viernes, 28 de noviembre de 2014

Leyenda de doña María Coronel

Fundadora del monasterio de Santa Inés y heroína de una de las leyendas más hermosas de Sevilla, el cuerpo de doña María Coronel, después de casi seiscientos años, aún pervive con la marca en su rostro y en su pecho como testimonio elocuente de lo que cuenta Sevilla de generación en generación.


Un drama trágico bailaba alrededor de esta mujer y de su familia. Nació en Sevilla hacia 1334, hija de Alfonso Fernández Coronel, alguacil mayor de Sevilla y señor de Aguilar, hombre principalísimo en el consejo privado del rey Alfonso XI, y de Elvira Alfonso, hija del que fuera también alguacil mayor de Sevilla, Alfonso Fernández de Biedma. Casó en 1349 con Juan de la Cerda, descendiente por línea directa de Fernando III el Santo. En febrero de 1353 muere decapitado, por orden del rey don Pedro, su padre Alfonso Fernández Coronel, que se había sublevado contra el rey en la lucha nobiliaria que se desencadenó al subir al poder. Años más tarde, en 1357, muere decapitado Juan de la Cerda, su esposo, también sublevado contra el rey don Pedro, perdiendo doña María Coronel todos sus bienes, confiscados por el rey, que no recuperará hasta la venida al trono de Enrique II.
Por los años sesenta del siglo XIV, momento de nues­tra historia, el convento de Santa Clara, de franciscanas clarisas, es un monaste­rio floreciente. A él acude doña María Coronel, ya viuda y todavía joven de veintitantos años, a guardar su llorada so­ledad y huir de las instigaciones amorosas del rey Pedro I.
La escena primera se sitúa al pie mismo de la Torre de don Fadrique, esa magnífica torre, transición del ro­mánico al gótico, que antiguamente formaba parte del monasterio de Santa Clara, ubicado en su huerta. Los muros del convento no bastan para frenar al altivo rey don Pedro. Y el día fatídico llegó. Unos emisarios anuncian que tienen órdenes ex­presas y terminantes del rey de hacer salir de allí a doña Ma­ría Co­ronel y conducirla al Alcázar. Revuelos de tocas por el convento. Carreras precipita­das. Susurros tras las columnas. En mínimos se­gundos, todo el monasterio es sabedor de la noticia.
¿Qué hará doña María Coronel? Corre a la huerta y, al pie mismo de la Torre de don Fadrique, se esconde en un hoyo que el hortelano había preparado de antemano. Otras mon­jitas cubren el hueco con tablas y echan tierra encima, para disimular el escondite. Pero el engaño es muy burdo. La tierra removida es una clara denuncia del cuerpo del delito. ¿Se darán cuenta los esbirros de don Pedro? Porque éstos ya han entrado en el convento, rompiendo toda clausura. Llegan a la huerta, después de haber hurgado por todo el monasterio, y aquí surge el prodigio.
Cuando se acercan a los pies mismos de la torre, donde se encuentra el hoyo que oculta a doña María Coronel, prodi­giosamente la tierra removida se cubre de espesas matas de hierba, iguales a las de su alrededor. La tradición dice que esas matas eran de perejil. Por eso, años atrás, cuando la Torre de don Fadrique, torre encantada, testigo mudo e im­presionante de un acontecimiento tan milagroso, pertenecía al monasterio, las monjitas sembraban a su alrededor matas de perejil, en recuerdo de doña María Coronel.
La escena segunda se sitúa en el interior del monasterio. Es don Pedro, el rey mismo, quien acude al convento. La puerta reglar se abre ante el mandato imperioso del rey, quien co­rre presuroso por claustros y estancias en busca de doña Ma­ría Coronel. Esta, acosada, en carrera alocada, se refugia en la cocina, donde realiza el gesto heroico que la ha in­mortalizado: «El aceite, cuyo olor / tiene impregnada la brisa», lo vierte sobre su rostro.
Tanto don Pedro el Cruel como doña María Coronel son personajes muy de Sevilla, patrimonio de su tradición y de su historia. Han muerto, pero viven en el recuerdo indeleble de las tradiciones sevillanas. Protagonistas de un drama, muestran al visitante viajero el antagonismo de sus restos. Como antagónicas fueron sus vidas. El uno reposa sus cenizas en la cripta de la Capilla Real de la Catedral de Sevilla. La otra muestra su cuerpo entero en el monasterio de Santa Inés, por ella fundado en la vieja casa solariega de sus padres, donde puede ser contemplado incorrupto anualmente el día 2 de diciembre. Las clarisas os invitan a visitar ese día a doña María Coronel.

domingo, 23 de noviembre de 2014

Sevilla, de mora a cristiana

23 de noviembre de 1248. La Sevilla mora no puede resistir por más tiempo. El invierno está encima. No hay víveres. El pueblo está desmoralizado. Y sin esperanza de ayuda exterior. El asedio ha sido muy largo, excesivamente prolongado, casi dos años atenazados por las huestes cristianas. Se piensa en la rendición.
La idea parte de los sitiados en el castillo de Triana. Oria y los alcaides de Triana piden permiso al rey castellano para pasar a la ciudad y tratar de la capitulación con Axacaf y los notables de Sevilla. El encuentro, a la desesperada, no tiene otra solución que la rendición. A ser posible, y ahí la sagacidad diplomática mora, de conseguir las máximas ventajas, es decir, la permanencia en la ciudad.


Y salen a parlamentar. Con sus volátiles ropas orientales, la embajada mora se acerca al campamento cristiano donde aguarda Fernando III y su corte.
La primera propuesta mora fue la siguiente: Entregarían la tenencia del alcázar y las rentas de la ciudad, como lo hicieron tiempo atrás con el Miramamolín.
El rey castellano ni quiso escucharlos.     
Vuelven a la ciudad sitiada para consultar de nuevo el asunto. Y traen una segunda propuesta: Cederían, además del alcázar, el tercio de la ciudad con los derechos de señorío.
Pero fue igualmente rechazada.
Volvieron con una tercera propuesta: Partirían la ciudad con un muro de separación, mitad para los cristianos y mitad para los moros.
Esta propuesta llegó a gustar a algunos del séquito de Fernando III. Pero el rey fue tajante:
–La ciudad ha de quedar «libre et quita».
Y los vencidos hubieron de aceptar las condiciones del vencedor. Sevilla había de ser entregada libre y entera, con sus casas, mezquitas y fortificaciones. Sus habitantes habían de evacuarla en el plazo de un mes, se les daría un salvoconducto para su seguridad a los que deseasen ir a Jerez y transporte por barco a los que quisiesen pasar a África; podían vender sus casas y llevar consigo sus enseres. Al caíd Axacaf y al arráez Aben Choeb les cedía las poblaciones de Sanlúcar y Aznalfarache, y Niebla cuando fuese conquistada.
La capitulación se firmó el 23 de noviembre de 1248, festividad de san Clemente papa. Inmediatamente después, se tomó posesión del alcázar y sobre la torre apareció la enseña vencedora. Al verla ondear desde fuera de las murallas, las tropas cristianas la saludaron alborozadas al grito de «Dios ayuda».
El caíd Axacaf renunció al territorio que a modo de consuelo le ofreció el rey cristiano y salió aquel mismo día de la ciudad. Se acercó al campamento del rey y le entregó las llaves de Sevilla. En una de ellas podía leerse en caracteres arábicos: «Permita Dios que sea eterno el imperio del Islam». Y con lágrimas en los ojos embarcó para Ceuta.
Las crónicas ponen en boca de este caíd una dolorida frase que salió de su alma cuando a lo lejos la silueta de la ciudad se perdía entre la bruma, empañados sus ojos por las lágrimas:
–¡Oh grande y noble ciudad, tan fuerte y tan poblada y defendida con tanto valor y heroísmo! Sólo un santo ha podido vencerte y apoderarse de ti.
El maestre de Calatrava se encargó de la seguridad de los musulmanes que se dirigían a Jerez, la mayoría, tal vez las tres cuartas partes de la población de Sevilla, que posteriormente darían el salto al reino de Granada. Para los que se decidieron atravesar el mar, se dispuso de cinco barcos y ocho galeras que los condujeron a Ceuta.
Un éxodo bien triste. Sirva de ejemplo el lamento de aquel anciano, ocurrido muchos años después de la conquista de Sevilla, en 1309, cuando Fernando IV puso los pies en el peñón de Gibraltar, conquistado por Guzmán el Bueno.
–Señor –se lamentaba el viejo moro–, ¿qué oviste conmigo en me echar de aquí? Tu bisabuelo, el rey don Fernando, cuando tomó Sevilla, me echó dende e vine a morar a Jerez. Después, el rey don Alfonso, tu abuelo, cuando tomó a Jerez, echome dende e yo vine a morar a Tarifa. E cuidando que estaba en lugar salvo, vino el rey don Sancho, tu padre, e tomó Tarifa e echome dende, e vine a morar aquí a Gibraltar. E pues veo que en ningún lugar de estos non puedo fincar, yo iré allende la mar do viva en salvo e acabe mis días.
Todo 23 de noviembre, festividad de san Clemente, se celebra en la catedral la toma de la ciudad de Sevilla por el rey san Fernando. Y presenciarse, en su urna de plata abierta, el cuerpo incorrupto del Santo Rey. Por sus naves pasea la Ciudad, representada en su alcalde, la espada del invicto guerrero. Es tradición ésta que a muchos sevillanos se les escapa, como se les está escapando tantas bellas tradiciones y leyendas de esta ciudad embrujada.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Pío XII versus Hitler y Mussolini

Acaba de salir a la luz el libro «Pío XII versus Hitler y Mussolini». Podría hacer aquí una crítica del mismo, pero no puedo puesto que soy su autor. Y como no tengo abuela, seré yo quien lo alabe. Publicado por la Editorial Monte Carmelo, es un libro de 530 páginas, donde describo el ambiente maléfico que se vivió en la Segunda Guerra Mundial y la presencia en esos momentos históricos de un papa llamado Pío XII y su contrapunto en las figuras de Adolf Hitler, el Führer nazista, y Benito Mussolini, el Capo fascista. Pío XII fue calumniado al ser llamado «el Papa del silencio», por no denunciar el Holocausto o muerte en los campos de exterminio nazis de seis millones de judíos, y también «El Papa de Hitler», título de un libro del exseminarista inglés John Cornwell, que calificó a Pío XII como «el clérigo más peligroso de la Historia moderna». Luego se arrepintió y matizó sus tesis calumniosas, pero la piedra infamante ya estaba lanzada.


Aunque hay antecedentes, lo principal de esta leyenda negra contra Pío XII comenzó en 1963, cinco años después de su muerte, con una obra de teatro titulada «El Vicario» de un tal Rolf Hochhuth, que fuera de las juventudes hitlerianas y que, para descargar toda la basura de mala conciencia de un pueblo alemán en connivencia con ese monstruo de Hitler, buscó un chivo expiatorio, fuera de Alemania, en la figura de Pío XII, como el artífice del mal. Si Pío XII hubiera hablado, Hitler no hubiera hecho lo que hizo. ¡Qué simpleza!
¿Quién era Pío XII?
Alto de estatura, 1,82 m., de carnes magras, 57 kilos, rostro pálido y enjuto y nariz aquilina, mirada ascética en unos ojos negros penetrantes tras los cristales redondos de las gafas, manos diáfanas sobre el pecho, y un porte señorial que impresionaba cuando aparecía en la basílica de San Pedro subido en la silla gestatoria. O cuando abría sus brazos en cruz, transfigurado e inhiesto como el Cristo de Corcovado de Río de Janeiro. Era una presencia que imponía. Como diría el escritor francés Henri Bordeaux, «tiene la sublime grandeza de un cuerpo mortificado, casi traslúcido, que parece destinado a servir solo de cubierta para su alma». 
Harold Tittmann, diplomático norteamericano, refugiado en el Vaticano durante la Segunda Guerra Mundial, redactó unas memorias muy interesantes del Vaticano de Pío XII. Al describir la figura del Papa, dice: 
–La característica que más descollaba en el Papa era la fascinación que emanaba. La cabeza y los rasgos finamente cincelados, con vivos ojos negros convertidos en más grandes por las lentes de sus gafas, hacían pensar en un Savonarola. Cuando estaba sereno, su expresión era ascética, pero cuando se acaloraba se hacía súbitamente humano y sonriente. Alto y delgado, se movía con gracia y armonía. Tal impresión favorable venía acentuada por una sotana de corte impecable que parecía danzarle alrededor rítmicamente a cada movimiento. Las manos de dedos largos y huesudos eran muy bellas y no dudaba en hacer gran uso de ellas cuando hablaba. El Papa era sabedor de la propia fascinación personal y sabía cómo sacar provecho de ello. 
Para que no pareciese que solo describía a Pío XII bajo su aspecto exterior sin acentuar «sus inmensas cualidades espirituales», Tittmann añade: 
—Quien se encontrase físicamente cercano a él, advertía siempre su presencia. A mí me parecía un hombre seguramente dotado de gran espiritualidad, si bien no fuese un santo como lo fue Pío X. El papa Pío XII era descrito con frecuencia como un papa político, y en aquella época me parecía una descripción correcta. Es muy probable que en el futuro será reconocido como santo. Solo el tiempo lo dirá. 
Tenía una memoria prodigiosa y dominaba a la perfección el alemán, el francés y algo menos el inglés, el español y el portugués, amén de ser un buen latinista. Texto que leía, sabía recordarlo de memoria. Sor Pascalina, que estuvo a su servicio durante cuarenta años, desde los tiempos de nuncio en Munich hasta su muerte, cuenta: 
–Pío XII escribía sus discursos y alocuciones con aquella caligrafía tan preciosa. Decía a menudo que fácilmente le quedaba grabado en la memoria lo que escribía. En los primeros quince años de pontificado no necesitó papeles para pronunciarlos. Con su privilegiada memoria era capaz de recitarlos al pie de la letra.
Escribía sus discursos escuchando música. Le confesó a un prelado: 
–Cuando preparo mis discursos tengo necesidad de música. Siento entonces que algo de aquellos sonidos y de aquellos cantos se trasmite en mí. 
Sus compositores preferidos eran Händel, Beethoven, Mendelssohn y Wagner. 
Cierta literatura, surgida después de su muerte fuera de la Iglesia, muestra la caricatura de un hombre insensible ante el holocausto judío, el Papa del silencio lo han apodado. Pero también dentro de la misma Iglesia, hay quienes al resaltar la bondad de su sucesor Juan XXIII y la apertura del posconcilio, lo señalan como contrapunto de la Iglesia preconciliar. Y muestran a Pío XII como un papa ultramontano, cuando en realidad no se podría concebir el Concilio Vaticano II sin la contribución enorme de su magisterio.   
Tenía sus defectos y sus limitaciones, como todo ser humano. Pero hay que situarlos, para no desvirtuar su imagen, en el contexto de su tiempo. Quizás el mejor retrato sea de aquel que convivió con él tantos años, Domenico Tardini. Lo describió como «fino, amable, afable, afectuoso». También dubitativo, como diciéndose siempre: ¿Es así o no es así? Pero a pesar de la seriedad, que a simple vista parece mostrar, Tardini afirma que tenía una risa sonora, a boca abierta. Y gustaba contar historias amenas. 
Pío XII tenía como lema: Opus iustitae, pax, la paz, obra de la justicia. Su propio apellido parecía decirlo: Pacelli, en semejanza con la locución latina, pax coeli, paz del cielo. En su escudo papal, aparece también el símbolo de la paz. Sobre unas estilizadas colinas de Roma, que se elevan sobre el agua, posa una paloma sobre fondo azul con un ramo de olivo en el pico. Pacelli tratará de ser consecuente con los símbolos que ha elegido.  

martes, 18 de noviembre de 2014

Sor Bárbara de la Giralda

En la rampa número 30 —la Giralda tiene 35 rampas—, en el cuarto número 5, el más cercano al cuerpo de campanas, en esas alturas donde la torre «parece que se descalabra en las estrellas», tuvo el privilegio de nacer sor Bárbara de Santo Domingo, dominica del monasterio de Madre de Dios de Sevilla, privilegio que pocas personas pueden ostentar.


Privilegio de nacer como flor del tallo más precioso del jardín de Sevilla, y de vivir en el corazón mismo de la ciudad. Que en la Giralda vivió su infancia y juventud, hasta que a sus diecisiete años salió de la torre mora para entrar en religión. Años más tarde, cuando sor Bárbara ya estaba en el convento, visitó la ciudad de Sevilla la reina Isabel II y subió a la Giralda con un reducido séquito. La reina recorrió a pie las treinta y cinco rampas que llevan hasta el cuerpo de campanas. A sus treinta y dos años, Isabel II es una real moza, bien entrada en carnes. Pero airosa y garbosa, subió sin desmayo a lo alto. No se podía decir lo mismo del alcalde, García de Vinuesa, ya entrado en edad.
Al llegar arriba, la reina se vuelve hacia el alcalde y le dice:
–Alcalde, ¿está cansado?
–Señora, protesto que no.
Pero sí lo estaba, bastante. Respuesta de protocolo del alcalde. La reina, eufórica, le sentenció:
–Pues yo me atrevería a bajar y subir otra vez.
Sor Bárbara subía y bajaba continuamente esas rampas, como sus padres y su hermano. ¡Qué otro remedio! Su casa, su hogar, su morada, era esa minúscula habitación, de tres metros cuadrados o poco más, sin otra abertura que la puerta de arco moruno de herradura, en la cara este de la Giralda, la que da a la Plaza de Virgen de los Reyes.
Ahí vivía Casimiro Jurado, de oficio hojalatero, natural de Sevilla, campanero segundo de la Giralda, que prestaba el servicio de tocar el alba por un sueldo mensual de 110 reales y una habitación de balde, la última, la más inmediata a las campanas, con su esposa María Josefa Antúnez, natural de Guadalcanal, en la raya de Extremadura, y sus dos hijos, José –¿nacido también en la Giralda?, creo que sí–, y Bárbara, dos años menor que su hermano.
Nació Bárbara el 7 de febrero de 1842, lunes, a las cinco de la mañana, según consta en la partida de bautismo. Poco después, tras sus primeros vagidos, al rayar el alba, los rezos de la procesión del Rosario de Nuestra Señora de la Antigua, que tenía su capillita en las gradas de la calle de Alemanes, se sentían al pie de la torre. Dos días más tarde, miércoles de Ceniza, era bautizada en la pila de la Catedral de Sevilla con los nombres de Bárbara, María del Socorro, Romualda, Ricarda de la Santísima Trinidad. El llamarse Bárbara, imagino se deba por complacer a su madrina de bautismo, Bárbara Rodríguez, casada y vecina de esta collación de Santa María.
Si nacer en la Giralda es motivo de orgullo, no lo es menos ser bautizada en la Catedral, en su pila bautismal de mármol blanco, con bellos relieves y ángeles danzantes en su base, donde fue bautizado el príncipe don Juan, la esperanza perdida de los Reyes Católicos, y tantos otros personajes ilustres.
Se sabe que los padres eran buena gente, muy pobres, sí, pero buenísima gente. Él estuvo en el Seminario y le quedó la costumbre piadosa de rezar el oficio divino, que compartirá con su hija. Tocaba las campanas cuando era su momento, y gastaba el día haciendo cacharros de lata. Que sor Bárbara, ya en el convento, cuando la veían fatigada y le decían que tomase un poco de reposo, contestaba.
–No tengan lástima, esto me da la vida. Como era muy pobre, estoy acostumbrada a trabajar mucho, subiendo cántaros de agua a la torre y las latas de mi padre.
Subir latas, subir agua… Subir y bajar treinta rampas todos los días, que aquello era sólo un cuartucho, y para cuatro personas. ¡Imaginen cómo vivían! ¡Y esos fríos a esas alturas, con esos ventanales sin cristales! ¡Y esas calores de Sevilla! En el convento, un día una monja la vio acalorada y le dijo que se refrescara. Pero ella le contestó:
–No me hace daño: me crie con mucho calor en la torre.
¡Un mundo la Giralda! Allá subían los amigos de Casimiro cuando en la Maestranza se celebraba un festejo taurino. La Maestranza entonces no tenía terminadas las gradas de sol y podía verse el ruedo desde lo alto de la torre, aunque con dificultad y con ayuda de lentes, las faenas taurinas. Los tendidos de sol eran bajos y de madera y aunque la empresa colocaba toldos que evitaban las miradas de las casas vecinas, la Giralda era alta y esbelta y desde ella los aficionados sin dinero trataban de seguir la suerte de la lidia. En épocas de revuelta, gente menos amistosa subía a tocar las campanas a rebato. Un suceso de estos ocurrió a Casimiro y familia. Una turba revolucionaria invadió la torre para celebrar con repiques de campanas un cambio de régimen. Quiero situar este suceso en el año 1854, inicio del Bienio progresista. «Ebrios de cólera y probablemente de vino –cuenta Ortiz Urruela–, aquellos furiosos, no sólo quisieron matar a Casimiro Jurado, sino que pusieron una pistola al pecho de su hija Bárbara que era muy joven todavía. Solo por una especie de milagro escapó viva esta niña de aquel peligro…».
Un canónigo enseñó a Bárbara a tocar el piano, lo que le serviría para entrar en el convento sin pagar dote. Y en el convento de dominicas llevó tal vida de santidad que su causa de beatificación está introducida. Murió muy joven, a los 30 años, tal día como hoy, 18 de noviembre de 1872. Pero esta es una bonita historia que cuento en mi libro «Sor Bárbara de la Giralda, la hija del campanero». 

sábado, 15 de noviembre de 2014

Asesinato en El Salvador

Once de la noche, 15 de noviembre de 1989. El coronel Benavides ha finalizado una reunión con el Alto mando y se ha dirigido a la Escuela Militar de El Salvador. En su oficina se reunió con el teniente Mendoza Vallecillos (destacado en la Escuela Militar), el teniente Espinoza y el subteniente Guevara Cerritos, estos dos miembros del batallón Atlacatl. Una hora antes el teniente Mendoza había recibido órdenes de reunir sus tropas en la Escuela Militar.
El coronel Benavides dijo:
–Son ellos o somos nosotros. Vamos a comenzar por los cabecillas. Dentro del sector de nosotros tenemos la Universidad y ahí está Ellacuría.
Y dirigiéndose al teniente Espinoza:
–Hay que eliminarlo y no quiero testigos.


Poco después de medianoche, ya estaban apostadas las tropas ante la UCA, la Universidad Católica que los jesuitas regentan en El Salvador. De 45 a 50 hombres armados. Espinoza explicó a los jefes de patrulla que había recibido órdenes de eliminar a los cabecillas intelectuales de la guerrilla.
Golpean la puerta. Les abre el P. Martín-Baró, que acompañó a un soldado para abrir el siguiente portón. Muy cerca se hallaba una casita, donde dormía la mujer de la limpieza con su marido y su hija pequeña. La mujer, Lucía de Cerna, al despertarse, oyó decir al jesuita:
–Esto es una injusticia. Ustedes no son más que carroña.
Cinco padres jesuitas fueron conducidos a la parte trasera de la residencia y obligados a ponerse boca abajo. El teniente Espinoza preguntó al subsargento Avalos cuándo iba a proceder. Este se acercó al soldado Amaya Grimaldi y le dijo:
–Procedamos.
Y comenzaron a disparar. Ávalos asesinó al P. Juan Ramón Moreno y al P. Amando López Quintana con un fusil M-16. El soldado Amaya, utilizando un AK-47, disparó contra el P. Ellacuría, el P. Martín-Baró y el P. Montes.
En otro lugar, el soldado Tomás Zarpate encañonaba a la cocinera de los jesuitas, Elba Julia Ramos, y a su hija Celina, de 15 años de edad, descubiertas por los soldados en el cuarto de huéspedes ubicado en el edificio donde residían los jesuitas. Zarpate oyó la voz de mando y disparó contra las mujeres.
En ese momento, otro jesuita, el P. López y López, salvadoreño, apareció en la puerta de la residencia. Al intentar huir, fue perseguido por un soldado que le disparó. Otro soldado, Pérez Vázquez, que salía del edificio, notó cómo el P. López le agarraba el tobillo. Pérez Vázquez le asestó cuatro disparos.
Al salir, Ávalos Vargas –el «Sapo» y el «Satanás», como era apodado por sus compañeros– pasó por el cuarto de huéspedes y oyó los gemidos de las dos mujeres, madre e hija, acurrucadas en la oscuridad, mortalmente heridas y abrazadas entre sí. Encendió un fósforo y ordenó al soldado Sierra Ascensio que las rematara. Sierra Ascensio disparó diez tipos sobre las indefensas mujeres. Dos meses más tarde, en diciembre, este soldado desertó del ejército y se hallaba en paradero desconocido.
Cumplida la misión, lanzaron una bengala, para alertar a la Escuela Militar que la «hazaña militar» se había cumplido con éxito. Simularon entonces un enfrentamiento, utilizando una ametralladora, un mortero anti-tanque y otras armas y dejaron sobre el portón de entrada un cartel en el que aparecía escrito: «El FMLN hizo un ajusticiamiento a los orejas contrarios. Vencer o morir. FLMN». Simulando que los crímenes habían sido cometidos por la guerrilla.
Ocurrió hace ahora exactamente 25 años. Cinco jesuitas españoles, un jesuita salvadoreño, la cocinera y su hija, fueron brutalmente asesinados en el campus de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), en San Salvador.
El 16 de noviembre de 2009, el Gobierno salvadoreño condecoró de manera póstuma a los seis sacerdotes con la Orden José Matías Delgado, recibida por familiares y amigos de los religiosos.

martes, 11 de noviembre de 2014

Scouts: caminar, haciendo camino

La semana pasada, el papa Francisco recibió a una representación de los scouts católicos italianos. De ellos recibió el pañuelo scout que el papa se puso como aparece en la foto. Y les habló, parodiando a Machado, el «hacer camino al andar»:
–Haced camino en familia, hacer camino en la ciudad… Caminar haciendo camino, caminando no errantes ni quietos. Siempre caminar haciendo camino…


En los comentarios a esta noticia, que he recogido de «Religión digital», aparece un descerebrado diciendo esta sandez:
–El Santo Padre y todo católico debería rehuir de esta gente, una secta fundada por un masón y con el propósito de ser las juventudes de la masonería. Mucho ojo.
He pasado buena parte de mi vida en el escultismo, como jefe scout y como consiliario, diecinueve de esos años como consiliario general del Movimiento Scout Católico (MSC), y me apena que pueda haber mentes tan obtusas que insulten de esas manera a un movimiento centenario en el que se han formado y madurado millones de niños de todo el mundo.
Baden Powell, su fundador, fue el genial pedagogo de este movimiento educativo que ha impreso en los que lo hemos vivido una fortaleza de carácter y un sentir ciudadano de dejar este mundo un poco mejor de lo que lo hemos encontrado. Tras sus experiencias en África del Sur como militar en la guerra de los bóers, al volver a una Inglaterra que iniciaba su desarrollo industrial, BP (que así se conoce al fundador en el mundo scout) comenzó a idear y poner en práctica un método educativo en la naturaleza, en el que los chicos y las chicas desarrollaran todas sus capacidades al aire libre.
Decía BP en su Autobiografía:
–Con la expansión contemporánea de las ciudades, pueblos y fábricas, de las grandes carreteras pavimentadas y el telégrafo, del teléfono y las líneas eléctricas tendidas por todo el país, la civilización está alejando cada vez a la naturaleza del alcance de la mayoría de la población. Este alejamiento hace que la comprensión de su belleza y sus maravillas y de nuestra propia afinidad con las creaciones de Dios se pierdan en la vida materialista de la multitud, que presenta condiciones de trabajo deprimentes y una búsqueda frenética de placer en un sórdido ambiente de ladrillos y argamasa creado por el hombre.
Y escribió un libro que tituló Scouting for Boys (Escultismo para muchachos), que fue la base de un movimiento que rápidamente se extendió por medio mundo.
Ideado este movimiento para chicos, concibió un código para la orientación de los jóvenes. Decía él:
–Hay que tener en cuenta que las novelas de caballerías de la Edad Media ejercen una atracción sobre todos los chicos y apelan a su sentido de la moral. En un código caballeresco se incluían el honor, la autodisciplina, la cortesía, el valor, el sentido del deber y del servicio desinteresado, al igual que la aceptación de la orientación constante proporcionada por la religión. Estos y otros valores positivos serían aceptados de buena gana si se incorpora a una ley para scouts.
La ley scout tiene diez mandamientos. Escojo la formulación aprobada en la Asamblea General del Movimiento Scout Católico (MSC) en mayo de 2011:
El scout es digno de confianza.
El scout es leal.
El scout es útil y ayuda a los demás.
El scout es hermano de todos.
El scout es respetuoso.
El scout reconoce en la naturaleza la obra de Dios y la protege.
El scout termina lo que empieza.
El scout afronta las dificultades con alegría.
El scout es austero y trabajador.
El scout es sano, sincero y honrado.
Con la Ley, también una Promesa, es decir, un compromiso personal y libre de comprometerse en los valores y principios del movimiento scout:
–Prometo por mi honor hacer todo cuanto de mí dependa para cumplir mis deberes para con Dios y la Patria, ayudar al prójimo en toda circunstancia y cumplir fielmente la ley scout.
Y también un lema:
–Siempre listo (Be Prepared).
Y la Oración Scout:
–Señor Jesús, enséñanos a ser generosos, a servirte como mereces, a dar sin medida, a combatir sin miedo a las heridas, a trabajar sin descanso, a darnos sin esperar otra recompensa que la de saber que hacemos tu santa voluntad. Amén.
Espero que haya cumplido con el deber de todo scout de hacer cada día una buena acción. La buena acción mía de hoy es, aunque brevemente, haber dado algunas pistas al profano de lo estupendo que es este movimiento. Al menos lo ha sido para mí, orgulloso de ser scout. Porque se es scout de por vida.

sábado, 8 de noviembre de 2014

El mal de gota

Me topé el otro día con un amigo que se hallaba el pobre fastidiado y quejoso de un ataque de gota. Y lo que son las cosas: uno comienza a recordarle, en un afán tonto de consolarle, que es un mal de gente ilustre. Eso, al menos, es lo que se dice y uno recuerda el sillón articulado de Carlos V –«hijo de la Loca de Castilla y del Hermoso de Alemania», como le definiera Unamuno–, que se conserva en el monasterio de Yuste, con un artilugio para que el emperador pudiese descansar recta su pierna derecha. Enfermedad que heredó su hijo Felipe II, para quien el obispo de Albarracín, fray Bernardino Gómez, escribió todo un tratado con el pomposo título de Henchiridion, manual instrumento de la salud contra el morbo articular que llaman gota, y al parecer consistía en unas friegas desde la cabeza a los pies durante treinta días.
Dicen que Felipe II mejoró. Evidentemente, con la medicina de aquellos tiempos, unos buenos masajes eran lo mejor. Y si no, que se lo digan a fray Diego de Deza, arzobispo de Sevilla en los inicios del siglo XVI, magnifico teólogo y propulsor ante los Reyes Católicos de las ideas oceánicas de Cristóbal Colón, que padecía también este mal. Le regalaron un cachorro de león, porque se pensaba que poniendo los pies sobre su melena, se curaba el mal de gota. Menos mal que al león lo desdentaron y le arrancaron las zarpas, que buena la hubiera hecho en el palacio arzobispal. Y lo llegó a hacer. Cierta tarde el duque de Arcos hizo una visita al arzobispo. Cuando salió, encontró en el patio del palacio a su caballo tan mal herido que murió a los pocos días.
Peor es lo que le pasó al cardenal fray García de Loaysa, también, como fray Diego de Deza, arzobispo de Sevilla, dominico e inquisidor general. Siendo presidente del Consejo de Indias y hallándose en Madrid, topó con un enanillo contrahecho, con gran bocio, que se apodaba «el maestre de Roa». Hernán Cortés lo había llamado a México para que le curase un brazo que se había partido por caída de caballo. Vuelto a la península, seguía con sus trucos y brujerías embaucando a la gente. Al serio de fray García de Loaysa le sacó unas prebendas en México, pero el cardenal no mejoró con las pócimas que le recomendó el enano charlatán.
Y ya que hablamos de arzobispos de Sevilla, contemos los casos de otros dos que me sé. Uno fue el cardenal Agustín Spínola, que regentó la diócesis hispalense de 1645 a 1649. Este último año fue de gran mortandad en Sevilla, a consecuencia de la peste. Pero el cardenal Spínola no murió de ella. Refugiado en su residencia de Umbrete, soportaba cristianamente los fuertes dolores de gota, que trataba de atenuar tomando borujo, masa que resulta del hueso de la aceituna después de molida y prensada. Los médicos dirán si esta receta casera que tal vez le recomendaron los lugareños de Umbrete resulta eficaz para aliviar el dolor; pero lo cierto es que el cardenal se murió.
Y vayamos al último. Para ello hay que remontarse al momento más esplendoroso de la Iglesia de Sevilla. Me refiero al paso del siglo VI al VII, con aquellas dos lumbreras que fueron san Leandro y san Isidoro. Pues bien, san Leandro también fue gotoso. Este dato ha quedado reflejado en una carta de san Gregorio Magno a san Leandro. Le dice el Papa a nuestro arzobispo:
–Sobre la enfermedad del mal de gota que aqueja a vuestra santidad, debo deciros que yo también me encuentro enormemente oprimido por un constante dolor producido por esa misma enfermedad. Pero nuestro consuelo será fácil, si en medio de los castigos que padecemos, traemos a nuestra memoria los pecados que hemos cometido.
Si no mis palabras, que estas de san Gregorio Magno sirvan de consuelo a cuantos padecen de este mal, que yo también lo he padecido y a veces, como este mismo verano, me vino un acceso del mal, aunque fue pasajero. Según dicen los médicos, viene por exceso de la mesa o alimentación suculenta. No es mi caso. Y creo que el padecimiento que han tenido tantos prohombres, como los aquí reseñados, viene más bien por alimentarse con carne de caza. Un mal que en lo antiguo no era exclusivo de la grandeza. Lo que ocurre es que el pueblo llano, que también se alimentaba de animales de caza, no asomaba a la historia.

martes, 4 de noviembre de 2014

Un modelo de obispo

No es otro que san Carlos Borromeo, arzobispo de Milán, a quien san Felipe Neri llamó «atrevido ladrón de almas santas». Hoy celebra la Iglesia su onomástica. A los pies del lecho del moribundo papa Pío IV, aquel 9 de diciembre de 1565, se hallaban arrodillados Carlos Borromeo y Felipe Neri. Los dos se estimaban profundamente, pero eran caracteres muy diversos. El primero, Carlos, serio, sobrio, quizás algo adusto; Felipe, todo suavidad y simpatía. Carlos, sobrino del papa y cardenal a los 22 años, era un claro ejemplo del nepotismo que existía en Roma, aunque por una vez un papa acertó: su nombramiento sirvió providencialmente a la fe y a la Iglesia. Encumbrado a la función de secretario de su tío, podía tenerlo todo a sus pies. Pero Carlos se había empeñado en ser santo y se sentía llamado por la palabra «reforma», pedida en el concilio de Trento, recién clausurado. Esto, naturalmente, no era del agrado de muchos en el ambiente relajado de la Roma renacentista. El secretario del cardenal Farnesc se refirió a él en estas cáusticas palabras a un amigo:
–No tengo noticias de Roma que daros, excepto que ese sacristán comevelas quiere reformarlo todo y, como Roma ya no basta para su ardor, quiere meterse en el mundo entero.


Felipe Neri, con buen humor, decía de él que «era un atrevido ladrón de almas santas», porque se llevaba consigo los mejores sacerdotes oratorianos. Y también le decía: «Es un pícaro que desnuda a un santo para vestir a otro». Pero la amistad prevaleció siempre en ellos a pesar de las diferencias que en ocasiones mostraron.
Muerto su tío, nada le ligaba a Roma y deseaba cumplir lo mandado en el concilio de Trento: que los obispos residieran en sus diócesis. Volvió a Milán donde desplegó una actividad apostólica infatigable durante veinte años. Visitó su diócesis, extensa como un reino, infinidad de veces, preocupado por la formación de sus sacerdotes, a los que conocía por sus nombres y visitaba con frecuencia, y por las condiciones de sus fieles. Defendió los derechos de la Iglesia y esto lo llegó a experimentar en propias carnes el gobernador de Milán, don Luis de Requesens, que recibió la excomunión por motivos de jurisdicción. Llevó la disciplina a los conventos, lo que provocó que un fraile indigno tratase de atentar contra él con un golpe de arcabuz mientras rezaba en la capilla de su convento. Fundó seminarios, promovió sínodos. Era la suya una actividad prodigiosa, como organizador e inspirador de hermandades religiosas, obras pías e institutos benéficos. Hay quien le ha llamado el «Hércules de los obispos», y en Milán palpaban que se hallaban ante un segundo san Ambrosio.
De figura enjuta, nariz prominente y ganchuda, ojos penetrantes y barba pequeña, compensaba su adusto porte y sequedad de carácter con la santidad de su vida. No busquemos en él la simpatía de su amigo Felipe Neri, pero cuando murió Milán fue un clamor ante la pérdida de su arzobispo.
Los milaneses habían calibrado su madera de santo especialmente en la terrible peste que se propagó por Milán en 1576. Cuando los socorros médicos habían desaparecido, él se acercaba a diario a los apestados para llevarles su ayuda y consuelo. Y animaba a sus sacerdotes a no abandonar la grey. No le preocupaba el contagio. Cuando le señalaban el peligro que corría, respondía: «Dios puede reemplazarnos».
La humildad fue la virtud en la que cifró su deseo de caminar por una vida santa. Y si se distinguió por algo fue precisamente por el cumplimiento del deber. Esto hizo y llegó a ser santo. A pesar de ser adusto, seco y serio. El 3 de noviembre de 1684, agotado de una fiebre que arrastraba de días atrás, fue vencido por la fatiga de la muerte. Milán lo recuerda como un segundo san Ambrosio y el cuerpo de este gran obispo, que supo aplicar las reformas del concilio de Trento en su diócesis lombarda, yace en la cripta del Duomo milanés.

domingo, 2 de noviembre de 2014

60 años de la llegada de un cardenal Bueno

Hoy se cumplen 60 años de la llegada a Sevilla de José María Bueno Monreal como arzobispo coadjutor con derecho a sucesión del conflictivo cardenal Segura.
Mientras Segura se hallaba en Roma presidiendo la peregrinación diocesana de las cofradías de la archidiócesis que ha acudido a la Ciudad Santa para celebrar la institución de la fiesta de la Realeza de María, el 2 de noviembre de 1954 aparecía en Sevilla Bueno Monreal, obispo de Vitoria, con carta de presentación del nuncio ante el cabildo catedral de Sevilla.


Los acontecimientos que se desarrollarán a partir de estos momentos son de película. Bien vale ese dicho de que «Quien se fue de Sevilla, perdió su silla». Porque a Segura, Roma le había removido la silla y había colocado a Bueno Monreal, quien, aunque solo ostentara el título de arzobispo coadjutor, las bulas que llegarían de Roma con dos meses de retraso –de aquí lo rocambolesco del asunto– le daban a Bueno la dirección plena de la diócesis.
Roma llevaba ya años muy inquieta por el gobierno pastoral de Segura. Incluso trató de ponerle un obispo auxiliar (año 1950), en la persona de Tineo Lara, párroco de Omnium Sanctorum, a lo que se opuso tenazmente el cardenal. No amigo de delegar funciones, se creía con fuerzas para llevar la díócesis por sí mismo. En verdad, no quería a su lado sino súbditos, que así trataba a los sacerdotes de Sevilla, a los que no tuvo nunca particular afecto. Siempre se rodeó de sacerdotes traídos de fuera, a los que, curiosamente, fue cercenando uno tras otro. Cito solamente, como los casos más sangrantes, a Tomás Castrillo, su vicario general, y a Javier Alert, canónigo que fue de su íntima confianza.
A partir de 1950, debilitado por la edad, su gobierno autoritario se fue acentuando. Baste repasar los boletines de la diócesis para darse cuenta del disparatado gobierno pastoral de Segura. Su obsesión contra el protestantismo tuvo un colofón desgraciado con la quema de una capilla protestante en marzo de 1952 por universitarios. La prensa de Sevilla no se dio por enterada de este lamentable suceso, ni Segura aludió a ello en su órgano oficial, el Boletín del arzobispado. En la primavera de 1953, Franco acude a Sevilla para anunciar la construcción del canal Sevilla-Bonanza. Y Segura le hizo el desplante de recluirse en el Cerro de San Juan de Aznalfarache a dar ejercicios. La moral pública fue otra de sus batallas, con admoniciones pastorales contra los bailes y baños en las playas. Coinciden sus delirios inquisitoriales con la primera apertura del régimen hacia el exterior en 1953: el Concordato con la Santa Sede (27 agosto) y el Pacto con los Estados Unidos (26 septiembre). A Madrid viene un nuevo nuncio, Antoniutti, que asumirá la tarea de solucionar el caso Segura.
A todo ello, se une en Segura otro factor (no aireado hasta ahora, ni yo lo airearé) que influirá decisivamente en la postura radical de Roma para destituirlo. Pero este factor no saldrá a luz hasta que pasen los años y se abran los archivos vaticanos a los investigadores. Pero, para entonces, como dice el dicho popular, estaremos todos calvos.
Pero describamos sucintamente esta tragicomedia. A finales de octubre, Pío XII había firmado la bula de nombramiento de Bueno Monreal como arzobispo coadjutor con derecho a sucesión. El 2 de noviembre, tomó posesión ante el cabildo sevillano. Segura, en Roma, se entera por una llamada telefónica que le da la noticia desde España. Ese día la carta que recibe de la Secretaría de Estado, firmada por Montini (futuro Pablo VI), no hace referencia a este hecho consumado. En el mejor estilo diplomático le da las gracias de parte del papa por «su caritativo homenaje» (limosna ofrecida al papa) con motivo de la peregrinación.
La bula de presentación del nuevo arzobispo coadjutor era terminante: «Te nombramos Coadjutor con derecho de futura sucesión de nuestro querido Hijo, Pedro, de la Santa Romana Iglesia Cardenal Segura y Sáenz, con todos aquellos derechos y potestades que competen a los Obispos residenciales... Y para que desempeñes este cargo con la debida dignidad Nos ha parecido, venerable Hermano, promoverte a la Iglesia arzobispal de Antioquía de Pisidia».
Fíjense que, siendo coadjutor, la bula pontificia le asigna el gobierno de la diócesis. A Segura le queda sólo el título. Como parece ser una contradicción, un año después, Roma nombra a Bueno Monreal administrador apostólico, más acorde este nombramiento con su poder jurisdiccional de la misma.
¿Fue elegante la forma como se llevó a cabo la defenestración del cardenal Segura? Tal vez le tenían cierto miedo en Roma y aprovecharon el momento de su ausencia de Sevilla para dar el golpe de gracia. Pero esto lo tendrán que decir los papeles secretos cuando salgan a la luz. Segura no fue recibido por Pío XII y en la visita a un dicasterio (pienso que para preguntar qué hay de lo mío) llegó a amenazar con pedir asilo político en Moscú. En Roma tomaron en serio la amenaza. Imaginen la fecha. Hacía un año que había muerto Stalin. Nos hallamos en lo más caliente de la guerra fría. Rige los destinos de la URSS Nikita Kruschev, el del zapato en la ONU; en Estados Unidos, el general Eisenhower. Y el cardenal Segura amenaza con tomar un avión y aterrizar en Moscú… Todo un esperpento.
Segura volvió a Sevilla y encontró que el arzobispo coadjutor sólo portaba una carta de la Nunciatura en la que le acreditaba para el nuevo cargo. Como buen canonista le recordó que aquel papel no servía de nada, eran necesarias las bulas. Y rompió la carta. Bueno Monreal pidió con urgencia las bulas a Roma y cuando llegaron, —cosa que tardó un tiempo, obligándole a salir de Sevilla hasta su llegada— Segura se plegó en obediencia. Vivió en su palacio arzobispal y el arzobispo Bueno en el Seminario de San Telmo. Aunque pervivió un par de años más, la artritis, las dolencias renales y la pesadumbre de verse desposeído por segunda vez de una archidiócesis (en la República lo fue de Toledo), debilitaron notablemente su salud. Murió en Madrid el 8 de abril de 1957. Franco tardó casi un día en dar su condolencia y el gobierno se oponía a ofrecer a Segura el entierro debido a la dignidad de un cardenal de la Iglesia. Fue Pla y Deniel, arzobispo de Toledo, quien asumió la responsabilidad de dar digna sepultura al difunto cardenal. Traído a Sevilla, fue enterrado en el Cerro de los Sagrados Corazones por él levantado.
Puedo decir que Bueno Monreal llevó con exquisita prudencia la vejez del cardenal Segura y ciertas intemperancias de sus sobrinos y allegados. Pausadamente fue templando los ánimos exaltados y conduciendo la diócesis a un ritmo nuevo mientras vivió el viejo cardenal.