Hoy, 9 de febrero, Granada es una fiesta y
el convento de los capuchinos en cola interminable para rezar ante la tumba del
beato Leopoldo de Alpandeire, ese viejo fraile limosnero del convento de
Granada, el frailecito de las barbas blancas y al que los niños besaban su
cordón cuando caminaba por la ciudad de la Alhambra. En Granada pasó la mayor
parte de su vida y murió el 9 de febrero de 1956, a los 92 años, después de una
vida mortificada. Desde entonces, ni un día sin flores ante su tumba. Ya es
beato, beatificado el 12 de septiembre de 2010 por el papa Benedicto XVI. Y se
ha convertido, por su humildad y sencillez, en uno de esos santos populares al
que el pueblo llano venera con especial devoción.
Con su alforja al hombro, a veces una
cestilla de caña, a fray Leopoldo hay que pintarlo como un fraile andariego. Su
perfil siempre el mismo: los ojos en el suelo, el rosario en la mano... y un
caminar pausado de miles de pasos sobre unos pies descalzos y polvorientos. Sus
sandalias –una suela de cuero y dos correas en el empeine– no pudieron evitarle
esas grietas inveteradas, añejas, como surcos profundos hendidos en sus
talones. Tan sangrantes a veces que él mismo cauterizaba las grietas con cera
derretida y cosía sus bordes con hilo, sin aceptar pomadas ni medicinas ni
calzado.
Todos los inviernos le salían sabañones en
los pies y manos... «Su mortificación era algo conmovedor. Los cuarenta años
largos vividos bajo el frío clima de Granada formaron el marco de aquel hombre
a quien siempre vieron descalzo, con las pobres sandalias, que no podían
liberarle del frío en aquellas mañanas crudas... Ya podía llover, nevar o hacer
una temperatura bajísima, que fray Leopoldo aparecía diariamente por las calles
con sus pies agrietados, a veces goteando sangre, sus manos moradas, sin una
queja, sin protestar de la inclemencia del tiempo... Él decía que en la
penitencia no debiéramos ser exagerados sino más bien sufrir todo lo que Dios
nos enviara. Este lema suyo lo había él practicado infinidad de veces en
aquella su vida siempre igual», cuenta el padre Esteban de Puente Genil.
Cierto día limosneaba por Granada con sus
pies agrietados cuando don Emilio González, farmacéutico, amigo de los
capuchinos, le abordó y le dijo:
–Vamos a curar esas llagas...
Pero fray Leopoldo se resistía.
–Que se lo digo al padre guardián para que
le mande por obediencia que use zapatos –le amenazó el farmacéutico.
Y el humilde frailecico contestó:
–Bueno, lo que usted quiera. Vamos a curar
estos pies...
No creáis que fray Leopoldo era un
juanlanas de carácter. Tenía un carácter fuerte y un temperamento nervioso que
templaba con un total dominio de sí, aunque nadie lo creyera envuelto en ese
áspero sayal de gruesa lana, todo remendado, el mismo sayal para verano e
invierno.
Así era, así se mostraba su fisonomía, y
así se hacía querer de la gente del pueblo. «Era el paño de lágrimas de todas
las personas; consolaba a los tristes y compadecía a los que sufrían, pero lo
hacía de corazón: no con fingimiento», confiesa una devota que conoció desde
pequeña a fray Leopoldo.
La gente, cuando tenía algún problema, se
decía:
–Lo consultaremos con fray Leopoldo. Le
hablaremos de esto...
O bien, cuando se topaban con él:
–Hermanico, pida por mí... Hermanico, no
olvide la necesidad que le he dicho...
Fray Leopoldo era la estampa cotidiana en
las casas de Granada. Cuando oían la voz:
–Ave María Purísima.
Se decían:
–Ahí está fray Leopoldo. Pase, pase...
Y fray Leopoldo participaba de los gozos y
tristezas de las gentes de Granada.
–Fray Leopoldo, pase a ver al enfermo.
Se acercaba al lecho, consolaba al enfermo
y le invitaba a rezar con él las tres avemarías. Esas avemarías de fray
Leopoldo, pausadas, lentas, acariciadas, tiernísimas... Y dejaba el consuelo en
aquella casa a la que había acudido a pedir su pequeña limosna.
¿Qué secreto guardaba fray Leopoldo para
conquistar de esta manera el corazón de la gente?
Yo diría que no guardaba ningún secreto. Si
se hurga en sus bolsillos aparecerán solamente estampitas y medallas que
repartía entre los niños. A fray Alejandro de Málaga le recomendó que siempre
que saliera a la calle llevara estampitas. Le dijo:
–Hermano, lleve siempre estampitas: se
puede hacer mucho bien.
Y si se palpa su corazón, es el de un
simple labriego que ama enternecidamente a Dios y a los hombres.
Los padres capuchinos que convivieron con
él destacan estos amores en fray Leopoldo: la Virgen María, la Eucaristía y
Cristo crucificado.
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