Las carretas de las 119 Hermandades rocieras
que hay por el mundo ya están en marcha camino del Rocío. Hace un siglo, el
canónigo Muñoz y Pabón, que logró la coronación canónica de la Virgen del Rocío
en el Pentecostés de 1919, escribió cosas muy sustanciosas sobre esta
manifestación de religiosidad popular como habrá pocas en el mundo. Y se
pregunta:
–¿Cómo se vive en el Rocío?
Y responde, con la gracia que Dios le dio,
a los iconoclastas furibundos de la Fiesta rociera. Texto escrito hace un
siglo, que podría servir para hoy.
–El Rocío, que tiene sus idólatras
fervorosísimos, tiene también sus iconoclastas furibundos. Suelen ser estos
personas piadosas, de la más estricta observancia, que, porque en El Rocío se
baila a destajo y se bebe de lo lindo, fulminan contra él inapelable anatema,
poniendo como hoja de perejil todo cuanto con El Rocío se relaciona. Realmente,
en El Rocío se baila sin cesar y se bebe por castigo... Pero he aquí cómo
explico yo uno y otro «fenómeno»: En El Rocío está todo el mundo muy mal
instalado... El que logra una choza de pastor para sí, su familia, huéspedes y
criados, se cree tan por encima de los demás, como el que vive en un hotel en
la Castellana. Yo he instalado a los míos –una hermana, una cuñada, cuatro
sobrinas, un hermano, un cuñado, dos sobrinos, ya hombres, y otros dos, dos
criadas y un criado, amén cocheros, carretero y aláteres– en una tienda de
campaña, de seis metros por tres..., o sea, a menos de metro cuadrado por
persona, más toda la impedimenta de casa y boca que hay que llevarse, desde el
dornillo para el gazpacho, hasta las tenacillas para rizarse el pelo; desde las
yemas de San Leandro, hasta las escobas y el cogedor; desde el servicio de
café, hasta el devocionario; desde la palangana y la jabonera, hasta las sillas
en que poder recibir al visitante. ¿La inmensa mayoría? Pues en una carreta, en
la que va todo, y que lo mismo sirve de dormitorio que de despensa; de cuarto-tocador,
que de sala «de estar»; de…, lo que no puede decirse, que de palco para ver el
desfile de la procesión o presenciar la función de fuegos artificiales..., todo
ello en lo que pudiéramos llamar «el principal» de la casa: destinándose el
bajo, o el «entrerruedas», a cocina, carbonera, gallinero, gañanía y
«departamento de la servidumbre», entre sacos de paja para el ganado y cántaros
de agua para el consumo de la familia; las mantas, las almohadas y las
alforjas..., el anafre y la pandereta..., el cuarto del borrego, sacrificado
para el condumio, y las velas de cera, que se llevaron de promesa para la
Virgen...; el abanico y los peines; la cazuela y el espejo; las cucharas y el
exvoto...; los frontiles, las coyundas, el yugo y la capacha; el aparejo del
mulo y el juguete para el rorro; el arca de masa frita y el acordeón; la
guitarra y el estropajo; el cacharro con las flores para el tocado y la jáquima
del mulo. Ahora bien: ¿quién vive así, ni quién duerme así? Y, porque no es
posible de ningún modo dormir en El Rocío, y al mal tiempo buena cara, quisiera
yo reunir a los siete sabios de Grecia, a ver si se les ocurría otra solución
al problema de la estada en El Rocío, que no sea la de bailar, desde el oriente
hasta el ocaso, y desde la puesta del sol hasta la nueva aurora, ora por
afición, ora por recurso, ora por propia iniciativa, ora por compromiso, ora
porque es el ambiente, ora… porque si no lo fuera lo sería, so pena de morirse
de aburrimiento.
¿Y beber?
–Sí, señor, se bebe. ¿A qué negarlo? Harto
haremos con explicar el fenómeno. En El Rocío, vida a pleno sol y en continuo
movimiento, se padece sed. Y, como quiera que son infinitos los indígenas de
estos pueblos vinateros, que profesan el principio, demoledor para las empresas
abastecedoras de aguas, de «el agua, para las ranas», en El Rocío se bebe lo
indecible; siquiera lo que se bebe, sea... lo mismo que se bebe por todos estos
pueblos cualquier día laborable –y para beber lo son todos–, sin que haya más
borracheras que las de los que están suscritos por vitalicio a hacerlo «todos
los días y en todas las partes». Y se emborrachan, desde que entran hasta que
salen; o mejor, y para ponernos más en lo justo: «permanecen» tan borrachos en
el real, como en sus mismos pueblos y en sus mismas casas; con sus amigos, o a
sus solas; en sus días de alegría, «porque la cosa lo pide», y en sus días de
tristeza… ¡Estas son las borracheras realmente tales, del real de El Rocío: las
de todos los borrachos empedernidos de todos los pueblos del reducido mapa rociano,
que cambian de domicilio por tres días! Si de algo vale mi palabra honrada,
complázcome en decir que no he visto ¡ni una! Y eso que he entrado y salido en
todas partes; que lo mismo me he sentado en la cómoda mecedora de la casa del
potentado, que encima del cántaro del rancho del pobre… Si los que van al Rocío
fueran abstemios como yo, mal año para viñadores y vinateros. Pero si somos
grajos blancos, ¿quién blanquea en El Rocío a tantísimos grajos negros como
forman bandadas por esos mundos? Por lo demás, no se pierda de vista que El
Rocío es el gran día de fiesta de la Región: ¡el día de la Patrona!, y como
tal, de asueto y de jolgorio, de alegría y de zambra; esto sin tener en cuenta
que no hay en todo el mundo quien tenga más derecho a tirarse un latigazo de
vino de la tierra, y más en un día así, que el que trabaja y suda todo el año
para medio vivir y mal comer: harto de podar viñas y cavarlas, sulfatarlas y
amarrarlas, para que luego en la vendimia den pingüe rendimiento, y el ámbar o
la amatista de los racimos en sazón se trueque en cataratas de líquidos
topacios... que alguien ha de beberse. Si no, ¿pa qué? Detestando la borrachera con todo mi corazón –los borrachos
me crispan los nervios–, hallo muy en su punto que se beba vino en la fiesta solemne
del Condado y el Aljarafe. ¡Hasta en las religiones más austeras y en las más
recoletas comunidades de monjas se sirve una copita el día magno de la Orden!
Pero «una copita», ¿eh? No vayáis, rocieros que me leéis, a tomar por
panegírico de la cosa lo que no es más ni menos que habilidad de retórico para
atenuar los cargos que se os hacen y os deis a empinar el codo, hasta
aprenderos de memoria las estrellas.
Aquel Pentecostés de 1919 fue el de la
coronación canónica de la Virgen del Rocío. Y Muñoz y Pabón, ya en serio, se
arranca en deseos incontenidos:
–¡Ah! ¿Por qué, Madre mía del Rocío? ¿por
qué me has dado sólo una pluma, y no... lo que ha menester ese instante,
supremo de tu historia, en esa Imagen, toda belleza; en ese santuario, todo
misericordia, y en estos pueblos, todo caballerosidad e hidalguía, y rejo, y
rumbo, frenéticos por ti, porque eres mujer..., y madre, ¡la Mujer más hermosa
entre todas las mujeres y la Madre más buena y más infortunada de todas las
madres! ¿Por qué la pluma es pluma nada más, y no pluma, y pincel, y gubia, y
arpa, y trino de ruiseñor y mugido de tormenta y chispazo de luz y llamarada de
fuego, y... ¡ángeles y serafines, entendiendo sin discurrir y hablando sin
palabra!? ¿Que os describa, me pedís, «el momento de este año»? ¡Cuando quepa
el Océano en una concha, cabrá en unas cuartillas el momento de la Coronación
de la Virgen del Rocío y en El Rocío! Entretanto, que venga Murillo y lo pinte
y los ángeles del cielo y lo canten.
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