Aún
recuerdo, de pequeño, cómo los viejos de mi pueblo saludaban con expresiones
que ya han desaparecido:
–A
la buena de Dios.
O
también:
–Condiós,
vaya usted con Dios.
El
adiós, que es una forma sincopada de las expresiones anteriores o de «A Dios
encomiendo tu alma», me parece muy hermosa, aunque para la mayoría de la gente
ha perdido el originario sentido de que quien lo dice te desea que Dios te
acompañe en tu camino.
En
la II República, que algo debían saber de ello, cambiaron el saludo y la gente
se despedía con un…
–¡Salud!
O
también:
–¡Salud,
camarada!
Y
así también, como ocurre hoy con frecuencia, la esposa deja de ser esposa para
convertirse en «compañera».
Ocurría
lo mismo cuando uno estornudaba, que se le decía:
–¡Jesús!
Lo
que se cambió también por la exclamación:
–¡Salud!
O
aquella hermosa jaculatoria que incluso estaba grabada en las puertas de las
casas y tiene un origen sevillano, de las luchas concepcionistas de principios
del siglo XVII:
–Ave
María Purísima.
Para
contestar:
–Sin
pecado concebida.
Expresión
que ha quedado reducida a los tornos de los conventos de clausura.
Julián
Marías tiene una página preciosa en sus Memorias
–él que vivió en el Madrid rojo y nacional después– en la que habla de La
retórica y los usos lingüísticos en uno y otro Madrid, convertida de pronto la «Zona republicana» en
«Zona nacional».
–Todos los tópicos fueron sustituidos, en cierto modo invertidos; las
consignas y los gritos eran los opuestos. Al «¡No pasarán!» sucedió el
«¡Franco, Franco, Franco!», que sorprendía un poco, sobre todo por la
repetición. Los «facciosos» eran «nacionales»; los «republicanos» o «leales»,
«rojos» (o bien «la horda marxista»); la «rebelión» o «Sublevación» se
convirtió en «Cruzada» o «Guerra de Liberación».
Y también:
–Cuando se llamaba por teléfono a una oficina, en
lugar del usual «Diga» o «Dígame» se oía «¡Arriba España!- y se esperaba que se
contestase: «¡Arriba!». El saludo con el puño levantado fue sustituido por el
brazo en alto. No se solía decir «mi mujer», sino «mi compañera». El sombrero y
la corbata estaban mal vistos y podían resultar peligrosos –mi padre usó ambas
prendas durante toda la guerra, pero era cómico ver a señores viejos que se
resfriaban con una boina o una gorra; yo no usaba sombrero, pero seguí con la
corbata hasta que vestí el uniforme–. Al acabar la guerra, no solo volvieron a
usarse las prendas proscritas, sino que eran una especie de «aval», de «adhesión
al régimen»; una conocida sombrerería se anunciaba con este lema: «Los rojos no
usaban sombrero».
Y así como ahora en Cataluña se persigue los rótulos de los comercios
en castellano, en aquel entonces…
–La zapatería «Les Petits Suisses» fue «Los Pequeños Suizos», y unos
caramelos «Darlings» perdieron la «g» y con ello la significación, sin que
aumentase gran cosa su españolismo. La ensaladilla rusa fue desde entonces
«imperial», y cuando un grupo de estudiantes vivía en un piso común, «en
república», tuvo que ser «en imperio».
Estos fueron unos cambios profundos, consecuencias de una cruel guerra
civil que duró tres años. Pero también, sin tanto traumatismo, vienen sucediéndose
cambios lingüísticos, algunos de ellos que chocan como una piedra en un ojo.
Eso, por ejemplo:
–Compañeros y compañeras.
Me suelo preguntar, ya que los que usan esta expresión en contra de los
buenos usos gramaticales se dicen feministas, por qué no invierten los términos
y dicen:
–Compañeras y compañeros.
Sería de lo más caballeroso.
Y es que por el lenguaje se conoce a la gente.
Por eso yo, para acabar, me despido de ustedes con el clásico:
–Adiós.
O como los viejos de mi pueblo:
–Vaya usted con Dios.
O si lo prefieren, al uso franciscano:
–Paz y bien.
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