sábado, 30 de junio de 2018

La conversión de Paul Claudel


En la noche víspera del 1 de mayo de 1980 fue profanada la tumba del poeta y dramaturgo Paul Claudel por unos desconocidos, que llegaron a abrir el féretro y aparecieron los restos del poeta incorruptos después de veinticinco años de su muerte. La tumba de Claudel se halla en la capilla del castillo de Brangues, en el Delfinado (sureste de Francia), propiedad que el escritor compró para su retiro en 1927, poco después de haber sido nombrado embajador de Francia en Estados Unidos. Los profanadores tuvieron que levantar con palancas la losa de su tumba, que pesa cuatro toneladas y también violentar la caja metálica del interior del féretro. No hubo robo alguno ni se logró averiguar quiénes fueron los profanadores del gran poeta católico en la Francia del siglo XX.


Paul Claudel, antiguo alumno de las Hermanas de la Doctrina Cristiana, pero también de Renan y Burdeau, tras seis años de incredulidad, tuvo una conversión tan «milagrosa» como esa incorruptibilidad de su cuerpo. Lo cuenta, veintisiete años después, en su libro Mi conversión y en otros escritos suyos:
–Así era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1886 fue a Notre-Dame de París para asistir a los oficios de Navidad. Entonces, empezaba a escribir y me parecía que, en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes. Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía con un placer mediocre a la misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a Vísperas. Los niños del coro, vestidos de blanco… estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía. Entonces, se produjo el acontecimiento clave: en un instante, mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certeza que no dejaba lugar a ninguna clase de duda. De modo que todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida no han podido sacudir mi fe ni, a decir verdad, tocarla. De repente, tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios. Era una verdadera revelación interior. Fue como un destello: «¡Dios existe y está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama!» Las lágrimas y sollozos acudieron a mí y el canto tan tierno del Adeste aumentaba mi emoción.
Pero su lucha y resistencia interior aún duraría cuatro años.
–Me atrevo a decir que realicé una defensa valiente. Y la lucha fue leal y completa. Nada se omitió. Utilicé todos los medios de resistencia imaginables y tuve que abandonar una tras otra las armas que de nada me servían. Ésta fue la gran crisis de mi existencia, esta agonía del pensamiento sobre la que Arthur Rimbaud escribió: «El combate espiritual es tan brutal como las batallas entre los hombres».
Y dirá ya en la madurez de su fe:
–Los jóvenes que abandonan tan fácilmente la fe no saben lo que cuesta reencontrarla y a precio de qué torturas. El pensamiento del infierno, el pensamiento también de todas las bellezas y de todos los gozos a los que tendría que renunciar, si volvía a la verdad, me retraían de todo. Pero, en fin, la misma noche de ese memorable día de Navidad, después de regresar a mi casa, tomé una Biblia protestante que una amiga alemana había regalado, en cierta ocasión, a mi hermana Camille. Por primera vez, escuché el acento de esa voz tan dulce y, a la vez, tan inflexible de la Sagrada Escritura, que ya nunca ha dejado de resonar en mi corazón. Yo sólo conocía por Renan la historia de Jesús y, fiándome de la palabra de ese impostor, ignoraba, incluso, que se hubiera declarado Hijo de Dios. Cada palabra, cada línea desmentía con una majestuosa simplicidad, las impúdicas afirmaciones del apóstata, y me abrían los ojos… Unas horas me fueron suficientes para mostrarme que el Infierno está por todas partes donde no está Jesucristo. ¿Y qué me importaba el resto del mundo después de que este ser nuevo y prodigioso se me acababa de revelar?
Y confiesa sus dudas:
–Era el hombre nuevo que hablaba así en mí, pero el viejo resistía con todas sus fuerzas y no quería abandonar nada ante esta vida que se abría ante él. ¿Lo confesaría? En el fondo, el sentimiento más fuerte que me impedía declarar mis convicciones era el respeto humano. El pensamiento de anunciar a todos mi conversión, de decir a mis padres que quería comer de vigilia los viernes, de proclamarme uno de esos católicos tan burlados, me daba sudores fríos, y por momentos la violencia que esto me hacía me causaba una verdadera indignación. Pero yo sentía sobre mí una mano firme. No conocía a ningún sacerdote. No había tenido un amigo católico.
Decide confesarse:
–Me cubrí de coraje y entré una tarde al confesonario de Saint-Médard, mi parroquia. Los minutos que esperé al sacerdote fueron los más amargos de mi vida. Me encontré con un viejo hombre que me pareció muy poco emocionado de una historia que a mí me parecía interesante. Me habló de los «recuerdos de mi primera comunión» y me ordenó antes de absolverme que declarase mi conversión a mi familia… Salí humillado y enfurecido, y no volví sino al año siguiente, cuando fui decididamente forzado, reducido y empujado hasta el final. Allí, en esta misma iglesia de Saint-Médard, encontré a un joven sacerdote misericordioso y fraterno, el P. Ménard, que me reconcilió, y más tarde al santo y venerable eclesiástico, P: Villaume, que fue mi director y mi padre bien amado, y de quien, desde el cielo, donde está ahora, no ceso de sentir su protección. Yo hice mi segunda comunión el mismo día de Navidad, 25 de diciembre de 1890, en Notra-Dame.
Extraordinario poeta y profundo escritor, autor de La Anunciación a María (1909), libro que me emocionó en mis tiempos de estudiante de Teología, murió en París el 23 de febrero de 1955. Al sentir que moría, pronunció sus últimas palabras, en la mano un crucifijo que le había regalado un misionero:
–Dejadme morir tranquilamente. No tengo miedo.

sábado, 23 de junio de 2018

La cárcel, una pobreza absoluta


Estos días pasados, entre otras noticias, sobresale la entrada en la prisión de Brieva (Ávila) de Iñaki Urdangarin, esposo de la infanta Cristina, hermana mayor del rey Felipe VI. Ahí cumplirá la pena de cinco años interpuesta por el Tribunal Supremo. Este Iñaki se creía el Rey del Mambo y sólo era un deportista de élite de balonmano. El rey era su suegro, no él. Y ahora cumple condena por su mala cabeza.
–Esta gente también necesita misericordia.
Lo dice sor Carmen Blázquez, religiosa adoratriz que lleva 22 años visitando esta cárcel de mujeres de Brieva, donde hay un módulo para hombres, en el que estuvo hace unos años el que fuera director general de la Guardia Civil, Luis Roldán.
Precisamente, Luis Roldán le ha dado diez consejos a Urdangarin. El quinto es:
–Leer la Biblia. Hay que tener vida interior, te ayuda en los momentos difíciles.
Parece que al entrar ya ha preguntado Urdangarin por los horarios de misas y lleva consigo un rosario. Todo ello le será necesario para mantener vida interior en la soledad en la que se va a encontrar.


Sor Carmen Blázquez y Padre Leonardo Castillo.

La religiosa Carmen Blázquez, por su parte, cuyo carisma principal de su Instituto es la acogida de mujeres maltratadas y procedentes de la cárcel, ha aprendido en su larga trayectoria con reclusas de que «no hay que juzgar a nadie». Y confiesa:
–Visitar a los presos te adentra en el misterio de la vida de Dios. Eso lo tengo yo muy claro.
En su soledad, puesto que en su módulo de hombres está él solo, Urdangarin podrá encontrar en esta monja el consuelo espiritual que todo penado necesita.
Este caso me ha traído a la memoria la figura de un cura sevillano, biografiado por mí, Padre Leonardo Castillo, que, entre otras muchas de sus actividades –Delegado diocesano de Cáritas Diocesana e inspirador de los «Costaleros para un Cristo Vivo»– fue también Capellán de la Cárcel de Sevilla. Tan grata era su presencia, que, a su muerte en 2005, se rotuló el paseo de entrada a la cárcel con el nombre de «Avenida del Padre Leonardo Castillo».
Lo mismo da que se trate del aristócrata y poderoso o del indigente, del maletilla que comienza o del que es ya figura, del extraño y del conocido. Hay que ayudar y Leonardo, no sólo «echa una mano»», sino que se mete él mismo en la piel de quien lo necesita.
Es el propio Leonardo quien confiesa sus experiencias:
Personalmente, raro ha sido el día, y han sido muchos en mi vida, que no haya aprendido algo en mi trato con los presos. Decía que una de las características que siempre me impresionó en la cárcel fue la Bondad que se percibe. Siempre se ha dicho que los extremos se tocan y estos extremos no sólo se ven, sino que se palpan en la cárcel. He conocido reclusos con nombre y apellidos que han cometido delitos abyectos o acciones antihumanas y esa misma persona ha sido capaz de lo más sublime. Entre muchísimos casos, he conocido a una persona que cometió un delito abominable. Esta persona, que fue capaz de algo tan perverso, en sus primeras semanas de cárcel se presentó en la enfermería y se convirtió en «madre» de un recluso en fase terminal de sida, abandonado de su familia. Lo lavaba, estaba pendiente de las medicinas que debía tomar y pidió ser trasladado a la habitación del enfermo. Una acción plenamente cristiana y heroica. La cárcel me ha llevado a muchas consideraciones. Una de ellas es el convencimiento de que la Cárcel y la Enfermedad son dos pobrezas absolutas. Hay muchas clases de pobrezas que son relativas. No tienes comida y puedes comer hierba. No tienes ropa y puedes taparte las partes pudendas con hojas secas o cartón. No tienes casa y puedes dormir bajo un puente. Pero estar enfermo y que te tengan que hacer todo, sin poderte valer por ti mismo, o privado de libertad, uno de los mayores dones del hombre, éstas sí que son pobrezas absolutas.
Y también:
–Después de charlar con los reclusos, me vino a la mente la frase de Pío XII: «Muchas personas son malas porque no han sido amadas suficientemente». El mal es esa falta de amor de la que murió, por ejemplo, el duque de Feria. Mire, el ochenta por ciento de los presos que están en la cárcel es por falta de amor.
El Padre Leonardo tenía una atención especial a personas que, como Urdangarin, pertenecían a la alta sociedad y se hallaban en la cárcel. Caso del duque de Feria, Rafael Medina, que ingresó en 1993 en prisión por corrupción de menores y tráfico de drogas. O el caso de Manuel Prado y Colón de Carvajal, descendiente directo de Cristóbal Colón y administrador privado del Rey Juan Carlos I durante más de 20 años.
Personas estas, me decía, más necesitadas de consuelo que los presos comunes. Me contó una anécdota curiosa. Manuel Prado era manco del brazo izquierdo, a consecuencia de un accidente de circulación que tuvo a los 18 años, y los presos, porque en Sevilla hay gracia de sobra, le decían:
–Don Manuel, ¡hay que ver lo que ha robado usted, y eso que sólo tiene usted una mano!
La labor en el Centro Penitenciario Sevilla I no se ha interrumpido y el aura del Padre Leonardo flota en el ambiente y en la obra de los voluntarios costaleros que allá acuden. También, la magia de la Navidad llega a la cárcel con la presencia de los Magos el día de Reyes, que acuden para alegrar la existencia de los reclusos. El día de Reyes de de 2017, el rey Melchor estuvo representado por el cantante José Manuel Soto, el rey Gaspar por el torero Francisco Rivera «Paquirri» y el rey Baltasar por José Ángel Velázquez, delegado general de Empresa de la Caixa.

sábado, 16 de junio de 2018

Blanco-White o la disidencia


«La disidencia es la gran característica de la libertad». Quizás esta frase, espigada de su larga producción literaria, pueda resumir la vida turbulenta e inquieta de Blanco White, genio contradictorio y atormentado. El drama de su vivencia religiosa, educado en una familia profundamente católica, será en él como una pasión incontrolada que le llevará a lo largo de su vida del catolicismo de su juventud, donde fue sacerdote y capellán real de la catedral de Sevilla, a la apostasía, la conversión al anglicanismo, para finalizar en el unitarismo, que niega la Trinidad de Dios y por tanto la divinidad de Jesús, y tal vez en el más puro deísmo.


Su drama espiritual, incubado bajo una piel inconstante y voluble, con un odio particular hacia la Iglesia de Roma, no enturbia la figura literaria de Blanco, considerado en la lengua inglesa como un clásico. «Es el único español del siglo XIX que, habiendo salido de las vías católicas, ha alcanzado notoriedad y fama fuera de su tierra», confiesa Menéndez y Pelayo.
José María Blanco Crespo –White lo añadió al marchar a Inglaterra en 1810– nació en Sevilla el 11 de julio de 1775. De ascendencia irlandesa por la rama paterna, su padre Guillermo Blanco (White traducido al castellano), también sevillano, nacido en 1745, se dedicaba a la exportación. Su madre, de ascendencia valenciana y andaluza, María Gertrudis Crespo Neve, pertenecía a una familia de distinguidos militares. Un tío suyo, Felipe Neve, fue fundador de la ciudad de Los Ángeles y gobernador de la Alta California.
Blanco tuvo una educación esmerada, pero severa. Y profundamente religiosa, como describe en su Autobiografía. El influjo de su madre, a la que él apreció siempre, predominó sobre la intención del padre de dedicarlo al comercio. Aprendió latín y se preparó para el sacerdocio. Dice de su madre en Cartas de España: «Sus talentos naturales eran de la especie más singular. Era viva, animada y graciosísima: un exquisito grado de sensibilidad animaba sus palabras y sus acciones, de tal suerte que hubiera logrado aplauso aun en los círculos más elegantes y refinados». Fue su madre la que le impulsó a una vocación que Blanco no sentía y la que lloró en el silencio de su alcoba la deserción de su hijo.
Blanco estudió Filosofía en el Colegio de Santo Tomás, de los dominicos, y después pasó al Colegio de Santa María de Jesús, donde cursó Teología. Dado a la poesía, sus amigos de la famosa Academia de Letras Humanas fueron Arjona, Lista, Reinoso, Mármol..., todos ellos clérigos ilustrados, nombres que cuentan también en la historia de la ciudad. Blanco se ordenó de sacerdote en el año 1800, y un año más tarde, por oposición, ganó la magistralía de la Capilla Real de San Fernando, en la catedral de Sevilla. Fueron los momentos más devotos de su vida, cuando pidió también el ingreso en la Escuela de Cristo y hacía ejercicios espirituales en el Oratorio de San Felipe Neri bajo la disciplina de su confesor, el célebre filipense Teodomiro Díaz de la Vega.
Pero... «al año de haber obtenido la magistralía, me ocurrieron las dudas más vehementes sobre la religión católica... Mi fe vino a tierra...; hasta el nombre de religión se me hizo odioso... Leía sin cesar cuantos libros ha producido Francia en defensa del deísmo y del ateísmo».
Marchó a Madrid, con licencia del rey, por un año, que se prolongaron. En la corte dejó de vivir como clérigo. «Me avergonzaba de ser clérigo y, por no entrar en ninguna iglesia, no vi las excelentes pinturas que hay en las de aquella corte. ¡Tan enconado me había puesto la tiranía!».
Con la llegada de los franceses en 1808, se vio obligado a salir de Madrid. «Volví maldiciendo mi suerte a Sevilla a ejercer mi odioso oficio de engañar a las gentes». Fue nombrado capellán de la Junta Central y colaboró como periodista en el Semanario Patriótico. Cuando los franceses entraron en Sevilla en febrero de 1810, Blanco marchó a Cádiz y meses después, con asombro de sus amigos, embarcó para Inglaterra.
La vida de Blanco –que a partir de ahora se denominará Blanco-White– toma un rumbo nuevo. Tras unos años de aprendizaje, en que perfeccionó su inglés, Blanco-White se convierte en figura destacada de la intelectualidad inglesa de la primera mitad del siglo XIX. Si hubiera quedado en España, no hubiera dejado de ser uno más «de muchos clérigos literatos de su tiempo, alegres y volterianos» (M. Pelayo).
Murió en Greenbarch, cerca de Liverpool, el 20 de mayo de 1841, a los sesenta y seis años de edad, encerrada su mente en el más puro deísmo. Hasta su muerte le siguió pesando el resquemor que sentía por su tierra natal y por la Iglesia de Roma. En carta al unitario Channing, confesó en 1840: «Es imposible que España produzca nunca ningún grande hombre... La Iglesia y la Inquisición han consolidado un sistema de disimulo que echa a perder los mejores caracteres nacionales. No espero que llegue jamás el día en que España y sus antiguas colonias lleguen a curarse de su presente desprecio de los principios morales, de su incredulidad en cuanto a la existencia de la virtud». Y dos meses antes de su muerte: «En el estado actual del mundo y de la cultura popular, no tenemos seguridad alguna de triunfo contra la Iglesia de Roma».
«Dijeron algunos –cuenta Menéndez Pelayo– que Blanco había muerto en la religión de sus padres, pero lo desmiente su amigo y biógrafo Thom, que le asistió hasta última hora, y que recogió con prolijidad inglesa y buena fe loable, los diarios y epístolas de Blanco».

domingo, 10 de junio de 2018

Cardenal Segura vs Herrera Oria


El próximo 28 de julio se cumplirán 50 años de la muerte del cardenal Herrera Oria. Figura importante en la España de la primera mitad del siglo XX. Nacido en Santander en 1886, fue periodista, jurista, político, sacerdote, obispo de Málaga y cardenal. Fundó con el padre Ayala la Asociación Católica Nacional de Propagandistas y fue director de El Debate, antecesor del diario Ya.
Ordenado de sacerdote en 1940, poco después de la guerra civil, fue nombrado en 1947 obispo de Málaga y en la vecina Sevilla se hallaba de arzobispo el cardenal Segura. De la relación de ambos quiero decir algunas cosas, o, mejor dicho, de su no relación.


  Cardenales Segura y Herrera Oria 

La cosa viene de atrás.
En 1931, siendo el cardenal Segura primado arzobispo de Toledo, es expulsado de España por la República y, después de no pocas peripecias, acogido en la Curia romana. Él dirá en Roma que quienes lo echaron fueron el nuncio Tedeschini y Ángel Herrera Oria, director de El Debate en aquel entonces. Diario católico que al parecer no leía Segura.
Cuando era obispo de Coria, Segura tenía en el diario Extremadura un resorte de control en sus manos, que pronto se convertirá en el principal órgano integrista de la región. Pero años después, ya de primado en Toledo, confesará su secretario que el cardenal solo lee un periódico, El Siglo Futuro, integrista, dirigido por el abogado Manuel Senante, de insignificante tirada y escasa influencia, frente a otros periódicos de Madrid, de tendencia conservadora, como El Debate, liberal, órgano oficioso del partido político la CEDA en tiempos de la República, dirigido por Ángel Herrera Oria, al que Segura llegará a reprobar, o el monárquico ABC, el de mayor tirada en España. Lo cual es un poco contradictorio en un Segura que es por esencia contradictorio. Porque siendo él integrista como El Siglo Futuro, en lo dinástico era alfonsino y no carlista. Aunque en la República y en su etapa última en Sevilla, hará buenas migas con el jefe del tradicionalismo, Manuel Fal Conde.
Segura afirmará que «se vio constreñido» por la República a salir de España y se puso en camino esa misma madrugada en automóvil, con su hermano Vidal y su secretario Acacio Marqueño, para llegar en la mañana del 13 de mayo de 1931 a la frontera de Francia por Irún.
Como el Cardenal no tenía pasaporte –cuenta el jesuita padre Otaño, celebrado músico–, encargó a Senante su despacho. Este, a su vez, se valió del Sr. Herrera, que habló al Ministerio de Gobernación, por donde el ministro se enteró que el Cardenal deseaba alejarse…
Este trámite de Herrera Oria servirá a un Segura susceptible de involucrarlo también, junto con el nuncio, de connivencia con el Gobierno de la República para echarlo de España. El pasaporte lo recibirá Segura en Lourdes días después, con prontitud y deferencia del Gobierno español que, como se dice popularmente, pretendía así sacarse un muerto de encima.
Estando todavía Segura en Francia antes de asentarse en Roma, no dejaba de inmiscuirse en los asuntos de la Iglesia en España. Vino la protesta del Gobierno republicano y el nuncio Tedeschini aprovecha que Ángel Herrera Oria –Azaña le llamaba «jesuita de capa corta»– va a Roma para llevar al secretario de Estado de Pío XI cardenal Pacelli varios despachos, algunos dedicados al asunto Segura. Por cierto, el director de El Debate estuvo días antes, domingo 23 de agosto de 1931, en Burgos, dando o pretendiendo dar una conferencia en el Teatro Principal. Pero Burgos es la tierra natal de Segura y ha sido su arzobispo. En el patio de butacas se hallaba lo más selecto de la burguesía burgalesa y en el gallinero la tropa socialista. Cuando se disponía a hablar Ángel Herrera, el dirigente carlista Martín Garrido Hernando soltó un grito que resonó en todo el teatro:
–¡Viva el carde­nal Segura!
Acogido con fervorosa ovación por el patio de butacas, en las alturas no paraba el griterío y el pataleo de los socialistas. Total, que el delegado gubernativo se vio obligado a dar por concluido el acto.
Ahora el director de El Debate marcha a Roma y Tedeschini aprovecha para encomendarle varios documentos. También comunica a Pacelli las impresiones del encuentro con el Gobierno.
–El Gobierno está impresionado con el cardenal Segura, especialmente por la venta simulada y más todavía por la autorización amplísima que la Santa Sede le ha concedido. Declara el Gobierno que el cardenal ha perdido todos los derechos que le concede el poder civil y pide que la Santa Sede haga lo mismo respecto a los poderes eclesiásticos. En otros términos, que dimita…
Y llega el desahogo del nuncio:
–Todo esto que está sucediendo y me llena de dolores y de trabajo… es el fruto de la ambición y de la ligereza irremediable de este desgraciado cardenal, que, para darse importancia y hacer en España de Pontífice (como dice el arzobispo de Burgos), no duda en pisotear los derechos y el respeto debidos a la Nunciatura, y de comprometer a la misma Santa Sede.
Y concluye en nueva carta al secretario de Estado, fechada el 24 de agosto:
–Ruego a Vuestra Eminencia considere que esta ausencia de toda canonicidad en el Segura (sic) es la causa de todos los males en España y de toda tribulación en esta desgraciada Nunciatura.
Pasarán los años y Segura, ya de arzobispo de Sevilla, verá cómo la Santa Sede nombra en 1947 a Herrera Oria, que se ha ordenado de presbítero en 1940, como obispo de Málaga, diócesis vecina, al que consideraba como uno de los que ayudaron a echarlo de España. No se verán las caras, que yo sepa.
En 1952, Segura escribe una admonición pastoral Sobre un grave abuso del poder público, en orden a los derechos de la Iglesia, atacando el protestantismo, una de sus obsesiones. Y se sorprende de la repercusión que en el extranjero ha tenido su carta pastoral.
De esta carta se hizo eco The Tablet inglés, y los medios americanos, revista Time, America (de los jesuitas), e Indiana Catholic and Report, órgano de la diócesis de Indianápolis. La revista Time, por ejemplo, titula su artículo: Lo medieval contra lo moderno. Lo «medieval» era el cardenal Segura; lo «moderno», Ángel Herrera Oria.

miércoles, 6 de junio de 2018

Aventuras del Padre Méndez, pícaro clérigo de la Sevilla del XVII


En estos días próximos llegará a las librerías de Sevilla el libro titulado: «Aventuras del Padre Méndez, pícaro clérigo de la Sevilla del XVII», con una glosa que dice: «Con las Cartas del obispo Juan de la Sal al duque de Medina Sidonia» (Editorial Letras de Autor, Madrid 2018).
Se cuenta en este libro la vida y milagros de un personaje bufo que apareció por Sevilla en la segunda decena del siglo XVII. Clérigo portugués, el Padre Méndez tenía su congregación de beatas, a las que explotaba en su candidez idiota. Las comulgaba con varias formas, para que así tuvieran más al Señor. Y cuando terminaba la misa en un oratorio de su casa, «se desnudaba las vestiduras sagradas y bailaba con ellas con desenvoltura tal que se les caían las tocas y descubrían las piernas. Y decía que todo esto era amor de Dios, y que estaban borrachas de espíritu». 

 Se le ocurrió anunciar que moriría el 20 de julio de 1616. En Sevilla se creó un «notable ruido» ante esta profecía, unos favorables y otros burlones ante la extravagancia del Padre Méndez. No murió y fue el hazmerreír de los sevillanos. Muerto poco después, fue condenado en estatua en el Auto de Fe tenido el 30 de noviembre de 1624 en la Plaza de San Francisco como «alumbrado», cuando en realidad no dejaba de ser un pobre demente.
Crónica puntual de su muerte anunciada son las cartas salerosas del obispo auxiliar de Sevilla, Juan de la Sal, escritas durante esos días a Manuel Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, VIII duque de Medina Sidonia.
El obispo Juan de la Sal y Aguiar nació en Sevilla el 1 de noviembre de 1550 y fue bautizado en la parroquia de San Pedro dos días después. El arzobispo Niño de Guevara lo escogió por obispo auxiliar en 1603, cargo que ejerció también con los arzobispos Pedro de Castro, Luis Fernández de Córdoba y Diego de Guzmán. Con el título de obispo in partibus infidelium de Bona (deturpación de Hipona, actual Annaba, en Argelia), la diócesis que ostentó san Agustín, Juan de la Sal hizo honor a su apellido por el carácter festivo que imprimió a sus escritos.
He de decir que exteriorizó durante toda su vida esa sal, que refleja su apellido, que le hacía ser un sevillano chispeante, con gracia y salero, muy distinto de los arzobispos venidos de allende Despeñaperros, que le tocó auxiliar. El cardenal Niño de Guevara, toledano, inquisidor general, fue nombrado arzobispo de Sevilla por deseos del rey Felipe III, que quiso recompensar sus méritos, aunque a él no le sentó nada bien salir de la corte y, según cuenta el Abad Gordillo, el cardenal Niño de Guevara se casó con la diócesis de Sevilla «por fuerza y así le sacaron de la corte por fuerza y manía contra su voluntad, y así la aborrecía y decía que después de muchos servicios a la Corona de España le habían traído a ser Sacristán de Sevilla (siendo el que de ella lo es poco menos que el de Santorcaz) y así nunca tuvo en ella ni un solo día de contento y vivió siempre triste en su compañía (sin afecto marital) que le duró hasta la muerte, y nunca le agradó en toda su vida, con que no fue llorado ni sentido su fin». Como veis, poco sentido del humor y gracia tuvo este primer arzobispo al que sirvió Juan de la Sal.
Pedro de Castro, burgalés, pequeño de cuerpo, era por su condición cerrado y se­creto y muy ducho en los asuntos de despacho y pleitos por su experiencia adquirida en las chancillerías de Valladolid y Granada. Su rigidez en la defensa de los asuntos eclesiás­ticos le llevó a pleitos numerosos tanto en Granada como en Sevilla. Según el Abad Gordillo, «el arzobispo don Pedro de Castro se casó con ella (la diócesis de Sevilla) por su grande dote, y así no le tuvo más amor que el interés que de ella sacó, que, según constante opi­nión, llevó a Granada de los frutos del Arzobispado de Sevi­lla más de 450.000 ducados, que como si fueran bienes de li­bres, los aplicó a sus herederos extraños que residen en el Monte de Granada, y los quitó a los hijos legítimos pobres de Sevilla». Ingenuo como era, dos moriscos le tomaron el pelo en unas excavaciones en el Sacromonte de Granada, en la que aparecieron unas láminas de plomo y restos humanos, que decían ser los santos martirizados en tiempos apostólicos. En esas láminas se indicaba el martirio, en tiempos de Nerón, de san Cecilio, considerado como el primer obispo de Granada, y otros. Aquello, que se comprobó después ser una falsificación, cautivó al crédulo arzobispo y en honor de tan «santas reliquias» edi­ficó sobre aquel monte una abadía para veinte canónigos y un abad y un colegio eclesiástico llamado de San Dionisio Areo­pagita. Tan feliz y contento se hallaba con su obra, que Felipe III le ofreció la mitra de Santiago y no aceptó; le ofreció Sevilla y, aunque la rechazó en principio por amor y devoción a los mártires del Sacromonte, la aceptó al fin por las razones que allegados suyos le dieron. Pensó el arzobispo en ello y se dijo: «Pues nuestro Señor me ha echado un monte a cuestas, y mis fuerzas en Granada no pueden sustentarle, busquémoslas fuera». Y se resolvió a pasar a la Iglesia de Sevilla.
Luis Fernández, nacido en Córdoba, siguiente arzobispo y único andaluz, murió al año de su llegada a Sevilla y el Abad Gordillo afirma que «no tuvo tiempo de conocer a su esposa», refiriéndose a la diócesis.
Y Diego de Guzmán, toledano, último arzobispo al que asistió de auxiliar Juan de la Sal. Aunque fue durante seis años arzobispo de Sevilla, llegó tarde y más pronto se fue. Señala el Abad Gordillo que «viniendo a ella presto se hartó, con que todo el tiempo que estuvo en Sevilla fue con perpetuo dolor que nunca disimuló el que tenía de residir fuera de Madrid, conque sin ocasión alguna que su Esposa (la diócesis) le diese la desamparó y se ausentó de ella, y nunca más volvió a verla».
Frente a estos arzobispos de entonces –y podría añadir «y de ahora»–, negados al humor y al ingenio, el obispo Juan de la Sal es un tío saleroso, con gracia andaluza, que muestra en las Cartas que escribió al duque de Medina Sidonia las excentricidades del Padre Méndez, pícaro clérigo que se hacía el santo con visajes y muecas y misas que duraban horas y tuvo la endiablada ocurrencia de anunciar a sus beatas la fecha de su muerte, resultando ser un malísimo profeta.

sábado, 2 de junio de 2018

Corpus Christi en Sevilla


Los orígenes de la fiesta del Corpus arañan los inicios del siglo XIII, cuando una niña belga tuvo una revelación particular para que se estableciera una fiesta en honor del Santísimo Sacramento. Esta niña ingresó en el monasterio de agustinas de Monte Cornillón, cercano a Lieja. Hoy es recordada como beata Juliana de Lieja o de Monte Cornillón. Elegida superiora, tuvo un entusiasta colaborador en el arcipreste de la catedral Jacques Pantaleón de Troyes. La fiesta del Corpus fue introducida en Lieja en 1247. Poco después, Pantaleón fue nombrado obispo de Verdún y patriarca de Jerusalén. Finalmente fue elegido Papa con el nombre de Urbano IV. Y es así como, en el recuerdo de su amiga monja, instituyó la fiesta del Corpus Christi para toda la Iglesia por la bula Transiturus (1264). Santo Tomás de Aquino recibió el encargo de componer el oficio de esta fiesta con una serie de himnos latinos. Pero la muerte del Papa retrasó la efectiva instauración litúrgica del Corpus que no será operante hasta el concilio de Vienne de 1311.


 La fiesta del Corpus entró en España por el reino de Aragón y en Sevilla ya se tienen noticias documentales en el siglo XV. Pero será en los siglos XVI y XVII cuando adquiera todo su esplendor, entreverados en un todo lo popular con lo religioso.
–Era costumbre por aquella época [siglo XVI] –cuenta Sánchez Arjona– poner el Santísimo Sacramento en medio de la capilla mayor; y después, cuando el Ayuntamiento y Cabildo Catedral ocupaban los tablados, colocados al efecto entre los dos coros, comenzaba la representación de los autos, terminados los cuales tenían lugar los divinos oficios. Concluidos la misa y el sermón, se representaban las danzas en el mismo sitio en que se habían representado los autos, y allí permanecían bailando delante del Santísimo Sacramento hasta por la tarde que salía la procesión, de la que formaban parte. Entre tanto los Diputados, nombrados por la ciudad para el mejor orden de la fiesta, señalaban a su antojo los sitios en donde se habían de hacer las representaciones; y una vez señalados, colocaban en ellos las armas de Sevilla para que, terminada la representación que dentro de la Catedral y delante de los dos Cabildos se hacía, fuesen los comediantes en los carros a ejecutar los autos en todos aquellos lugares señalados de antemano.
Según un manuscrito conservado en la Biblioteca Colombina, éste fue el orden observado en la festividad del Corpus del año 1682: la Tarasca y los Gigantes. Las Cofradías. A continuación, las Órdenes religiosas. Siguen las cruces de las iglesias parroquiales y la cruz de la iglesia catedral, el juez de la Iglesia con los ministros de su tribunal, y desde aquí comienzan las danzas. Sigue la clerecía parroquial, el provisor y vicario general con los ministros de su tribunal, el diputado de las reliquias, las santas reliquias entre los capellanes del coro de la iglesia catedral, los beneficiados, la Universidad de Beneficiados Propios de Sevilla, los canónigos de la Colegial del Salvador, el cabildo de la iglesia metropolitana. Seguidamente, la custodia con el Santísimo, el arzobispo, los capellanes de la familia del arzobispo, el tribunal del Santo Oficio de la Inquisición y la ciudad de Sevilla.
La Tarasca y Gigantes abrían paso a la procesión. El Abad Gordillo las describe así:
–Primeramente para regocijar y disponer a la gente popular va la Tarasca, que es una figura hecha de madera de la forma de una sierpe muy grande, que la tiran cuatro ruedas muchos hombres que van junto a ella pagados por el cabildo de la Ciudad, acompañada de algunas figuras salvajes (las mojarrillas), vestidos de unos justillos de lienzo pintados de colores, y unas vejigas de vaca llenas de viento para apartar a la gente, y con otras invenciones con que causan ruido y alegría y la misma Tarasca las va haciendo sacar el cuello y acometimiento a la gente y haciendo otras cosas de regocijo, con que todos los presentes se alientan y dan gritos de placer. Luego van los Gigantes, que son seis figuras grandes de hombres y mujeres, representando diversas naciones y otros gigantillos pequeños, que el mayor misterio que tienen es ser figuras monstruosas, unos por grandes y otros por pequeños en aquel género giganteo. Llevan delante de sí un tamborino, a cuyo son hacen diversos bailes y muy grande número de gente que los van acompañando, en especial de muchachos y aldeanos y gentes sin discurso; metidos dentro de los cuerpos van sobre sus hombros moviéndolos y haciendo meneos y vistas a las partes que quieren.
El Corpus, en el paso del siglo XVI al XVII, perdió progresivamente su genuino carácter religioso y se convirtió cada vez más en profano. La gente corría tras la tarasca, las mojarrillas y gigantes... de modo que el Santísimo Sacramento, que venía detrás, perdía interés y devoción.
La crisis estalló con la venida a Sevilla del arzobispo Palafox. En 1689 envió a Roma 31 dubios sobre irreverencias y abusos en cuestiones litúrgicas y de rito. Especialmente significativo era el dubio 5, por la resonancia que tuvo: «Si puede y debe el arzobispo prohibir que en la festividad y octava del Corpus Christi se celebren bailes o danzas en la catedral por mujeres y hombres enmascarados y con los sombreros puestos en presencia del Santísimo Sacramento, a pesar de hacerse por costumbre antigua». La respuesta de Roma fue: Posse et debere. Esta respuesta afirmativa quedó después un tanto paliada al encomendar Roma que esta cuestión la dilucidara el monarca español al estar implicado el cabildo secular. Pero a Palafox le sirvió para prohibir, en las próximas fiestas del Corpus a celebrar el 1 de junio de 1690, las danzas que abrían la marcha de la procesión y que incluso se introducían en la iglesia catedral bailando durante la consagración.
El cabildo secular recurrió a la Audiencia ante esta prohibición y al mismo tiempo envió diputación al Asistente, indicándole que los danzantes llevarían guirnaldas en la cabeza en vez de sombreros y los coros de hombres y mujeres irían separados. Aquel día la procesión no salió de la catedral hasta la una y media de la tarde, cuando ya casi todas las corporaciones religiosas se habían retirado a sus parroquias y conventos, ante las penas canónicas lanzadas por el arzobispo. En las calles se oían estas voces: «¡Viva la fe de Cristo! ¡Mueran los molinistas!», refiriéndose al arzobispo y los suyos. Las denuncias llegadas a Roma acusaban al arzobispo de «perturbador del orden público». Le sacaron toda clase de libelos, le recordaron sus flirteos con la doctrina de Molinos e incluso lo relacionaron maliciosamente con una tal Ana Ragusa, alias la Pavesa, extraña mujer de Palermo confesada del arzobispo durante algún tiempo y que confundía sus ataques de nervios con revelaciones místicas. La pobre Pavesa acabó sus días en un auto de fe público celebrado el 18 de mayo de 1692. Y no quedó ahí la cosa: la noche del 3 de octubre de 1692 apareció bajo el confesonario del arzobispo, a los pies de la iglesia del Sagrario, un barril de pólvora que comunicaba con la puerta de la calle con una larga cuerda untada de alquitrán. Los «cien pleitos» del arzobispo, número redondo para indicar los muchos que sostuvo, aunque no fueron tantos, no llegaron a solucionarse prácticamente ninguno y en ellos, por su carácter inflexible, malgastó Palafox no poco de su fama y salud.
Las danzas desaparecieron definitivamente un siglo después, en el reinado de Carlos III, por real decreto de 21 de junio de 1780. Dispuso el monarca que «en ninguna Iglesia de estos mis Reinos, sea Catedral, Parroquial o Regular, haya en adelante tales Danzas, ni Gigantones, sino que cese del todo esta práctica en las procesiones, y demás funciones eclesiásticas, como poco conveniente a la gravedad y decoro que en ellas se requiere».
A partir de entonces, el Corpus se parece más a lo que se vive hoy que al espectáculo popular que se vivía en el XVI y XVII.