Muerto fray Juan de la Cruz en Úbeda en
la madrugada del 14 de diciembre de 1591, a sus cuarenta y nueve años, doña Ana
de Peñalosa, «noble y devota señora» dirigida del Santo, y su hermano, don Luis
del Mercado, auditor del Consejo Real, solicitaron a Doria, como vicario
general de los carmelitas descalzos, traer a Segovia los restos mortales de su
santo director. «Y aunque el vicario general lo rehusaba, por no despojar a la
ciudad de Úbeda de una prenda tan rica, se pusieron para esto tan poderosos
medios y alegaron razones tan apretadas, que le pareció conveniente
concederlo».
Concedido el permiso, Doria ordenó que
se llevase con el mayor secreto. Don Luis del Mercado envió a Úbeda a Juan de
Medina Cevallos, alguacil de Corte y persona de su confianza, con la patente
del vicario general y la advertencia de que había de hacerlo con sigilo. Fue en
septiembre de 1592, a los nueve meses de su muerte. Pero, descubierto el
sepulcro, «le hallaron entero, fresco, y de tan buen aspecto, como si entonces
acabara de morir». Echaron cal, «dos fanegas de cal viva», y desistieron de
llevarlo dejándole en el sepulcro.
El biógrafo José de Jesús María se queja
de ver cómo fue tratado el cuerpo de Juan de la Cruz:
–En lugar de venerar aquella
incorrupción de un cuerpo de varón tan santo... le trataron como a otro
cualquier cuerpo muerto.
Pero lo mismo habían hecho con el cuerpo
de Teresa de Jesús. Le echaron un mucho de tierra y cal, con el beneplácito de
Antonio de Jesús, que también se hallaba presente en Alba de Tormes cuando su
muerte. El clérigo Pedro González, enternecido y lloroso, confesó «cómo se
sufría que a una persona como la santa madre Teresa de Jesús tratasen así su
cuerpo».
Pasados otros ocho o nueve meses, ya en
1593, lo intentaron de nuevo. Abierta la sepultura, «hallaron el santo cuerpo,
aunque no comida la carne, como esperaban, pero ya más enjuta y seca con el
calor de tanta cal, y siempre con muy suave olor».
Y por caminos de distracción, dando
algunos rodeos, «temiendo el alboroto que hubiera en Úbeda si supieran que los
despojaban de aquel tesoro», llegaron a Madrid, camino de Segovia, con el santo
cuerpo metido en una maleta y transportado en una acémila.
Una leyenda trata de dramatizar la
huida. Los que llevaban el cuerpo del Santo oyeron voces amenazadoras en el
camino:
–¡Ay, bellaco sacristán,
desentierramuertos! ¿Adónde llevas al fraile?
Pero por más que miraron a uno y otro
lado, no vieron a nadie.
Este episodio legendario llegó a oídos
de Cervantes y lo insertó con variantes en el Quijote. Que iban cabalgando don
Quijote y Sancho en noche oscura, el escudero hambriento y el amo con ganas de
comer, cuando vieron por el camino una comitiva con hachas encendidas que se
acercaba. Don Quijote se figuró hallarse ante una grandísima y peligrosísima
aventura. Se figuró que en la litera que llevaban aquellos encamisados, que no
eran otros que clérigos, debía de ir algún caballero mal herido o muerto.
Puesto en medio del camino, alzó la voz y dijo:
–Deteneos, caballeros, o quienquiera que
seáis, y dadme cuenta de quien sois, de dónde venís, adónde vais, qué es lo que
en aquellas andas lleváis...
Uno de ellos contestó:
—Vamos a la ciudad de Segovia
acompañando un cuerpo muerto, que va en aquella litera, que es de un caballero
que murió en Baeza, donde fue depositado, y ahora llevamos sus huesos a su
sepultura, que está en Segovia.
No cabe duda de que hay similitudes y
que Cervantes lo debió de oír en sus correrías por Andalucía como recaudador de
impuestos.
Ya en Madrid, el cuerpo de fray Juan de
la Cruz fue llevado al locutorio de las monjas de Santa Ana, donde Ana de
Jesús, penitenciada por Doria, tendrá ocasión de ver de nuevo, aunque en figura
letal, a su querido y admirado confesor y director espiritual.
Del convento de las monjas fue llevado
al oratorio de doña Ana de Peñalosa y de su hermano don Luis. Doña Ana le
amputó un pie para el convento de Úbeda y un brazo para guardarlo en su
oratorio. Sacó el cuerpo de la maleta y lo colocó en un baúl, lo despojó de su
hábito, le puso uno nuevo y rellenó el baúl de flores y de hojas de laurel,
«para que llegase con mayor decencia a Segovia».
Llegaron a Segovia a primeros de mayo de
1593 y depositaron el cuerpo en el convento de los frailes. Lo tuvieron
expuesto a la veneración de los fieles durante ocho días. Después, abrieron un
arco en la pared de un altar lateral, levantado del suelo cosa de dos varas, y
depositaron el cuerpo. Echaron un tabique, sin señal alguna de que detrás se
hallaban los despojos del Santo. Un año más tarde, mayo de 1564, ante los
insistentes ruegos por los favores y milagros que el Santo hacía, se tiró el
tabique y en el mismo lugar, bajo el arco, fue depositado sobre un arca en
forma de urna.
Mientras, en Úbeda había un sentimiento
general de decepción y despecho. Le habían robado el cuerpo del Santo con
nocturnidad y alevosía. El tema fue tratado en el Cabildo de la ciudad y se
nombró una comisión para hacer traer el cuerpo de fray Juan de la Cruz a Úbeda.
Fueron nombrados comisarios Perafán de Ribera y Pedro Ortega, caballeros
veinticuatro de la ciudad. Como no hallaron eco en los frailes, decidieron
acudir a Roma.
Clemente VIII firmó un Breve en 1596,
cinco años después de su muerte, para que el cuerpo de fray Juan de la Cruz
fuera devuelto a Úbeda. En él dice el papa que «fue varón en santidad de vida y
costumbre insigne, y por tal habido y reputado». Esta afirmación del papa
sirvió a Jerónimo Gracián para escribir años después «que es casi
beatificación». El pleito se demoró y el Breve nunca se ejecutó. Años después, en 1607, antes
de un Capítulo general, los superiores de la Orden y la ciudad de Úbeda
llegaron a un acuerdo. La Orden entregaba a Úbeda algunas reliquias insignes,
como fueron una pierna desde la rodilla para abajo y un brazo del codo hasta la
mano, que fueron depositadas en la iglesia del Carmen. Reliquias recibidas con
júbilo y fiestas en Úbeda, aunque con la protesta formal de que no perdían el
derecho que tenían a todo el cuerpo.
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