Hace
unos días encontré en Internet una alusión a mi persona. Una señorita, o
quizá señora, llamada María, dejaba escrita la siguiente pregunta en uno de
esos consultorios religiosos:
–Me
recomendaron un libro cuyo título me
puso en guardia: «El hombre de Teresa de Jesús, Jerónimo Gracián», escrito
por un tal Carlos Ros. Quisiera
estar segura que es una lectura aprobada por la Iglesia.
La
respuesta del consultor comenzó de forma un tanto inquietante.
–Desafortunadamente
–contesta– ya la Iglesia no aprueba o desaprueba los libros.
Pero
luego el buen hombre se ha debido documentar algo y continúa:
–El
sacerdote y periodista sevillano Carlos Ros se ha atrevido a contarnos la vida de los dos grandes místicos
carmelitas, santa Teresa de Jesús («Teresa de Jesús, esa mujer») y san Juan de
la Cruz («Juan de la Cruz, celestial y divino»). No son dos biografías científicas, pero su autor ha pretendido apoyarse, en la medida de lo posible, en
documentos históricos que nos ofrecen una imagen real (y, por tanto, no
falseada) de aquellos dos grandes personajes de la historia religiosa española.
Las notas al final de cada uno de los escritos así lo certifican.
Gracias
he de dar a este consultor religioso por aclarar a la señora o señorita María
que el tal Carlos Ros se ha atrevido a contar las figuras de Teresa de Jesús y
Juan de la Cruz. Bien es verdad, según le aclara, que no son biografías
científicas, pero en la medida de lo posible ha intentado este autor, que soy
yo, a valerse de documentos históricos y a ofrecer una imagen real y no
falseada de ambos santos.
¡Caray!,
con perdón.
El
tal Carlos Ros –como dice la señora o señorita María– no ha contado los libros
que ha escrito –tengo esa apatía, ya a mi edad–, pero pasan de los sesenta. Ninguno
de ellos ha pasado el Nihil obstat de
la iglesia, abreviatura de la expresión latina nihil obstat quominus
imprimatur, es decir, no hay impedimento para que sea impreso, dada por el
censor, cosa ya obsoleta. Tras el Nihil
obstat aparecía el imprimi potest
del vicario general o del obispo. Pero esto estaba reservado a los libros que
se referían a la teología y moral católica. Y yo escribo de historia.
En
cierta ocasión, tuve una discusión epistolar con un escritor acerca de cierto
pasaje referido a un personaje sevillano. Se apoyaba en una biografía, cuyo
autor confesaría después haberse equivocado al leer o interpretar un texto
antiguo. En la discusión con mi oponente escritor, ponía como argumento final
de su alegato que el libro tenía los plácemes de la Iglesia puesto que llevaba
el Nihil obstat correspondiente. Hube
de aclararle, no sé si con fortuna, que el censor solo certifica que el tal
libro no contiene nada que atente a la doctrina o a la moral y costumbres de la
Iglesia. Pero el buen censor no puede pontificar sobre los hechos históricos
cuya responsabilidad recae exclusivamente en la sagaz interpretación de los
textos del autor. Porque la Historia se apoya en documentos, ya que no podemos
resucitar a los muertos para preguntarles si ello es cierto o no.
Podría
decirle a la tal señora o señorita María o a su consultor religioso, si hubiera
acudido a mí directamente, que no se preocupasen. Creo merecer la ortodoxia de
mis escritos sin necesidad de pasar por censuras ajenas. Por desaparecer, ya ha
desparecido también de la Iglesia, gracia a Dios, el Índice de Libros Prohibidos,
que ha perdurado hasta los tiempos del Concilio Vaticano II. Aunque todavía por
desgracia quedan ciertos rictus en algunos episcopados –llámese por ejemplo el
español– en el que aún se usan unas admoniciones, unos tics, que espero que
con los nuevos aires del papa Francisco pasen a mejor vida.
Pero quiero recordar aquí la censura sufrida
por mi compañero de estudios y gran amigo, el teólogo gallego Andrés Torres
Queiruga, por parte de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe de la Conferencia
Episcopal Española hace tan solo un par de años. Hubo sus quejas y entre ellas
la de los compañeros de curso de la Universidad de Comillas. En una carta,
dirigida a la Conferencia Episcopal, nos quejamos de tales procedimientos de
censura:
–No
nos parecen procedentes las censuras ni las condenas. Cuando estudiábamos
Teología en Comillas se celebraba en Roma el Concilio Vaticano II y en él
brillaron no pocos teólogos que anteriormente habían recibido trabas en su
labor investigadora. Y no digamos a lo largo de la Historia de la Iglesia.
Recordamos ahora tan solo el caso de Rosmini (+1855). En 1849, dos de sus obras
fueron puestas en el Índice de Libros Prohibidos, y sin embargo modernamente ha
sido rehabilitado e introducida su causa de beatificación. Creemos que
necesitamos una Iglesia fraternal y no de censura. Nos parece que esta
Notificación, injustamente crítica con nuestro compañero Andrés Torres
Queiruga, no responde ni a lo que pide la fraternidad eclesial ni al apoyo que
merece una dedicación tan constante, seria y responsable a pensar
teológicamente la fe.
En
fin, cosas de la vida. He de decirle a la señora o señorita María que escribo
cosas muy bonitas de Teresa y de Juan de la Cruz y también de las perfidias de
frailes que trataron de hacerles la vida imposible.
Lo
siento por un vicario general que tuve. Desaconsejaba mi libro «Los Arzobispos
de Sevilla. Luces y sombras de la Iglesia hispalense», porque contaba no solo
las luces, sino también las sombras. Por ejemplo, los hijos que ciertos
arzobispos medievales tuvieron. Este libro de los arzobispos –por si a la
señora o señorita María se le antoja adquirir– no tiene, como es de suponer, Nihil obstat alguno.
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