Ha sido Francisco Javier el más audaz
misionero de todos los tiempos. Nació en el castillo de Javier, en Navarra, en
1506. Estudiante en París, conoció allí a un extraño personaje, que le decían
«el peregrino», también estudiante, quince años mayor que él, llamado Ignacio
de Loyola, a quien siguió para formar la primera patrulla de la Compañía de Jesús. El día de la Asunción de 1534, en la
colina de Montmartre, en una pequeña capilla dedicada a san Dionisio, primer
obispo de París, Ignacio de Loyola, Francisco Javier, y otros cinco compañeros,
se consagraron a Dios haciendo voto de pobreza, castidad, peregrinación a
Tierra Santa para iniciar allí su obra misionera y, a la vuelta, ponerse a
disposición del Papa.
En Venecia fue ordenado de sacerdote
Francisco Javier y, como la marcha a Tierra Santa se interrumpió a causa de la
guerra, el grupo se dirigió a Roma, donde Francisco Javier colaboró con Ignacio
en la redacción de las constituciones de la Compañía de Jesús.
A sus treinta y cinco años, Francisco
Javier inició la gran aventura de su vida. Por invitación del rey de Portugal,
fue escogido como misionero y legado pontificio para las colonias portuguesas
de las Indias orientales. En Lisboa se embarcó en una nave mercantil,
desprovisto de todo, salvo de su breviario y un rosario colgado al cuello. Era
el 7 de abril de 1541, curiosamente el día de su cumpleaños. Varios meses de
travesía infernal, con continuos mareos, hasta llegar a Goa, centro de su
futura actividad misionera. En Goa, «la señora del Oriente», centro comercial
de las posesiones portuguesas, ya se conocía el cristianismo, pero no había
sido predicado. Y mal podía hacerlo Francisco Javier con un rosario en la mano,
que servía a los verdugos portugueses para contar los latigazos y bastonazos
que propinaban a los indígenas indios.
Él, en cambio, acudía con su rosario a
la cabecera de los enfermos, a los tugurios de los pobres, a los antros de los
leprosos. Con una campanilla convocaba en torno a sí a la gente más
desheredada, que lo llamaban «el gran Padre».
Pero su actividad misionera no quedó
reducida exclusivamente a Goa, más necesitados los portugueses de redención que
los mismos indios. Durante ocho años, se abrió a un área extensa que abarcaba la India , Archipiélago Malayo y
las Molucas, el país de las especias. Los peligros que le acechaban eran
ingentes, pero no se arredró. A veces, el gobernador portugués, velando por su
vida, le negaba un barco para la travesía. Pero él respondía:
–Pues iré a nado.
Y se quejaba:
–Si en aquellas islas hubiera minas de
oro, los cristianos se precipitarían a ellas. Pero allí no hay nada más que
almas que salvar.
Una isla lejana le atraía. En 1549
desembarcó en Kagoshima, en el Japón meridional, después de mil peripecias en
un barco pirata. Sin conocimiento de la lengua y de las costumbres de aquel
pueblo, Francisco Javier logró el milagro de la conversión de una pequeña
comunidad japonesa, a la que llamó «la delicia de mi alma». Los japoneses
llegaron a reconocer que la doctrina que predicaba el misionero jesuita era
superior, pero se preguntaban por qué no estaba implantada en China, en donde
nacían las cosas más bellas.
Y Francisco Javier ardió en deseos de ir
a China a predicar también allí –donde nacen las cosas bellas– el evangelio de
Jesús. Cuando salió del Japón en 1551, Francisco dejaba una comunidad cristiana
rica y sólida. Volvió a Malaca, pasó por Singapur. Se hallaba cercano a Cantón,
puerta de China, en una pequeña isla llamada Sancián, a la espera de una
embarcación que le llevase a ese mundo fascinante, cuando murió de una pulmonía
en una choza a orillas del mar. A los cuarenta y seis años de edad, el 3 de
diciembre de 1552.
Aquel mismo día el capellán del castillo
de Javier vio cómo el Cristo de aquella mansión solariega, que conoció los
primeros rezos del joven Francisco, comenzó a sudar sangre. Pero la noticia de
su muerte no llegó a Roma hasta tres años después. Y las hazañas legendarias de
este intrépido misionero corrieron por toda la cristiandad. «El apóstol de la India y del Japón», como se
le conoce, que abrió nuevos e importantes caminos a la evangelización y amplió
la presencia de la Iglesia
a límites planetarios.
Francisco Javier es un santo que ha
fascinado de siempre a la gente sencilla y piadosa. En Sevilla, a fines de año
abundan en los mercadillos callejeros los almanaques del año nuevo con la
imagen del santo. Se le ha considerado patrono de la fecundidad y partero, y
también protector contra la peste y auxiliador en la sangría. En otro tiempo,
las parturientas solían colocarse un anillo de plata que había sido puesto en
contacto con las reliquias del santo. Y se cuenta como remedio el «agua de
Javier» y el «aceite de Javier», que vienen a representar lo mismo que el agua
y el aceite de san Ignacio. Para el agua de san Ignacio, había en el suplemento
del ritual romano una fórmula de bendición que viene de finales del siglo XVI
antes de que el santo fuera canonizado. Y el aceite de san Ignacio es
sencillamente el que se consume en las lámparas que arden en honor del santo.
Se utiliza para remedio de los males tanto de los hombres como de los animales.
En 1622, Francisco Javier fue canonizado
junto a Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Felipe Neri e Isidro Labrador, todo
un quinteto de santos descomunales. Muy pronto, Francisco Javier fue declarado
patrono de las misiones de Oriente. Pío X lo hizo patrono de la Obra de la
Propagación de la Fe, y Pío XI, en 1927, lo proclamó, junto a santa Teresa de
Lisieux, patrono universal de las misiones.
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