sábado, 17 de diciembre de 2016

AMIGOS PARROQUIANOS: FELIZ NAVIDAD


Dentro de unos días, el próximo miércoles, 21 de diciembre, cumplo 50 años de cura. En la catedral de Sevilla, fui ordenado de sacerdote por el cardenal Bueno Monreal, del que siempre he guardado un gran recuerdo. En agradecimiento publiqué en 2012 el libro titulado: José María Bueno Monreal. Semblanza de un cardenal bueno, que, más que una biografía, es en gran parte recuerdos de mis encuentros con el cardenal en Sevilla.
Fuimos ordenados ese día de presbítero 9 diáconos diocesanos. Con el tiempo, seis se secularizaron, y de los tres que hemos permanecido de presbítero solo quedo yo vivo. De los secularizados, también hay tres fallecidos. Sic transit gloria mundi
Llegado este día, llamado de las Bodas de Oro, lo celebraré en la intimidad. Solo os pido, si os parece bien, una oración por este cura que se arroga meter las narices, como un pesado, en vuestros ordenadores con sus sermones semanales.
No celebré tampoco las Bodas de Plata, a mis 25 años de cura. Los dos meses previos fueron dolorosos para mí. En octubre de 1991 dejé el palacio arzobispal, donde llevaba la Oficina de Prensa, la Hoja parroquial y el Boletín del arzobispado desde hacía 7 años, por los que me daban la cantidad, a mis cincuenta años, de 17.000 pesetas. (Para que notéis la diferencia, en aquel entonces, un canónigo amigo, ya fallecido, además de su sueldo de canónigo –misterioso, porque nadie sabía qué ganaban entonces los canónigos ni tampoco creo que hoy se sepa– y un magnífico piso en el centro de Sevilla, tenía un suplemento de 40.000 pesetas por pasarse dos mañanas a la semana de guardia en el templo catedralicio). Prosigamos. Acompañaba, a mi sueldo ridículo, clases de Religión en un instituto por las tardes. Pero aquel año, por eso de reducciones de clases auspiciadas por la Junta de Andalucía, me quedé prácticamente sin ellas. Y yo no podía ni quería vivir a costa de mis padres. Solicité un aumento de sueldo. Y el arzobispo de turno me contestó –él, que cambiaba su auto Renault de la más alta gama cada dos años–, que eso era lo que había. Tomé entonces mis papeles de mi despacho en el arzobispado y me marché a mi casa. La despedida fue gloriosa. Me dijo el mitrado:
–No nos vamos a molestar más en la vida. Tú por tu camino y yo por el mío.
Y en mi casa sigo sin ningún cargo pastoral desde hace 25 años. Aunque sí pude al año siguiente repescar algunas clases que me ayudaron hasta mi jubilación algo prematura por mi primer infarto a la salida, precisamente, de una clase.
En la siguiente publicación de la Guía diocesana, donde tras el nombre y apellidos aparece el cargo (párroco, coadjutor, canónigo, vicario, capellán, etc.), a mí me colocaron «Situación especial». Yo sabía más o menos qué debe hacer un párroco u otro cargo, pero me resultaba difícil cumplir el inédito cargo, exclusivamente para mí en la Guía, de «Situación especial». Y escribí al vicario general, que él sí, ostentaba hasta seis renglones de cargos: párroco, deán, vicario general, moderador de la curia y no recuerdo qué cosas más. Se cumplía así, pensé, el dicho evangélico de que «al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará lo poco que tiene» (Lc 8, 18). Pero no tuve respuesta, demostrando él también la elegancia curial. O dicho en latín: Stilus curiae.
Desde entonces, creo que he molestado bien poco a la Iglesia institucional, a la que alguna vez he sentido más como Madrastra que como Madre.
Mi salida del arzobispado fue noticia en la radio y en la prensa y se hizo eco de ella incluso una televisión de Madrid. Para desgracia, aparecí también en los papeles cuatro o cinco días después, cuando la Eta mató en Madrid a un primo hermano mío militar. Me correspondió la homilía en el entierro de mi primo, que fue reproducida y hube de salir de nuevo en los papeles.
Como comprenderéis, a finales de 1991 no tenía humor de celebrar nada. Ni siquiera se lo recordé a mis padres, para que no sufrieran. Aquel 21 de diciembre de 1991, dije la misa de 8 tarde en la parroquia de San Pedro y recuerdo que en la acción de gracias después de la comunión sentí como un sentimiento de soledad y se me saltaron las lágrimas. Fue solo un instante, un momento de debilidad, porque mi vida, que ha rozado la disidencia, tenía que seguir adelante fortalecida en el carácter.
Y aquí seguimos.
Puedo decir que, a pesar de todo, en la Iglesia es donde he encontrado verdaderos compañeros, unos viejos compañeros de sotana, otros de mi estilo, que, de una u otra manera, han sentido como nadie su vocación sacerdotal y han mantenido su fidelidad a la Iglesia. Y no solo ellos. Cuántos religiosos amigos y cuántas monjas y religiosas fieles a su vocación me he topado en mi vida. Y laicos también…
Por eso creo que, a pesar de todo, la aventura que ahora llega a sus cincuenta años ha merecido la pena. 
No cincuenta, sino ochenta años celebra hoy el papa Francisco. Cuán lejos este pastor que huele a ovejas de ciertos purpurados, celosos cumplidores del derecho canónico, como los fariseos del tiempo de Jesús, celosos ellos del cumplimiento de la Ley mosaica. Sepulcros blanqueados los llamó Jesús, que, como veis, no tenía pelos en la lengua.
Ya que mi Parroquia es de Papel me doy vacaciones en estas Navidades y no os molesto con sermones. Retomaremos el pulso pasadas las Fiestas si en verdad tengo fuerzas para ello y me toleráis. Que tengáis una FELIZ NAVIDAD.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Último viaje de san Juan de la Cruz

Muerto fray Juan de la Cruz en Úbeda en la madrugada del 14 de diciembre de 1591, a sus cuarenta y nueve años, doña Ana de Peñalosa, «noble y devota señora» dirigida del Santo, y su hermano, don Luis del Mercado, auditor del Consejo Real, solicitaron a Doria, como vicario general de los carmelitas descalzos, traer a Segovia los restos mortales de su santo director. «Y aunque el vicario general lo rehusaba, por no despojar a la ciudad de Úbeda de una prenda tan rica, se pusieron para esto tan poderosos medios y alegaron razones tan apretadas, que le pareció conveniente concederlo».


 Concedido el permiso, Doria ordenó que se llevase con el mayor secreto. Don Luis del Mercado envió a Úbeda a Juan de Medina Cevallos, alguacil de Corte y persona de su confianza, con la patente del vicario general y la advertencia de que había de hacerlo con sigilo. Fue en septiembre de 1592, a los nueve meses de su muerte. Pero, descubierto el sepulcro, «le hallaron entero, fresco, y de tan buen aspecto, como si entonces acabara de morir». Echaron cal, «dos fanegas de cal viva», y desistieron de llevarlo dejándole en el sepulcro.
El biógrafo José de Jesús María se queja de ver cómo fue tratado el cuerpo de Juan de la Cruz:
–En lugar de venerar aquella incorrupción de un cuerpo de varón tan santo... le trataron como a otro cualquier cuerpo muerto.
Pero lo mismo habían hecho con el cuerpo de Teresa de Jesús. Le echaron un mucho de tierra y cal, con el beneplácito de Antonio de Jesús, que también se hallaba presente en Alba de Tormes cuando su muerte. El clérigo Pedro González, enternecido y lloroso, confesó «cómo se sufría que a una persona como la santa madre Teresa de Jesús tratasen así su cuerpo».
Pasados otros ocho o nueve meses, ya en 1593, lo intentaron de nuevo. Abierta la sepultura, «hallaron el santo cuerpo, aunque no comida la carne, como esperaban, pero ya más enjuta y seca con el calor de tanta cal, y siempre con muy suave olor».
Y por caminos de distracción, dando algunos rodeos, «temiendo el alboroto que hubiera en Úbeda si supieran que los despojaban de aquel tesoro», llegaron a Madrid, camino de Segovia, con el santo cuerpo metido en una maleta y transportado en una acémila.
Una leyenda trata de dramatizar la huida. Los que llevaban el cuerpo del Santo oyeron voces amenazadoras en el camino:
–¡Ay, bellaco sacristán, desentierramuertos! ¿Adónde llevas al fraile?
Pero por más que miraron a uno y otro lado, no vieron a nadie.
Este episodio legendario llegó a oídos de Cervantes y lo insertó con variantes en el Quijote. Que iban cabalgando don Quijote y Sancho en noche oscura, el escudero hambriento y el amo con ganas de comer, cuando vieron por el camino una comitiva con hachas encendidas que se acercaba. Don Quijote se figuró hallarse ante una grandísima y peligrosísima aventura. Se figuró que en la litera que llevaban aquellos encamisados, que no eran otros que clérigos, debía de ir algún caballero mal herido o muerto. Puesto en medio del camino, alzó la voz y dijo:
–Deteneos, caballeros, o quienquiera que seáis, y dadme cuenta de quien sois, de dónde venís, adónde vais, qué es lo que en aquellas andas lleváis...
Uno de ellos contestó:
—Vamos a la ciudad de Segovia acompañando un cuerpo muerto, que va en aquella litera, que es de un caballero que murió en Baeza, donde fue depositado, y ahora llevamos sus huesos a su sepultura, que está en Segovia.
No cabe duda de que hay similitudes y que Cervantes lo debió de oír en sus correrías por Andalucía como recaudador de impuestos.
Ya en Madrid, el cuerpo de fray Juan de la Cruz fue llevado al locutorio de las monjas de Santa Ana, donde Ana de Jesús, penitenciada por Doria, tendrá ocasión de ver de nuevo, aunque en figura letal, a su querido y admirado confesor y director espiritual.
Del convento de las monjas fue llevado al oratorio de doña Ana de Peñalosa y de su hermano don Luis. Doña Ana le amputó un pie para el convento de Úbeda y un brazo para guardarlo en su oratorio. Sacó el cuerpo de la maleta y lo colocó en un baúl, lo despojó de su hábito, le puso uno nuevo y rellenó el baúl de flores y de hojas de laurel, «para que llegase con mayor decencia a Segovia».
Llegaron a Segovia a primeros de mayo de 1593 y depositaron el cuerpo en el convento de los frailes. Lo tuvieron expuesto a la veneración de los fieles durante ocho días. Después, abrieron un arco en la pared de un altar lateral, levantado del suelo cosa de dos varas, y depositaron el cuerpo. Echaron un tabique, sin señal alguna de que detrás se hallaban los despojos del Santo. Un año más tarde, mayo de 1564, ante los insistentes ruegos por los favores y milagros que el Santo hacía, se tiró el tabique y en el mismo lugar, bajo el arco, fue depositado sobre un arca en forma de urna.
Mientras, en Úbeda había un sentimiento general de decepción y despecho. Le habían robado el cuerpo del Santo con nocturnidad y alevosía. El tema fue tratado en el Cabildo de la ciudad y se nombró una comisión para hacer traer el cuerpo de fray Juan de la Cruz a Úbeda. Fueron nombrados comisarios Perafán de Ribera y Pedro Ortega, caballeros veinticuatro de la ciudad. Como no hallaron eco en los frailes, decidieron acudir a Roma.
Clemente VIII firmó un Breve en 1596, cinco años después de su muerte, para que el cuerpo de fray Juan de la Cruz fuera devuelto a Úbeda. En él dice el papa que «fue varón en santidad de vida y costumbre insigne, y por tal habido y reputado». Esta afirmación del papa sirvió a Jerónimo Gracián para escribir años después «que es casi beatificación». El pleito se demoró y el Breve nunca se ejecutó. Años después, en 1607, antes de un Capítulo general, los superiores de la Orden y la ciudad de Úbeda llegaron a un acuerdo. La Orden entregaba a Úbeda algunas reliquias insignes, como fueron una pierna desde la rodilla para abajo y un brazo del codo hasta la mano, que fueron depositadas en la iglesia del Carmen. Reliquias recibidas con júbilo y fiestas en Úbeda, aunque con la protesta formal de que no perdían el derecho que tenían a todo el cuerpo.

jueves, 8 de diciembre de 2016

María, la Madre del Señor

¿Cómo era María, la Madre del Señor? ¿Pequeñita, alta, sonrosada, morena, rubia? Esos «periodistas»  –y lo pongo entre comillas porque, en verdad, no pretendían hacer de reporteros– llamados Mateo, Marcos, Lucas y Juan, nos dejaron poquísimos datos de la Virgen. Se pueden contar con los dedos de la mano las veces que María es citada en los Evangelios. Pero así es mejor, porque lo mismo que su Hijo, cada cristiano va formando en sí el retrato vivo de la figura de la Madre.


Virgen de los Reyes, patrona de la Archidiócesis de Sevilla.

Recuerdo que, hace unos años, compré en el mercado artesanal de Abidján, capital de Costa de Marfil, una imagen de la Virgen. Estilizada, en madera de caoba, toda negra, se halla en estos momentos en un lugar bonito del monasterio de Santa Inés de Sevilla. Virgen negra en África, rosada la Virgen de los Reyes, patrona de Sevilla, mestiza la Guadalupana de México o morena la Montserratina de Cataluña, con perfiles de angustia nuestras Dolorosas o con aire de resplandor las Inmaculadas de Murillo. María, tan discreta Ella en las Escrituras, ocupa plaza de honor en el corazón de los creyentes. Miles y miles de capillas, ermitas, iglesias, santuarios están dedicados a advocaciones marianas o poseen imágenes de la Virgen. Numerosas congregaciones religiosas llevan su nombre y se acogen a su amparo. Millones de mujeres, y también de hombres, son reconocidos desde el Bautismo con el nombre de María... Negra, blanca, mestiza, de Este a Oeste, de Norte a Sur, por todo el planeta, María es reconocida y venerada.
Y en nuestra España, ¿para qué hablar? Todo huele a María: cante, copla, música de iglesia, poesía, pintura, escultura... No se puede comprender nuestro país sin referencias a María. María cala hondo en nuestro pueblo, y este pueblo, tan mariano, sabe cantarla desde siempre. Sería hermoso hacer un estudio de la copla popular andaluza, por ejemplo, en su referencia a María y se vería qué hondura teológica nace de esas letras nacidas en el anonimato del pueblo. Los villancicos, por ejemplo, o las saetas. Uno se pregunta, desde su teología, de dónde sale una verdad tan tierna sobre María, tan amorosamente filial. O esos pueblos de nombre mariano. Cuenta José Augusto Sánchez Pérez en su libro El culto mariano en España:
–No existe nación alguna que pueda presentar como España tantos centenares de nombres geográficos de villas, lugares y aldeas, caseríos, ermitas y términos, que se conocen con el nombre de Santa María seguido de la indicación del lugar. Ni existe nación alguna con el número de leyendas y tradiciones marianas que España conserva.
Y los obispos españoles:
–¿Cómo no recordar el extraordinario patrimonio literario, artístico y cultural que la fe en el Dogma de la Inmaculada ha producido en nuestra patria? A la protección de la Inmaculada se han acogido desde época inmemorial Órdenes religiosas y militares, Cofradías y Hermandades, Institutos de Vida Consagrada y de Apostolado Seglar, Asociaciones civiles, Instituciones académicas y Seminarios para formación sacerdotal. Numerosos pueblos hicieron y renovaron repetidas veces el voto de defender la Concepción Inmaculada de María. Propio de nuestras Universidades era el juramento que, desde el siglo XVI, profesores y alumnos hacían en favor de la doctrina de la Inmaculada. Como propio también de nuestra tradición cristiana es el saludo plurisecular del «Ave María Purísima...». Siguiendo una antiquísima tradición el nombre de la Inmaculada Concepción ha ido acompañando generación tras generación a los miembros de nuestras familias. A cantar sus alabanzas se han consagrado nuestros mejores músicos, poetas y dramaturgos. Y a plasmar en pintura y escultura las verdades de la fe contenidas en este dogma mariano se han entregado nuestros mejores pintores y escultores.
Quisiera invocar a Santa María en las mil advocaciones de nuestra tierra; las más maravillosas advocaciones que un pueblo haya podido imaginar para piropear a una madre: Almudena, Arantzazu, Begoña, Covadonga, Desamparados, Fuencisla, Guadalupe, Macarena, Montserrat, Pilar, Rocío, Sonsoles, Valme, Valvanera...
En fin, Santa María de todos los colores y de todos los nombres, ruega por nosotros.

sábado, 3 de diciembre de 2016

San Francisco Javier, el más audaz misionero

Ha sido Francisco Javier el más audaz misionero de todos los tiempos. Nació en el castillo de Javier, en Navarra, en 1506. Estudiante en París, conoció allí a un extraño personaje, que le decían «el peregrino», también estudiante, quince años mayor que él, llamado Ignacio de Loyola, a quien siguió para formar la primera patrulla de la Compañía de Jesús. El día de la Asunción de 1534, en la colina de Montmartre, en una pequeña capilla dedicada a san Dionisio, primer obispo de París, Ignacio de Loyola, Francisco Javier, y otros cinco compañeros, se consagraron a Dios haciendo voto de pobreza, castidad, peregrinación a Tierra Santa para iniciar allí su obra misionera y, a la vuelta, ponerse a disposición del Papa. 


En Venecia fue ordenado de sacerdote Francisco Javier y, como la marcha a Tierra Santa se interrumpió a causa de la guerra, el grupo se dirigió a Roma, donde Francisco Javier colaboró con Ignacio en la redacción de las constituciones de la Compañía de Jesús.
A sus treinta y cinco años, Francisco Javier inició la gran aventura de su vida. Por invitación del rey de Portugal, fue escogido como misionero y legado pontificio para las colonias portuguesas de las Indias orientales. En Lisboa se embarcó en una nave mercantil, desprovisto de todo, salvo de su breviario y un rosario colgado al cuello. Era el 7 de abril de 1541, curiosamente el día de su cumpleaños. Varios meses de travesía infernal, con continuos mareos, hasta llegar a Goa, centro de su futura actividad misionera. En Goa, «la señora del Oriente», centro comercial de las posesiones portuguesas, ya se conocía el cristianismo, pero no había sido predicado. Y mal podía hacerlo Francisco Javier con un rosario en la mano, que servía a los verdugos portugueses para contar los latigazos y bastonazos que propinaban a los indígenas indios.
Él, en cambio, acudía con su rosario a la cabecera de los enfermos, a los tugurios de los pobres, a los antros de los leprosos. Con una campanilla convocaba en torno a sí a la gente más desheredada, que lo llamaban «el gran Padre».
Pero su actividad misionera no quedó reducida exclusivamente a Goa, más necesitados los portugueses de redención que los mismos indios. Durante ocho años, se abrió a un área extensa que abarcaba la India, Archipiélago Malayo y las Molucas, el país de las especias. Los peligros que le acechaban eran ingentes, pero no se arredró. A veces, el gobernador portugués, velando por su vida, le negaba un barco para la travesía. Pero él respondía:
–Pues iré a nado.
Y se quejaba:
–Si en aquellas islas hubiera minas de oro, los cristianos se precipitarían a ellas. Pero allí no hay nada más que almas que salvar.
Una isla lejana le atraía. En 1549 desembarcó en Kagoshima, en el Japón meridional, después de mil peripecias en un barco pirata. Sin conocimiento de la lengua y de las costumbres de aquel pueblo, Francisco Javier logró el milagro de la conversión de una pequeña comunidad japonesa, a la que llamó «la delicia de mi alma». Los japoneses llegaron a reconocer que la doctrina que predicaba el misionero jesuita era superior, pero se preguntaban por qué no estaba implantada en China, en donde nacían las cosas más bellas.
Y Francisco Javier ardió en deseos de ir a China a predicar también allí –donde nacen las cosas bellas– el evangelio de Jesús. Cuando salió del Japón en 1551, Francisco dejaba una comunidad cristiana rica y sólida. Volvió a Malaca, pasó por Singapur. Se hallaba cercano a Cantón, puerta de China, en una pequeña isla llamada Sancián, a la espera de una embarcación que le llevase a ese mundo fascinante, cuando murió de una pulmonía en una choza a orillas del mar. A los cuarenta y seis años de edad, el 3 de diciembre de 1552. 
Aquel mismo día el capellán del castillo de Javier vio cómo el Cristo de aquella mansión solariega, que conoció los primeros rezos del joven Francisco, comenzó a sudar sangre. Pero la noticia de su muerte no llegó a Roma hasta tres años después. Y las hazañas legendarias de este intrépido misionero corrieron por toda la cristiandad. «El apóstol de la India y del Japón», como se le conoce, que abrió nuevos e importantes caminos a la evangelización y amplió la presencia de la Iglesia a límites planetarios.
Francisco Javier es un santo que ha fascinado de siempre a la gente sencilla y piadosa. En Sevilla, a fines de año abundan en los mercadillos callejeros los almanaques del año nuevo con la imagen del santo. Se le ha considerado patrono de la fecundidad y partero, y también protector contra la peste y auxiliador en la sangría. En otro tiempo, las parturientas solían colocarse un anillo de plata que había sido puesto en contacto con las reliquias del santo. Y se cuenta como remedio el «agua de Javier» y el «aceite de Javier», que vienen a representar lo mismo que el agua y el aceite de san Ignacio. Para el agua de san Ignacio, había en el suplemento del ritual romano una fórmula de bendición que viene de finales del siglo XVI antes de que el santo fuera canonizado. Y el aceite de san Ignacio es sencillamente el que se consume en las lámparas que arden en honor del santo. Se utiliza para remedio de los males tanto de los hombres como de los animales.
En 1622, Francisco Javier fue canonizado junto a Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Felipe Neri e Isidro Labrador, todo un quinteto de santos descomunales. Muy pronto, Francisco Javier fue declarado patrono de las misiones de Oriente. Pío X lo hizo patrono de la Obra de la Propagación de la Fe, y Pío XI, en 1927, lo proclamó, junto a santa Teresa de Lisieux, patrono universal de las misiones.