Comienza hoy, 15 de
octubre, el año conmemorativo del V Centenario del nacimiento de santa Teresa
de Jesús, fundadora de las y de los Carmelitas descalzos, que primero fueron
ellas y después los varones. Caso insólito en el siglo XVI, y yo diría que
también hoy, que una mujer funde un instituto religioso, primero de mujeres y
después de hombres. Pero Teresa de Jesús pertenece a una pasta especial.
Llegado este día, todos
los 15 de octubre proponía a mis alumnos de Religión la siguiente cuestión capciosa:
–Teresa de Jesús murió
el 4 de octubre de 1582 y fue enterrada al día siguiente 15 de octubre de 1582.
Y todos mis alumnos,
extrañados, me decían:
–Eso no puede ser. Tuvo
que ser enterrada el 5 de octubre.
Y hube de explicarles
que en ese momento se dio la llamada reforma gregoriana del calendario, un
ajuste en el que se suprimieron diez días del mes de octubre. Porque fue el
papa Gregorio XIII quien hizo la gran reforma del calendario cristiano con una
memorable bula llamada Inter gravissimas,
reforma que después de cuatro siglos sigue viva y operante,
Julio César, dieciséis
siglos antes, también reformador de un calendario, había fijado el equinoccio
de primavera el 15 de marzo y había decidido 365 días el año civil, más 6
horas, es decir, 11 minutos y 12 segundos más del año solar, por lo que cada
129 años el equinoccio se habría anticipado un día. Gregorio XIII llamó a
estudiosos de su tiempo, entre los que sobresale el matemático y astrónomo
jesuita Cristóbal Clavio, para corregir el error de César. Se suprimieron diez
días del calendario y se calculó el año en 365 días, 5 horas, 49 segundos y 12
segundos, con un desvío del año solar de más 26 segundos.
La reforma gregoriana
solo fue acogida en Italia, España y Portugal. Poco a poco fue siendo aceptada
por otros países, los últimos los protestantes, caso de Inglaterra, que no se
sumó al cambio hasta el siglo XVIII.
Pero dejemos la
astronomía, que se me acaba el papel y no hablo de Teresa de Jesús. La
conmemoración de este año jubilar se debe a los quinientos años de su
nacimiento, ocurrido en Ávila al amanecer del miércoles de Pasión, 28 de marzo
de 1515, hija de Alonso de Cepeda y Beatriz de Ahumada. Bautizada una semana
más tarde, 4 de abril, miércoles santo, en la iglesia parroquial de San Juan
Bautista. Se le puso el nombre de Teresa por su abuela materna, Teresa de las
Cuevas, única de los abuelos que quedaba con vida.
Curiosamente no había en
el santoral de la iglesia ninguna santa con el nombre de Teresa. Jerónimo
Gracián lo tomará socarronamente a chanza con ella porque no podía celebrar su
onomástica. Ella le responderá que su nombre era de santa Dorotea.
–Y así celebrábamos
–dice Gracián– el día de la Santa con particular devoción de su nombre. Y puede
ser que así como Diego y otros nombres españoles antiguos quedaron corrompidos
de los nombres latinos, así este nombre Dorotea, corrompido el latín, se
derivase Teresa.
Fray Luis de León, que
no la llegó a conocer pero publicó sus Obras
en 1588, dice que «pusiéronle nombre Teresa, guiados, a lo que entiendo, por
Dios, que sabía los milagros y maravillas que en ella había de hacer, y por
ella, porque Teresa es Tarasia,
nombre antiguo de mujeres, y griego, que quiere decir milagrosa».
Francisco de Ribera, su
primer biógrafo, dice que «este nombre de Teresa ni es griego ni latino, sino
propio de España, y antiguo, como Elvira, Sancha, Urraca y otros semejantes».
De hecho, es un nombre que venía siendo usado de antaño, incluso acogido entre
princesas de los reinos de España. Por ejemplo: Teresa, segunda esposa de
García Sánchez de Pamplona, del siglo X;
Teresa de Entenza, reina de Aragón, esposa de Alfonso IV de Aragón, primera
mitad del siglo XIV; y Teresa de Portugal, reina de León, mujer de Alfonso IX
de León, siglo XIII, que subió a los altares, pero después de Teresa de Jesús,
en 1705, declarada santa por Clemente IX.
Será Teresa de Jesús la
primera que incorpore su nombre al catálogo de los santos.
Su muerte acaeció en
Alba de Tormes. El 3 de octubre pidió el viático. Después de la comunión, se le
encendió el rostro y repitió muchas veces:
–En fin, Señor, soy hija
de la Iglesia.
Sobre las nueve de la
noche del 4 de octubre, festividad de san Francisco de Asís, murió Teresa de
Jesús, «el mismo día que se hizo el salto del año de los diez días, porque
luego otro día se contaron quince».
Un criado de la casa de
Alba besa los pies de madre Teresa expuesta en un ataúd en el templo de las
descalzas de Alba de Tormes y exclama:
–¡Válgame Dios, señores,
cómo huelen los pies de esta santa a gamboas, a limones, a cidras, a naranjas y
a jazmines!
Fray Miguel de Carranza
será igualmente expresivo al recordar este momento:
–El olor era tan suave y
penetrante y confortativo, que me pareció que el estoraque y benjuí, algalia y
almizcle y ámbar, se quedaban muy atrás.
Es unánime la afirmación
de ese olor agradable en todas las informaciones para el proceso de
canonización de la Santa. María de San Francisco, una de las monjas que la
amortajaron, testifica que la fragancia de ese olor tan agradable «se le quedó
estampado en el sentido por muchos días, y en las manos».
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