saulo y
el judío Marx son creadores de dos ideologías de muerte equivalentes entre
sí.
–El golpe más duro que la humanidad haya
recibido –confiesa Hitler– es el advenimiento del cristianismo. El bolchevismo
es hijo ilegítimo del cristianismo. Uno y otro son invención de los
judíos.
¡Y afirma este paranoico, precisamente él,
que el cristianismo es una ideología de muerte!
–La doctrina nacionalsocialista es íntegramente
antijudía, es decir, anticomunista y anticristiana. La culpa histórica de la
Iglesia católica es haber hecho caer el Imperio romano, reino del arte, de la
tolerancia y de la civilización. Y de haberlo sustituido con el arte bárbaro de
las catacumbas, con la oscuridad de la Edad Media, la época más insignificante
de la historia humana.
Y añade:
–Estoy seguro que Nerón no incendió Roma.
Han sido los cristianos-bolcheviques.
Y alaba a Juliano el Apóstata y echa pestes
contra el emperador Constantino. El concepto es siempre el mismo: los
cristianos, hijos espirituales del judío Pablo, son la causa de la caída del
Imperio y de toda barbarie de los últimos veinte siglos.
Que yo sepa, la caída del Imperio romano se
debió a la invasión de los bárbaros, es decir, venidos de tierras nórdicas
(¿arios, tal vez, señor Hitler?), que atravesaron el Rin e invadieron en el
siglo V los pueblos meridionales del Imperio. Pero Hitler sostiene que el
Imperio romano cayó por los hijos espirituales del judío Pablo.
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