El 2 de marzo de 1939, hace de ello 80
años, el cardenal Pacelli cumplía 63 años. Ese día comenzaron las votaciones en
el Cónclave para la elección de nuevo Papa tras la muerte de Pío XI: dos por la
mañana y dos por la tarde. De los secretos de un cónclave solo asoman rumores.
Y esos rumores apuntaban que en la primera votación de la mañana Pacelli obtuvo
28 votos y que los otros fueron para Maglione y Dalla Costa. Se necesitaba una
mayoría de dos tercios, es decir, 42 votos. En la segunda votación, los
cardenales de Dalla Costa se inclinaron por Pacelli, que obtuvo 35 votos. Sobre
las doce y media, un humo en principio de un blanco esperanzador se convirtió
seguidamente en negro indudable y anunciador a los expectantes en la Plaza de
San Pedro de que aún no había Papa.
–¡El vicario de Cristo por tierra!
Le tuvieron que vendar un brazo.
Aquella tarde, en la tercera votación,
Pacelli obtuvo 48 votos. Hubo por tanto 14 votos en contra: el del
propio Pacelli, el del francés Tisserant, quien confesó que había votado
siempre por el cardenal de Génova, el jesuita Boetto, y doce más, entre los que
tal vez se encontrase el cardenal Segura, arzobispo de Sevilla. Circuló también
otro rumor que afirmaba que Pacelli obtuvo en el tercer escrutinio el pleno: 61
votos, salvo el suyo propio. No es creíble tanta unanimidad. Así lo pensaban
los embajadores Charles-Roux de Francia y Osborne de Gran Bretaña.
Este cónclave fue el más rápido de los
últimos tiempos. Al tercer escrutinio, esa misma tarde, hubo fumata bianca. El cardenal Eugenio
Pacelli asumió el nombre de Pío XII. Cuando el cardenal decano le preguntó qué
nombre deseaba tener, respondió:
–Pío XII, porque toda mi vida espiritual y
mi carrera han transcurrido bajo papas con este nombre; y en particular, por
gratitud a Pío XI, que me ha demostrado siempre su afecto.
Un poco después de las seis de la tarde de
ese jueves 2 de marzo, el decano de los cardenales diáconos, Camillo Caccia
Dominioni, anunció desde la logia central, con su voz musical que resonaba en
los veinte altavoces repartidos por la Plaza de San Pedro, a la muchedumbre que
aguardaba expectante:
–Nuntio vobis gaudium magnum: habemus papam.
Eminentissimum et Reverendissimum Dominum Eugenium Pacelli, quis sibi nomen
imposuit Pium XII.
Un aplauso estruendoso acompañó a este
anuncio. Era un papa romano, nacido en Roma. Las monjas de Pacelli, asomadas a
las ventanas de su apartamento, contemplaban gozosas las expresiones de júbilo
del pueblo romano. Resonaban sus voces en la plaza:
–Viva
il Papa! Viva, viva il Papa Romano di Roma!
Felices porque uno de los suyos, después de
muchos años, un romano de nacimiento y de familia, haya sido encumbrado a la
cátedra de San Pedro.
Las campanas de la basílica y de toda Roma
repicaron de júbilo. Apenas elegido, en el interior mismo del cónclave, se
acercó a la cabecera del cardenal Marchetti Selvagiani, vicario de Roma, que se
hallaba enfermo. Al verlo vestido de blanco, el cardenal Marchetti le
dijo:
–¡Qué bien le sienta esa sotana
blanca!
Y Pío XII le respondió:
–Significa que ya no podré viajar y ello me
disgusta.
Diez días después, 12 de marzo, tuvo lugar
la coronación papal. Se dieron cita delegaciones de 35 naciones. Hitler no
envió representación. Se conformó con la presencia de su embajador. Tampoco
estuvieron México y Uruguay. Y por supuesto, Rusia. Francia envió una
delegación de ministros y senadores, en la que sobresalía el ilustre escritor
católico Paul Claudel. Suiza envió dos coroneles, uno de ellos había sido
comandante de la guardia pontificia. Inglaterra mandó al duque de Norfort,
católico, en representación del rey Jorge y del Gobierno británico. El primer
ministro de Irlanda, Edmon De Valera, estuvo presente. Checoslovaquia envió a
su ministro de Agricultura en representación del presidente de la República y
del Gobierno. China y Japón se hallaban también representadas. Estados Unidos,
que no tenía relaciones diplomáticas con el Vaticano, envió a Joseph Kennedy,
católico, embajador en Londres. Italia, a su príncipe heredero Umberto y al
ministro de Asuntos Exteriores, el conde Ciano.
La coronación brilló por su magnificencia.
Era además la primera coronación después de los Pactos de Letrán. Pero al conde
Ciano, yerno de Mussolini, la ceremonia le pareció desordenada. Cuenta en su
diario:
–Coronación del Santo Padre. Asisto a la
ceremonia a la cabeza de la delegación italiana. Hace mucho frío, y el desorden
reina sobremanera en la organización del protocolo pontificio. El Papa está
solemne, como una estatua. Recuerdo que hace un mes era cardenal; era entonces
un hombre entre los hombres. Hoy parece, en verdad, tocado por un soplo divino
que lo espiritualiza y lo eleva.
La queja de Ciano tiene una humana
explicación. Se ofendió porque el puesto que le asignaron se hallaba detrás del
duque de Norfort, representante inglés.
Después del solemne pontifical en la
basílica, Pío XII fue coronado en la logia externa de San Pedro. El cardenal
Camilo Caccia Dominioni le impuso la tiara de las tres coronas mientras
pronunciaba la siguiente oración:
–Recibe la tiara adornada de las tres
coronas y sepa que eres el padre de los príncipes y de los reyes, regidor del
orbe, vicario del Salvador nuestro Jesucristo, de quien es el honor y la gloria
por los siglos de los siglos.
Poco antes había sido quemado en la
basílica un puñado de estopa para recordarle al electo que «sic transit gloria mundi», así pasa la gloria del mundo.
La tiara era pesada. Antes de la ceremonia,
en su apartamento, Pío XII se la probó y sor María Konrada Gradmair, una de sus
monjas, mostró su satisfacción. Pero el Papa le dijo con gesto serio:
–No entiendo cómo le gusta tanto, cuando
debo soportar una tal responsabilidad.
Al terminar la ceremonia, Pío XII formuló
nuevos votos por la paz:
–No confiando en Nuestros méritos y
capacidades, sino en la gracia de Dios, tomamos en Nuestras manos el timón de
la barca de Pedro con la intención de guiarla, a través de tantos vientos y
tempestades, hasta el puerto de la paz.
Tres días después de la entronización de
Pío XII, los tambores de guerra resuenan de nuevo en Europa. El 15 de marzo,
las tropas alemanas entran en Praga y Hitler se apresuró a proclamar el protectorado
de Bohemia y Moravia.
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