miércoles, 31 de diciembre de 2014

Nevadas en Sevilla

Sevilla se despide del año 2014 con cielo luminoso de sol pero con un frío que te congela hasta el pensamiento. A ver si soy capaz de despedir el año junto a vosotros sin que se me congelen las meninges. Con este frío, si el cielo estuviese cargado de nubes y lloviese, seguro que la lluvia caería en forma de copos de nieve. Sería bello para la gente joven que no ha visto nevar salvo en la tele. Pero en Sevilla, que sepan todos, también ha nevado de vez en cuando. Al menos, una vez por siglo. Recuerdo la nevada que cayó en Sevilla la noche del 2 de febrero de 1954. Yo tenía doce años y estudiaba tercero de Bachillerato en los Maristas. Comenzó a nevar a eso de las diez de la noche. A la mañana siguiente, la ciudad apareció toda blanca con un espesor de al menos 8 ó 9 centímetros. Para la chavalería fue todo un acontecimiento en el colegio. Un bonito recuerdo de ver a una Sevilla blanca, aunque no fuese Navidad.

 Patio de los Naranjos de la catedral de Sevilla.

Esto me da pie para recordar aquí algunas otras nevadas que he podido recoger de los Anales de Sevilla como hecho insólito que cada generación puede contemplar, si tiene suerte, una vez en la vida. El 3 de enero de 1622 nevó copiosamente en la ciudad. Ya dice el refrán que «cuando nieva por enero, no hay año fullero». Debió de ser así, aunque no tengo mayores referencias de tal acontecimiento. El 13 de marzo de 1754, ya en el siglo XVIII, nevó con tal abundancia, que el cabildo catedral no pudo hacer estación al convento de San Leandro como tenía por costumbre en su día. Otra gran nevada sorprendió a Sevilla el 11 y 12 de enero de 1820, «cubriendo sus edificios y sus campos como de una inmensa sábana, interceptando sus calles con más de media vara de nieve». Pero me voy a referir especialmente a la nevada que cayó en Sevilla el 16 de enero de 1885. Aquel día, un manto de nieve envolvió el amanecer de la ciudad. Comenzó a media noche y duró la nevada hasta las once de la mañana: los copos de nieve llegaron a formar una capa de diez centímetros. Fue un día grande de fiesta para Sevilla: la gente pululaba por las calles, donde surgían a cada paso episodios cómicos de resbalones y caídas. ¡La falta de costumbre! Don Santiago Magdalena, provisor y vicario general del arzobispado, comentaba displicente, según recuerda Luis Montoto en sus memorias:
–¡Pelusillas! ¡Se emboban ustedes viendo caer esas pelusillas…! ¡Vivieran en mi país, en Asturias...!
Don Santiago Magdalena se topa en el patio del Palacio arzobispal con el secretario del cardenal dominico fray Ceferino González. Don Silvestre, que así se llamaba, secretario de Cámara y Gobierno, es más sordo que una tapia. Don Santiago le pregunta:
–¿Despachó usted con el señor?
Don Santiago debe aguardar a que don Silvestre se aplique el aparato auricular, a modo de trompetilla, que siempre lleva consigo. Le repite la pregunta:
–¿Despachó usted con el señor?
–Hoy no despacha su Eminencia –contestó don Silvestre–. Dice el señor que está muy entretenido viendo nevar...
–¡Hombre, un asturiano como él!
–Eso observé yo –replicó el sordo de don Silvestre–, pero su Eminencia, que es vivo como un rayo, me replicó: «¡Si estuviéramos en Asturias no me sorprendería...! ¡Estamos en Sevilla!».
Sin nieve, pero con frío y sol, Feliz Año 2015 a todos.

domingo, 28 de diciembre de 2014

¿También san José es catalán?

Hoy es el día de los Santos Inocentes, pero lo que voy a escribir a continuación no es una inocentada, palabrita del Niño Jesús, que ahora estamos en Navidad. He leído en la prensa este titular: «El Ayuntamiento de Barcelona sostiene que san José era el típico catalán», y el  subtítulo: «Distribuye un vídeo en el que el canónigo de la catedral describe una pintura en el que aparece un «Sant Josep» con barretina preparando escudella».
Habrá que colocar a este canónigo en la larga lista de los «tontos contemporáneos» del escritor Luis del Val, tertuliano de la COPE. Un tonto contemporáneo más este canónigo de Barcelona. Ya no les basta a estos tontos contemporáneos con afirmar, como lo hace el investigador Jordi Bilbeny, que Cristóbal Colón nació en Cataluña y zarpó con sus naves, no de Palos de la Frontera (Huelva) el 3 de agosto de 1492, sino de Pals (Gerona), y santa Teresa de Jesús, también catalana, fue abadesa del monasterio de Pedralbes (Barcelona). Existe documentación –afirma convencido– que acredita que santa Teresa fue Teresa Enríquez de Cardona, abadesa del monasterio de Pedralbes. Cervantes era en realidad Servent, vinculado a la familia Servent de Xixona (Alicante) y escribió el Quijote en catalán para luego ser traducido al castellano. Y la Celestina, y el Lazarillo de Tormes… Y el sursum corda si seguimos a este paso. Amén de otros ilustres personajes allende los Pirineos: Erasmo de Rotterdam, Leonardo da Vinci, la Gioconda… también eran catalanes. Me pregunto:
–¿No tienen en su historia personajes propios que hayan descollado en las artes, las letras, la política, la religión… para recurrir ridículamente a la apropiación grosera de personajes ajenos?
Se ve que Madrid ya no solo les roba el dinero, les roba también tan ilustres personajes de la historia.
Y ahora llegan con la última tontería contemporánea que viene de la mente calenturienta de un canónigo que ha contemplado en un cuadro de la catedral de Barcelona cómo san José muestra en su cabeza como una especie de barretina (gorro rojo) y hace una escudella (cocido catalán), no al Niño Jesús, aclaran, sino a la Virgen María.
Hace no muchos años, otro loco llamado Adolf Hitler quiso salvar la existencia de Cristo de su odio al cristianismo. En esas tertulias de mantel y mesa con sus íntimos camaradas, a Hitler se le ocurre afirmar que en realidad Cristo no era judío, sino un ario que «atacó el capitalismo judío» y por ello fue ajusticiado. No descartaba que la madre de Jesús fuera judía, pero el padre ciertamente no. Con lo que para un no creyente como Hitler, que no reconoce el misterio de la paternidad divina en Jesús, el san José no judío era el padre de Jesús. ¿Pensó acaso que era ario o tal vez alemán? Habría en este caso una pugna original entre el san José alemán y el san José catalán.
Para Hitler, la «falsificación de la doctrina de Jesús» fue obra del judío san Pablo. Este es –confiesa Hitler– el verdadero creador de la religión cristiana, que no es más que una forma de bolchevismo ante litteram. Para Hitler, la ecuación judaísmo-cristianismo se une a la de cristianismo-bolchevismo: el judío Saulo y el judío Marx son creadores de dos ideologías de muerte equivalentes entre sí.
Siguiendo la lógica de Hitler para quien Jesús era ario, la lógica catalana de estos tontos contemporáneos sería esta: si san José es catalán, Jesucristo no puede por menos de ser catalán. Aunque el canónigo, creo yo, no llegará a tanto. Al ser supuestamente creyente, ha de creer en la paternidad divina de Jesús y san José, sea catalán o ario, estaba en Palestina solamente de consorte y padre putativo.

martes, 23 de diciembre de 2014

Del Evangelio de Lucas 2014

Comienzo del Evangelio según san Lucas 2014:
En el año primero del reinado de Felipe VI, siendo Mariano Rajoy presidente del Gobierno de España, Susana Díaz presidenta de la Junta de Andalucía, y otros dieciséis presidentes de otras tantas comunidades autónomas, dividido el mundo en conflictos de Este y Oeste, a más de Norte y de Sur, siendo presidente de Estados Unidos Barack Obama, y de Rusia Vladimir Putin, como si la guerra fría aún no hubiera acabado, y en ciernes la amenaza del Estado Islámico y la cruenta persecución de minorías cristianas en Asia y África, siendo obispo de Roma el papa Francisco, segundo año de su pontificado, se hizo de nuevo la Navidad sobre los hombres y sobre esta pequeña tierra nuestra.


Y esa noche, como la primera noche, hace ya más de dos mil años, resonó en las alturas la voz de los ángeles de Dios, que pregonaban con voz melodiosa: «Gloria a Dios en los cielos y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor».
Y la Navidad se hizo esperanza y gozo para los corazones sencillos que oyeron la voz armoniosa de los ángeles, y porque le dieron crédito están seguros de que verán la salvación de Dios.

martes, 16 de diciembre de 2014

¡Nochebuena de los felices!

Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón… Hace unos días se cumplieron 100 años de la salida del maravilloso libro de Juan Ramón Jiménez "Platero y yo", que un buen amigo y estupendo poeta me ha dicho que es el tercer libro más leído de la historia.
La tarde de aquella Nochebuena, con un sol opaco y sin nubes, los niños del casero que no tienen Nacimiento se arremolinan alrededor de una candela, pobres y tristes, para calentar sus manos arrecidas y echan en las brasas bellotas y castañas, que revientan en un tiro. Y cantan:

…Camina, María,
camina, José…

Juan Ramón les lleva a estos niños a su Platero para que jueguen con él.
¡El campo tibio de diciembre!
¡Invierno de cariño!
¡Nochebuena de los felices!


lunes, 15 de diciembre de 2014

De Comillas, pero no jesuitas

Tengo entre mis manos, y me pesa al leerlo, un tomazo de más de ochocientas páginas, titulado «El cura y los mandarines», de Gregorio Morán. Un ensayo de la «Historia no oficial del Bosque de los letrados. Cultura y política en España 1962-1996».
El cura es Jesús Aguirre, el segundo duque de Alba consorte de doña Cayetana, recientemente fallecida. Y los mandarines, los intelectuales de ese período de la cultura española.
No voy a hacer un análisis o crítica general del libro. Me circunscribo a las ciento cincuenta primeras páginas, tras las cuales me he cansado y he dado al traste con este tomazo. Y en concreto a una parcela muy especial referida al cura Aguirre, la Iglesia y la Universidad Pontificia de Comillas, en la que estudié durante nueve años y que el autor aún no ha descubierto que no era «otro seminario santanderino, más lejano, más elitista y más interesante regentado por los jesuitas, pero donde se permite estudiar a chicos del clero regular (sic) siempre que lo prometan», distinto del que la diócesis de Santander tiene en Monte Corbán, cercano a la capital, «orientado para recoger sobre todo a los muchachos que venían del medio rural». Alguna vez se le va la pluma y lo llama Monte Cobián, pero esto es peccata minuta. Es decir, que a Comillas iba la gente bien de Cantabria, aunque a veces recogía a sujetos como Aguirre, de madre soltera, y afines, a pesar del «desprecio que esos mismos jesuitas sentían hacia esa clerecía baja y pobre que se dignaban admitir».
Su investigación, que dice le ha durado diez años, no le ha llevado a saber que ese Seminario elitista, ubicado en Comillas, no era un segundo Seminario de la diócesis santanderina, sino una Universidad Pontificia dependiente de la Santa Sede, en la que había estudiantes de todas las diócesis de España, de Portugal y de Hispanoamérica. En mis tiempos, unas mil personas vivíamos en La Cardosa, la montaña que besa el Cantábrico, donde estaban ubicados los diferentes edificios que componían la Universidad y donde se impartían seis cursos de Humanidades, tres de Filosofía, cuatro de Teología y dos de Derecho Canónico. Estaba regida por los jesuitas, pero los que estudiábamos en ella, la inmensa mayoría, éramos del clero «secular», no «regular», aprenda usted, aunque también había estudiantes jesuitas y de otras órdenes religiosas.

En la foto, marzo de 1961, Carlos Ros, andaluz, Javier Sádaba, vasco, Javier Gómez Cuesta, asturiano, y Josep Castanyé, catalán. Tres curas y Sádaba, el filósofo, que creo llegó a ordenarse de órdenes menores en Roma, pero no de presbítero.

El cura Jesús Aguirre, nacido en Madrid de madre soltera que se fue de Santander a la capital de España a dar a luz, aunque luego volvió con su hijo a su tierra, estudió en Comillas. Gregorio Morán no ha caído en el error de catalogar a Aguirre como ex jesuita, como han hecho recientemente, tras la muerte de la duquesa de Alba, TVE y la Cope. Pero sí cae en ese error al nombrar al filósofo Javier Sádaba, por dos veces en el libro, como ex jesuita. Javier Sádaba estudió cuatro años en Comillas, quinto y sexto de Humanidades y primero y segundo de Filosofía, y fue compañero mío de curso. No fue ex jesuita, Gregorio Morán, no, como tampoco lo fue el filósofo Xavier Zubiri, al que en otro libro suyo, «El maestro en el erial» (p. 239), califica también de ex jesuita. Error más garrafal, porque Zubiri no pisó Comillas, estudió en el Seminario de Madrid y posteriormente en Alemania.
Pero vayamos al libro. Si Gregorio Morán define a la Iglesia Católica como «una organización que ha sido capaz de crear durante veinte siglos una cultura de la hipocresía» (p. 118), ya podéis imaginaros cómo respira este señor. Todos los personajes de Iglesia que en el libro aparecen, pertenecientes al «nacional-catolicismo», son cavernícolas, rancios, inquisidores… Y supongo que hipócritas, ya que pertenecen a una Iglesia católica que lo es desde hace veinte siglos.
–En Comillas se hacían un par de cursos, que denominaban de perfeccionamiento, y luego otros tres de Filosofía. Eso será todo lo que haga Jesús antes de marchar a Alemania– dice el ínclito investigador.
En tal caso, yo que estudié en ella nueve años, los habría pasado repitiendo curso tras curso. La revista de los jesuitas «Razón y Fe» se edita, según él, en Barcelona, no en Madrid. Y de González Quevedo, que fue superior y profesor mío en Teología, dice de él que «día tras día, curso tras curso, clase tras clase, castigaba a sus alumnos con las mayores barbaridades contra los intelectuales, en general, y contra los orteguianos y unamunianos en particular».
No es que el padre Quevedo fuera santo de mi devoción. Era un integrista, es verdad, y yo tuve mis diferencias con él. Pero no debe pintarlo de esa manera un señor que solo habla de oídas. Le voy a contar yo, que lo viví, lo que ocurrió con Aguirre y Quevedo.
En octubre de 1955 murió Ortega y Gasset. Yo acababa de llegar a Comillas a estudiar Humanidades, no «un par de cursos de perfeccionamiento». ¿Perfeccionamiento de qué? Aguirre se hallaba en segundo de Filosofía. Esa noche, en el rezo en la iglesia antes de ir a dormir –no en su clase, porque no daba clases en Filosofía–, Quevedo dio la noticia de la muerte de Ortega. Debió de cargar las tintas en su anuncio, lo que provocó que tres filósofos –Jesús Aguirre, Antonio Dorado, que con el tiempo será obispo de Cádiz y Málaga, y Celso Montero, que será senador del PSOE– se levantaran y salieran de la iglesia. Los echaron de Comillas. Marcharon a Madrid y se vieron con Julián Marías, discípulo predilecto de Ortega, y este les puso en contacto con Emilio Benavent, obispo auxiliar de Málaga y también discípulo de Ortega. Esta parte la cuenta Julián Marías en sus Memorias. Dorado estaría en Málaga un tiempo y luego volvería a Comillas, Celso Montero se fue a su casa en Orense, y Aguirre marchó a Munich, donde se ordenaría de sacerdote con los años.
Señor Morán, ¡más investigar y más ponderación en el lenguaje, mon ami! ¿Le cuento que a mí también me echaron de Comillas en segundo de Teología, y sin embargo…? A los jesuitas les debo mi formación humanística –la mejor que se daba en España entonces– y pude leer de todo, y no me llame hipócrita por ser cura católico que me cabreo… ¡Ya está bien!

viernes, 12 de diciembre de 2014

Cristo de las Mieles

Fundido en bronce en 1880, preside este sorprendente Cristo la glorieta principal del cementerio de San Fernando de Sevilla. Un buen día sorprendió a los que lo contemplaban cómo de su boca manaba dulce miel que corría hacia el pecho. Lo que en un principio pareció un curioso milagro, pronto se comprobó cómo las abejas habían hecho su panal dentro de la boca del Cristo. Y el Cristo majestuoso y hierático que ideara el joven escultor Antonio Susillo recibió desde entonces el apelativo de «Cristo de las Mieles», como se le conoce desde entonces.


A sus pies, bajo el monte de piedra donde se alza el Cristo, se halla enterrado el escultor Susillo, que tiene desparramadas por la ciudad otras muestras valiosas de su arte, como el Daóiz de la plaza de la Gaviria, los ocho próceres sevillanos sobre la balaustrada del palacio de San Telmo o el Miguel Mañara de los jardines de la Santa Caridad.
En una pequeña reseña biográfica escrita el mismo año de su fallecimiento, meses antes de su trágica muerte, el escritor José Cascales, en su obra «Sevilla intelectual»,  describe estos rasgos de su carácter: «Sus ojos grandes y oscuros están siempre impregnados de una dulce tristeza, y sin que pueda tildársele de taciturno, porque al fin es andaluz y su conversación es animada, no por eso deja de transparentarse, a través de sus palabras y de sus actos, algo parecido a abstracción melancólica de persona que vive tanto en la región de los sueños, como entre simples mortales».
Muy pronto Sevilla pudo comprobar cómo el escultor Susillo, en la plenitud de su vida artística, 39 años, pasó de entre los simples mortales a la región de los sueños eternos. Acabó con su vida el 22 de diciembre de 1896 empuñando una vieja pistola, camino de San Jerónimo, cerca de la vía del tren.
El suicidio estaba penalizado por la Iglesia con la negación de sepultura eclesiástica. Pero aquí se hizo una excepción con la singularidad de tan gran artista, empeñada en ello también la infanta María Luisa. Dos siglos casi en Sevilla, desde Martínez Montañés o Roldán, que no aparecía un escultor tan eminente.
Nacido en Sevilla el 18 de abril de 1857, pronto se reveló por su inclinación natural hacia la escultura. Su padre, comerciante de aceitunas aderezadas, trataba de empujar al hijo hacia el negocio familiar, pero Antonio Susillo, ya desde su infancia, distraía su tiempo modelando en barro figuras sorprendentes. Lo descubrió el pintor José de la Vega, cuando Susillo contaba 18 años, y le dio las primeras nociones de dibujo. Cuando estableció su estudio, recibió la visita de Isabel II, quien, ya destronada, pasaba temporadas en el Alcázar de Sevilla, y le compró una obra que llevaba por título Los dos guardianes, un idilio de la vida del campo. Le visitó también el príncipe ruso Romualdo Gredeye, quien, viendo en el joven escultor sevillano un futuro esperanzador, le ofreció su protección y el joven Susillo le acompañó a París, donde ingresó en la Ecole de Beaux-Arts. Tras conseguir el número 2 entre los condiscípulos, porque el primero estaba reservado siempre a un francés, volvió a Sevilla en 1884 a consecuencia de una grave enfermedad de su padre, de la que murió. En 1885, y pensionado por el Ministerio de Fomento, pasó a Roma para el estudio de la antigüedad clásica. Permaneció tres años en la Ciudad Eterna. A su vuelta, era ya un cotizado escultor.
En su testamento ológrafo de 25 de junio de 1893, la infanta María Luisa hizo constar que el palacio de San Telmo fuera dado a la diócesis de Sevilla para su utilización como Semina­rio y que el edificio de San Diego, antiguo convento franciscano, y una gran parte de los Jardines fueran dados al Ayuntamiento para la construcción de un gran parque para la ciudad. El Ayuntamiento acordó, por la cesión de los terrenos del palacio de San Telmo, «denominar al futuro parque urbano Infanta María Luisa Fernanda y erigir una estatua que conmemore el hecho». El 23 de marzo de 1893 fue encargado al escultor Antonio Susillo, pero su proyecto no fue aprobado por la Academia de Bellas Artes de Sevilla. A Susillo le dio una depresión. El acuerdo del Ayuntamiento sevillano no se cumplió hasta 1929, una estatua en piedra realizada por Enrique Pérez Comendador, que pos­terior­mente fue llevada a Sanlúcar de Barrameda y sustituida por otra de bronce.
A Susillo le faltó algo fundamental: la paz familiar. Casado en segundas nupcias –su primera mujer murió muy joven–, su esposa, una malagueña de nombre María Luisa Huelin, le insultaba y maltrataba porque no ganaba lo suficiente. Y un día, el melancólico Susillo se llevó en silencio a la sepultura el drama que vivía. Sus discípulos Joaquín Bilbao, Coullaut Valera, Viriato Rull y Castillo Lastrucci sacaron una mascarilla del escultor antes de su enterramiento.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

El Cristo de Santa Isabel

Al parecer, la Hermandad de la Macarena se ha interesado por el Cristo de Santa Isabel, convento que desde 1869 está regido por las Madres Filipensas, dedicadas en su carisma originario a mujeres descarriadas, institución sevillana fundada en 1859 por el filipense Francisco García Tejero y Madre Dolores Márquez, cuya causa de beatificación va por buen camino en Roma. Le gustaría poseerlo, cómo no, después de que perdiera el Cristo de la Salvación en la quema de la iglesia de San Gil en la noche del 18 de julio de 1936, al inicio de la guerra civil. Pero no creo que esté en venta, ni las Filipensas consentirán en ello. Contaré su historia.
Este crucificado titulado «Cristo de la Misericordia» es un Cristo imponente, majestuoso, salido de la gubia de Juan de Mesa, Cristo de ojos abiertos, moribundo en la cruz, no muerto, agonizante aún, para acoger las súplicas llorosas de las mujeres descarriadas que rezan a sus pies.


Se hallaba este Cristo hasta 1869 en la iglesia del convento mercedario de San José (hoy iglesia del Opus Dei). Cuando Juan de Mesa lo talló, lo hizo a instancia de un Patronato fundado para casamiento de mozas prostituidas que quisieran volver a la senda de la ho­nestidad.
Juan de Mesa, discípulo aventajado de Martínez Montañés, dejó en Sevilla la huella de su genio plasmada en tres Cristos maravillosos: el Señor del Gran Poder, el Cristo del Amor y el Cristo de la Misericordia. Hasta los primeros años del siglo XX se creía que los tres pertenecían a la gubia de Martínez Montañés. Documentos fehacientes del Archivo de Protocolos vinieron a demostrar lo contrario. En 1930, Sevilla rindió a Juan de Mesa un homenaje de desagravio y colocó una placa en la iglesia de San Martín, donde yacen sus restos. El humor sevillano asomó en las páginas de «El Noticiero Sevillano» en la pluma poética de José García Rufino, bajo el seudónimo de «Don Cecilio de Triana». «¿De quién es El Cacho­rro?» se titula, y espigamos estos versos:
«Primero le tocó el turno / al Señor del Gran Poder, / que se dijo no era obra / de Martínez Montañés; / luego, el Cristo del Amor / dicen no es suyo también, / y ahora salen con que el Cristo / que está en Santa Isabel, / tampoco lo hizo Martínez; / y a ese paso saldrá que / el escultor que creíamos / de más fama y de más prez, / lo que hacía no eran imágenes / pues se ocupaba en hacer / en la Alcaicería muñecos / para el Portal de Belén...».
El Patronato que encargó el Cristo de la Misericordia fue creado por deseo testamentario de doña Juliana Sarmiento, falle­cida el 7 de septiembre de 1621. Mujer de Francisco Hurtado, escribano público, ordenó que su cuerpo, amortajado con el hábito de Nuestra Señora del Carmen, recibiera sepultura en la de sus padres, en el claustro de la Casa Grande de San Francisco de Sevilla. En el testamento se decía que dejaba here­dero universal de su hacienda a un Patronato «que instituyo por siempre jamás, para gastar y despender toda la renta que hubiere en casar mujeres descarriadas, dando a cada una cincuenta du­cados de dote, y si para casar a alguna pertinaz en el vicio convi­niere darle más diez o más veinte ducados porque encuentre quien se quiera casar con ella, esta demasía se sacará de los otros dotes». Formado el Patronato bajo la presidencia de un padre jesuita, encargaron a Juan de Mesa la realización del Cristo de la Misericordia.
Con la exclaustración, un señor adquirió el convento mercedario y lo convirtió en casa de vecinos. El templo, sin embargo, dependiente del arzobispado, permaneció al culto regido por un rector. En 1862, se trasladó al convento en arriendo la reciente fundación sevillana de Casa de Arrepentidas del Padre Tejero y Madre Dolores Márquez, con uso de la iglesia cedida por el arzobispado. Aquí estuvieron hasta 1869, año en el que a la Casa de Arrepentidas le concedieron el convento también exclaustrado de las monjas sanjuanistas de Santa Isabel. El 9 de abril de 1869 fue firmada la orden en Madrid: el ex-convento de Santa Isabel se concede a las Arrepentidas de Sevilla, con la condición de que la Congregación abra en aquel populoso barrio una escuela gratuita de niñas. El 10 de mayo se organizó el traslado desde el ex-convento de San José al convento de Santa Isabel. Y Madre Dolores, con las demás religiosas y las chicas, se llevó el Cristo de la Misericordia –de noche, para que nadie las viera– y siguiera amparando en el nuevo convento la vida de la Casa de Arrepentidas. Y ahí sigue, en Santa Isabel, sobre un retablo que Martínez Montañés ejecutó para un lienzo del Juicio Final ya desaparecido, Cristo que merecería los honores de salir sobre una peana a hombros de costaleros en la Semana Santa sevillana.

domingo, 7 de diciembre de 2014

Hispania inmaculista

Es unánime el considerar a España como la tierra que más se ha significado en el florecer del culto de la Inmaculada Concepción. «España ha sido el instrumento de la Providencia para preparar el camino a la definición del misterio», confesión de monseñor Malou, obispo de Brujas, eminente miembro de la comisión pontificia nombrada por Pío IX para realizar los trabajos previos en orden a la definición dogmática.
Vittorio Messori lo describe como un «ardor totalmente ibérico por la afirmación y defensa de ese privilegio de María» y piensa que es fruto «de la antigua y profunda actitud caballeresca que caracteriza el ánimo de la Península». Al igual que don Quijote defendía el honor de Dulcinea, su amada dama, cuánto más cualquier caballero español, llevado de estos sentimientos de la vieja España, estaba dispuesto a morir «por el honor de la Dama por excelencia, por la ¡Señora de las Señoras! La afirmación de la Concepción Inmaculada de esa Señora era vista por los españoles como parte ineludible de su honor».


Desde el punto de vista iconográfico, «la Inmaculada es una creación genuinamente española». «España fue… la nación de la Inmaculada. Lo es todavía: porque en nuestros días el saludo del mendigo que pide una limosna es éste: Ave María Purísima. El colegial que entra en clase saluda a su maestro, que le responde: Sin pecado concebida. No hay predicador español que no comience un sermón cualquiera sin pronunciar estas palabras preliminares: «Sea por siempre bendito y alabado el Santísimo Sacramento del altar y la pura y limpia Concepción de María Santísima, concebida sin mancha de pecado original desde el primer instante de su ser natural». Augustin-Marie Lepicier, que esto dice, lo escribe a mediados del siglo pasado. Desgraciadamente hay hoy una España muy diferente y sólo se escucha ya el Ave María Purísima en los tornos de los conventos de clausura. Pero sí es cierto que la Inmaculada Concepción ha seducido el alma del pueblo español durante siglos.
Un madrugador cantor de la Inmaculada, cuando este misterio aún se hallaba incubando, sin desarrollo en la historia de la evolución de los dogmas, es el poeta español Aurelio Prudencio. Tres ciudades se disputan su cuna: Tarragona, Zaragoza y Calahorra. Nacido en el año 348, murió ya entrado el siglo V. Cantor de los mártires hispanos en su más célebre obra Peristephanon, dedica su Cathemerinon (para cada día) a unas oraciones para ser recitadas por la gente sencilla. En su Himno para antes de la comida, al describir Prudencio los efectos del pecado, trae la imagen bíblica de la mujer que aplasta a la serpiente y canta: «Pues la Virgen que mereció dar a luz a Dios triunfa de todos los venenos; la serpiente, arrastrándose en sus ceñudos anillos, vomita sin fuerzas ya su ponzoña en la hierba verde como ella».
Las figuras de la mujer y de la serpiente aluden al texto bíblico del Génesis 3,15, utilizado en la iconografía barroca para representar a la Virgen inmaculada, y por los teólogos para encontrar vestigios escriturísticos al misterio de la Pura Concepción. Hay en esos versos como un rumor en la lejanía de los argumentos que utilizarán los defensores de la pía opinión.
Pero Prudencio no fue ni maculista ni inmaculista. Sencillamente no fue porque en su tiempo este misterio se hallaba aun incubando. Como lo estaba en la época visigoda. San Leandro y san Isidoro, las dos grandes lumbreras y gloria de la Iglesia de Sevilla, cantaron los loores de la Virgen María, pero no sospecharon el misterio de la Concepción inmaculada. Ni san Ildefonso, arzobispo de Toledo, en su tratado sobre La virginidad perpetua de Santa María. La primera fiesta dedicada a la Virgen María fue instituida en el concilio X de Toledo (656), única fiesta mariana celebrada en España hasta el siglo IX. Se celebraba en adviento, el 18 de diciembre. Su nombre, Concepción de la Virgen, ha inducido a error a no pocos autores, creyendo que se trataba de la concepción inmaculada de la Virgen. Lo cierto es que se refería a la concepción de Jesús en María, fiesta que posteriormente se llamaría popularmente de la Virgen de la O.
El jesuita Juan Francisco Masdéu afirma que la fiesta de «la Concepción purísima de la Madre de Dios, que se celebra ahora en todo el mundo, es gloria particular de la nación española, que (en Occidente) fue la primera en introducirla desde la mitad del siglo VII, y ha proseguido siempre en celebrarla con particular solemnidad». Y se apoya en el misal gótico o mozárabe donde aparece la fiesta de la Inmaculada el 8 de diciembre. Pero se funda en la edición del misal mozárabe editado por el cardenal Cisneros, que intercaló el oficio de la Purísima Concepción de Nuestra Señora.
La celebración de la concepción inmaculada de la Virgen no penetrará en la península Ibérica hasta el siglo XII.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

El Cristo sonriente del castillo de Javier

He visitado varias veces en Navarra la patria chica de san Francisco Javier. Es un castillo coqueto, bien cuidado, la casa solariega del santo, lejos de aquel castillo que él conociera en su edad infantil, cuando otro Francisco, el cardenal Cisneros, desmochó sus almenas después de la anexión de Navarra a Castilla. En mi primera visita, hace unos años, me lo enseñó un jesuita, bien documentado, voz fácil, sabelotodo del santo, el «Fantasma» le llamaban, tal vez porque se movía por aquellos muros con su figura hierática con la facilidad de estos seres imaginarios en los castillos medievales. A la entrada de la mansión –umbrales gastados, las mismas piedras que pisara Francisco Javier, me señala el Fantasma–, aparece la imagen de un Santo Cristo impresionante, talla de nogal del siglo XIV o tal vez del XV, que, con los brazos en cruz, mantiene en su agonía la sonrisa en los labios. Fue una sorpresa y un gesto desconocido para mí hallarme ante un crucificado sonriente, pero el Fantasma me contó la gesta de un jesuita que ha defendido toda una tesis doctoral sobre los Cristos sonrientes que se encuentran por el ancho mundo.


–¿Este es el Cristo de la leyenda que sudó sangre cuando Francisco Javier moría en Goa? –le dije.
Y el Fantasma me espetó raudo:
–Nada de leyendas, documentos, documentos... Todo está  documentado.
Y conmigo traje un tomo grande que cuenta las aventuras pormenorizadas de san Francisco Javier, que he leído en ratos de ocio. Y también las referencias documentales de este prodigio.
Frente al castillo, la iglesia de Santa María de Javier, regentada por monjas contemplativas, las Oblatas de Cristo Sacerdote, que fundara el que fuera obispo de Huelva, monseñor García Lahiguera, conserva la pila donde el santo fue bautizado.
Pasé mis manos varias veces por la piedra gastada de esta pila bautismal en forma de tazón octogonal que debe remontar su existencia al siglo XIII. Y se me vinieron a las mientes dos cosas: primera, que esa piedra es una referencia palpable del sacramento del bautismo. Existe ahora la costumbre, la moda o lo que sea, de poner sobre el altar mayor una bandeja plateada y realizar sobre tan sutil y movible recipiente el sagrado sacramento del bautismo. Imposible será el día de mañana pasar la mano, como yo hice en la pila de Javier, o mostrar unos padres a sus hijos, cuando llega la hora de la catequesis y se preparan para la primera comunión, la pila de piedra, más o menos hermosa, más o menos histórica, pero inamovible, en la que han sido bautizados.
Y segundo: he pensado en Francisco Javier, el misionero de la India y el Japón. Aquel que escribía a Occidente –en aquellos tiempos en que no existía televisión, teléfono o internet– y sus cartas eran leídas en todos los púlpitos de Europa. Ese hombre, «completamente solo, pequeño, moreno y sucio, y agarrando fuertemente la cruz», que describiera Paul Claudel, bautizó más de treinta mil indios. Sin papeles, sin burocracia, ni grandes escrúpulos a la hora de derramar sobre ellos el agua bautismal. Eran otros tiempos, es verdad, pero la pila de Javier me ha hecho reflexionar sobre estas cosas. Hoy, 3 de diciembre, es su festividad, y yo me acojo en mis oraciones al gran santo misionero jesuita.