sábado, 4 de mayo de 2019

Vázquez de Leca, borrado del callejero sevillano


El arcediano Vázquez de Leca, figura capital en la defensa del dogma inmaculado en la Sevilla mariana del siglo XVII, ha sido borrado del callejero sevillano para ser sustituido por el de «Párroco Don Eugenio», referido a quien lo ha sido de la parroquia de Santa Ana, en Triana. Con todos mis respetos a mi compañero en el sacerdocio, tan familiarmente tratado en el nomenclátor, bien se merece una calle, si lo cree el Ayuntamiento, pero respetando la calle de quien ha sido parte importante en la defensa del dogma inmaculado. Solamente desde la ignorancia se puede cometer semejante atropello.


Bernardo de Toro, predicador del púlpito de la Granada en el Patio de los Naranjos, reunió en su casa a un grupo de amigos, entre ellos Vázquez de Leca y Miguel Cid, para celebrar la pascua de navidad de 1614 ante un nacimiento, donde cantaban villancicos y coplas al Niño Dios. ¿Por qué no hacer unas coplas a la Virgen en su misterio de la limpia concepción?, se dijeron. Y sin «saber cómo» surgieron esas coplas, que comenzaron a enseñarlas a los niños de las escuelas. Y estos a cantarlas por las calles. Y los frailes dominicos a enfadarse con los niños.
Este es el arranque del conflicto inmaculista que prendió fuerte en la ciudad de Sevilla en 1615 y se propagó por todo el arzobispado. Nunca unos versos en noche inspirada darán tanta gloria y renombre a sus autores: letra de Miguel Cid y música de Bernardo de Toro. El estribillo es muy conocido: «Todo el mundo el general / a voces, Reina escogida, / diga que sois concebida / sin pecado original». Mateo Vázquez de Leca, el canónigo rico del grupo, lo dio a la imprenta para que se imprimieran unas cuatro mil hojillas que se repartieron por las escuelas de Sevilla, e incluso se enviaron a otros puntos de España.
Había sucedido antes, 8 de septiembre de 1613, el sermón de un dominico en el convento de Regina, que cuestionaba la Inmaculada Concepción de la Virgen y el escándalo que ello produjo en la ciudad. Esta copla corría por la ciudad: «Aunque se empeñe Molina / y los frailes de Regina / con su padre provincial, / María fue concebida / sin pecado original».
Vázquez de Leca y Bernardo de Toro marcharán a la corte de Felipe III, que se hallaba en Valladolid, y de allí a Roma, comisionados para lograr del pontífice la declaración dogmática de la Inmaculada Concepción.
En Roma lograron al menos un decreto de Paulo V, dado en 1617, que prohibía públicamente, en las aulas o en los púlpitos, se predicase la opinión rigurosa acerca de la Inmaculada Concepción, es decir, que María fuese concebida en pecado original y santificada después en el seno materno. Ese decreto produjo una conmoción enorme en Sevilla, por el celo que esta ciudad mostraba en la defensa inmaculista y con dos peones enviados a Roma, como eran Mateo Vázquez de Leca y Bernardo de Toro, para este cometido concreto. El 8 de diciembre de 1617, Sevilla hizo voto solemne en la catedral  en defensa de este misterio.
El arcediano Mateo Vázquez de Leca, bautizado en Santa Ana de Triana el 22 de noviembre de 1573, era hijo de Andrea Barrasi y María Vázquez de Leca. De él ofrece el analista Zúñiga este perfil: «De mozo alentado, galán y lucido lo volvió Dios varón virtuoso, ejemplar y limosnero». Palabras que sugieren la conversión que sufrió hacia el año 1602, a la vuelta de siglo, cuando contaba veintinueve años.
Vázquez de Leca había pasado su juventud halagado con todos los regalos que podía proporcionar la diosa for­tuna. Su tío, de igual nombre y apellidos, había sido se­cretario particular de Felipe II y ostentaba una canonjía y el arcedianato de Carmona en la catedral hispalense. El sobrino se crio en el palacio arzobispal de Sevilla, a la sombra del célebre car­denal Rodrigo de Castro. A los 14 años ya era canónigo de la Colegial del Salvador, y a los 18, muerto su tío en Madrid, he­redó su canonjía y arcedianato de Carmona, aunque no te­nía la edad exigida.
Mateo Vázquez de Leca lo tenía todo: juventud, fortuna familiar y cargo prestigioso. Ordenado tan sólo de epístola (o de subdiácono), paseaba por Sevilla su porte señoritil. Aranda cuenta que «como la edad era poca y la renta mucha, no fueron sus pasos tan ajustados a las obligaciones en que el estado de Eclesiástico le po­nía».
Pero sucedió, hacia 1602, su singular conversión. Tras la procesión del Cor­pus de aquel año. Paseaba por las naves de la catedral, ya atardecido, cuando sintió la llamada de una mujer tapada que le hizo señas para que la acompañase. Vázquez de Leca la siguió, rumiando en su mente cierta curiosidad morbosa. Ya en la capilla de la Virgen de los Reyes le pidió que se descubriera. Ante el silencio de la señora, lo hizo él. Separó el manto que le cubría el ros­tro y... se halló con la tétrica imagen de un esqueleto.
El arcediano salió de la capilla gritando:
–¡Eternidad, eternidad, eternidad!
Se dirigió a su casa, una de las principales de la collación de San Nicolás, se cambió de vestimenta tomando la de un criado y, entrada ya la noche, acudió al padre Fernando de Mata, «sacerdote el más ejemplar que reconocía por aquel tiempo Sevilla». Se acogió a su dirección espiritual y la vida del arcediano cambió radicalmente.
Ordenado de sacerdote, encargó a Martínez Montañés la factura de un Cristo con mirada compasiva hacia el penitente orante. Es el Cristo de la Clemencia, que se halla en la catedral de Sevilla. ¡Cuántas oraciones no derramaría ante esta maravillosa imagen el converso arcediano de Carmona! En septiembre de 1614, meses antes de la navidad coplera, donó el Cristo de la Clemencia al monasterio de la Cartuja.

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