El estornudo no es una cosa banal y
prosaica: tiene toda una historia que se remonta a los tiempos arcaicos. Ha
sido Benito Jerónimo Feijoo, monje benedictino del siglo XVIII y viejo amigo de
lecturas, quien me ha dado unas notas que con gusto ofrezco a ustedes.
¿De dónde nos viene ese «¡Jesús, María!»
que nos salta a los labios cada vez que oímos un estornudo? Pues nada menos que
del tiempo de san Gregorio Magno (+604), según una tradición cristiana. Roma se
encontraba por aquel entonces aquejada de una terrible pestilencia, cuya
funesta crisis era un estornudo, después del cual el enfermo moría. El Sumo
Pontífice ordenó el remedio de la oración para atajar el mal, y de ahí viene el
uso piadoso de la imprecación de salud cada vez que el vecino nos asalta con un
estornudo.
Pero me dice Feijoo que esto tiene visos
de fábula y que Aristóteles mismo cuenta que en su tiempo ya era común el uso
de la salutación cuando se estornudaba. Y en los tiempos borbónicos existió una
Academia que se titulaba: «Academia Real de las Inscripciones», que hizo un
estudio concienzudo sobre el tema y llegó a la conclusión de que no solo entre
los griegos y romanos era común este uso, también en el Nuevo Mundo estaba
establecida dicha costumbre entre los indios cuando los españoles posaron sus
reales.
Hay más: una tradición rabínica –algo
extravagante, me comenta Feijoo– trata
de colocar el estornudo en los mismos orígenes bíblicos del hombre. Se dice en
esta tradición, recogida en el Lexicon
Talmúdico de Buxtorfio (+1629), que al principio del mundo estableció Dios
la ley general de que los hombres no estornudasen más que una sola vez y que en
el instante inmediato muriesen. Que efectivamente así sucedió, sin excepción
alguna, hasta los tiempos del patriarca Jacob, y que este, en su segunda lucha,
obtuvo la revocación de tal ley. Una orden, difundida a todos los príncipes del
mundo, daba cuenta de la revocación de dicha ley y la obligación de todo
súbdito de acompañar el estornudo con acciones de gracias y saludables
imprecaciones.
Las confidencias de Feijoo me hacen
pensar en el estornudo actual, en el resfriado, no solo individual, sino
colectivo de la sociedad. Porque hay estornudos y estornudos. Está el estornudo
vuestro y el de un servidor de ustedes, propio del invierno y de los fríos. Pero
tenemos también el estornudo epidémico y social, estornudo contenido, no
expulsado, no desahogado; y esto desde todos los ángulos, estornudos del fútbol,
de la actividad municipal, de la política y demás estornudos del ámbito
nacional. No quisiera, como san Gregorio Magno, organizar una tanda de
rogativas para atajar tanta epidemia. ¿Pero no creen ustedes que no estaría de
más una Academia Nacional de Inscripciones de Estornudos, donde los estornudos
más peligrosos (especialmente de los políticos) fueran clasificados, analizados
y dados a conocer por medio del Boletín Oficial?
Porque ya no se trata de defenderse con
un deprecante «¡Jesús, María!» cuando estornuda el compañero de oficina; la
Academia por la que abogo nos tendría al tanto para responder con una saludable
imprecación popular ante las posibles epidemias de nuestra sociedad.
Escrito que he finalizado con un
estornudo espontáneo al que he tenido que responder yo mismo con un «¡Jesús,
María!».
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