Canta el salmista rey David:
–Scribantur
haec in generacione altera, et
populus, qui creabitur, laudabit Dominum. Escríbanse estas cosas a la
generación futura, y el pueblo, que ha de venir, alabe al Señor (Salmo 101).
Humildemente, algo de ello pretendo con
mis libros y mis escritos. El legado que puedo dejar a las generaciones que
vengan detrás de mí será únicamente mi producción literaria.
Aunque dudo un tanto de ello. Hace unos
días, he recibido una carta de la Editorial San Pablo en la que me anuncia que
va a proceder a descatalogar mi libro Salve
Madre. La Inmaculada y España, publicado en 2013. Lo que quiere decir que
ha tenido una existencia precaria de unos tres años largos. Y lo descatalogan
porque la venta se ha paralizado y los libros que tienen en depósito –unos 500–
los mandan a la guillotina.
¿Qué puede hacer un escritor ante semejante atropello? Nada. Les he comprado 20 ejemplares al precio prácticamente de su peso en papel para salvar algunas criaturas.
¿Qué puede hacer un escritor ante semejante atropello? Nada. Les he comprado 20 ejemplares al precio prácticamente de su peso en papel para salvar algunas criaturas.
Yo creo que, si el subtítulo hubiera
sido el título, como yo quería, hubiera tenido más recorrido, porque «La
Inmaculada y España» atrae más la curiosidad del lector que el título impuesto
por la Editorial: «Salve Madre» Pero ello ya no tiene remedio.
Puedo decir –ahora que ya está
descatalogado– que es un libro interesante de historia mariana. Al menos, a mí
me lo parece.
Y tras este responso por el libro
fenecido antes que su autor, prosigamos. Porque con él, y mis otros libros,
solo he pretendido recitar como el salmista:
–Escríbanse estas cosas a la generación
futura, y el pueblo, que ha de venir, alabe al Señor.
Me ocurre lo que el obispo fray Antonio
de Guevara (+1545) cuenta en sus sabrosas Epístolas
familiares: «... leña seca para quemar, caballo viejo para cabalgar, vino
añejo para beber, amigos ancianos para conversar y libros viejos para leer».
De ellos me rodeo preferentemente y como
dice Tomás de Kempis:
–In
omnibus requiem quaesivi et nunquam inveni nisi in angulo cum libro. En
todas partes busqué el reposo y nunca lo hallé sino en mi rincón con un libro.
Y espero, por la misericordia de Dios,
que no me ocurra lo que al bueno de Don Quijote, que «del poco dormir y del
mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio».
El célebre cervantista Francisco
Rodríguez Marín, sevillano de Osuna, se expresó gráficamente cuando fue
nombrado director de la Biblioteca Nacional. En su toma de posesión, satisfecho
de su nombramiento, le dijo a don Natalio Rivas, entonces Subsecretario de
Instrucción Pública:
–Imagine que a un ratón goloso, dado a la
más desenfrenada gula, con salud rebosante y fuerzas digestivas resistentes a
la hartura más devoradora, le encierran en el más rico y abundante almacén de
exquisitos quesos; ese roedor afortunado soy yo recluido en la Biblioteca
Nacional.
En otra ocasión tuvo a bien ponderar
que:
–Los libros son los mejores amigos que
puede tener el hombre: silenciosos cuando no se les inquiere; elocuentes cuando
se les pregunta; sabios, como que jamás sin fruto se les pide consejo; fieles,
que nunca vendieron un secreto de quien los trata; regocijados con el alegre;
piadosos con el dolorido; y tan humildes, que nada piden y ambicionan, y, por
ocupar poco espacio, se dejan estar de canto y estrechos en los estantes.
Y también en su discurso pronunciado en
la Fiesta del Libro Español el 7 de octubre de 1926:
–Es comida que satisface y no harta,
visita que no se enoja si la despedimos, vela siempre encendida, de cuya
lumbre, sin menoscabarla, pueden tomar luz muchos entendimientos.
Tengo otro libro, último de los míos,
que ha padecido críticas y censuras. También alabanzas, y no pocas. Es la
biografía del cardenal Segura. Este libro no irá a la guillotina, porque ha
sido editado por el propio autor y no está dispuesto a semejante parricidio. Y
puede que le ocurra lo que le pasó a Talio Gémino con Nerón, cuando el
emperador pirómano ordenó quemar uno de sus libros. Lo cuenta Tácito en sus Anales:
–Obra que se leyó con avidez, mientras
hubo riesgo en procurársela, y cayó en el olvido cuando se pudo comprar con
libertad.
Valga una última apreciación. Si me he
quedado con 20 ejemplares de mi libro guillotinado, es sencillamente para
regalos que pueda ir ofreciendo. Pero quizás valga también la observación
última del Bachiller de Osuna, Francisco Rodríguez Marín, al recibir varios
ejemplares del último libro de su amigo el canónigo sevillano Muñoz y Pabón:
–No le pido más ejemplares, ni los
necesito, porque yo, aunque en la práctica soy infiel a mis teorías y regalo no
pocos libros de mi cosecha, entiendo teóricamente que es absurdo regalarlos. Es
casi seguro que quien no compra no lee. Quien recibe un libro regalado tal vez
se ufana con la distinción y el obsequio que el autor le hace, pero en cuanto
al libro, le desdeña, le olvida, no lee siquiera una de sus páginas y deja que
al fin algún criado le venda en un baratillo por unas cuantas perras chicas,
para comprar castañas o echar un trago en la taberna. Por lo general, solo
gusta de un libro y le aprecia aquel que le compra.
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