miércoles, 26 de febrero de 2014

Cuidado con los jesuitas

No se asusten mis amigos jesuitas, que este título, «Cuidado con los jesuitas», lo he usurpado a la policía de Baviera, que en mayo de 1935, en pleno régimen nazi, cursó a todos los departamentos locales unas instrucciones que debían cumplir. Decía el dicho informe:
–Los jesuitas fomentan sistemáticas y extensas actividades en Baviera, para minar el Tercer Reich y cubrir de oprobio incluso al mismo Führer… Con el fin de atajar esta actividad subversiva y rebelde de los jesuitas, y contrarrestar su esfuerzo propagandístico en Baviera, hay que prestar creciente atención a sus apariciones en público; hay que evitar por todos los medios los mítines públicos; hay que vigilar las reuniones privadas, imponer las penas más severas a los delincuentes y castigar implacablemente las declaraciones injuriosas contra el Estado con «custodia protectora»…
Yo he estudiado con los jesuitas nueve años en la Universidad Pontificia de Comillas, y les debo gran parte de mi formación humanística, lo que he sido y lo que soy. Los saco a colación porque este año de 2014 se cumplen doscientos años de su restauración en la Iglesia. No ha habido orden religiosa en la historia más perseguida que la Compañía de Jesús. Por algo será.
Fundada por san Ignacio de Loyola, fue aprobada por Paulo III en 1540. Dos siglos después, en la noche del 2 al 3 de abril de 1767, fueron expulsados de España por un decreto de Carlos III. Una decisión despótica de graves consecuencias pero que contó en su tiempo con el beneplácito callado de muchos ilustrados, entre ellos el cardenal Solís, arzobispo de Sevilla. Los bienes de la Compañía de Jesús fueron confiscados en España y en las Indias y 2.700 jesuitas tuvieron que abandonar los reinos de España. Los edificios jesuíticos en Sevilla pasaron a otros quehaceres. Por ejemplo, la Casa Profesa sirvió para albergar la Universidad de Sevilla. La Compañía no sólo sufrió la expulsión de España, también de Portugal y otros países europeos, hasta ser disuelta por Clemente XIV en 1773.
Hay una anécdota del último cónclave que si non è vero è ben trovato. Al ser elegido papa Jorge Bergoglio, cardenal argentino y jesuita, otro cardenal le susurró:
–¿Por qué no te pones el nombre de Clemente?
Como diciendo: un Clemente os disolvió, otro Clemente se asienta ahora en el trono de Pedro.
Curiosamente, la Compañía de Jesús pervivió en Rusia durante esos años de disolución en los países de Europa, dominados por la Ilustración. Cuarenta y un años después, 7 de agosto de 1814, fue restablecida por Pío VII por la Bula Sollicitudo omnium ecclesiarum.
La Compañía quiere celebrar este bicentenario, centrándose en el estudio de la llamada Restauración y en la divulgación de esta última etapa histórica. «Un mejor conocimiento de la historia les ayudará a mejorar en sus trabajos apostólicos del presente y del futuro», así se ha expresado el General de la Compañía al hacer pública la celebración de este aniversario. El primer acto ha tenido lugar el 1 de enero con una misa de acción de gracias en la iglesia del Gesù de Roma, presidida por el papa Francisco.
Ese año de 1814 comenzó a reinar en España Fernando VII que permitió la vuelta de los jesuitas. En 1816 llegaron algo más de un centenar de los supervivientes de la supresión. Ya el año anterior, Sevilla fue la primera ciudad que solicitó su presencia por medio del Cabildo secular, pero al llegar encontraron no pocas dificultades en recobrar siquiera una casa de las seis que habían tenido antes de la expulsión. Al fin consiguieron en 1817 la Casa Noviciado de san Luis. Al mismo tiempo abrieron unas escuelas anejas a este edificio. Pero tres años más tarde, en la revolución de 1820, Trienio Liberal, fueron desterrados de nuevo por las Cortes. Este será el sino de los jesuitas en el siglo XIX: un cúmulo de expulsiones unas detrás de otras.
Vuelven en 1823. En Sevilla abren dos colegios, pero llega una nueva disolución: en 1835, la Compañía es disuelta por las Cortes. Con el concordato de 1851, la Compañía es reconocida en España pero solamente como orden misionera; y de pleno derecho en 1856. Con la revolución septembrina de 1868, nueva expulsión. En 1869 vivían dispersos por la ciudad de Sevilla una veintena de jesuitas. En marzo de ese año, ya serenados los ánimos revolucionarios, pudieron abrir un colegio. En 1877, la presencia de los jesuitas en Sevilla era de unos 39 religiosos, que se distribuían por cuatro casas: el Hospicio de San Luis, la residencia de la calle Peñuelas, el colegio de Argote de Molina, y la residencia del Hospital de San Juan de Dios.
Ya en el siglo XX, en 1905 abría sus puertas el Colegio del Inmaculado Corazón de María, en la plaza de Villasís, que fue incendiado el 11 de mayo de 1931, al inicio de la II República. Y nueva expulsión. En febrero de 1932 es disuelta la Compañía de Jesús en España por las Cortes. Vuelven en 1939, una vez finalizada la guerra civil, y abren la Residencia y el Colegio de Villasís, que pasará a Portaceli en el curso 1949·50.
Volviendo al principio, recuerdo que hace cinco años visité el campo de concentración de Sachsenhausen, a 35 Km de Berlín. En uno de sus pabellones, en una celda de castigo, aparecía en su puerta el nombre de quien la había ocupado: un jesuita. Siento no recordar su nombre. Pero en él deseo sintetizar el valor de una Compañía de Jesús, vejada y perseguida por las fuerzas oscuras de este mundo, pero siempre surgiendo de las cenizas. Son admirables.

lunes, 24 de febrero de 2014

¿Por qué ese odio antisemita a Ana Frank?

Leo en la prensa italiana una noticia que no he visto reseñada en los diarios españoles. Denuncia la destrucción o mutilación de centenares de copias del Diario de Ana Frank y libros que recogen su biografía. Al menos, unas 250 copias en una treintena de bibliotecas públicas de Tokio. “Todos los ejemplares tienen de 10 a 20 páginas arrancadas”, manifiesta Kaori Shiba, directora de los archivos de la Biblioteca municipal central del barrio Shinjuku, una de las que lo han sufrido. «No hemos visto jamás una cosa semejante», añade Toshihiro Obayashi, director de otra biblioteca en la zona de Suginami. En su sitio de Internet, el centro Simon Wiesenthal –organización judía internacional para los derechos humanos– expresa «shock y preocupación». «Pedimos a las autoridades japonesas identificar a los autores de esta campaña de odio», tercia desde los Estados Unidos, Abraham Cooper, un responsable del Centro. La policía de Tokio ha abierto una investigación.
Me apena esta noticia. ¿Qué ocurre? ¿Un brote más de antisemitismo?


Estuve en Amsterdam hace siete años y visité la casa de Ana Frank, convertida en museo. Esta triste noticia me hace revivir recuerdos de aquellas estancias posteriores de la casa donde la familia Frank se ocultó durante dos años largos, desde el 6 de julio de 1942 hasta el 4 de agosto de 1944, en que fueron delatados, apresados y enviados al campo de exterminio de Auschwitz. De los ocho refugiados, dos familias más un dentista, ninguno sobrevivió salvo el padre de Ana. Ana y su hermana mayor Margot fueron trasladadas de Auschwitz, en Polonia, al campo de concentración femenino de Bergen-Belsen, en el corazón de Alemania, donde murieron de tifus en marzo de 1945, un mes antes de que las tropas británicas liberaran el campo.
La familia Frank decidió emigrar a Holanda cuando Hitler subió al poder en 1933. El padre montó la empresa de Otto Frank, en una gran casa a orillas de uno de los canales de Amsterdam, con almacenes en la parte baja y oficinas y depósito en la parte alta. En la parte de atrás, “casa de atrás”, se ocultarán, asistidos desde fuera por cuatro empleados de confianza. Desgraciadamente, cuando la liberación de Holanda parecía inminente, una llamada anónima denunció el escondite.
Otto Frank tenía dos empresas: una de ellas distribuía el gelatinizante para mermeladas Opekta; la otra, llamada inicialmente “Pectacon” y luego “Gies & Co.”, producía condimentos para carnes. Las especias necesarias para ello se molían en el mismo almacén. Los que trabajaban ahí no sabían que encima de sus cabezas había ocho personas escondidas. Al desaparecer la familia, Otto Frank preparó todo para hacer creer que habían huido a Suiza.
Escribirá Ana en su Diario:
–De día tenemos que caminar siempre sin hacer ruido y hablar en voz baja, para que no nos oigan en el almacén (11 julio 1942).
Ana refleja en su Diario –cuaderno regalado por su padre al cumplir los trece años– todos los momentos inquietantes que vivieron durante esos dos años. Años difíciles también para ella, que ve cómo su cuerpo se trasmuta en mujer, y siente amores románticos hacia el chico de la otra familia. Y los desencuentros y enfados, fáciles de comprender por la tensión de verse descubiertos en cualquier momento o por la estrechez en que se movían.
El 20 de junio de 1942 apunta:
–Después de mayo de 1940 [momento en que las tropas alemanas invaden Holanda], los buenos tiempos quedaron definitivamente atrás: primero la guerra, luego la capitulación, la invasión alemana, y así comenzaron las desgracias para nosotros los judíos. Las medidas antijudías se sucedieron rápidamente y se nos privó de muchas libertades. Los judíos deben llevar una estrella de David; deben entregar sus bicicletas; no les está permitido viajar en tranvía; los judíos no pueden entrar en casa de cristianos; tienen que ir a colegios judíos y otras cosas por el estilo. Que si esto no lo podemos hacer; que si lo otro tampoco.
El 9 de octubre de 1942:
–La radio inglesa dice que los matan en cámaras de gas. Estoy muy confusa.
Precisamente dos meses antes, 9 de agosto de 1942, una judía, carmelita descalza, llamada Edith Stein, refugiada en un convento de Holanda, muere gaseada en el campo de exterminio de Auschwitz. Hoy es reconocida por la Iglesia como santa Teresa Benedicta de la Cruz. Tengo escrito de ella una biografía.
El 9 de abril de 1944, escribe Ana:
–Algún día esta horrible guerra habrá terminado, algún día volveremos a ser personas y no solamente judíos. Nunca podemos ser solo holandeses o solo ingleses o pertenecer a cualquier otra nación; aparte de nuestra nacionalidad, siempre seguiremos siendo judíos, estaremos obligados a serlo, pero también queremos seguir siéndolo.
No conocerá la paz. El odio racial sembrado por el tenebroso Hitler acabará también con una chica de quince años que tenía ilusiones de ser periodista:
–Mi mayor deseo es llegar a ser periodista y más tarde una escritora famosa. En cualquier caso, cuando acabe la guerra quisiera publicar un libro titulado “La casa de atrás” (11 mayo 1944).
Si vais algún día a Amsterdam, no dejéis de visitar la Casa de Ana Frank. Y leer su Diario es un buen motivo para gozar con la lectura de una niña que ha depositado en él todas sus emociones, logrando lo que ella anhelaba: llegar a ser una escritora famosa. Su Diario ha sido traducido a 70 idiomas.

viernes, 21 de febrero de 2014

La tristeza, para el demonio

Vamos a hacer el ejercicio saludable de la amabilidad y el buen humor. Como hicieron los santos. Los santos con buen sentido del humor, naturalmente. Que también los hubo, válgame Dios, de cierta rigidez de carácter o ánimo. Pero así es la naturaleza humana: también los tristes o los rígidos de carácter están llamados al Reino de Dios.
Prefiero, naturalmente, los santos alegres. Estos muestran más a las claras la excelsitud de un Dios nuestro que es alegría y fiesta. Es paz.
Ríe y hazte fuertedecía san Ignacio de Loyola.
San Juan Bosco, por ejemplo, fue un santo jovial donde los haya. Se divertía tanto con la chavalería que un día lo llegaron a tomar por loco. Del asunto se encargaron dos eclesiásticos muy serios, que determinaron que el mejor sitio para él era el manicomio. Cuando fueron a buscarlo, Don Bosco captó que le querían hacer una treta. Les acompañó al coche de caballos, que aguardaba en la calle, y muy deferente, les dijo:
–Ustedes primero.
Cuando hubieron subido al coche, Don Bosco cerró súbitamente la puerta y gritó al cochero:
–¡Al manicomio!
Hay quien ha dicho que «el buen humor constituye las nueve décimas partes del cristianismo». Bien, no es así exactamente; pero vale la intencionalidad o el trasfondo de una tal afirmación. «La tristeza, para el demonio», decía san Francisco de Asís.
Ha habido –y hay–, desgraciadamente, ciertas corrientes de espiritualidad incubadas por directores espirituales severos, que provocan ansiedad en el corazón de sus dirigidas. Les diría lo que escribió san Francisco de Sales, otro alegre santo:
–La ansiedad y la amargura son la ruina de la devoción.
Se quejó Teresa de Jesús a Jerónimo Gracián de ciertos prelados pesados que abrumaban a sus monjas. No hacían visitas sin levantar actas y dejaban a las monjas sin recreación el día que comulgaban. Gloso la respuesta de Teresa para que se entienda mejor en el lenguaje de hoy:
—Pues que se queden ellos sin recreación todos los días puesto que dicen misa cada día. Si los sacerdotes no guardan esto, ¿por qué lo han de guardar nuestras queridas monjas?
La respuesta es de un sentido común aplastante.
Mujer que es también humor:
—No era amiga de gente triste— dirá Ana de San Bartolomé, su secretaria—, ni lo era ella ni quería que los que iban en su compañía lo fuesen.
Ni le gustaban los tristes santos. No utilizó esa expresión conocida de san Francisco de Sales: «Un santo triste es un triste santo», pero se le asemeja cuando dice:
—Dios me libre de santos encapotados.
¿Qué quiere decir Teresa de Jesús por encapotado? Encapotado es sinónimo de borrascoso, nublado, cubierto, cerrado, oscuro… frente a lo que es claro y despejado. O también, cubierto con el capote y puesto el rostro ceñudo y con sobrecejo.
Aunque nadie nos podrá privar de la cruz de cada día, el gozo de Dios debe presidir el rostro de todo buen creyente. «Un espíritu alegre –repetía continuamente san Felipe Neri– llega a la perfección con mayor rapidez que cualquier otro».
Los tiempos no son propicios, es verdad. Pero no olvidemos el dicho de Jesús, que han sabido captar los santos más perspicaces: cuando nos ronde la tristeza o el dolor, cuando la cruz pese más de la cuenta por dentro del alma, lavemos la cara y sonriamos a la gente que se cruza en nuestro camino. Y si no sabemos cómo, tal vez nos sirva aquella plegaria aparecida en la inscripción de Nabonid, padre del rey Baltasar, allá por el año 555 antes de Jesucristo: «Concédeme, ¡oh, Dios!, un gozo grande, a fin de que pueda servirte mejor».
Y demos gracias a Dios. ¿Sabéis? No hay cosa peor para un ateo que sentirse agradecido y no saber a quién dar las gracias.

martes, 18 de febrero de 2014

Con perdón, Santidad

El papa Francisco acaba de renovar su pasaporte y DNI argentinos. El 14 de febrero, después de recibir en la Plaza de San Pedro a miles de novios, se trasladó a la sede diplomática de la Argentina, donde le tomaron las huellas dactilares, la foto y la tramitación de los documentos. Según el ministro del Interior argentino, Florencio Randazzo, «Su Santidad se comunicó con Juan Pablo Cafiero, nuestro embajador ante el Vaticano, y le informó que quería seguir viajando por el mundo con el pasaporte argentino, por lo que el viernes a través del centro digital que tenemos funcionando en Roma se inició su trámite».
Y destacó el ministro:
–Este nuevo gesto del Papa para con nuestro país nos llena de orgullo, ya que a pesar de poder contar con un pasaporte expedido por el Vaticano, eligió renovar su pasaporte y tramitar el nuevo DNI para viajar por el mundo en su tarea de máximo representante de la Iglesia Católica con un documento de viaje como el de cualquier ciudadano argentino.
A mí me encanta los gestos de este Papa, múltiples, sencillos, cercanos a la gente, etcétera. Pero, qué queréis que os diga. Este último gesto, que ha sido resaltado en la prensa católica y tomado con regocijo, me parece a mí un gesto absolutamente fútil, con perdón, Santidad.
Si es que piensa jubilarse a los 80 años y marcharse a una parroquia pobre de Buenos Aires a vivir los últimos años de su vida, pues bien. Pero eso que dice el ministro argentino de que desea viajar por el mundo como un argentino más, me parece una tontería.
Francisco es el Papa de la Iglesia Católica y nunca podrá viajar como un servidor, cura de la gleba. Cuando viajo en avión, acudo al mostrador del aeropuerto, consigno mi maleta, recojo el billete de embarque, paso por el detector de metales y el control de pasaportes, acudo a la sala de espera, me pongo en la cola para entrar en el avión, etc, etc. Y al llegar a la nación que sea, tengo que hacer a la inversa exactamente lo mismo: recogida de maleta, control policial y demás…
Cuando el papa Francisco viaje –y lo va a hacer ya mismo a Israel, donde las medidas de seguridad son especialmente exhaustivas– no pasará por ningún detector de metales ni acudirá por su maleta ni será cacheado en la aduana. Será recibido a pie de avión por el presidente de la República correspondiente y en coche blindado saldrá del aeropuerto a cumplir el programa establecido. Lleve pasaporte argentino o lleve, como debe de llevar, pasaporte vaticano. Porque el Papa es también jefe de Estado, de un Estado pequeñísimo, el más enano de los Estados del mundo, pero con una significación espiritual y moral apreciable en todas las esferas. Un pasaporte que ostenta la pequeña población que tiene ciudadanía vaticana, más los cardenales, nuncios y cuerpo diplomático de la Ciudad del Vaticano.

viernes, 14 de febrero de 2014

A un año del papa Francisco

Con los años, confieso que me he hecho bastante conservador, y me atrevería a decir que algo tolerante. Porque también deseo que sean tolerantes con mis defectos. Mirados los papas de mi vida, desde Pío XII hasta Francisco, los veo a mis años con ojos de misericordia. Cada uno en su momento histórico ha dado de sí la talla de un hombre de Iglesia. Aunque confieso con perdón que tan solo Juan Pablo II me sacó no pocas veces de mis casillas, y no por su gestión exterior, sino por asuntos internos de la propia Iglesia: ciertas beatificaciones, inclinación especial hacia un instituto religioso... ¡Y con un genio!… Que lo diga mi querido cardenal Bueno Monreal, a quien echó de su despacho, o el mismo Tarancón, que salió cierta vez del Vaticano con un rapapolvo de mil demonios en el cuerpo y tuvo que decirle al chófer que lo llevara fuera de la Ciudad Eterna a respirar el aire de los pinos romanos y reflexionar durante unas horas. Pero dejemos esto y vayamos a lo que es actualidad. Es decir, el año transcurrido desde la renuncia profética de Benedicto XVI al papado y el ciclón nuevo que ha entrado en el Vaticano con el papa Francisco.
Son no pocas las voces que quieren contraponer en uno u otro sentido las disparidades entre ambos, no solo de carácter, son también de doctrina. Y en ello bien está recordar la carta que Hans Küng, l’enfant terrible de los teólogos modernos, ha recibido de su viejo compañero de cátedra, donde Ratzinger habla de su relación con el papa Francisco:
–Estoy agradecido de poder tener una gran identidad de miras y una amistad de corazón con el papa Francisco. Hoy veo como mi única y última tarea sostener su Pontificado en la oración.
Pienso que no hay contraposición entre ambos ni cortocircuito, sino relevo en la Sede romana sin solución de continuidad. Benedicto es un teólogo, Francisco es un pastor que huele, como él dice tan gráficamente, a ovejas. El uno es europeo; el otro viene de allende los mares, de la lejana Argentina. El uno es teutónico, cabeza pensante; el otro es latino, espontáneo y campechano. Pero esto va con el carácter de cada quien. Y con ello se enriquece también la Iglesia.
En el último cónclave, el cardenal Rouco, por ejemplo, que estudió en Munich y habla y especula, yo creo, como un alemán, pensó que la Iglesia necesitaba nuevamente de un teólogo y por ello votó por Angelo Scola, arzobispo de Milán, mientras que Carlos Amigo votó por Francisco, en cuanto yo he podido saber.
Esa diversidad de carismas es bueno en la cúspide de la Iglesia. Lo mismo ocurrió en mis años juveniles. A Pío XII, hierático, con una cabeza muy bien amueblada, con dominio de lenguas y de saberes, le sucedió un rechoncho Juan XXIII, que a todos pareció en un principio que solo era el cura zapatones del pueblo. Y sin embargo…
Hay una anécdota que no me resisto a contar. Cuando llegó al pontificado Juan XXIII, pidió de los archivos secretos que le llevaran el informe que la Curia romana tenía elaborado sobre él. Lo leyó y lo devolvió. No así Pío XII, quien retiró de los archivos su propio expediente.
Y es que en el fondo –así es la vida– todos estamos fichados. Bueno Monreal tenía una carpeta para cada cura. Y en el Vaticano pasa lo mismo con los obispos del mundo. Pero esto ocurre en las mejores familias: partidos político, etc.
Es curioso ver qué cosas escriben los nuncios a Roma, los partes cifrados que llegan a la Secretaría de Estado. Pero solo se pueden ver cuando ya son historias añejas, los que pasan de los ochenta para arriba cuando se abren los archivos de un papa. Para mí fue divertido ver qué cosas se decía en esos informes de los arzobispos sevillanos del siglo XIX. Al cardenal Luis de la Lastra, tan rechoncho él, que cuando pontificaba en el altar mayor de la catedral, lo tenían que aupar por las escaleras, le llegó una severa admonición porque en cierto Corpus Christi, yendo tras la custodia en procesión por la calle Sierpes, cayó tal tormenta, que el cardenal se refugió en un casino y dejó la custodia abandonada en la calle, porque huido el pastor desaparecieron también las ovejas. Roma le amonestó severamente, porque el soldado no puede abandonar su puesto de vigilancia. Y tantas, y tantas cosas más…
No sé si el papa Francisco ha leído el dossier a él reservado en la Curia. Porque también ha tenido su expediente como arzobispo de Buenos Aires. ¡Ya me gustaría echarle un vistazo a los informes que el nuncio en Argentina Adriano Bernardini, hombre del cardenal Sodano, le enviaba cuando era secretario de Estado con Juan Pablo II y también con Benedicto XVI! No muy halagadoras, pienso.
Juan XXIII eligió el nombre de Juan porque quería imitar al Bautista. ¿También en su martirio? El papa Francisco ha elegido el nombre del Poverello, porque piensa, y lo está cumpliendo, que debe seguir su senda de pobreza ante el mundo.

domingo, 9 de febrero de 2014

Sin Nihil obstat

Hace unos días encontré en Internet una alusión a mi persona. Una señorita, o quizá señora, llamada María, dejaba escrita la siguiente pregunta en uno de esos consultorios religiosos:
–Me recomendaron un libro cuyo título me puso en guardia: «El hombre de Teresa de Jesús, Jerónimo Gracián», escrito por un tal Carlos Ros. Quisiera estar segura que es una lectura aprobada por la Iglesia.
La respuesta del consultor comenzó de forma un tanto inquietante.
–Desafortunadamente –contesta– ya la Iglesia no aprueba o desaprueba los libros.
Pero luego el buen hombre se ha debido documentar algo y continúa:
–El sacerdote y periodista sevillano Carlos Ros se ha atrevido a contarnos la vida de los dos grandes místicos carmelitas, santa Teresa de Jesús («Teresa de Jesús, esa mujer») y san Juan de la Cruz («Juan de la Cruz, celestial y divino»). No son dos biografías científicas, pero su autor ha pretendido apoyarse, en la medida de lo posible, en documentos históricos que nos ofrecen una imagen real (y, por tanto, no falseada) de aquellos dos grandes personajes de la historia religiosa española. Las notas al final de cada uno de los escritos así lo certifican.
Gracias he de dar a este consultor religioso por aclarar a la señora o señorita María que el tal Carlos Ros se ha atrevido a contar las figuras de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Bien es verdad, según le aclara, que no son biografías científicas, pero en la medida de lo posible ha intentado este autor, que soy yo, a valerse de documentos históricos y a ofrecer una imagen real y no falseada de ambos santos.
¡Caray!, con perdón.
El tal Carlos Ros –como dice la señora o señorita María– no ha contado los libros que ha escrito –tengo esa apatía, ya a mi edad–, pero pasan de los sesenta. Ninguno de ellos ha pasado el Nihil obstat de la iglesia, abreviatura de la expresión latina nihil obstat quominus imprimatur, es decir, no hay impedimento para que sea impreso, dada por el censor, cosa ya obsoleta. Tras el Nihil obstat aparecía el imprimi potest del vicario general o del obispo. Pero esto estaba reservado a los libros que se referían a la teología y moral católica. Y yo escribo de historia.
En cierta ocasión, tuve una discusión epistolar con un escritor acerca de cierto pasaje referido a un personaje sevillano. Se apoyaba en una biografía, cuyo autor confesaría después haberse equivocado al leer o interpretar un texto antiguo. En la discusión con mi oponente escritor, ponía como argumento final de su alegato que el libro tenía los plácemes de la Iglesia puesto que llevaba el Nihil obstat correspondiente. Hube de aclararle, no sé si con fortuna, que el censor solo certifica que el tal libro no contiene nada que atente a la doctrina o a la moral y costumbres de la Iglesia. Pero el buen censor no puede pontificar sobre los hechos históricos cuya responsabilidad recae exclusivamente en la sagaz interpretación de los textos del autor. Porque la Historia se apoya en documentos, ya que no podemos resucitar a los muertos para preguntarles si ello es cierto o no.
Podría decirle a la tal señora o señorita María o a su consultor religioso, si hubiera acudido a mí directamente, que no se preocupasen. Creo merecer la ortodoxia de mis escritos sin necesidad de pasar por censuras ajenas. Por desaparecer, ya ha desparecido también de la Iglesia, gracia a Dios, el Índice de Libros Prohibidos, que ha perdurado hasta los tiempos del Concilio Vaticano II. Aunque todavía por desgracia quedan ciertos rictus en algunos episcopados –llámese por ejemplo el español– en el que aún se usan unas admoniciones, unos tics, que espero que con los nuevos aires del papa Francisco pasen a mejor vida.
 Pero quiero recordar aquí la censura sufrida por mi compañero de estudios y gran amigo, el teólogo gallego Andrés Torres Queiruga, por parte de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe de la Conferencia Episcopal Española hace tan solo un par de años. Hubo sus quejas y entre ellas la de los compañeros de curso de la Universidad de Comillas. En una carta, dirigida a la Conferencia Episcopal, nos quejamos de tales procedimientos de censura:
–No nos parecen procedentes las censuras ni las condenas. Cuando estudiábamos Teología en Comillas se celebraba en Roma el Concilio Vaticano II y en él brillaron no pocos teólogos que anteriormente habían recibido trabas en su labor investigadora. Y no digamos a lo largo de la Historia de la Iglesia. Recordamos ahora tan solo el caso de Rosmini (+1855). En 1849, dos de sus obras fueron puestas en el Índice de Libros Prohibidos, y sin embargo modernamente ha sido rehabilitado e introducida su causa de beatificación. Creemos que necesitamos una Iglesia fraternal y no de censura. Nos parece que esta Notificación, injustamente crítica con nuestro compañero Andrés Torres Queiruga, no responde ni a lo que pide la fraternidad eclesial ni al apoyo que merece una dedicación tan constante, seria y responsable a pensar teológicamente la fe.
En fin, cosas de la vida. He de decirle a la señora o señorita María que escribo cosas muy bonitas de Teresa y de Juan de la Cruz y también de las perfidias de frailes que trataron de hacerles la vida imposible.
Lo siento por un vicario general que tuve. Desaconsejaba mi libro «Los Arzobispos de Sevilla. Luces y sombras de la Iglesia hispalense», porque contaba no solo las luces, sino también las sombras. Por ejemplo, los hijos que ciertos arzobispos medievales tuvieron. Este libro de los arzobispos –por si a la señora o señorita María se le antoja adquirir– no tiene, como es de suponer, Nihil obstat alguno.

martes, 4 de febrero de 2014

Las tetarras

Siento que este viejo mundo está bastante disparatado. Pero tal vez sea solo la visión distorsionada de un cura más que maduro que contempla con asombro por ese cacharro de la tele las cosas que pasan por ahí. Últimamente, por referirme solo a un hecho, recojo la hazaña protagonizada hace dos días por unas chicas despelotadas a la puerta de una iglesia de Madrid cuando el cardenal Rouco entraba en ella. Le tiraron bragas manchadas de rojo; una incluso le dio en la cara. En los pechos en ventolera de estas jóvenes aparecían consignas escritas a favor del aborto libre. Y lanzaban gritos de «el aborto es sagrado». ¡Qué sabrán estas niñas qué es sagrado y qué es profano o laico! Como dice mi amigo Antonio Burgos, eran «las tetarras de Femen con pelos en los sobacos».
En ese cajón de sastre que es internet he visto con cierto estupor una página –que me ha señalado mi amigo Antonio Ríos– donde escriben quienes se dicen «cuerpos feministas laicos». ¡Toma ya! Y comienzo a leer a tan ilustres y lustrosos cuerpos laicos. Dicen por ejemplo:
–Para el cristianismo la mujer no tuvo alma hasta el año 585, en el segundo sínodo de Macon, salvo la Virgen María, que siempre ha habido clases.
En verdad, hice toda una licenciatura en teología en mis años jóvenes y hete aquí que no topé con semejante aseveración. ¡Gracias, féminas laicas, por vuestra aportación esclarecedora a mi supina ignorancia!
Y dicen más cosas sobre la mujer, sobre el matrimonio, sobre el aborto, sobre las condenas papales. Al parecer, los papas, en estos veinte siglos, no han hecho otra cosa que condenar y condenar.
Por ejemplo, dicen ellas:
–San Pío X, ya en el siglo XX como era santo, prohibió el tango (por lascivo), las patatas (bajo tierra-infierno) y el tabaco, cosa que no hacen ahora, aunque en 2005 Joseph Ratzinger ya condenó a Harry Potter.
Gracias de nuevo. ¡Tantos años de estudios eclesiásticos y sin saber que teníamos prohibidas las patatas, con lo buenas que están con un par de huevos fritos y chorizo de mi pueblo! ¡Unas patatas que vinieron de América y libraron de la hambruna secular a los países de Europa! Si el tango está prohibido por lascivo, el papa Francisco está en grave pecado, porque él mismo ha confesado que lo bailó en su juventud. Pero supongo que ya se habrá arrepentido de este mal paso. Lo del tabaco, eso sí que no. Que san Pío X haya condenado el tabaco, cuando él fumaba, me parece una incongruencia. Estas nenas podían haber puesto por ejemplo a su antecesor, León XIII, que no fumaba, o a cualquier otro. ¡Puestas a decir tonterías han ido a escoger el Papa que precisamente confesó en vida que fumaba e incluso al tiempo de su proceso de canonización fue una de las pegas que puso el que entonces se llamaba abogado del diablo! Y queda lo de Ratzinger. ¡Eso de condenar a Harry Potter! Se lo preguntaré cuando lo vea.
Y falta el colofón final:
–En el siglo XIX la Iglesia católica perdió a la clase obrera por colocarse al lado de los patronos y condenar las revoluciones que luchaban por una sociedad más justa. En el siglo XX perdieron a los jóvenes e intelectuales por adoptar posturas filosóficas y culturales integristas y antimodernas. En este siglo XXI, si no abandonan la senda patriarcal perderán también a las mujeres.
Viniendo de unas mujeres feministas laicas, se agradece esta llamada de atención. Así que, ánimo la clerecía joven, que yo estoy de jubilación permanente, atención papa Francisco, atención Iglesia: ¡ya que hemos perdido a la clase obrera y a los hombres, por favor, que no perdamos también a las mujeres! Nos lo dicen unas feministas. Hagámosle caso. Aunque luego se despeloten, echen las tetas al aire, y digan que sus limones y sus… –perdón, eso– son «sagrados» para ellas.
¡Qué mundo, Señor!

sábado, 1 de febrero de 2014

La disidencia tiene un precio

He leído recientemente una entrevista al que fuera obispo de Málaga, don Ramón Buxarrais, que desde su renuncia en septiembre de 1991 es capellán de La Gota de Leche en Melilla, donde atiende a niños y ancianos. La periodista le hace una pregunta incisiva:
–¿Se arrepiente de haber abandonado sus privilegios de obispo?
Y Buxarrais le contesta:
–No. Me arrepiento de haber sido obispo.
No me extraña –yo que lo conocí bien y llegamos incluso a intimar– esta sincera respuesta. Recuerdo lo que decía con esa su cachaza maña el cardenal Bueno Monreal–también de gratísimo recuerdo para mí–, que su elevación al episcopado no se debía al Espíritu Santo sino a su tío, sacerdote influyente en los años 40 en la Rota de Madrid. También he conocido obispos de otro pelaje: algún carrerista de escalafón, que por ahí anda bien situado, o aquel ingenuo religioso a quien llamó el nuncio para anunciarle que lo iba a nombrar obispo.
–Piénsalo durante una semana –le dijo.
Y el buen fraile le respondió con sinceridad:
–¡Para qué vamos a esperar una semana, señor nuncio, le digo ya que sí!
O aquel que marcha a Roma y su madre, inocente, decía a la parentela:
–Mi hijo ha ido a Roma a estudiar para obispo.
No es mi caso, puedo decir que yo estudié en Comillas y en Roma y ni siquiera en mi larga vida he llegado siquiera a párroco. Tal vez porque soy un sujeto perdido. Pero volviendo a Buxarrais, recojo una carta que escribí en la Hoja «Iglesia de Sevilla» del 29 de septiembre de 1991, cuando yo era su director. La reproduzco a continuación. He de confesar que quince días después, casualidad de la vida, abandoné la dirección de la Hoja y me fui a mi casa.
Decía a don Ramón Buxarrais en esa carta:
«Ahora que vuelve a la infantería del clero, capellán de un orfanato o algo así de Melilla, le escribo esta carta, don Ramón Buxarrais, ex obispo de Málaga, con todo el corazón, que me parece no le escribo desde hace lo menos tres años cuando nuestras relaciones se enfriaron un tanto. Pero hete aquí, que no ha mucho, días antes de ese bombazo que usted acaba de dar (eso de dejar la mitra es muy serio; hace falta tener redaños para hacerlo), nos dimos el abrazo de la paz en el patio del palacio arzobispal de Sevilla. Venía su excelencia, perdón, usted, en traje de camuflaje, o séase, de paisano total, y ello me agradó, aparte de que soportar Sevilla a estas temperaturas con capisayos episcopales se las trae. Y recordé, después de nuestra rantrée, que, de los muchos obispos que he conocido, tan sólo usted me invitó un día a comer en un restaurante de Málaga, de mantel corriente y servilleta de papel, pagando religiosamente de su bolsillo. Tenía yo la impresión, y la sigo teniendo, de que los obispos, como los ministros, no llevan nunca dinero en la faja. Y ahora, mi querido Buxarrais, don Ramón, me sale con la sorprendente noticia en la prensa -todo se hace hablilla en el mundo clerical y exterior- de que deja el anillo episcopal de Málaga y se recluye como simple capellán de un sanatorio. Porque la cosa va de sorpresa. Días antes de su baculazo, el obispo de Palencia, don Nicolás Castellano, dio una espantada que le ha llevado a los altiplanos de Bolivia a experimentar la teología de la liberación.
«Andaba yo en ello, empeñado en emplear este espacio a ese hecho singular del obispo palentino cuando más hacia el sur, cercano a casa, me sale usted con un gesto similar. Estaba por llamar al nuncio y preguntarle si esto es una fiebre y hemos de aguardar nuevas sorpresas o en vosotros dos, obispos de Palencia y Málaga, se rompe el molde. Pero me parece bastante serio el nuncio y no sé si comprendería el humor con que por aquí abajo, en esta tierra nuestra, se suelen hacer estas cosas. Aparte de que ya andará meditando quién coloca en Málaga, o en Guadix, por señalar tan sólo las diócesis andaluzas ahora vacantes. Aquí, que no somos xenófobos -por algo le hemos acogido a usted que es catalán, y no le ha ido mal después de todo- no pretendemos que sea andaluz el que le sustituya. Eso, visto el panorama de nombramientos en este último siglo, sería casi un milagro. La Nunciatura los prefería vascos, ahora ya menos, y los prefiere ahora valencianos, con una veintena de obispos en el episcopado español actual, dos de ellos en Andalucía, el de Huelva y el de Jaén, que da la impresión de que en el Seminario de Valencia no estudian para curas sino para obispos. Espero que el señor nuncio, si le es posible, consuma producto andaluz, que lo hay de buena calidad; y si no le es posible, por aquello de que el Espíritu Santo le inspire otra cosa -qué le vamos a hacer, resignación- los de Málaga se tendrán que conformar con un valenciano. Aunque sería bueno que se consultara al clero malagueño y también, por qué no, al obispo dimisionario, que anda, según leo en la prensa, en una casa de las Hijas de la Caridad de Melilla.
«Don Ramón, se me acaba el papel. Adiós, hasta siempre. Me dicen que ha dimitido por falta de salud. Yo le saludé días antes de esta salida patas por alto y le vi delgado, eso sí, pero en forma. Cansa la mitra, no cabe duda, y cansa Roma. De cura a cura, ahora que vuelve de facto al pelotón de infantería, mi abrazo cordial en el Señor.»
Han pasado veintidós largos años de esto. Buxarrais marchó a Melilla como capellán y yo marché a mi casa, a mis cincuenta años, en jubilación anticipada. Desde entonces no he tenido en la diócesis de Sevilla cargo pastoral alguno. Ya decía Blanco White, también clérigo hispalense, que la disidencia tiene un precio y yo la he asumido en aras de mi libertad.