viernes, 29 de septiembre de 2017

San Miguel arcángel, con su espada flamígera

En el año 590, una terrible epidemia de peste asola la ciudad de Roma. El papa Pelagio II es una de sus víctimas. La dramática situación exigía la elección inmediata de un nuevo papa. Y recayó en el monje Gregorio, que pasará a la historia con el apelativo de el Grande. El nuevo papa exhortó al pueblo a elevar plegarias a Dios y organizó una gran procesión de tres días, que es recordada por Gregorovius, basado en crónicas de Paolo Diácono y Gregorio de Tours:
–La procesión fue ordenada del modo siguiente: el pueblo fue dividido por edades y por condición social en siete grupos. Cada uno de ellos debía reunirse en una iglesia distinta y de ella dirigirse solemnemente a Santa María la Mayor. Los clérigos, en San Cosme y Damián, junto con los sacerdotes del sexto distrito; los abades con sus monjes, en San Gervasio y Protasio, junto con los del cuarto; y las abadesas y sus monjas, con los párrocos del primer distrito, en San Marcelino y San Pedro. Los niños partían de San Juan y San Pablo con los sacerdotes del segundo distrito; los laicos, con los del séptimo, desde San Esteban de Celio; las viudas, con los del quinto, desde Santa Eufemia; y, por último, todas las mujeres desposadas, junto con los sacerdotes del tercer distrito, desde San Clemente.


 En medio de aquella terrible peste, una serpenteante procesión fúnebre recorría las calles de Roma. De pronto, cuando el papa Gregorio atravesaba el puente que conduce a San Pedro al frente de la procesión, el pueblo asombrado contempló en el cielo sobre el mausoleo de Adriano al arcángel san Miguel en actitud de enfundar su espada flamígera, como indicando que la terrible epidemia de peste había terminado.
En recuerdo de aquel milagroso suceso, en el mausoleo de Adriano se levantó una capilla en honor del arcángel y desde entonces se conoció aquel lugar como Castel Sant’Angelo (Castillo del Santo Ángel). Hoy día, quien visite Roma, contemplará en la cúpula del monumento, cercano al Vaticano, el ángel de bronce esculpido en 1763 por Verschaffelt, que sustituyó al anterior en piedra de Guillermo de la Porta.
El nuevo calendario de la Iglesia ha agrupado en este día 29 de septiembre, festividad de san Miguel, la celebración de los otros dos arcángeles Gabriel y Rafael, cuyas fiestas recaían respectivamente el 24 de marzo y el 24 de octubre. Pero es san Miguel el que, desde muy antiguo, recibió un culto popular superado por muy pocos santos, tanto en la Iglesia griega como en la latina. El emperador Constantino le erigió un santuario a orillas del Bósforo, en tierra europea. Una leyenda cuenta que había sido visitado y curado milagrosamente por san Miguel. Y el emperador Justiniano le levantó otra en la orilla opuesta. San Miguel es el gran patrono del pueblo alemán. Carlomagno dispuso que este día fuese declarado fiesta nacional en Alemania. Los lombardos grabaron su efigie en las monedas y en sus estandartes, y prestaban juramento ante su imagen. Este día, como en los demás santos, no se trata de recordar su dies natalis, es decir el nacimiento a la vida eterna, ya que es un espíritu puro. Recuerda esta fecha la consagración de la basílica dedicada al arcángel san Miguel en Roma, construida en el siglo V en la via Salaria.
San Miguel es el protector de los protectores. Su nombre significa «¿quién como Dios?» y es un grito de guerra contra aquél que presuma hacerse igual a Dios.
Es el arcángel guerrero, el príncipe de las milicias celestes, el adversario de Satanás. Se encuentra —aunque sin nombre— ya en las primeras páginas de la Biblia, guardián de la puerta del paraíso terrestre. Y su última y definitiva victoria contra Satanás tendrá lugar al fin de los tiempos, descrito por san Juan en la visión del Apocalipsis.
En la Biblia, se habla expresamente de él en cuatro pasajes: dos en el libro de Daniel, uno en la carta de san Judas y otro en el Apocalipsis. El profeta Daniel (10, 13 y 21) lo describe como príncipe protector del pueblo de Israel contra los persas y anuncia el final de la cautividad de los judíos: «Miguel, uno de los príncipes supremos, vino en mi auxilio... Nadie me ayuda en mis luchas, si no es vuestro príncipe Miguel». En la carta de san Judas (v. 9) se alude a la lucha sostenida por el cuerpo de Moisés entre san Miguel y el diablo, pasaje inspirado en el libro apócrifo La Ascensión de Moisés: «El arcángel Miguel, cuando altercaba con el diablo disputándole el cuerpo de Moisés...». Y el Apocalipsis (12, 7ss.) describe la guerra sostenida por san Miguel y sus ángeles contra el dragón. «En el cielo se trabó una batalla. Miguel y sus ángeles declararon guerra al dragón. Lucharon el dragón y sus ángeles, pero no vencieron y desaparecieron del cielo definitivamente; al gran dragón, a la serpiente primordial que se llama diablo y Satanás y extravía a la tierra entera, lo precipitaron a la tierra y precipitaron a sus ángeles con él».
Vencedor del mal, la piedad popular le considera nuestro guardián en el momento de la muerte. Estará a nuestro lado en el Juicio. A él están dedicadas numerosas capillas y cementerios en toda la cristiandad. Motivo de inspiración del arte cristiano, es representado primordialmente vestido como ángel guerrero con la espada en una mano y el estandarte en la otra y a sus plantas el dragón infernal hollado por sus pies. También aparece, con una balanza para pesar el bien y el mal. Y por ello ha sido elegido como patrono de los comerciantes, drogueros y especieros, que han de hacer uso de la balanza en su trabajo.
La leyenda no sólo cuenta de la aparición de san Miguel a san Gregorio en Roma. Dos sucesos más dan colorido en la época medieval a la presencia y culto de este arcángel.
En el monte Gárgano, junto a Manfredonia, en la costa italiana del Adriático, se cuenta de un toro refugiado en una cueva para defenderse de las flechas que le venían para abatirlo. Estas cambiaron su trayectoria, como un bumerán, e hirieron de muerte a los que la habían tirado. Intrigó esto al obispo del lugar, que ordenó un ayuno de tres días para esclarecer el misterio. Concluido el ayuno, se le apareció el arcángel san Miguel y manifestó al obispo que se le dedicase aquella cueva, en otro tiempo destinada a la adoración del hijo de Esculapio. Desde entonces, aquel monte se llamó del Santo Ángel y los cruzados venían a aquella cueva a rezar antes de embarcarse para la aventura de Tierra Santa.
En el siglo VIII, en la costa normanda, el arcángel san Miguel se apareció en sueños al obispo de Abranches, san Auberto, y le ordenó que edificara en su honor un santuario en el monte Tombe, junto al mar. Como el obispo mostrara sus reticencias, el arcángel le dejó grabado en su cráneo la impronta de su dedo. Construido un monasterio, en él se instalaron los benedictinos en el 966, y fue conocido como Saint-Michel au péril de la mer (San Miguel en peligro de mar), lugar de peregrinación y de bellas leyendas normandas. 

viernes, 22 de septiembre de 2017

Cristóbal Colón por los suelos

–EE.UU. borra a Cristóbal Colón –leo en ABC del 11 de septiembre–. Gobernantes demócratas retiran los homenajes al descubridor de América por «genocida», mientras los radicales de izquierdas derriban sus estatuas.
Y cuenta cómo el 30 de agosto, en el neoyorquino parque de Yonkers, aparece decapitada la estatua de color de bronce de Colón, de dos pies de altura. Porque la estatua original de bronce que estaba en ese parque fue robada hace 12 años y sustituida posteriormente por una réplica de yeso, que ahora ha sido decapitada. Y en el barrio de Queens, pintadas donde podía leerse: «Abajo el genocida», en otra estatua de Colón.

  
Decapitado el busto de Cristóbal Colón en el parque neoyorkino de Yonkers.

En Buffalo, Boston y Houston, entre otras muchas ciudades, las estatuas de Cristóbal Colón han aparecido cubiertas de pintura. En Baltimore, un activista dañó considerablemente con un martillo un obelisco considerado el monumento más antiguo dedicado a Colón en el país y narró su acto vandálico por Internet.
Más recientemente, el 15 de septiembre, en la ciudad californiana de Santa Bárbara veo, también en ABC, decapitada la estatua de fray Junípero Serra, franciscano mallorquín, que fundó nueve misiones españolas en la Alta California y presidió otras quince. Un fray Junípero, que enseño a los indios a cultivar la tierra además de llevarles a Cristo, fue canonizado por el papa Francisco el 23 de septiembre de 2015.
Hace unos años, en 1992, celebramos el quinto centenario de esa hermosa aventura hacia lo desconocido que se inició en el puerto de Palos (Huelva). Tres cascarones de madera se dieron a la mar océano, adentrándose en las tenebrosas aguas más allá del Finisterre, al socaire de la loca idea de un marino genovés. La empresa estaba financiada por la reina de Castilla, Isabel la Católica. Y la tripulación, gente bragada de Andalucía.
Pues resultó, para los historiadores revisionistas norteamericanos, que Colón fue un invasor, genocida y esclavista. (¡Y lo dicen ellos, precisamente ellos que aniquilaron a millones de indios, cuando eran colonia inglesa y después cuando ya era Estados Unidos!). Lo de Colón no fue una «proeza», fue una «barbaridad» y la celebración del Quinto Centenario una «farsa». ¿Dónde queda el Columbus Day o Día de Colón? Mitch O'Farrell, activista del lobby LGTBI y concejal en Los Ángeles, ha conseguido que la ciudad deje de celebrar el tradicional Columbus Day, que en Estados Unidos se conmemora el segundo lunes de octubre. En su lugar, se celebrará el Día de los Pueblos Indígenas, sustitución que ya han hecho otras ciudades norteamericanas. 
Colón dio inicio al colonialismo moderno, según Ricardo Levins, y se convierte en un monstruo que arruinó el paraíso perdido, según el historiador Kirpatrick Sale, que escribió La conquista del paraíso, aprovechando la coyuntura del tema con un contenido escandaloso que le ha proporcionado sus buenos dólares. Él parte de una interpretación «ecológica» de la Historia. Ahora que la interpretación «marxista» se encuentra en el cubo de la basura, nos viene este nuevo enfoque ecológico que desea interpretar con mentalidad de hoy los sucesos acaecidos hace quinientos años. «América —nos dice— estaría hoy mucho mejor sin la intervención europea. Con Colón no sólo se destruyó el mundo y la naturaleza de los indios sino también la relación cuidadosa y respetuosa que existía entre ellos y su entorno». El Consejo Nacional de Iglesias de los Estados Unidos se unió a esta orquesta y calificó la llegada de Colón como una «invasión». A esta nota no se unieron los obispos católicos norteamericanos, que redactaron un documento más sensato.
¡Pobre Colón, la de tortas que le han venido encima! ¿No les parece que la historia de este hombre es más sencilla? Tuvo una genial idea y logró un sponsor (ahora se dice así) en la reina Isabel la Católica y un pueblo que lo realizó. Barbaridades hubo, claro que sí, y ahí están, entre otras, las denuncias de ese sevillano que se llamó Bartolomé de las Casas. Pero no echen las culpas a Colón, que fue sencillamente un navegante avezado, y le inculpen aviesamente de invasor, como si hubiera programado sádicamente esta incursión continental desde la Casa Blanca de hace quinientos años.
Francia, cómo no, se unió también a esta orquesta. Y por ahí apareció el diario Le Figaro con un amplio dossier, donde la malevolencia se unió a la ignorancia. Franceses y norteamericanos se podrían mirar su propio ombligo, que debe andar bastante lleno de pelusas históricas. Y aplicarse la interpretación «ecológica» a ellos mismos. El corazón de Europa no latía en 1492 en Italia, Francia o Inglaterra, sino en España, dicen estos franceses. Por ello no se sienten responsables de esta «tragedia»...
Ni falta que hace. Porque no fue una tragedia. Fue una gran hazaña histórica. Sería apasionante colarse en el túnel del tiempo y recoger las primeras emociones de un Colón que ha vuelto de su primer viaje. Cuando llegó a Palos, de donde partiera, el 23 de marzo de 1493. O cuando unos días después, el 31 de marzo, domingo de Ramos, entró en Sevilla «donde le fue fecho buen recibimiento», según cuenta el Cura de los Palacios, testigo presencial de este momento. «Trujo diez indios, de los quales dejó en Sevilla quatro y llevó a Barcelona a enseñar a la Reyna y al Rey seis, donde fue muy bien recibido, y el Rey y la Reyna le dieron gran crédito y le mandaron aderezar otra armada mayor y volver con ella, y le dieron título de Almirante mayor de la mar Océano, de las Indias, y le mandaron llamar Don Cristóbal Colón, por honra de su dignidad...».
Ese domingo de Ramos en Sevilla se supo que existía un mundo desconocido, al fondo mismo de ese océano impenetrable. La historia cambia de página en ese momento y comienza una nueva era. Sevilla lo sabe antes que nadie. Pero no hay perspectiva histórica para calibrar entonces la trascendencia de ese retorno de Colón y de esa exótica muestra de indios que pasean por las calles de Sevilla.

viernes, 15 de septiembre de 2017

Pablo VI, dos cartas de renuncia al papado

Pronto, en octubre, se van a cumplir 50 años de mi primera estancia en Roma. A la llegada de los alumnos españoles a la Estación Termini nos recogió el bus del Colegio Español y camino del Colegio se pasó por la Plaza de San Pedro, para que tuviéramos una vista del Vaticano. Era de noche y la fachada de San Pedro estaba iluminada. Fue emocionante para el joven clérigo que yo era entonces. Sin embargo, al papa reinante, Pablo VI, no pude verlo hasta ya entrado diciembre porque poco después, en noviembre, sería sometido a una operación de próstata. Un papa que ha pasado a la historia reciente como el hombre sufriente. Lo dijo él cuando ya no se pudo sustraer en el cónclave a la voluntad de los cardenales:
–Tal vez el Señor me ha llamado a este servicio, no porque tenga cierta aptitud, sino porque sufra algo por la Iglesia.


Durante todo el cónclave no dejaba de repetir a los cardenales:
–¡No tiene necesidad de mí la Iglesia!
Pablo VI era un tímido. Un hamletiano. «Hamlet-Montini», le llamaban en el Vaticano cuando él dirigía una de las dos secretarías de Estado con Pío XII. Y, sin embargo, se dijo de él que «en este siglo (el XX) era el hombre más adaptado para convertirse en papa».
Juan XXIII decía de él:
–Nuestro Eminentísimo Hamlet.
Y el cardenal Spellman, arzobispo de Nueva York:
–Un enigma viviente.
«Papa de la duda», lo fue menos por la irresolución con que se le acusaba, cuanto por la complejidad de los nuevos problemas surgidos en la Iglesia tras el Concilio Vaticano II. La duda entre ser «Pedro», con la tarea de conservar el pasado, y ser «Pablo», para encontrar caminos nuevos que forjar la tradición del mañana.
En su alabanza, su amigo Jean Guitton dirá de él:
–Es un alma especialmente receptiva y sensible; conviene aplicarle el epíteto que damos a ciertas flores cuyos pétalos parecen órganos de los sentidos: sensitiva es su conciencia, su manera de escuchar, de comprender, de percibir, de callarse… Una calma que se mueve de manera magnética.
Después de su operación de próstata, entramos en el año 1968. Parece físicamente cambiado. Una mirada demacrada. Una marcha más lenta. Apenas come y duerme menos. Y sin embargo sigue con su actividad.
Pero entre los periodistas ha corrido un rumor. El papa ha pensado en dimitir. Hoy sabemos de una renuncia al papado por el caso Benedicto XVI, papa emérito. Pero en aquel entonces se hablaba de que en la historia de la Iglesia tan solo había habido un caso, el del piadoso ermitaño Pierre de Morrone, que subió al trono pontificio con el nombre de Celestino V, elegido en 1294, después de dos años de votaciones, porque los Orsini no querían que un Colonna fuera papa y los Colonna pensaban lo mismo de los Orsini… Eligieron a un ermitaño que entró en Roma a lomos de un burro y reinó cinco meses antes de declararse impropio para dirigir los destinos de la Iglesia. Se retiró cerca de Agnani donde murió en olor de santidad en 1296, a los 81 años.
Lo que entonces se rumoreaba –la renuncia al papado de Pablo VI– y que no lo realizó tal vez por su timidez o más bien disuadido por sus colaboradores inmediatos, se ha confirmado en estos días. El cardenal Re, prefecto emérito de la Congregación de los Obispos, ha dado a conocer hace unos días en una revista de Bérgamo, recogida por el cotidiano Avvenire, que Pablo VI tenía preparadas dos cartas de renuncia.
–Me las mostró san Juan Pablo II –ha revelado el purpurado.
Pablo VI tenía en un cajón de su mesa de despacho dos cartas listas con su renuncia, en caso de que quedara inconsciente por alguna enfermedad o por algún evento inesperado. El Código de derecho canónico, vigente en esa época, contemplaba que el Papa no podía renunciar sin la aceptación del Colegio Cardenalicio. La segunda carta invitaba al secretario de Estado de la Santa Sede para que convenciera a los cardenales a aceptar su dimisión.
El cardenal Re, cuyo sueño era «ser párroco» aunque llegó a cardenal, hace un repaso a sus «seis papas».
–Para abrir el Concilio fue necesario Juan XXIII, quien tenía gran confianza en Dios y en los hombres. Pablo VI fue el papa que simplificó la curia y quería simplificación e internacionalización de los cargos. El papa Luciani me dijo que el papado era un peso demasiado grande para sus espaldas. Juan Pablo II, un gran hombre y un gran santo. Benedicto XVI, un gran teólogo, una persona suave, con la fama de ser duro pero no es así. Es bueno y bondadoso, tiene una inteligencia extraordinaria. Y Francisco, el papa justo en el momento justo.
Ya no estoy en situación de viajes, por mi salud. Pero siempre que he acudido a Roma, al llegar a la Ciudad Eterna, he visitado la basílica de San Pedro y en ella una especial oración ante la tumba de san Pedro, Príncipe de los Apóstoles, y ante la sencilla lápida sin monumento alguno que oculta bajo ella los restos de Pablo VI. Un papa sufriente al que tengo especial afecto. Pienso que, si su vida hubiera transcurrido por otros derroteros, hubiera sido un gran escritor en lengua italiana. Tan elegante era su estilo.

viernes, 8 de septiembre de 2017

Juan Pablo I, el «Papa de la Sonrisa»

El cardenal Parolin, secretario de Estado del Vaticano, ha invitado estos días pasados a rezar por la beatificación de Juan Pablo I, el «Papa de la Sonrisa». Así lo hizo saber el 29 de agosto en la edición en italiano de L'Osservatore Romano.
–Una vez que el decreto sobre el ejercicio heroico de las virtudes cristianas sea aprobado, si hay un milagro, creo que no faltará demasiado para concluir la causa –ha manifestado el cardenal Parolin.


 Albino Luciani, patriarca de Venecia, fue elegido papa en un cónclave ultrabreve, después de cuatro escrutinios, el 26 de agosto de 1978. Yo me hallaba esa tarde en la Plaza de San Pedro aguardando la fumata, que resultó ser ni negra ni blanca. Ante el desconcierto general, la opinión común se inclinaba porque era fumata nera y habría que volver al día siguiente. En los medios periodísticos en que me movía, se decía:
–Es pronto para la elección del papa.
Marché de la Plaza de San Pedro a enseñar la Piazza Navona a un viejo cura sevillano que me encontré y era la primera vez que venía a Roma. Y estando allí, oímos el repique de campanas del Vaticano y una señora que nos anunció que ya había papa. Corrimos hacia San Pedro, pero ya solo pude atisbar desde lejos el cierre de la balconada principal.
Marché a la Sala Stampa. Allí encontré a José María Javierre, que escribía para el diario «Ya», y a José Luis Martín Descalzo y Joaquín Navarro-Valls, para el «ABC». El problema era que Albino Luciani no era una figura muy conocida. No había entrado en el cónclave como papabile. ¿Qué decir de él? Yo sabía que tenía escrito un librito titulado «Ilustrísimos señores», en aquel entonces solo en italiano, que lo tenía un sacerdote del Colegio Español. Acudí al Colegio, rescaté el libro, volví a la Sala Stampa y mientras Javierre escribía su crónica, yo traducía ciertos pasajes del libro del nuevo papa, que salieron al día siguiente en el diario «Ya», con envidia de Martín Descalzo, que se quejaba de que tenía poco espacio en el «ABC» y no podía gozar de los únicos textos originales en ese momento del nuevo papa Luciani.
Al día siguiente, domingo, pude conocer al «Papa de la Sonrisa» en el Angelus del mediodía.
Era el primer cónclave postconciliar. El Colegio Cardenalicio, formado por ciento once electores, se decidió por Luciani, elegido por cardenales europeos y del tercer mundo, frente al núcleo duro curial, que hubiera preferido al conservador cardenal Siri, arzobispo de Génova.
Luciani no tenía experiencia curial como su antecesor, Pablo VI. Se sentía como «un novicio en el Vaticano». Y declaró:
–No sé nada del engranaje de esta especie de reloj. La primera cosa que haré será hojear el Anuario Pontificio para saber el «Who’s who» de cada uno y ver cómo funciona la máquina.
En el Vaticano se dieron cuenta enseguida que el papa sabía bien poco de diplomacia y que se había puesto a aprender el inglés. Fue un papa original en el escaso tiempo que vivió. El 20 de septiembre, lanzó esta curiosa advertencia:
–Es falso afirmar que la liberación política, económica y social, coincida con la salvación en Jesucristo; es falso afirmar que el reino de Dios se identifica con el reino del hombre, que «Ubi Lénine, ibi Jérusalem» (Donde está Lenin, allí está Jerusalén).
Luciani no tenía buena salud. En los días previos a su muerte, había tenido trastornos circulatorios. Al cardenal Villot, secretario de Estado, que lo encontró fatigado, le habló de sus piernas y pies hinchados.  Pero le dijo tranquilamente:
–Cuando un papa muere, ponen a otro.
El médico le había prescrito largos paseos por los jardines vaticanos. Y así, la primera audiencia diaria, que era con el cardenal Villot, la hacía paseando por los jardines.
Pero el 29 de septiembre, treinta y dos días después de su elección, el secretario particular del papa, monseñor John Magee, lo encontró al amanecer muerto en su cama. Tenía la luz encendida. El médico diagnosticó un infarto e indicó la hora aproximada de la muerte: sobre las 23 horas de la noche anterior.
Pronto circularon siniestros rumores, que serán recogidos por David Yallop en su panfleto In God’s Name. El papa habría sido envenenado con la complicidad tácita del secretario de Estado Villot y el presidente del Instituto para las Obras de Religión (IOR), monseñor Paul Marcinkus. Un morbo que vende libros, pero no estábamos en la Edad Media.
Estos rumores podían desviar lo que realmente sucede: que el papado es una losa muy pesada para un solo hombre, sobre todo si llega enfermo. El arzobispo de Viena, cardenal Koening, conocido como el «cardenal rojo»,  declarará a este respecto:
–Es necesario reducir, aunque no se ha hecho hasta el presente, la sobrecarga física y psíquica a la que está sometido el papa, el peso que la función implica, delegando ciertas funciones pontificias en otros, de modo que no sobrepase los límites de la fatiga que puede tolerar un ser humano.
«Albino el Breve», el «Papa de la Sonrisa», concluyó la fase diocesana de su causa de beatificación en mayo de 2009 en la diócesis de Altamura Gravina-Acquaviva. Tras un breve tiempo de pausa, la causa ha sido retomada en julio de 2016, siendo su postulador el prefecto de la Congregación para el Clero, el cardenal Beniamino Stella. El actual secretario de Estado, cardenal Parolin pide que se rece para que la causa tenga un final feliz.

sábado, 2 de septiembre de 2017

Conversiones en templos abiertos

En la edición de septiembre del Vídeo del Papa, Francisco ha pedido que los templos católicos sean «casas donde la puerta esté siempre abierta». Se trata de dejar que Jesús salga afuera con toda la alegría de su mensaje, «en contacto con los hogares, con la vida de la gente, con la vida del pueblo».
A pesar de esta petición del papa Francisco, comprendo que es difícil mantener un templo abierto sin vigilancia ante la inseguridad por robo o, lo que es peor, por violencia sacrílega. No están los tiempos seguros. Hay templos que logran sostenerse abiertos buena parte del día por la presencia de un feligrés jubilado que hace labor de vigilancia. Pero yo me voy a referir aquí a dos casos concretos, en tiempos pasados, de dos mujeres convertidas en las que su entrada a un templo católico por primera vez fue algo impactante que no olvidarán y repercutirá en su conversión. Y las dos llegaron a la santidad.


Una es Isabel Ana Seton, primera santa nacida en los Estados Unidos, fundadora de la primera escuela católica del país y de la primera congregación estadounidense de religiosas, las Hermanas americanas de la Caridad de San José. Nacida en Nueva York en 1774, dentro de una familia episcopaliana, casó, tuvo cinco hijos, viajó a Italia con su marido enfermo de tuberculosis, que le llevaría al desembarcar a su muerte. Ya viuda y acogida en una familia muy católica visitó Florencia y entró por primera vez en la iglesia de la Santissima Anunziata, la más italiana y la menos florentina de la ciudad. Y cuenta ella:
–Después de haber superado la puerta, vi un centenar de personas de rodillas, pero la oscuridad del lugar, iluminado apenas con velas de cera del altar y de una ventana… no me dejaba distinguir el interior de la iglesia, mientras una música dulce y lejana, que levantaba la mente a preguntar las dulzuras divinas, evocaba instantáneamente mi espíritu a tantos pensamientos y sentimientos los más suaves e íntimos. Entonces… caí de rodillas en el primer lugar que encontré libre y derramé un río de lágrimas en recuerdo del largo tiempo en que había estado lejos de la casa de mi Dios y del dolor que me había afligido mientras estuve separada… Cuando el órgano cayó y la misa terminó, visitamos la iglesia. La elegancia de los artesonados de oro tallado, los altares cargados de oro, plata y otros preciosos ornamentos, los cuadros que reproducen escenas sagradas y la cúpula con una representación continua de varios pasos escriturísticos, todo esto no se puede describir; como tampoco se puede describir mi alegría al ver hombres y mujeres, viejos y jóvenes y personas de toda condición juntos en torno al altar, rezando sin preocuparse de nosotros ni de los otros turistas.
Isabel Ana se ha sentido atraída por el fasto de la arquitectura religiosa. Y sorprendida de que las iglesias en Italia estuviesen abiertas a todas horas y todos los días. Pero, sobre todo, descubrió la presencia de Cristo en la Eucaristía.
Volverá a Nueva York y un año después, en 1805, pedirá el bautismo e ingreso en la Iglesia católica.
La otra es la filósofa judía Edith Stein, que del judaísmo familiar pasó durante sus estudios universitarios al ateísmo para convertirse después al catolicismo, ingresar en un Carmelo y morir en el campo de exterminio de Auschwitz. Hoy es santa Teresa Benedicta de la Cruz.
Inquieta siempre por la búsqueda de la verdad, un día visitó con un amigo la catedral de Frankfurt. Describe así la impresión que se llevó:
—Mientras estábamos allí en respetuoso silencio, entró una señora con su cesto del mercado y se arrodilló en un banco para hacer una breve oración. Esto fue para mí algo totalmente nuevo. En las sinagogas y en las iglesias protestantes, a las que había ido, se iba solamente para los oficios religiosos. Pero allí llegaba cualquiera en medio de los trabajos diarios a la iglesia vacía como para un diálogo confidencial. Esto no lo he podido olvidar.
Hay quien apunta que Edith acababa de descubrir, sin saberlo todavía plenamente, el misterio de la «Presencia real». Como le ocurrió igualmente a Isabel Ana Seton.
Y se me ocurre otro caso añadido. El converso, en esta ocasión, no ha llegado a los altares, pero nos ha dejado unos escritos maravillosos. En la noche de Navidad de 1886 un joven de dieciocho años, por nombre Paul Claudel, forjado por una educación racionalista, experimentó en la catedral de Notre-Dame de París algo inexplicable. Él mismo lo cuenta:
–Así era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1886 fue a Notre-Dame de París para asistir a los oficios de Navidad. Entonces empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes. Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía, con un placer mediocre, a la Misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a las Vísperas. Los niños del coro vestidos de blanco, y los alumnos del pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet que les acompañaban, estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía. Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después, todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla. De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable…
 Mi iglesia no es de piedra, es de papel, Mi Parroquia de Papel. No cantan en ella los niños de coro… pero está virtualmente abierta las 24 horas del día. Y pienso:
–¡Ay, si a través de ella se produjera el milagro de alguna conversión…!