sábado, 19 de mayo de 2018

¿Cómo se vive en el Rocío?


Las carretas de las 119 Hermandades rocieras que hay por el mundo ya están en marcha camino del Rocío. Hace un siglo, el canónigo Muñoz y Pabón, que logró la coronación canónica de la Virgen del Rocío en el Pentecostés de 1919, escribió cosas muy sustanciosas sobre esta manifestación de religiosidad popular como habrá pocas en el mundo. Y se pregunta:
–¿Cómo se vive en el Rocío?
Y responde, con la gracia que Dios le dio, a los iconoclastas furibundos de la Fiesta rociera. Texto escrito hace un siglo, que podría servir para hoy.


–El Rocío, que tiene sus idólatras fervorosísimos, tiene también sus iconoclastas furibundos. Suelen ser estos personas piadosas, de la más estricta observancia, que, porque en El Rocío se baila a destajo y se bebe de lo lindo, fulminan contra él inapelable anatema, poniendo como hoja de perejil todo cuanto con El Rocío se relaciona. Realmente, en El Rocío se baila sin cesar y se bebe por castigo... Pero he aquí cómo explico yo uno y otro «fenómeno»: En El Rocío está todo el mundo muy mal instalado... El que logra una choza de pastor para sí, su familia, huéspedes y criados, se cree tan por encima de los demás, como el que vive en un hotel en la Castellana. Yo he instalado a los míos –una hermana, una cuñada, cuatro sobrinas, un hermano, un cuñado, dos sobrinos, ya hombres, y otros dos, dos criadas y un criado, amén cocheros, carretero y aláteres– en una tienda de campaña, de seis metros por tres..., o sea, a menos de metro cuadrado por persona, más toda la impedimenta de casa y boca que hay que llevarse, desde el dornillo para el gazpacho, hasta las tenacillas para rizarse el pelo; desde las yemas de San Leandro, hasta las escobas y el cogedor; desde el servicio de café, hasta el devocionario; desde la palangana y la jabonera, hasta las sillas en que poder recibir al visitante. ¿La inmensa mayoría? Pues en una carreta, en la que va todo, y que lo mismo sirve de dormitorio que de despensa; de cuarto-tocador, que de sala «de estar»; de…, lo que no puede decirse, que de palco para ver el desfile de la procesión o presenciar la función de fuegos artificiales..., todo ello en lo que pudiéramos llamar «el principal» de la casa: destinándose el bajo, o el «entrerruedas», a cocina, carbonera, gallinero, gañanía y «departamento de la servidumbre», entre sacos de paja para el ganado y cántaros de agua para el consumo de la familia; las mantas, las almohadas y las alforjas..., el anafre y la pandereta..., el cuarto del borrego, sacrificado para el condumio, y las velas de cera, que se llevaron de promesa para la Virgen...; el abanico y los peines; la cazuela y el espejo; las cucharas y el exvoto...; los frontiles, las coyundas, el yugo y la capacha; el aparejo del mulo y el juguete para el rorro; el arca de masa frita y el acordeón; la guitarra y el estropajo; el cacharro con las flores para el tocado y la jáquima del mulo. Ahora bien: ¿quién vive así, ni quién duerme así? Y, porque no es posible de ningún modo dormir en El Rocío, y al mal tiempo buena cara, quisiera yo reunir a los siete sabios de Grecia, a ver si se les ocurría otra solución al problema de la estada en El Rocío, que no sea la de bailar, desde el oriente hasta el ocaso, y desde la puesta del sol hasta la nueva aurora, ora por afición, ora por recurso, ora por propia iniciativa, ora por compromiso, ora porque es el ambiente, ora… porque si no lo fuera lo sería, so pena de morirse de aburrimiento.
¿Y beber?
–Sí, señor, se bebe. ¿A qué negarlo? Harto haremos con explicar el fenómeno. En El Rocío, vida a pleno sol y en continuo movimiento, se padece sed. Y, como quiera que son infinitos los indígenas de estos pueblos vinateros, que profesan el principio, demoledor para las empresas abastecedoras de aguas, de «el agua, para las ranas», en El Rocío se bebe lo indecible; siquiera lo que se bebe, sea... lo mismo que se bebe por todos estos pueblos cualquier día laborable –y para beber lo son todos–, sin que haya más borracheras que las de los que están suscritos por vitalicio a hacerlo «todos los días y en todas las partes». Y se emborrachan, desde que entran hasta que salen; o mejor, y para ponernos más en lo justo: «permanecen» tan borrachos en el real, como en sus mismos pueblos y en sus mismas casas; con sus amigos, o a sus solas; en sus días de alegría, «porque la cosa lo pide», y en sus días de tristeza… ¡Estas son las borracheras realmente tales, del real de El Rocío: las de todos los borrachos empedernidos de todos los pueblos del reducido mapa rociano, que cambian de domicilio por tres días! Si de algo vale mi palabra honrada, complázcome en decir que no he visto ¡ni una! Y eso que he entrado y salido en todas partes; que lo mismo me he sentado en la cómoda mecedora de la casa del potentado, que encima del cántaro del rancho del pobre… Si los que van al Rocío fueran abstemios como yo, mal año para viñadores y vinateros. Pero si somos grajos blancos, ¿quién blanquea en El Rocío a tantísimos grajos negros como forman bandadas por esos mundos? Por lo demás, no se pierda de vista que El Rocío es el gran día de fiesta de la Región: ¡el día de la Patrona!, y como tal, de asueto y de jolgorio, de alegría y de zambra; esto sin tener en cuenta que no hay en todo el mundo quien tenga más derecho a tirarse un latigazo de vino de la tierra, y más en un día así, que el que trabaja y suda todo el año para medio vivir y mal comer: harto de podar viñas y cavarlas, sulfatarlas y amarrarlas, para que luego en la vendimia den pingüe rendimiento, y el ámbar o la amatista de los racimos en sazón se trueque en cataratas de líquidos topacios... que alguien ha de beberse. Si no, ¿pa qué? Detestando la borrachera con todo mi corazón –los borrachos me crispan los nervios–, hallo muy en su punto que se beba vino en la fiesta solemne del Condado y el Aljarafe. ¡Hasta en las religiones más austeras y en las más recoletas comunidades de monjas se sirve una copita el día magno de la Orden! Pero «una copita», ¿eh? No vayáis, rocieros que me leéis, a tomar por panegírico de la cosa lo que no es más ni menos que habilidad de retórico para atenuar los cargos que se os hacen y os deis a empinar el codo, hasta aprenderos de memoria las estrellas.
Aquel Pentecostés de 1919 fue el de la coronación canónica de la Virgen del Rocío. Y Muñoz y Pabón, ya en serio, se arranca en deseos incontenidos:
–¡Ah! ¿Por qué, Madre mía del Rocío? ¿por qué me has dado sólo una pluma, y no... lo que ha menester ese instante, supremo de tu historia, en esa Imagen, toda belleza; en ese santuario, todo misericordia, y en estos pueblos, todo caballerosidad e hidalguía, y rejo, y rumbo, frenéticos por ti, porque eres mujer..., y madre, ¡la Mujer más hermosa entre todas las mujeres y la Madre más buena y más infortunada de todas las madres! ¿Por qué la pluma es pluma nada más, y no pluma, y pincel, y gubia, y arpa, y trino de ruiseñor y mugido de tormenta y chispazo de luz y llamarada de fuego, y... ¡ángeles y serafines, entendiendo sin discurrir y hablando sin palabra!? ¿Que os describa, me pedís, «el momento de este año»? ¡Cuando quepa el Océano en una concha, cabrá en unas cuartillas el momento de la Coronación de la Virgen del Rocío y en El Rocío! Entretanto, que venga Murillo y lo pinte y los ángeles del cielo y lo canten.

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