Me topé el otro día con un
amigo que se hallaba el pobre fastidiado y quejoso de un ataque de gota. Y lo
que son las cosas: uno comienza a recordarle, en un afán tonto de consolarle,
que es un mal de gente ilustre. Eso, al menos, es lo que se dice y uno recuerda
el sillón articulado de Carlos V –«hijo de la Loca de Castilla y del Hermoso de
Alemania», como le definiera Unamuno–, que se conserva en el monasterio de
Yuste, con un artilugio para que el emperador pudiese descansar recta su pierna
derecha. Enfermedad que heredó su hijo Felipe II, para quien el obispo de
Albarracín, fray Bernardino Gómez, escribió todo un tratado con el pomposo
título de Henchiridion, manual
instrumento de la salud contra el morbo articular que llaman gota, y al
parecer consistía en unas friegas desde la cabeza a los pies durante treinta
días.
Dicen que Felipe II
mejoró. Evidentemente, con la medicina de aquellos tiempos, unos buenos masajes
eran lo mejor. Y si no, que se lo digan a fray Diego de Deza, arzobispo de Sevilla
en los inicios del siglo XVI, magnifico teólogo y propulsor ante los Reyes
Católicos de las ideas oceánicas de Cristóbal Colón, que padecía también este
mal. Le regalaron un cachorro de león, porque se pensaba que poniendo los pies
sobre su melena, se curaba el mal de gota. Menos mal que al león lo desdentaron
y le arrancaron las zarpas, que buena la hubiera hecho en el palacio
arzobispal. Y lo llegó a hacer. Cierta tarde el duque de Arcos hizo una visita
al arzobispo. Cuando salió, encontró en el patio del palacio a su caballo tan
mal herido que murió a los pocos días.
Peor es lo que le pasó al
cardenal fray García de Loaysa, también, como fray Diego de Deza, arzobispo de
Sevilla, dominico e inquisidor general. Siendo presidente del Consejo de Indias
y hallándose en Madrid, topó con un enanillo contrahecho, con gran bocio, que
se apodaba «el maestre de Roa». Hernán Cortés lo había llamado a México para
que le curase un brazo que se había partido por caída de caballo. Vuelto a la
península, seguía con sus trucos y brujerías embaucando a la gente. Al serio de
fray García de Loaysa le sacó unas prebendas en México, pero el cardenal no
mejoró con las pócimas que le recomendó el enano charlatán.
Y ya que hablamos de
arzobispos de Sevilla, contemos los casos de otros dos que me sé. Uno fue el
cardenal Agustín Spínola, que regentó la diócesis hispalense de 1645 a 1649.
Este último año fue de gran mortandad en Sevilla, a consecuencia de la peste.
Pero el cardenal Spínola no murió de ella. Refugiado en su residencia de
Umbrete, soportaba cristianamente los fuertes dolores de gota, que trataba de
atenuar tomando borujo, masa que resulta del hueso de la aceituna después de
molida y prensada. Los médicos dirán si esta receta casera que tal vez le
recomendaron los lugareños de Umbrete resulta eficaz para aliviar el dolor;
pero lo cierto es que el cardenal se murió.
Y vayamos al último. Para
ello hay que remontarse al momento más esplendoroso de la Iglesia de Sevilla.
Me refiero al paso del siglo VI al VII, con aquellas dos lumbreras que fueron san
Leandro y san Isidoro. Pues bien, san Leandro también fue gotoso. Este dato ha
quedado reflejado en una carta de san Gregorio Magno a san Leandro. Le dice el
Papa a nuestro arzobispo:
–Sobre la enfermedad del
mal de gota que aqueja a vuestra santidad, debo deciros que yo también me
encuentro enormemente oprimido por un constante dolor producido por esa misma
enfermedad. Pero nuestro consuelo será fácil, si en medio de los castigos que
padecemos, traemos a nuestra memoria los pecados que hemos cometido.
Si no mis palabras, que estas
de san Gregorio Magno sirvan de consuelo a cuantos padecen de este mal, que yo
también lo he padecido y a veces, como este mismo verano, me vino un acceso del
mal, aunque fue pasajero. Según dicen los médicos, viene por exceso de la mesa
o alimentación suculenta. No es mi caso. Y creo que el padecimiento que han
tenido tantos prohombres, como los aquí reseñados, viene más bien por
alimentarse con carne de caza. Un mal que en lo antiguo no era exclusivo de la
grandeza. Lo que ocurre es que el pueblo llano, que también se alimentaba de
animales de caza, no asomaba a la historia.
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