–Nada te turbe, nada te espante –decía
santa Teresa de Jesús.
En verdad, siguiendo a la Santa de Ávila
a la que admiro y he biografiado, no hay nada en la historia de la Iglesia que
me turbe o me espante. Mi fe es ya, a mi madura edad, lo suficientemente fuerte
como para zozobrar y encallar en el mar embravecido de este mundo nuestro.
Este es el Año de la Misericordia, así
lo ha querido el papa Francisco. Y ha escrito un libro que ha querido titular
«El nombre de Dios es misericordia». Y las obras misericordiosas son catorce,
según aprendí de niño en el Catecismo Ripalda: Siete corporales y siete
espirituales.
Las corporales son: La primera, visitar
a los enfermos. La segunda, dar de comer al hambriento. La tercera, dar de
beber al sediento. La cuarta, vestir al desnudo. La quinta, dar posada al
peregrino. La sexta, redimir al cautivo. La séptima, enterrar a los muertos.
Las obras de misericordia espirituales son: La
primera, enseñar al que no sabe. La segunda, dar buen consejo al que lo ha de
merecer. La tercera, corregir al que yerra. La cuarta, perdonar las injurias.
La quinta, consolar al triste. La sexta, sufrir con paciencia las flaquezas de
nuestros prójimos. La séptima, rogar a Dios por vivos y muertos.
Si a esto añadimos el capítulo 25 de san
Mateo donde Jesús habla del juicio final, es decir, del examen que tendremos
tras la muerte… Curiosamente el Señor no nos preguntará si le hemos amado mucho
a Él o si hemos ido siempre a misa o si hemos cumplido esto y esto y esto de
las ordenanzas eclesiásticas. Nos preguntará el Señor: «Venid, vosotros,
benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la
creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me
disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me
vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme».
Entonces los justos le contestarán: «Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te
alimentamos, o con sed y te dimos de beber?, ¿cuándo te vimos forastero o en la
cárcel y fuimos a verte?». Y el Señor responderá: «En verdad os digo que cada
vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo
hicisteis».
Es decir, lo único que nos pide es que
no tengamos un corazón frío. Que el Evangelio se vive en corazones de carne. Y
la santidad se asienta en la debilidad de nuestra naturaleza, que es semejante
en todas las épocas.
Este es el mensaje, creo yo, que el papa
Francisco quiere que aprendamos en este Año de la Misericordia. Caritativos y
misericordiosos en la fragilidad de nuestra carne.
Entonces, ¿por qué esa rigidez de
ciertos purpurados por poner por delante el Código de Derecho Canónico por
encima del Evangelio? ¿Por qué esa frigidez del corazón? Que se ha dado y se da
desgraciadamente tanto a nivel institucional de la Iglesia como a nivel
individual.
Un caso de estúpida rigidez
institucional. Lo he sabido hace unos días, y me ha dolido, la verdad. Un
sacerdote sevillano, al que yo he apreciado mucho y que ha muerto hace unos
años, era hijo natural. Estando para ordenarse de órdenes menores, que entonces
se estilaba, se tuvo que pedir a Roma licencia por la irregularidad que suponía
ser hijo natural. Y de Roma vino la sentencia. El dicho ordenando podrá recibir
las órdenes pero ha de renunciar a verse con su madre.
¿Puede concebirse mayor desatino que arremete
contra el cuarto mandamiento? Pues ocurrió a mediados del siglo pasado. Y
cuando los seminaristas de Sevilla salían de paseo –conocidos entonces como
«bichitos de luz» por sus becas rojas encima de las sotanas–, su madre, escondida
tras una esquina, se asomaba para ver pasar a su hijo. Menos mal –Providencia
de Dios habría que llamar a esto–, la madre murió antes de que se ordenara de
sacerdote. ¿Qué hubiera ocurrido si no la dejan estar junto a su hijo el día de
su ordenación sacerdotal y a este hijo lo mandan de cura a un pueblo y no puede
llevar consigo a su madre?
Monseñores leguleyos de la curia
vaticana que ordenaban cosas así, tan estúpidas, sin sentido común y tan
antievangélicas.
San Juan de Ribera (1532-1611),
sevillano y patriarca-arzobispo de Valencia, fue hijo natural, y tuvo también
sus dificultades. Curiosamente existe una biografía extensa escrita por un
sacerdote catalán que soslaya esta incidencia en su libro. Pudorosas biografías
que lavaban con agua bendita la vida de los santos.
Lo siguiente tiene su gracia. En el
Seminario Menor de Sevilla, ya en la segunda mitad del siglo pasado, en un
examen rutinario, el médico observó que un seminarista solo tenía un testículo.
¿Será ello impedimento para que en un futuro pueda ser ordenado sacerdote?
Llevado el caso al cardenal Bueno
Monreal, que tenía sentido común a raudales, contestó:
–Total, para lo que le va a servir…
Y en la Universidad Pontificia de
Comillas, donde estudié, el padre espiritual de los teólogos, no era feo, era
requetefeo. Pero un santazo: el Padre Nieto, que tiene su causa de
beatificación introducida.
Se decía de él que cuando le llegó la
hora de ordenarse de cura, el obispo se oponía por su fealdad. Pero insistía
tanto, que al fin le dijo el obispo:
–Si me traes alguien más feo que tú, te
ordeno de sacerdote.
Y le trajo a su hermana.
Se contaba esto, lo que supongo no
dejaba de ser una leyenda urbana.
«La santidad es amplia», decía el Padre
Faber. Y se sustenta en un ochenta por ciento en el sentido común.
–Misericordia quiero, dice el Señor, y
no sacrificios.
Y no pocas veces nos perdemos en
bagatelas y minucias.
Lo ha dicho el papa Francisco:
–La Iglesia no está en el mundo para
condenar.
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