No
es otro que san Carlos Borromeo, arzobispo de Milán, a quien san Felipe Neri
llamó «atrevido ladrón de almas santas». Hoy celebra la Iglesia su onomástica. A
los pies del lecho del moribundo papa Pío IV, aquel 9 de diciembre de 1565, se
hallaban arrodillados Carlos Borromeo y Felipe Neri. Los dos se estimaban
profundamente, pero eran caracteres muy diversos. El primero, Carlos, serio,
sobrio, quizás algo adusto; Felipe, todo suavidad y simpatía. Carlos, sobrino
del papa y cardenal a los 22 años, era un claro ejemplo del nepotismo que
existía en Roma, aunque por una vez un papa acertó: su nombramiento sirvió
providencialmente a la fe y a la Iglesia. Encumbrado a la función de secretario
de su tío, podía tenerlo todo a sus pies. Pero Carlos se había empeñado en ser
santo y se sentía llamado por la palabra «reforma», pedida en el concilio de
Trento, recién clausurado. Esto, naturalmente, no era del agrado de muchos en
el ambiente relajado de la Roma renacentista. El secretario del cardenal
Farnesc se refirió a él en estas cáusticas palabras a un amigo:
–No
tengo noticias de Roma que daros, excepto que ese sacristán comevelas quiere
reformarlo todo y, como Roma ya no basta para su ardor, quiere meterse en el
mundo entero.
Felipe
Neri, con buen humor, decía de él que «era un atrevido ladrón de almas santas»,
porque se llevaba consigo los mejores sacerdotes oratorianos. Y también le
decía: «Es un pícaro que desnuda a un santo para vestir a otro». Pero la
amistad prevaleció siempre en ellos a pesar de las diferencias que en ocasiones
mostraron.
Muerto
su tío, nada le ligaba a Roma y deseaba cumplir lo mandado en el concilio de
Trento: que los obispos residieran en sus diócesis. Volvió a Milán donde
desplegó una actividad apostólica infatigable durante veinte años. Visitó su
diócesis, extensa como un reino, infinidad de veces, preocupado por la
formación de sus sacerdotes, a los que conocía por sus nombres y visitaba con
frecuencia, y por las condiciones de sus fieles. Defendió los derechos de la
Iglesia y esto lo llegó a experimentar en propias carnes el gobernador de
Milán, don Luis de Requesens, que recibió la excomunión por motivos de
jurisdicción. Llevó la disciplina a los conventos, lo que provocó que un fraile
indigno tratase de atentar contra él con un golpe de arcabuz mientras rezaba en
la capilla de su convento. Fundó seminarios, promovió sínodos. Era la suya una
actividad prodigiosa, como organizador e inspirador de hermandades religiosas,
obras pías e institutos benéficos. Hay quien le ha llamado el «Hércules de los
obispos», y en Milán palpaban que se hallaban ante un segundo san Ambrosio.
De
figura enjuta, nariz prominente y ganchuda, ojos penetrantes y barba pequeña,
compensaba su adusto porte y sequedad de carácter con la santidad de su vida.
No busquemos en él la simpatía de su amigo Felipe Neri, pero cuando murió Milán
fue un clamor ante la pérdida de su arzobispo.
Los
milaneses habían calibrado su madera de santo especialmente en la terrible
peste que se propagó por Milán en 1576. Cuando los socorros médicos habían
desaparecido, él se acercaba a diario a los apestados para llevarles su ayuda y
consuelo. Y animaba a sus sacerdotes a no abandonar la grey. No le preocupaba
el contagio. Cuando le señalaban el peligro que corría, respondía: «Dios puede
reemplazarnos».
La
humildad fue la virtud en la que cifró su deseo de caminar por una vida santa.
Y si se distinguió por algo fue precisamente por el cumplimiento del deber.
Esto hizo y llegó a ser santo. A pesar de ser adusto, seco y serio. El 3 de
noviembre de 1684, agotado de una fiebre que arrastraba de días atrás, fue
vencido por la fatiga de la muerte. Milán lo recuerda como un segundo san
Ambrosio y el cuerpo de este gran obispo, que supo aplicar las reformas del
concilio de Trento en su diócesis lombarda, yace en la cripta del Duomo
milanés.
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