miércoles, 29 de agosto de 2018

Manuel Machado, el poeta olvidado


Nació Manuel Machado en Sevilla el 29 de agosto de 1874 en la calle de San Pedro Mártir, en el barrio de la Magdalena, primer fruto del matrimonio de Antonio Machado Alvarez, Demófilo, y Ana Ruiz, hija de un pastelero de Triana. Pronto cambiaron de residencia y pasaron a vivir al palacio de las Dueñas, de los duques de Alba, ya que en 1875 nace ahí su hermano Antonio.
La obra poética de Manuel Machado se ve condicionada un tanto por la de su hermano Antonio. Como si Manuel pareciese solamente el hermano de su hermano. Pero el tiempo justipreciará su poesía como en los momentos actuales se valora la de Antonio. Para mí he de decir que tanto monta la poesía de Antonio como la de Manuel.


Si en la juventud les unió en las calaveradas y amoríos, que pinta Manuel, al final de sus días los separó la maldita guerra civil. Manuel en un bando y Antonio en el otro. Los dos hubieron de plegarse a las exigencias del momento y poesías hay de ambos que bien hubieran querido se borrasen de las antologías. Antonio murió en el exilio. Pasada la frontera francesa, cae enfermo en Colliure, pueblecito de la costa mediterránea cercano a España, donde muere envejecido y agotado el 22 de febrero de 1939. Tres días más tarde, muere en el mismo lugar su madre, que es enterrada junto al poeta. Manuel muere en Madrid en enero de 1947.
Recojo un manojo de sus poesías: su retrato, Andalucía y cantares.

Su retrato:

Esta es mi cara y esta es mi alma. Leed:
Unos ojos de hastío y una boca de sed...
Lo demás... Nada... Vida... Cosas... Lo que se sabe...

Calaveradas, amoríos... Nada grave.
Un poco de locura, un algo de poesía,
una gota del vino de la melancolía...

¿Vicios? Todos. Ninguno... Jugador, no lo he sido:
no gozo lo ganado ni siento lo perdido.
Bebo, por no negar mi tierra de Sevilla,
media docena de cañas de manzanilla.
Las mujeres... sin ser un Tenorio –¡eso, no!–
tengo una que me quiere, y otra a quien quiero yo.

***

Me acuso de no amar sino muy vagamente
una porción de cosas que encantan a la gente...
La agilidad, el tino, la gracia, la destreza;
más que la voluntad, la fuerza y la grandeza...
Mi elegancia es buscada, rebuscada. Prefiero,
a lo helénico y puro, lo chic y lo torero.
Un destello de sol y una risa oportuna
amo más que las languideces de la luna.
Medio gitano y medio parisién –dice el vulgo–,
con Montmartre y con la Macarena comulgo...
Y, antes que un tal poeta, mi deseo primero
hubiera sido ser un buen banderillero.

***

Es tarde... voy de prisa por la vida.
Y mi risa es alegre, aunque no niego que llevo prisa.

Andalucía:

Cádiz, salada claridad. Granada,
agua oculta que llora.
Romana y mora, Córdoba callada,
Málaga cantaora.
Almería, dorada.
Plateado, Jaén. Huelva, la orilla
de las tres carabelas.
                                                  Y Sevilla.

Cantares:

       Vino, sentimiento, guitarra y poesía
hacen los cantares de la patria mía...
Cantares...
Quien dice cantares, dice Andalucía.
       A la sombra fresca de la vieja parra
un mozo moreno rasguea la guitarra...
Cantares...
Algo que acaricia y algo que desgarra.
       La prima que canta y el bordón que llora...
Y el tiempo callado se va hora tras hora.
Cantares...
Son dejos fatales de la raza mora.
       No importa la vida, que ya está perdida;
y después de todo, ¿qué es eso, la vida?...
Cantares...
Cantando la pena, la pena se olvida.
       Madre, pena suerte, pena, madre, muerte,
ojos negros, negros, y negra la suerte...
Cantares...
En ellos el alma del alma se vierte.
       Cantares. Cantares de la patria mía...
Cantares son sólo los de Andalucía.
Cantares...
No tiene más notas la guitarra mía.

domingo, 26 de agosto de 2018

Papa Albino Luciani, 40 aniversario


Plaza de San Pedro 26 de agosto de 1978. Sobre las seis de la tarde, la multitud que llena la plaza –y yo en ella– mira ansiosa la chimenea del cónclave a la espera de que lance “fumata bianca o nera”. Y lo que salió por esa chimenea fue un humo tan dudoso que nadie sabía decir si era blanco o negro.
Era la cuarta votación y segunda fumata; no parecía posible que hubiese ya Papa en un cónclave que se había encerrado la tarde anterior y donde ningún cardenal entró con vitola de papable. Los periodistas españoles, con los que conversaba, pensaron que el humo era negro y hubo cierta dispersión de la gente. Yo decidí acompañar a mi viejo párroco de San Pedro de Sevilla, don Francisco Cruces, que se había acercado por primera vez a Roma, para enseñarle algo de la ciudad. Lo llevé a la Piazza Navona, no lejos del Vaticano. Estando ya en ella, oímos el sonar de las campanas del Vaticano y a una señora que con una radio en mano nos dijo que ya había Papa. Corrimos hacia San Pedro, pero al llegar ya se había cerrado el balcón de la logia central de la basílica desde donde el nuevo Papa saludó al pueblo de Roma. No lo vería hasta el día siguiente, domingo, a las 12 del mediodía.


 Se llamaba Albino Luciani, patriarca de Venecia. Tan nuevo su nombre que los periodistas no italianos tenían que rastrear algo de su vida para llenar la primera crónica de sus periódicos. Acudí a la Sala Stampa, sala de prensa del Vaticano, y ayudé a José María Javierre, en ese momento enviado especial del diario “Ya” de Madrid. A su lado, José Luis Martín Descalzo escribía para “ABC”.
Supimos que el nuevo Papa, por nombre Juan Pablo I, tenía escrito un libro reciente titulado: “Illustrissimi”. Había que encontrarlo. Corrí al Colegio Español y supe que lo tenía Cipriano Calderón, que con el tiempo llegaría a ser director de “L’Osservatore Romano” en español y arzobispo titular de Tagora y vicepresidente de la Pontificia Comisión para América Latina. Volví con el libro a la Sala Stampa y mientras Javierre escribía su crónica, yo traduje ciertos párrafos del libro, para que acompañase en recuadro la crónica de José María. Al lado, Martín Descalzo se nos quejaba de que en “ABC” no disponía de tanto espacio para su crónica como Javierre disponía de la suya en el “Ya”.
Aquella noche, después de la cena en el Colegio Español, paseamos por el jardín frontero del edificio con los cardenales Tarancón y Bueno Monreal, que acababan de salir del cónclave. Tratábamos de sonsacarles algo, pero no hubo manera. Uno y otro guardaban un mutismo sepulcral de lo acontecido en las veintiséis horas que duró el cónclave. Quien se despidió primero fue Tarancón, con habitación a la fachada del Colegio, y se dio al teclado de su máquina de escribir, costumbre de llevar siempre un diario de los acontecimientos del día. He ojeado ahora su libro póstumo “Confesiones”, por ver si recogía algo de ese momento. Pero ni siquiera cita a Juan Pablo I.
A pesar de su silencio, Tarancón tuvo un papel especial en la elección de Luciani. Tras la segunda votación y ante el peligro de que saliera el cardenal Siri, integrista, reunió tras la comida a varios cardenales en su habitación –entre ellos Suenens, Alfrink, Koenig, Cordeiro…– y les propuso la figura del patriarca de Venecia, al que solo achacaban que era “un hombre tímido”. Esperaban conseguirlo al tercer día, después de sucesivas votaciones. Resultó elegido, sin embargo, esa misma tarde.
33 días después, ya en Sevilla, encendí la radio muy de mañana y oí que el Papa Luciani había muerto. Consternación. Habrá nuevo cónclave. Y se dio el caso insólito en solo tres meses de tres Papas en el Vaticano: Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II.
El Papa Luciani pasó su breve pontificado con el apelativo de “Papa de la sonrisa”. Y desgraciadamente, con la secuela de una muerte extraña, levantada por el escritor británico David Yallop en un libro escandaloso, que tituló “En nombre de Dios. Investigación sobre el asesinato de Juan Pablo I”.
Ahora, a los cuarenta años del breve papado de Albino Luciani, las librerías de Roma se han llenado de nuevos libros sobre su figura. He contado hasta diecisiete, aparecidos recientemente en italiano sobre la figura de este “Papa de la eterna sonrisa”. Tan solo he leído el de Stefana Falasca, “Papa Luciani. Cronaca di una morte”, con prólogo del secretario de Estado, cardenal Pietro Parolin.
Stefana Falasca, vicepostuladora de la Causa de beatificación y canonización de Albino Luciani, muestra una serie de documentos inéditos hasta ahora sobre la muerte del Papa, con testimonios de los médicos y de los propios familiares del pontífice, que no estaban al alcance público hasta ahora. Luciani sintió la misma noche de su muerte, poco antes de la cena, una indisposición. En un informe de Renato Buzzonetti, primer médico que acudió al lecho de muerte del Papa, se habla del «episodio de dolor localizado en la parte superior de la región esternal, sufrido por el Santo Padre hacia las 19:30 del día de la muerte, prolongado durante más de cinco minutos, que se verificó mientras el Papa estaba sentado y preparado para rezar con el padre Magee y retrocedió sin ninguna terapia». Ante la desaparición del dolor, síntoma del problema coronario que esa misma noche le paró el corazón, no fue abierta la farmacia del Vaticano, no fue advertida sor Vincenza, enfermera del Papa, y no se alertó al médico del Pontífice, Antonio Da Ros. Fue el padre Magee quien ha contado ahora que fue el mismo Santo Padre el que no quiso advertir al doctor.
Lo del asesinato es muy novelesco y vende libros, pero habrá que ser serios y creer a los médicos que diagnosticaron la muerte como una “cardiopatía isquémica de arteroesclerosis coronaria”. En el comunicado de la Sala Stampa se dijo: “morte improvvisa riferibile a infarto miocardico acuto”.

martes, 14 de agosto de 2018

Asunción de la Virgen María


En la proclamación del dogma de la Asunción el 1 de noviembre de 1950, Pío XII fue el escultor que dio el último golpe de cincel en el tímpano que se venía cincelando desde siglos en las catedrales del mundo.
Representado está el misterio de la Asunción en la portada de la catedral de Senlis, en Francia. La Virgen María despierta de su «Dormición» del «Sueño de la muerte». Dos ángeles la ayudan a levantarse de su tumba funeraria mientras que otros cuatro, con sus alas desplegadas, la invitan a seguirles al cielo.


 Así, cincelada en piedra en la catedral de Senlis, se recoge desde el siglo XII la creencia ya generalizada en la Iglesia de siglos atrás de la Asunción de la Virgen María. Un dogma que, recogido en la Lumen Gentium del Concilio Vaticano II, dice así:
–Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser confirmada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte.
Esta fiesta, celebrada el 15 de agosto, está íntimamente unida a la fiesta del 8 de diciembre, Inmaculada Concepción. Principio y final de la vida. Para la Iglesia católica, María fue preservada, desde su concepción, de toda huella de pecado original y por tanto de sus consecuencias, entre otras de la muerte.
El Nuevo Testamento no cuenta nada de la muerte de la madre de Jesús. La última referencia se encuentra en los Hechos de los Apóstoles (1, 12-14). Están los discípulos reunidos en el Cenáculo después de la Ascensión de Jesús:
–Entonces regresaron a Jerusalén desde el monte llamado de los Olivos, que está cerca de Jerusalén a la distancia de un camino permitido el sábado. Y cuando llegaron subieron al Cenáculo donde vivían Pedro, Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago de Alfeo y Simón el Zelotes, y Judas el de Santiago. Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y con María, la madre de Jesús, y sus hermanos».
San Pablo no menciona a María en ninguna de sus cartas. En la época patrística, no hay una preocupación especial por el fin de la vida terrena de la Virgen María. Sólo hay una alusión de Epifanio de Salamina (315-403), obispo bizantino, que afirma en su Carta a los cristianos de Arabia no haber oído hablar nunca de una tumba de María en Jerusalén ni después de su muerte. Invitando a sus lectores a volcarse en las Escrituras, afirma: «No encontrarán nada sobre la muerte de María: si ha muerto o no ha muerto; si ha sido enterrada o no lo ha sido».
La preocupación primera en la época patrística era precisar bien que Jesús era verdaderamente Dios. Reunidos 300 obispos en el Concilio de Nicea (325), hicieron frente a Arrio, sacerdote de Alejandría, que pretendía que el Hijo no era Dios y no tenía su misma naturaleza. Se definió que el Hijo, verdadero Dios, es consustancial al Padre. En el Concilio de Constantinopla (381) se proclamó que el Espíritu Santo procede del Padre y recibe con el Padre y el Hijo una misma adoración y gloria. Será en el Concilio de Éfeso (431) cuando se afirme que María es la «Theotokos», es decir, la Madre Dios. También en los concilios de Calcedonia (451) y II de Constantinopla (553), celebran a la Virgen María como Madre de Dios.
En el de Constantinopla se dice:
–Si alguno llama a la santa gloriosa siempre Virgen María madre de Dios, en sentido figurado y no en sentido propio... ese tal sea anatema.
La «Memoria de la Theotokos», celebrada en oriente, se convertirá en la «Fiesta de la Dormición» y en la «Asunción de María», celebrada el 15 de agosto ya en Jerusalén a principios del siglo VI.
En Roma, el papa Sergio I, a finales del siglo VII, en su «Liber Pontificalis» menciona la «Dormición de María», especificando las cuatro fiestas marianas celebradas en una procesión en Roma. Y en el «Sacramentario» del papa Adriano I (772-795), ya aparece la palabra «Asunción».
Una fiesta, como se ve, que aparece tanto en Oriente como en Occidente. María no ha sufrido la corrupción de su cuerpo y es la primera entre los mortales, en definitiva, que ha llegado al término del peregrinaje de la fe: asunta en cuerpo y alma.

sábado, 4 de agosto de 2018

La Niña del Milagro


Ana María Rodríguez Casado, natural de La Palma del Condado, con 18 años cumplidos el pasado 13 de marzo, conocida como la «Niña del Milagro» por el que fue beatificada la Madre María de la Purísima, acaba de ingresar en las Hermanas de la Cruz.
Al nacer tuvo una malformación de corazón compleja que exigió intervención quirúrgica para ponerle una fístula de 4 mm. Durante el postoperatorio, tuvo varias complicaciones porque la fístula no funcionaba bien. A los 13 meses, 16 de abril de 2001, le realizaron una nueva intervención quirúrgica que consistió –copio del informe médico– «el cierre de CIV y tubo valvulado de VI (pulmonar) a arteria pulmonar». Dos meses después, 11 de mayo de 2001, le colocaron un marcapasos definitivo.


 Ya en casa, su madre tenía que llevarla a control todos los meses para corazón y marcapasos y después cada seis meses. Aunque se resfriaba con frecuencia y a veces con bronquitis, la niña parecía crecer con normalidad. Pero el 24 de enero de 2004 –Ana María aún no había cumplido los cuatro años– le dijo a su madre esa noche:
–Mamá, me encuentro muy mal, muy mareada.
Y cayó hacia atrás, sin conocimiento, y sus ojos se pusieron en blanco y se cerraron.
–Me di cuenta que no respiraba –cuenta su madre.
La llevó al ambulatorio del pueblo…
–Mi hija llegó completamente morada. Creo que intentaron reanimarla, pero la niña no volvía en sí. El médico me dijo que aún tenía vida, que estaba muy grave y había que trasladarla urgentemente al Hospital Virgen del Rocío de Sevilla… 51 kilómetros que se me hicieron eternos.
Tras una exploración, le dijeron que la niña había sufrido un paro respiratorio debido a que el marcapaso no funcionaba. Intervenida de nuevo, le hicieron un cateterismo para ponerle un marcapaso provisional, hasta que la niña mejorara y entonces verían si le podían poner el suyo. Al día siguiente, 26 de enero, le pusieron el marcapasos definitivo.
La madre preguntó al neurólogo:
–¿Mi hija volverá a ser como antes?
–Secuelas le van a quedar –contestó el médico–, pero aún es pronto para diagnosticar, vamos a esperar a la próxima semana.
El 10 de febrero, antes de darle el alta, le hicieron unas pruebas de audición y visión.
La madre pregunta al médico:
–Si mi hija ve y oye, ¿cómo es que no sabe que yo soy su madre?
El médico le contesta:
–No te conoce porque, aunque ve, no sabe lo que está viendo.
Así, en estas condiciones, en brazos de su madre, la pequeña Ana María volvió a su casa. La madre se quejaba:
–Mi hija lloraba sin parar y no podía consolarla porque no me conocía, me ignoraba por completo.
A los dos días, una pareja de Hermanas de la Cruz llega a su puerta. La madre les cuenta su desconsuelo y ellas le dieron una estampa de Madre María de la Purísima, para que se encomendara a ella, pues quería mucho a los niños pobres y enfermos, y estaba haciendo muchos favores. La madre tomó la estampa y en un arrebato de nerviosismo se la pasaba a la niña por sus ojos diciendo:
–Tú eres la que tienes que curar a mi hija, si es verdad que eres Santa.
Pasaron solamente unos minutos, ya las Hermanas de la Cruz se habían marchado, cuando de repente, oyó la madre que la niña decía:
–¡Mamá Paloma!
La madre se volvió hacia su hija sin dar crédito a lo que había oído, y empezó a gritar:
–¡Ana María, hija!
La abuela creyó que su hija se había vuelto loca. Pero la madre comenzó a preguntar a la niña:
–¿Quién es esta?
–Abuela Dolores.
–¿Y esta?
–La tita Marita.
Conocía a todos los presentes. La niña dijo a su madre:
–Mamá, ponme de pie que quiero andar.
La bajó del carrito y comenzó a andar ante el asombro de todos. Abrazándose a su hija, mamá Paloma decía:
–Yo solo le había pedido que mi hija me conociera y ella me ha dado mucho más, no sólo ve, sino que anda y habla.
El padre, al volver del trabajo, se llevó la impresión de su vida y besaba la estampa de María de la Purísima con lágrimas en los ojos.
Este milagro, aprobado por Roma, sirvió para la beatificación de Madre María de la Purísima. El 27 de marzo de 2010, el papa Benedicto XVI promulgó el decreto de aprobación del milagro. La celebración tuvo lugar el 18 de septiembre de 2010 en el Estadio Olímpico de la Cartuja de Sevilla. Y en esta ceremonia de beatificación, hizo su primera comunión la «Niña del milagro», que ahora ha entrado de postulante, a sus 18 años, para ser Hermana de la Cruz.

jueves, 2 de agosto de 2018

Y las Hermanas de la Cruz comenzaron a caminar


Muy de mañana, al alumbrar el día, cuatro mujeres pobremente vestidas salen de una casita de la calle San Luis al vecino convento de Santa Paula. Van en parejas, y en silencio, que así será la costumbre de ahora en adelante. En Santa Paula oyen misa y comulgan del Padre Torres Padilla. Después, en lo hondo de sus corazones se consagran a Dios en el amor y servicio a los pobres.
Así, silenciosamente, sin repique de campanas, nace la Compañía de la Cruz. Era el 2 de agosto de 1875. Fiesta de Nuestra Señora de los Ángeles.


Angelita Guerrero se convierte en Sor Ángela de la Cruz. Ya se fir­ma así (Ángela de la Cruz) desde hace algún tiempo en sus escritos íntimos. Ahora el Padre Torres le confiere el título de Hermana Ma­yor, que ella rehúsa y transfiere a la Virgen María.
Doña Josefa de la Peña, la mayor del grupo, ha abandonado las re­des como los Apóstoles, confiada en el carisma de Angelita. Un día se la encontró Angelita por la calle y le dijo: «Ven, los pobres te necesi­tan», y lo dejó todo y la siguió, con harto disgusto de la familia. El di­nero que llevaba consigo de la venta de sus pertenencias sirvió para las primeras necesidades: el arriendo del cuartito de la calle San Luis, número 13, y la adquisición de unos cuantos cachivaches: una tosca mesita, varias sillas pobrísimas, un arca para guardar la ropa y unas esteras de junco para conciliar el sueño.
Y las dos Juanas: Juana María de Castro y Juana Magadán. Para evitar confusión, el Padre Torres mudó el nombre de la primera y la llamó Hermana Sacramento. Estas son las más jóvenes, también ellas tercia­rias franciscanas, entusiasmadas con el proyecto.
...Y la Compañía de la Cruz comenzó a caminar.
Recordemos de nuevo a las cuatro pioneras: Sor Ángela, Hermana Josefa, Hermana Sacramento y Hermana Juana. (Me resulta un misterio curioso que la fundadora sea «Sor» Ángela y sus religiosas sean llamadas siempre como «Hermana»… María del Redentor, por ejemplo, que está en Roma desde hace 50 años y con la que hablo con frecuencia por teléfono).
Al salir de Santa Paula, marcharon en parejas a cuidar enfermos.
Cuando regresaron al cuchitril de la calle San Luis, encontraron la despensa vacía. No tenían nada de comer. En ayunas, pero felices, pasaron el primer día. Como los pobres del barrio...
Extendieron las esterillas, sin desliar la última vuelta que serviría de almohada, y dando gracias a Dios durmieron felices.
Comienzan a sonar en Sevilla.
El cuartito con derecho a cocina de la calle San Luis sólo puede ser un lugar de tránsito. Está todo muy limpio, muy aseado, con una estampa colgada en la pared –no hay otra cosa– de la Virgen de los Dolores presidiendo aquella pobreza. Pero Sor Ángela sabe que si la Compañía de la Cruz ha de progresar necesita mayor espacio y acomodo.
Ay, ¿y el dinero?
Apenas recogen para subsistir y ayudar a sus pobres enfermos. Pero la fe es ancha: se ponen a buscar casa.
En la calle Hombre de Piedra, junto al Guadalquivir, en la feligre­sía de San Lorenzo, encuentran una a propósito. El primero de octu­bre ya duermen en la nueva casa. Dejaron en la calle San Luis los dos primeros meses de existencia, tiempo de tanteo y de despegue de la Compañía de la Cruz, y aquel pequeño tugurio, incapaz de servir a los objetivos inmediatos al naciente Instituto. Aquí cuentan además con el beneplácito de un magnífico sacerdote, todo un santo aplaudido por el barrio, don Marcelo Spínola, párroco de San Lorenzo. (Años después arzobispo de Sevilla y cardenal. Y desde 1987 beato).
Ya suenan en Sevilla, ya se oye hablar de ellas.
¿Quiénes son las Hermanas de la Cruz?, se pregunta la gente. Pronto Sevilla, cuando las conozca, les tomará cariño eterno.
La mejor habitación de la planta baja: para Oratorio, dice sor Ángela.
Sor Ángela está muy contenta con su nueva casa de la calle Hom­bre de Piedra.
A los pocos días de instaladas, las visitó una señora, de esas que gustan olisquear todo.
Sor Ángela le muestra la casa; y lo primero, el Oratorio.
–¿Qué le parece? –le preguntó a la señora.
–Sí, está bonito, pero muy pobrecito.
El desconsuelo brotó en las mejillas de Sor Ángela. «Esto me hizo comprender –se decía para sí– que aquello era demasiado pobre, que no estaba en condiciones para albergar a Nuestro Señor Sacra­mentado».
El pensamiento de Sor Ángela es bien claro. Ellas pobres, pero la capilla rica. Lo dejó escrito meses atrás en sus Papeles de Concien­cia cuando pergeñaba las líneas maestras de su Instituto:
–Se me representa un Oratorio no muy grande, con nuestra amadísima Reina en el altar, y después ya aquí se acabó la pobreza; todo lo más precioso y rico que pueda adquirir la Compañía lo pondrá a los pies de su Señora. Lo adornarán con flores abundantes, símbolo de las virtudes con las que estas hijas deben imitar a su Madre. Esta casa predicando pobreza, abnegación y penitencia, nos dice que sus moradores más parecen habitantes del cielo que de la tierra; y alentar en el Oratorio tan hermoso como se me presenta, se espera el premio de la gloria sin poderlo remediar.
Sor Ángela es así, con ese estilo sevillano de ser, que renuncia para sí a todo y lo ofrece a su Virgen. Sor Ángela sueña una Compañía en que sus hijas, las Hermanas de la Cruz, pobres ellas de solemnidad, se afanen a porfía por llevar «flores a María».
–Criarán flores no para recreo ni para distracción, sino para obsequiar a la purísima Reina de nuestro corazón; apenas abra una flor, se cortará para llevarla a los pies de su única dueña, privándose del gusto de ver la maceta o la rama con muchas flores, y en todas las macetas se escribirá el nombre de la Virgen para que esto sirva de acuerdo a las Hermanas de cuál es la intención de tener flores; sólo María, y sólo Ella, será la dueña y para ella sola se criarán.