domingo, 6 de enero de 2019

La monja que nació en lo alto de la Giralda


Tengo el gusto de presentar la segunda edición de la biografía de una monja sevillana que tuvo el honor de nacer en lo alto de la Giralda, bajo el cuerpo de campanas, en la rampa número 30 —la Giralda tiene 35 rampas—, en esas alturas donde la torre «parece que se descalabra en las estrellas», el 7 de febrero de 1842, lunes, a las cinco de la mañana, según consta en su partida de bautismo. Fue sor Bárbara de Santo Domingo, dominica del monasterio de Madre de Dios de Sevilla, enterrada en el coro de la iglesia conventual.


 Su padre, Casimiro Jurado, de oficio hojalatero, natural de Sevilla, campanero segundo de la Giralda, prestaba el servicio de tocar el alba por un sueldo mensual de 110 reales y una habitación de balde, la última, la más inmediata a las campanas, con su esposa María Josefa Antúnez, natural de Guadalcanal, en la raya de Extremadura, y sus dos hijos, José –¿nacido también en la Giralda?, creo que sí–, y Bárbara, dos años menor que su hermano.
En la Giralda vivió sor Bárbara su infancia y juventud, hasta que a sus diecisiete años salió de la torre mora para entrar en religión. Sor Bárbara subía y bajaba continuamente esas rampas, como sus padres y su hermano. ¡Qué otro remedio! Su casa, su hogar, su morada, era esa minúscula habitación, de tres metros cuadrados o poco más, sin otra abertura que la puerta de arco moruno de herradura, en la cara este de la Giralda, la que da a la Plaza de Virgen de los Reyes.
Dos días más tarde de su nacimiento, 9 de febrero de 1842, fue bautizada en la pila de la Catedral de Sevilla con los nombres de Bárbara, María del Socorro, Romualda, Ricarda de la Santísima Trinidad. El llamarse Bárbara, imagino se deba por complacer a su madrina de bautismo, Bárbara Rodríguez, casada y vecina de esta collación de Santa María.
Si nacer en la Giralda es motivo de orgullo, no lo es menos ser bautizada en la Catedral, en su pila bautismal de mármol blanco, con bellos relieves y ángeles danzantes en su base, donde fue bautizado el príncipe don Juan, la esperanza perdida de los Reyes Católicos, y tantos otros personajes ilustres.
Se sabe que los padres eran buena gente, muy pobres, sí, pero buenísima gente. Él estuvo en el Seminario y le quedó la costumbre piadosa de rezar el oficio divino, que compartirá con su hija. Tocaba las campanas cuando era su momento, y gastaba el día haciendo cacharros de lata. Que sor Bárbara, ya en el convento, cuando la veían fatigada y le decían que tomase un poco de reposo, contestaba.
–No tengan lástima, esto me da la vida. Como era muy pobre, estoy acostumbrada a trabajar mucho, subiendo cántaros de agua a la torre y las latas de mi padre.
Subir latas, subir agua… Subir y bajar treinta rampas todos los días, que aquello era sólo un cuartucho, y para cuatro personas. ¡Imaginen cómo vivían! ¡Y esos fríos a esas alturas, con esos ventanales sin cristales! ¡Y esas calores de Sevilla! En el convento, un día una monja la vio acalorada y le dijo que se refrescara. Pero ella le contestó:
–No me hace daño: me crie con mucho calor en la torre.
El 6 de junio de 1853, lunes, dentro de la octava de la conmemoración de San Fernando, tocaba su hermano José Jurado, con 13 años, la campana llamada de San Fernando «en el segundo repique de Prima». Es una campana de volteo, que implica destreza y peligro. ¿Estaba su padre? ¿Andaban por allí los otros campaneros? ¿Había repique general? ¿Jugó peligrosamente José con la campana tratando de colocar su pie sobre su cabeza de madera y permanecer suspenso peligrosamente en el abismo? ¿Cuántas veces ha hecho lo mismo o ha visto hacerlo a su padre y a los otros campaneros? Cuando… ¡zas! Voló por entre la campana y el arco y cayó sobre el tejado de la Biblioteca Colombina.
El Porvenir, único periódico que en esa fecha está disponible en la Hemeroteca Municipal, ni siquiera se hace eco de la noticia. Pero ocurrió. Su partida de defunción, en los archivos del Sagrario de la Catedral, dice elocuentemente: «En la ciudad de Sevilla, capital de su provincia, a siete de junio del año de la fecha, yo el infrascrito Cura del Sagrario de esta Santa Patriarcal Iglesia mandé dar sepultura eclesiástica al cadáver de José Jurado, de esta naturaleza, soltero, de trece años, hijo de Casimiro, de profesión campanero, y de esta Ciudad, y de María Josefa Antúnez, natural de Guadalcanal. Falleció el día anterior, de resulta de haber sido arrojado de la Torre de esta Santa Iglesia Catedral, por la campana llamada San Fernando, en el segundo repique de Prima día en que la Iglesia celebraba la festividad de San Fernando».
Ese dolor de la pérdida de su hermano hizo revivir en Bárbara unos deseos que barruntaba ya desde muy pequeña. Hacerse monja. Su madre confirma que Bárbara, ya desde los seis años, manifestaba deseos de ser religiosa. Un canónigo enseñó a Bárbara a tocar el piano, lo que le serviría para entrar en el convento sin pagar dote. Y en el convento de dominicas llevó tal vida de santidad que su causa de beatificación está introducida. Murió muy joven, a los 30 años, el 18 de noviembre de 1872. Pero esta es una bonita historia que cuento en este libro titulado «Sor Bárbara de la Giralda, la hija del campanero».

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