jueves, 9 de febrero de 2017

Leopoldo de Alpandeire, el fraile de las barbas blancas

Se hallaba san Francisco en la Porciúncula con el hermano Maseo de Marignano, que quiso probar hasta dónde llegaba la humildad del Poverello de Asís. Le dijo en tono de reproche:
–¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti?
–¿Qué quieres decir? –repuso san Francisco.
–¿Por qué todo el mundo va detrás de ti y se pelea por verte, oírte y obedecerte? Tú no eres hermoso de cuerpo, no sobresales por la ciencia, no eres noble... ¿por qué todo el mundo va en pos de ti?
  


 Al oír esto, san Francisco sintió una grande alegría de espíritu y estuvo largo espacio de tiempo con la mirada hacia el cielo y la mente elevada en Dios. Después, contestó al hermano Maseo:
–¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí viene todo el mundo? Esto me viene de los ojos del Dios altísimo que no han visto, entre los pecadores, ninguno más vil ni más inútil ni más grande pecador que yo. Y me ha escogido para confundir la nobleza y la grandeza y la fortaleza y la belleza y la sabiduría del mundo a fin de que quede patente que de Él y no de criatura alguna proviene toda virtud y todo bien y nadie puede gloriarse en presencia de Él, sino que el que se gloríe que se gloríe en el Señor, a quien pertenece todo honor y toda gloria por siempre.
El hermano Maseo, ante una respuesta tan humilde, quedó lleno de asombro y comprobó que san Francisco estaba cimentado en la verdadera humildad.
Es la número diez de las florecillas de san Francisco.
La historia de fray Leopoldo de Alpandeire es la semblanza de un humilde capuchino que ha revivido en el siglo XX la fascinante aventura de su maestro de Asís. Desde el púlpito de la catedral de Granada resonó en cierta ocasión la voz del predicador:
–Tenemos entre nosotros un santo del siglo XIII. No tenéis más que ver a fray Leopoldo cuando va por la calle.
Era la voz profética del jesuita Alfonso Payán, martirizado en septiembre de 1936 cerca de Almería.
A fray Leopoldo le podríamos tentar también en su humildad:
–¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué acuden a ti de todas las partes del mundo a implorar ante tu sepulcro tu intercesión bienhechora ante Dios? ¿Por qué la gente confía tan locamente en ti, si tú no has sido hermoso de cuerpo ni has sobresalido por tu ciencia ni has nacido en cuna noble?
Y el humilde fray Leopoldo, que en su vida terrena se consideró como un ser insignificante, te responderá como su padre san Francisco:
–Para confundir el orgullo y la sabiduría de este mundo.
La historia de fray Leopoldo de Alpandeire es como un ramillete de florecillas de este santo lego capuchino, más bien salido al fragor del siglo XX de aquellos tiempos heroicos y caballerescos del siglo XIII.
Nació el 24 de junio de 1864, festividad de san Juan Bautista, en el pueblecito de Alpandeire, cercano a Ronda, de padre labrador y madre ama de casa, el mayor de una familia numerosa. Eran tiempos austeros, muy pobres. Campo, lluvia, sol, siembra, siega... Y los hombres de Alpandeire rudos como la rudeza del campo. En la escuela del pueblo aprendían a leer, a escribir y las cuatro reglas. Y cuando ya estaban un poco espigados, dejaban el pupitre y se iban al campo. Ese era el único horizonte laboral. Esto es lo que aprendió fray Leopoldo y en verdad hay que decir, por las pocas cartas que de él se conservan, que las letras no fueron su fuerte. «No creo que los padres tuvieran medios para ponerlo a estudiar; además, entonces no estudiaban los hijos de los pobres», cuenta Diego Márquez, su sobrino, hijo de su hermano Juan Miguel.
Entró de lego capuchino en Sevilla y su vida transcurrirá entre las huertas de los conventos, la portería y limosnero por los pueblos de Granada, su último convento, donde pasó gran parte de su vida y donde murió el 9 de febrero de 1956 el frailecito de las barbas blancas.
Desde entonces, su sepulcro, en el convento de los capuchinos de Granada es un reguero continuo de peregrinos, llevándole flores, que se hace masivo todos los años en este día aniversario de su muerte.
Un santo del pueblo, no hay duda, un santo popular, que fue beatificado en Granada el 12 de septiembre de 2010 por el cardenal Angelo Amato.
Era tan sencillo, tan ignorante este frailecico, que en la mesita de su celda sólo tenía un par de libritos o tres, el Kempis y algún devocionario sencillo que le ayudaban a la meditación. Nada de libros de poesía, ni conocimiento siquiera de los sucesivos gustos literarios. A Granada la han cantado de por siglos los mejores poetas, porque es una ciudad que arranca suspiros. Cuando fray Leopoldo aparece en la ciudad de la Alhambra impera la generación del 98 y el modernismo: Unamuno, Manuel Machado («Granada, agua oculta que llora») o Rubén Darío y Villaespesa. Y en su edad madura, el Grupo del 27: Federico García Lorca, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Alberti, o Pemán. Todos han dejado páginas bellas, versos sentidos de esta embrujada ciudad.
Si fray Leopoldo hubiera sabido expresarse poéticamente, después de cincuenta largos años cosidos a la piel de esta ciudad, bien podía suscribir esos versos de Pemán:

–Ay, amor –¿por qué la quiero?
¡Si yo no soy de Granada!

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