martes, 1 de diciembre de 2015

Por el lenguaje se conoce a la gente

Aún recuerdo, de pequeño, cómo los viejos de mi pueblo saludaban con expresiones que ya han desaparecido:
–A la buena de Dios.
O también:
–Condiós, vaya usted con Dios.
El adiós, que es una forma sincopada de las expresiones anteriores o de «A Dios encomiendo tu alma», me parece muy hermosa, aunque para la mayoría de la gente ha perdido el originario sentido de que quien lo dice te desea que Dios te acompañe en tu camino.
En la II República, que algo debían saber de ello, cambiaron el saludo y la gente se despedía con un…
–¡Salud!
O también:
–¡Salud, camarada!
Y así también, como ocurre hoy con frecuencia, la esposa deja de ser esposa para convertirse en «compañera».
Ocurría lo mismo cuando uno estornudaba, que se le decía:
–¡Jesús!
Lo que se cambió también por la exclamación:
–¡Salud!
O aquella hermosa jaculatoria que incluso estaba grabada en las puertas de las casas y tiene un origen sevillano, de las luchas concepcionistas de principios del siglo XVII:
–Ave María Purísima.
Para contestar:
–Sin pecado concebida.
Expresión que ha quedado reducida a los tornos de los conventos de clausura.
Julián Marías tiene una página preciosa en sus Memorias –él que vivió en el Madrid rojo y nacional después– en la que habla de La retórica y los usos lingüísticos en uno y otro Madrid, convertida de pronto la «Zona republicana» en «Zona nacional».
–Todos los tópicos fueron sustituidos, en cierto modo invertidos; las consig­nas y los gritos eran los opuestos. Al «¡No pasarán!» sucedió el «¡Franco, Franco, Franco!», que sorprendía un poco, sobre todo por la repetición. Los «facciosos» eran «nacionales»; los «republicanos» o «leales», «rojos» (o bien «la horda marxista»); la «rebelión» o «Sublevación» se convirtió en «Cruzada» o «Guerra de Liberación».
Y también:
Cuando se llamaba por teléfono a una oficina, en lugar del usual «Diga» o «Dígame» se oía «¡Arriba España!- y se esperaba que se contestase: «¡Arriba!». El saludo con el puño levantado fue sustituido por el brazo en alto. No se solía decir «mi mujer», sino «mi compañera». El sombrero y la corbata estaban mal vistos y podían resultar peligrosos –mi padre usó ambas prendas durante toda la guerra, pero era cómico ver a señores viejos que se resfriaban con una boina o una gorra; yo no usaba sombrero, pero seguí con la corbata hasta que vestí el uniforme–. Al acabar la guerra, no solo volvieron a usarse las prendas proscritas, sino que eran una especie de «aval», de «adhesión al régimen»; una conocida sombrerería se anunciaba con este lema: «Los rojos no usaban sombrero».
Y así como ahora en Cataluña se persigue los rótulos de los comercios en castellano, en aquel entonces…
–La zapatería «Les Petits Suisses» fue «Los Pequeños Suizos», y unos caramelos «Darlings» perdieron la «g» y con ello la significación, sin que aumentase gran cosa su españolismo. La ensaladilla rusa fue desde entonces «imperial», y cuando un grupo de estudiantes vivía en un piso común, «en república», tuvo que ser «en imperio».
Estos fueron unos cambios profundos, consecuencias de una cruel guerra civil que duró tres años. Pero también, sin tanto traumatismo, vienen sucediéndose cambios lingüísticos, algunos de ellos que chocan como una piedra en un ojo. Eso, por ejemplo:
–Compañeros y compañeras.
Me suelo preguntar, ya que los que usan esta expresión en contra de los buenos usos gramaticales se dicen feministas, por qué no invierten los términos y dicen:
–Compañeras y compañeros.
Sería de lo más caballeroso.
Y es que por el lenguaje se conoce a la gente.
Por eso yo, para acabar, me despido de ustedes con el clásico:
–Adiós.
O como los viejos de mi pueblo:
–Vaya usted con Dios.
O si lo prefieren, al uso franciscano:
Paz y bien.

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