Se hallaba san Francisco en la Porciúncula
con el hermano Maseo de Marignano, que quiso probar hasta dónde llegaba la
humildad del Poverello de Asís. Le dijo en tono de reproche:
–¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué a
ti?
–¿Qué quieres decir? –repuso san Francisco.
–¿Por qué todo el mundo va detrás de ti y
se pelea por verte, oírte y obedecerte? Tú no eres hermoso de cuerpo, no
sobresales por la ciencia, no eres noble... ¿por qué todo el mundo va en pos de
ti?
Al oír esto, san Francisco sintió una
grande alegría de espíritu y estuvo largo espacio de tiempo con la mirada hacia
el cielo y la mente elevada en Dios. Después, contestó al hermano Maseo:
–¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres
saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí viene todo el mundo? Esto me
viene de los ojos del Dios altísimo que no han visto, entre los pecadores,
ninguno más vil ni más inútil ni más grande pecador que yo. Y me ha escogido
para confundir la nobleza y la grandeza y la fortaleza y la belleza y la
sabiduría del mundo a fin de que quede patente que de Él y no de criatura
alguna proviene toda virtud y todo bien y nadie puede gloriarse en presencia de
Él, sino que el que se gloríe que se gloríe en el Señor, a quien pertenece todo
honor y toda gloria por siempre.
El hermano Maseo, ante una respuesta tan
humilde, quedó lleno de asombro y comprobó que san Francisco estaba cimentado
en la verdadera humildad.
Es la número diez de las florecillas de san
Francisco.
La historia de fray Leopoldo de Alpandeire
es la semblanza de un humilde capuchino que ha revivido en el siglo XX la
fascinante aventura de su maestro de Asís. Desde el púlpito de la catedral de
Granada resonó en cierta ocasión la voz del predicador:
–Tenemos entre nosotros un santo del siglo
XIII. No tenéis más que ver a fray Leopoldo cuando va por la calle.
Era la voz profética del jesuita Alfonso
Payán, martirizado en septiembre de 1936 cerca de Almería.
A fray Leopoldo le podríamos tentar también
en su humildad:
–¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué
acuden a ti de todas las partes del mundo a implorar ante tu sepulcro tu
intercesión bienhechora ante Dios? ¿Por qué la gente confía tan locamente en
ti, si tú no has sido hermoso de cuerpo ni has sobresalido por tu ciencia ni
has nacido en cuna noble?
Y el humilde fray Leopoldo, que en su vida
terrena se consideró como un ser insignificante, te responderá como su padre
san Francisco:
–Para confundir el orgullo y la sabiduría
de este mundo.
La historia de fray Leopoldo de Alpandeire
es como un ramillete de florecillas de este santo lego capuchino, más bien
salido al fragor del siglo XX de aquellos tiempos heroicos y caballerescos del
siglo XIII.
Nació el 24 de junio de 1864, festividad de
san Juan Bautista, en el pueblecito de Alpandeire, cercano a Ronda, de padre
labrador y madre ama de casa, el mayor de una familia numerosa. Eran tiempos
austeros, muy pobres. Campo, lluvia, sol, siembra, siega... Y los hombres de
Alpandeire rudos como la rudeza del campo. En la escuela del pueblo aprendían a
leer, a escribir y las cuatro reglas. Y cuando ya estaban un poco espigados,
dejaban el pupitre y se iban al campo. Ese era el único horizonte laboral. Esto
es lo que aprendió fray Leopoldo y en verdad hay que decir, por las pocas
cartas que de él se conservan, que las letras no fueron su fuerte. «No creo que
los padres tuvieran medios para ponerlo a estudiar; además, entonces no
estudiaban los hijos de los pobres», cuenta Diego Márquez, su sobrino, hijo de
su hermano Juan Miguel.
Entró de lego capuchino en Sevilla y su
vida transcurrirá entre las huertas de los conventos, la portería y limosnero
por los pueblos de Granada, su último convento, donde pasó gran parte de su vida
y donde murió el 9 de febrero de 1956 el frailecito de las barbas blancas.
Desde entonces, su sepulcro, en el convento
de los capuchinos de Granada es un reguero continuo de peregrinos, llevándole
flores, que se hace masivo todos los años en este día aniversario de su muerte.
Un santo del pueblo, no hay duda, un santo
popular, que fue beatificado en Granada el 12 de septiembre de 2010 por el
cardenal Angelo Amato.
Era tan sencillo, tan ignorante este
frailecico, que en la mesita de su celda sólo tenía un par de libritos o tres,
el Kempis y algún devocionario
sencillo que le ayudaban a la meditación. Nada de libros de poesía, ni
conocimiento siquiera de los sucesivos gustos literarios. A Granada la han
cantado de por siglos los mejores poetas, porque es una ciudad que arranca
suspiros. Cuando fray Leopoldo aparece en la ciudad de la Alhambra impera la
generación del 98 y el modernismo: Unamuno, Manuel Machado («Granada, agua
oculta que llora») o Rubén Darío y Villaespesa. Y en su edad madura, el
Grupo del 27: Federico García Lorca, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Alberti, o
Pemán. Todos han dejado páginas bellas, versos sentidos de esta embrujada
ciudad.
Si fray Leopoldo hubiera sabido expresarse
poéticamente, después de cincuenta largos años cosidos a la piel de esta
ciudad, bien podía suscribir esos versos de Pemán:
–Ay, amor –¿por qué la quiero?
¡Si yo no soy de Granada!
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