jueves, 29 de octubre de 2015

Año Jubilar del Santo Cáliz o Santo Grial de Valencia

Comienza hoy, 29 de octubre, por primera vez el Año Jubilar del Santo Cáliz, que se venera en la catedral de Valencia. Podría decirse también Año Jubilar del Santo Grial.
El papa Francisco ratificó en octubre del año pasado la concesión de esta Año Jubilar, a celebrar cada cinco años, en detrimento del Santo Cáliz o Santo Grial que se conserva en la Colegiata de San Isidoro de León. Al parecer, a los leoneses no les ha hecho especial gracia esta preferencia por el Santo Cáliz de Valencia ante el Santo Cáliz de doña Urraca, que dicen tener tantos avales históricos de autenticidad como el de Valencia.
Lo cierto es que en la Última Cena el Señor solo usó una copa. ¿Es la de Valencia? ¿Es la de León? ¿No es ninguna de las dos?
Al menos son dignas de veneración por su antigüedad.
  

La historia del Santo Cáliz de Valencia es la siguiente. Cuenta la tradición que este Santo Cáliz estaba en Roma en los primeros siglos del cristianismo y fue san Lorenzo, originario de Huesca, quien lo envió a su tierra, antes de que fuera martirizado, para salvar tan preciada reliquia de la rapiña de los perseguidores. Ocurrió esto a mediados del siglo III, tras el martirio del papa Sixto II, de quien san Lorenzo era su diácono. Se dice que, al repartir los tesoros de la Iglesia de Roma entre los pobres, envió a Huesca el cáliz. De Huesca pasó al monasterio de San Juan de la Peña tras la invasión de los árabes. En 1399 los monjes lo donaron al rey Martín el Humano, deseoso de venerarlo en su capilla del palacio real de Zaragoza, cosa que logró de los monjes por influencia de san Vicente Ferrer, y en tiempo de Alfonso V el Magnánimo, año 1424, pasó de la Aljafería de Zaragoza al palacio real de Valencia. En 1437 fue entregado en depósito a la catedral el Santo Cáliz de la Cena por Juan II de Navarra, gobernador de la Corona de Aragón, en nombre de su hermano el rey Alfonso V, ausente en Nápoles. Y en la catedral valenciana está desde entonces, salvo un par de ocasiones. Unos meses durante la guerra de la Independencia, que se llevó, para salvarlo de la codicia de los franceses, a Alicante, Ibiza y Mallorca, custodiado por un canónigo. Y tres años escondido en casa particular de Valencia y de Carlet, durante la guerra civil de 1936, salvado por el canónigo Elías Olmos Canalda, horas antes de que las turbas penetraran en la catedral el 21 de julio del 36 y la incendiaran.
El Santo Cáliz es una copa de forma semiesférica de 9 centímetros de diámetro, con pie y dos asas. Mide 17 centímetros de alto y está embellecida con rubíes, esmeraldas y perlas, adornos sobrepuestos en los siglos XIII a XIV. Durante mucho tiempo se guardó en el Aula Capitular nueva de la Catedral de Valencia. Modernamente, ha pasado para su veneración al Aula Capitular antigua, de arquitectura gótica del siglo XIV, que ha recibido el nombre de Capilla del Santo Cáliz. Tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI, al visitar Valencia, han usado en sus misas este cáliz.
El Grial leonés o Copa de doña Urraca remonta su historia a la segunda mitad del siglo XI. Es una pieza de orfebrería románica donada por la infanta leonesa doña Urraca (1033-1101), señora de Zamora e hija de Fernando I de León. De doña Urraca cuentan los juglares que mantuvo relaciones más que fraternas con su hermano Alfonso. Incluso un historiador árabe afirma que Alfonso VI dio al incesto apariencia de legítimo matrimonio. También se cuenta que doña Urraca, señora de Zamora, asediada por el rey castellano, fue la causa de la muerte alevosa de su hermano Sancho II por Vellido Adolfo el 7 de octubre de 1072. ¿Se hallaba en complot con Alfonso? Todo un eco legendario atruena de este hecho y desemboca en Santa Gadea cuando el Cid hace jurar a Alfonso VI que no ha participado en el asesinato de su hermano Sancho. Doña Urraca, reinando en solitario Alfonso VI, muerto Sancho II y encerrado García, se retiró del mundanal ruido y se recluyó de monja en León. Y enterrada está en este monasterio de San Isidoro que ella favoreció en vida y donde se halla el Santo Grial que lleva su nombre.
Pero el Año Jubilar está en Valencia. Y mira por dónde, el Ayuntamiento de la ciudad –aún fresca la polémica generada por la decisión del alcalde de no permitir la entrada de la Senyera a la Catedral durante la celebración del 9 de octubre– ve en esta Año Jubilar un buen tirón turístico y se ha avenido a parlamentar con los canónigos. Y atrás queda ese argumento de su alcalde Joan Ribó al afirmar recientemente que «hay que separar las cosas de la Iglesia de las cosas del Estado, y el Ayuntamiento es Estado». Tanto el Consell como el Ayuntamiento trabajan a última hora junto al Arzobispado y las universidades en medidas de promoción de la Ruta del Santo Grial, que culmina en Valencia. [Escrito esto, leo esta noticia de última hora: «El alcalde de Valencia obliga a retirar los símbolos cristianos del cementerio municipal» y ya no sé qué decir de tan estúpido personaje].
No me puedo extender en los que aún buscan el Santo Grial por esos lugares de Europa. Un obsesionado de ello fue el perverso Heinrich Himmler, jefe de la Gestapo hitleriana. Intención tuvo, cuando en 1943 las tropas alemanas ocuparon Roma, de entrar en el Vaticano y apoderarse de los antiguos escritos rúnicos, que creía que allí se hallaban, y los consideraba como «custodios innovadores del antiguo credo germánico» y «testimonio de la cristianización violenta de los pueblos germánicos». El 23 de octubre de 1940, en visita a España, estuvo en Montserrat, acompañado por un séquito de rubios alemanes de las SS y algunas autoridades de la ciudad y recibido por los monjes montserratinos. Pensaba también que allí podría hallarse el Santo Grial que buscaba y viejos legajos de los escritos rúnicos, que despejarían los orígenes de la raza aria.

domingo, 25 de octubre de 2015

Todos ruegan a Cosme que perdone a su mujer

Cosme Serano, o Aguano, sastre catalán que vive en el Pozo de los traperos, en Sevilla, es un confiado marido casado con una tal Manuela Tablantes, de buen ver a lo que parece, que se entendía a hurtadillas con Manuel Márquez, oficial de Cosme en la sastrería.
Cuando el oficial Manuel Márquez deseaba ver a la señora del sastre, gritaba:
–¡Seda, señora maestra!
Y ella respondía:
–Suba por ella.
Y el sobrado de la sastrería se convertía en el teatro de la deshonra del ingenuo marido.
Lo supo al fin y se querelló en el oficio del escribano del crimen, Lázaro de Olmedo. La sentencia fue confirmada por la Audiencia el 22 de octubre de 1624, ordenando que se entregase al querellante ambos reos para que hiciese con ellos lo que quisiese. Se basa esta sentencia en las leyes patrias, ley 1, título VII, libro IV del Fuero Real, que dice que «si la muger casada ficiese adulterio, ella y su adulterador ambos sean en poder del marido, y faga dellos lo que quisiere, y de quanto han, así que no pueda matar al uno y dexar al otro».
Cosme, el cornudo sastre, decretó la pena máxima. Ese mismo día de la sentencia se levantó un tablado en la plaza de San Francisco, escenario de la ejecución. Pero algunos mozos lo hicieron desaparecer aquella noche. Se hizo otro tablado al día siguiente, 24 de octubre, pero fue incendiado también por la noche. Nuevo tablado el día 25 –a la tercera fue la vencida–, custodiado por dos compañías de soldados.
A las once de la mañana de este 25 de octubre salieron de la cárcel cercana los dos reos montados sobre jumentos con crucifijos en las manos. La mujer va delante, vestida de negro. Le sigue el oficial de sastre, vestido de blanco. Al lado del cadalso se encuentran el asistente don Fernando Ramírez Fariñas, el teniente mayor don Luis Ramírez, el teniente Ruano y el alcalde de la justicia don Francisco de Alarcón. La plaza está abarrotada de público. Y las ventanas y azoteas. Ya suben los dos reos al cadalso: la mujer puesta de rodillas con el rostro hacia la Audiencia; el amante, hacia la parte opuesta. Cosme, el marido cornudo, aparece en ese momento saliendo de la Audiencia y acompañado por el sargento mayor y un puñado de soldados.
Todo está preparado para el momento solemne de la ejecución. Pero algo flota en el ambiente de que Cosme no se saldrá con la suya. El populacho grita a Cosme que perdone a su mujer. Cosme menea la cabeza diciendo que no puede ser.
En ese momento, se abren las puertas del vecino convento de San Francisco y asoma una procesión de frailes que se dirige al cadalso portando un Santo Cristo. Los soldados tratan de impedirlo y lanzan varios disparos de fusilería que hieren a varios frailes. Pero estos llegan al pie del cadalso, interponen en la escalerilla el Santo Cristo y se arrodillan delante de Cosme pidiendo el perdón para los reos. Cosme dice que no y pugna con los frailes para subir al cadalso. Su mujer se echa a sus pies y le ruega que la perdone. Cosme sigue con su tozuda negativa. Los alaridos de la multitud arrecian ensordecedores. En esto, cuatro frailes se abrazan a Cosme y lo inmovilizan mientras gritan desaforadamente:
–¡Ya ha perdonado, ya ha perdonado!
La mujer es lanzada por la escalera como si fuera una gata y llevada en volandas al convento de San Francisco.
–¡Ya ha perdonado, ya ha perdonado!
Y la noticia corre por toda la plaza.
Cosme pretende alzar el brazo para decir que no es verdad. Pero sus gestos, su voz y su persona quedan ahogadas entre los frailes. El adúltero es llevado también a San Francisco y poco después la justicia lo devolvió a la cárcel.
Cosme, desolado y llevado por la imperiosa circunstancia, no tiene más remedio que perdonar. Pero pide, eso sí, que su mujer entre en religión y no salga del convento sino para morir.
El pobre Cosme no sabe que la cabra tira al monte. Su mujer, a la que le quedó el mote de la mal degollada, se escapó del convento y anduvo a sus anchas los días que le restaron de vida, que las crónicas de esto ya no refieren más. El amante mozo fue llevado a galeras donde murió poco después. Y don Cosme, el cornudo sastre catalán, hubo de padecer las coplas callejeras de los chiquillos, cuando le cantaban: 
Todos le ruegan a Cosme
que perdone a su mujer;
y él responde con el dedo:
Señores, no puede ser.


miércoles, 21 de octubre de 2015

María de la Purísima

Ya es santa, desde el domingo, 18 de octubre de 2015.
María de la Purísima –en el mundo María Isabel Salvat– nació en Madrid de familia bien, pero vivió prácticamente toda su vida en Sevilla, donde murió en 1998. Es pues una santa sevillana.
Curiosamente nació en Madrid en el mismo edificio donde murió el poeta Gustavo Adolfo Bécquer. Una placa puesta por el Ayuntamiento madrileño así lo dice en el número 25 de la calle Claudio Coello, en el barrio de Salamanca. Bien podría el Ayuntamiento madrileño poner ahora una placa adyacente en que se diga también: «Aquí nació santa María de la Purísima, Hermana de la Cruz…». Pero, al parecer, los vecinos no están por la labor. Ni creo que la actual alcaldesa de Madrid, la señora Carmena sienta especial interés en ello.


El poeta sevillano Gustavo Adolfo Bécquer dejará escrito en sus Rimas ese verso que dice:
–Por una sonrisa, un cielo.
Pues la niña, que nació en esa casa madrileña donde el poeta murió, ha rectificado el verso para convertirlo en vida propia y ser especialmente para los pobres de este mundo a los que ella sirvió con heroica virtud:
–Una sonrisa de cielo.
La sonrisa y el cielo.
–Lo hacía todo –cuentan las Hermanas– con la mirada puesta en el cielo y con el pensamiento en la vida eterna.
En María de la Purísima la presencia de Dios era tan natural como el respirar.
Y su sonrisa.
–Una sonrisa de cielo.
Sonrisa que desbordaba alegría humana y espiritual. Todas las Hermanas que han convivido con ella lo dicen. Una sonrisa que producía en su entorno la paz de Dios.
Escribiendo a una de las Hermanas, alumna suya y después religiosa, la exhortaba diciéndole:
–No fomente ¡por Dios! espíritu de tristeza; al contrario, dese alegremente a todos y procure hacer felices a todos sin pensar en sí misma... Siempre alegre, pues no tenemos motivo para otra cosa, ya que es tanto lo que hemos recibido del Señor que esto bastaría para sentirnos felices.
Pero no es solo su sonrisa.
Es santa de las cosas pequeñas. Sin recurrir a actos heroicos, se puede ser extraordinaria en lo ordinario.
La pequeñez.
La pobreza, propia del Instituto.
El amor a los pobres. «Ellos son nuestros amos», decía santa Ángela de la Cruz, fundadora de las Hermanas de la Cruz.
Y la humildad.
Los nueve Teólogos Consultores, que han examinado sus virtudes en Roma y han formulado un dictamen positivo, han visto en María de la Purísima que fue heroicamente humilde, fuerte, obediente, servicial, serena y moralmente transparente como un cristal.
Lo que ha confesado una novicia:
–He vivido con una santa que se puede imitar.
El 9 de junio de 1945, recibió el hábito y comenzó su noviciado que durará dos años. A María Isabel le pusieron de nombre María de la Purísima de la Cruz.
Quisiera especular un poco sobre su nombre de religión.
¿Por qué Purísima y no Inmaculada?
Dicen lo mismo, significan lo mismo, pero el vocablo «Purísima» tiene una connotación muy sevillana. Cuando a principios del siglo XVII Sevilla vivió con pasión el misterio inmaculado, hasta el punto de ganarse con honra el bello título de ciudad de la Inmaculada, comenzó también a propagarse la bonita costumbre de saludarse con el «Ave María Purísima», para contestar «Sin pecado concebida». Y surgen igualmente denominaciones cofrades con el título de la «Pura y Limpia» o de la «Purísima».
A María Isabel –¿lo eligió ella? ¿se lo sugirió la maestra de novicias?– le tocó en suerte el nombre de una denominación muy sevillana. Ella quería, puesto que hizo una novena a la Inmaculada para ablandar el corazón de su padre, llamarse como la Santísima Virgen en su misterio inmaculado.
Y así será desde este momento. Con el añadido «de la Cruz», que todas las Hermanas agregan a su nombre de religión.
María Isabel será desde entonces Sor María de la Purísima de la Cruz. Y ahora, tras su canonización, santa María de la Purísima.

sábado, 17 de octubre de 2015

Tres de los cuatro santos canonizados, biografiados por mí

Mañana, 18 de octubre, el papa Francisco canonizará a cuatro beatos: junto al sacerdote italiano Vincenzo Grossi, fundador del Instituto de las Hijas del Oratorio, los padres de Teresa de Lisieux y la religiosa Hermana de la Cruz María de la Purísima. Tres de estos santos han sido biografiados por mí. Haré una breve reseña de ellos.


Luis y Celia Martin, padres de santa Teresa de Lisieux, se muestran unos santos cercanos al común de los mortales. No son consagrados, ni célibes, no han hecho voto de castidad, sus vidas están tejidas por el trabajo –él de relojero, ella de encajera–, vida de familia numerosa, pertenecientes a asociaciones parroquiales, vecinos de sus vecinos. Vivieron con todas sus consecuencias y circunstancias la espiritualidad propia de su tiempo en una Francia del XIX aún convulsa por las secuelas de la revolución, el anticlericalismo, y cierto jansenismo espiritual que vislumbra un Dios de Justicia frente a un Dios del Amor, con peligro de convertir las almas buenas en escrupulosas.
Luis y Celia han sido santos en la humilde realidad de sus vidas, con una sencilla fe sustentada en la oración en familia, educación de sus hijas, la misa diaria, lecturas piadosas al atardecer, el mes de María, el amor a Dios y al prójimo y fidelidad a la Iglesia…
Estuvieron siempre en perfecto acuerdo de corazón y de pensamiento. Él se refería a ella ante sus hijas como nuestra «santa madre». Y Celia escribía a su hermano Isidoro refiriéndose a Luis: «¡Qué hombre más santo es mi marido! Me gustaría que tuvieran uno parecido todas las mujeres».
Sus cinco hijas –cuatro carmelitas descalzas, una salesa– son su corona. Tras la canonización de la más pequeña, santa Teresita del Niño Jesús, y ahora la de los padres, se anuncia el comienzo de la causa de beatificación de Leonia, la monjita salesa. Pero yo, que he hecho un largo recorrido describiendo las vidas santas de esta familia, tengo que reconocer que las otras hermanas dejaron tras de sí igualmente una viva impresión de santidad y ejemplaridad en sus vidas. ¡Qué bueno sería que un día toda la familia, al alimón, los padres y las cinco hijas religiosas, se vieran en los altares como juntos están ya en el reino de los cielos!
*  *  *

María de la Purísima de la Cruz será la segunda Hermana de la Cruz que suba a los altares, después de santa Ángela, fundadora de la Compañía de la Cruz en 1875, y nueva gloria y honor para la Iglesia de Sevilla al contar con una santa más.
¿Cómo es posible que haya ascendido en tan corto espacio de tiempo a la gloria de los altares una religiosa que ha muerto hace tan solo 17 años? Porque todos sabemos que Roma no gusta de las prisas y las cosas de palacio van despacio.
Se lo he preguntado a María del Redentor, que vive en el convento de las Hermanas de la Cruz en Roma. ¿Qué digo convento? Es un piso en la cuarta planta de un viejo caserón de la Via Pellegrino de Roma, propiedad de la Embajada de España. Allá llegó una patrulla de monjitas en 1966, todas jóvenes con la madre Loreto al frente, estupenda mujer, para agilizar el proceso de beatificación de su santa fundadora Ángela de la Cruz.
Las conocí un año después, yo estudiante en Roma, y todavía quedan de aquella pa-trulla primera dos Hermanas, entre ellas la siempre animosa María del Redentor.
Le pregunto:
–¿Cómo es posible que se haya logrado bullir las posaderas de los monseñores ro-manos para que esta causa de canonización discurra a velocidades de vértigo? ¿Qué bula tenéis? ¿Quién os ampara? ¿Tenéis padrino?
Y María del Redentor me contesta:
–Nadie, ella sola, ella sola desde el cielo.
Pues séase.
Porque en verdad esta sencilla Hermana de la Cruz, María de la Purísima, ha pasado en el corto espacio de doce años de su muerte a la beatificación y cinco años después a la canonización.
¡Todo un récord!

jueves, 15 de octubre de 2015

Teresa de Jesús, esa mujer

Hoy, festividad de santa Teresa de Jesús, concluye el Año Teresiano dedicado a esta excepcional figura de la mística española a los quinientos años de su nacimiento en 1515.
Hace cuatro años dediqué un libro a la Santa de Ávila, que titulé precisamente «Teresa de Jesús, esa mujer» (traducido al italiano como «Teresa d’Avila, coraggio al femminile», y recientemente otro libro titulado: «Teresa de Jesús. Vida, mensaje y actualidad de la Santa de Ávila».
Le dedicaré hoy aquí, cómo no, un pequeño recordatorio.
  

Teresa confiesa que Dios le ha dado un ánimo «harto más que de mujer» y eso es lo que percibían cuantos doctos e ilustrados de este mundo —obispos, teólogos, confesores, inquisidores…— se acercaban a ella.
El jesuita Pablo Hernández, buen amigo de Teresa a quien ayudó en la fundación de Toledo y en menesteres de más calado en Madrid cuando la descalcez se encontraba en grave aprieto con el nuncio Sega, decía de ella:
 –La madre Teresa de Jesús es muy gran mujer de tejas abajo, y de las tejas arriba muy mejor.
Teresa distinguía a su buen amigo Pablo Hernández con el apodo de Padre eterno. Eso de etiquetar a los personajes que se cruzaban en su camino nace de su temperamento divertido. Y a fe que tenía imaginación y gracia maliciosa en colocar motes. Al nuncio Ormaneto, viejo y achacoso, le llamaba Matusalén. A sus hijas, carmelitas descalzas, las apodaba Mariposas. Las carmelitas calzadas eran Cigarras. Los carmelitas calzados, Gatos. Los descalzos, Águilas. El demonio, Patilla. Jesucristo, José. Su querido Gracián, Pablo y también Eliseo. Juan de la Cruz, Senequita. Y ella solía apodarse Ángela y Lorencia.
Juan de Salinas, provincial de los dominicos e insigne predicador, preguntó a Domingo Báñez, también dominico y teólogo:
–¿Quién es una Teresa de Jesús, que me dicen es mucho vuestra? ¡No hay que confiar de virtud de mujeres!
Y Domingo Báñez le respondió:
–Vuestra paternidad va a Toledo a predicar y la verá, y experimentará que es razón de tenerla en mucho.
Salinas predicó esa cuaresma en Toledo y tuvo ocasión de tratarla y confesarla. Cuando pasado un tiempo se encontró con Domingo Báñez, le reprochó:
–¡Me habéis engañado! ¡Me habíais dicho que era mujer, y a fe que no es sino hombre varón y de los muy barbados!
Será Teresa quien diga al padre Mariano:
–¡No somos tan fáciles de conocer las mujeres!
Y añadió:
–Muchos años las confiesan y después ellos mismos se espantan de lo poco que han entendido.
En un mundo misógino como aquel del siglo XVI Teresa de Jesús supo marcar sus fronteras y hacer valer su condición de mujer donde quiera que estuviese. Su feminismo es proverbial. Es ella quien elige a los hombres. En Medina del Campo, al principio de sus fundaciones, se fijó en un jovencito Juan de la Cruz, ¡menudo fichaje! En Beas se prendará de Jerónimo Gracián, que se convertirá para ella en su hombre, el hombre que embride a los hombres en las fundaciones masculinas. Ello servirá para que más de una vez le echasen en cara a Gracián que estaba sujeto a una mujer. A Gracián le producía congoja. A Teresa le daba la risa:
—¡No me afrento yo y se ha de acongojar él!
Teresa fue fundadora de mujeres y de hombres, caso insólito en aquellos tiempos. En medio de los azares del Carmelo tras su muerte, cuando se pone en cuestión que fuera también fundadora de hombres, vino de Roma el breve Salvatoris, de junio de 1590, donde el papa Sixto V elogia a «una mujer llamada Teresa de Jesús… a quien honran por madre y fundadora sesenta monasterios y conventos, más de hombres que de mujeres».
Fundadora de hombres es Teresa, esa mujer.

domingo, 11 de octubre de 2015

Santiago y el Pilar de Zaragoza

«Este 12 de octubre se clausura el Año Jubilar Pilarista por los 1975 años de la llegada de la Virgen a Zaragoza». Esto leo en la revista Alfa y Omega en un artículo firmado por José Antonio Méndez, que me ha dado un cierto alivio. Porque titula su artículo: «El Pilar que salva a los que dudan». Y como yo dudo, y dudo muchísimo, presiento que a pesar de todo la Virgen del Pilar me salvará.
Ya en serio, el artículo no deja de ser un cuento piadoso que muy bien, en aras del rigor y de la seriedad, hubiera dejado el director de la revista escondido en un cajón.
Incluso, se resalta en un subtítulo: «En 1936, tres bombas impactaron contra la basílica del Pilar…, pero ninguna estalló». Dos de esas bombas, creo, se hallan colgadas del techo del templo, significando el milagro de la Virgen del Pilar que salvó a su basílica de la barbarie roja. La tercera cayó en la plaza de la Seo.


Pues mire usted, la cosa es más sencilla. Las bombas no estallaron porque el piloto republicano, que había recibido orden de arrojarlas sobre la basílica, había quitado previamente las espoletas. Y ello lo sé porque conozco a un sobrino de ese piloto, hermano de La Salle, y muy amigo mío, que me lo ha contado. Y reservo el nombre del piloto y de mi amigo de La Salle, a petición.
Ello no quita para que la devoción del Pilar sea una tradición mariana profundamente arraigada en Aragón y en España. Es el Día de la Hispanidad, el Día de la Raza. Decir Zaragoza es decir el Pilar, eso dice la gente. El vulgo cree que el Pilar es la catedral de Zaragoza. Pero está equivocado. Zaragoza tiene su catedral, la Seo la llaman, con empaque y solera, y tiene también su basílica del Pilar, como concatedral, que se lleva los honores de la fama, porque, como imaginó Lope de Vega en Los papeles de Galiana hablando de «la gran Zaragoza»: Aquí la Reina del cielo, / sobre un pilar cuyo velo / fueron los rayos del sol, / habló el patrón español / y dejó sagrado el suelo.
Cuenta una piadosa leyenda que la Virgen, cuando aún vivía en este mundo, se apareció al apóstol Santiago el Mayor, que se hallaba predicando en esta ciudad. Se une esta leyenda a la que, después de morir en Jerusalén, decapitado por el rey Herodes hacia el año 44, según se narra en los Hechos de los Apóstoles (12,2), trasladaron su cuerpo en una embarcación al finis terrae entonces conocido. Llegados al puerto de Iria, en Galicia, en la desembocadura del Ulla, actual Padrón, se alejaron de la costa y le dieron sepultura en el interior.
Esta «tradición jacobea» cuaja a partir del siglo IX y alcanza todo su vigor en los siglos XII y XIII. Un ermitaño, por nombre Paio ó Pelayo, advirtió al obispo Teodomiro de Iria sobre unas tumbas que habían aparecido en el extremo de las tierras de los amaeos. Teodomiro visitó las ruinas de esa vieja necrópolis cristiana y reconoció en el Arca Marmórica el cuerpo del apóstol Santiago y en otros sarcófagos los de sus discípulos Teodoro y Atanasio.
La pregunta que se me viene a la cabeza es cómo supo Teodomiro que aquella tumba marmórea contenía los restos del apóstol Santiago. Y aquí surgen dos versiones: los que dicen que recibió una revelación del cielo y los que sostienen que junto a los restos se hallaba un pergamino que acreditaba la autenticidad. Tal vez lo dedujo de la lectura de un opúsculo titulado Breviarum apostolorum, que circulaba por España desde mediados del siglo VII con la narración de unas biografías breves de los apóstoles. De Santiago decía que predicó en España y fue a morir a Jerusalén. Texto evidentemente interpolado, aunque bien aprovechado o creído a partir de entonces, comenzando por el Beato de Liébana en su Comentario sobre el Apocalipsis en 776.
Se enteró el rey asturiano Alfonso II el Casto (791-842) —conocido por este apelativo por no haber contraído matrimonio—, y ordenó edificar una iglesia, núcleo originario de la futura catedral compostelana. Teodomiro, el obispo, con sagaz perspicacia, trasladó su residencia al lugar de la tumba, llamada desde entonces Compostela (derivado de campus stellae, campo de la estrella, por aquello de que sobre la tumba irradiaba el fulgor de «unas luces ardientes durante la noche», o tal vez, de compositum tellus, campo santo o cementerio).
La figura de Santiago se hizo desde entonces tan popular en la España medieval que aparece vinculada a todas las gestas guerreras de la reconquista. Desde el rey Ramiro (842-850), con la legendaria batalla de Clavijo, con un Santiago «matamoros» o «cierra España», montado en un corcel blanco animando a las huestes cristianas contra la morisma y blandiendo su espada al viento, y el voto de Santiago, el medievo hispano ha estado conectado con la figura de este apóstol envuelto en leyendas y tradiciones múltiples. Su sepulcro, convertido en centro de peregrinación, compite en popularidad los jubileos de Santiago con los de la misma Roma. Y el Camino de Santiago se convierte en la ruta de mayor tránsito y comunicación de gentes de toda Europa.
¿Estuvo realmente Santiago en España?
Un documento del siglo XIII conservado en la basílica del Pilar cuenta cómo Santiago el Mayor, hijo del Zebedeo, hermano de Juan Evangelista, recorrió Asturias, convirtiendo a un paisano en Oviedo, pasó a Galicia, predicando en Padrón, después a Castilla y por último a Aragón donde convierte a ocho. En Zaragoza, junto al Ebro, apesadumbrado Santiago por su escaso éxito apostólico, recibe la visita de la Virgen María, aún en carne mortal, sobre una columna nimbada por miríadas de ángeles que cantan maitines. La Virgen pide al apóstol que construya una capilla en el lugar de la aparición, junto al Ebro, y así lo hace. Santiago ordena de presbítero a uno de los ocho convertidos y vuelve a Judea. Es una leyenda surgida con posterioridad a la tradición jacobea.
Ya en el siglo X los obispos de la Tarraconense no creían en estas leyendas. Y en el XIII, cuando la diócesis de Santiago impugnaba la primacía del arzobispado de Toledo, se decía que todo esto eran cuentos de monjas y viudas piadosas.
Sin embargo, España, no sólo en la época medieval sino en tiempos modernos, siguió creyendo en la venida y sepulcro de Santiago y estas tradiciones, jacobea y pilarista, se impusieron a pesar de que prestigiosos autores, como el cardenal Baronio, san Roberto Belarmino y otros, negaran decididamente este hecho. En la reforma del Breviario ordenada por Clemente VIII, a finales del siglo XVI, se eliminó esta frase introducida por san Pío V unos años antes: «Santiago recorrió España y predicó el Evangelio». Pero la monarquía española, tan poderosa en aquel entonces, presionó y Urbano VIII, unos años después, restableció este texto de nuevo.
Si difícil parece que viniera a la Hispania romana de muerto, más difícil es que viniera de vivo.
No hay testimonios históricos que avalen esta tradición. Aunque existe prueba de la existencia de un templo dedicado a la Virgen en Zaragoza a mediados del siglo IX, el primer documento conocido que menciona el nombre de Santa María del Pilar es de finales del siglo XIII. La advocación del Pilar y la plasmación de su leyenda, como ha llegado a nosotros, data de ese siglo. 

jueves, 8 de octubre de 2015

A Roma con la «monja del milagro»

Dentro de una semana, las Hermanas de la Cruz acudirán a Roma en tropel para presenciar en la Plaza de San Pedro cómo el papa Francisco canoniza a una de sus hijas: la Madre María de la Purísima. Y así serán ya dos las santas de la Compañía de la Cruz: Santa Ángela de la Cruz, la fundadora, y María de la Purísima, su séptima sucesora Madre General.
También Santa Ángela de la Cruz acudió en su tiempo a Roma para una beatificación y es esto lo que quiero recordar aquí.



Primavera de 1894. El Consejo Nacional de las Corporaciones Ca­tólico-Obreras ha organizado una magna peregrinación a Roma. 13.000 obreros se han dado cita en la Plaza de San Pedro llegados de los más diversos rincones de España por los caminos de hierro. Con ellos, también Sor Ángela, como una obrera más, obrera del Señor.
Resulta que León XIII, dispuesto a dar solemnidad a la pe­regrinación española, ha promovido para estas fechas la beatificación de dos viejos leones de la fe españoles: Juan de Ávila y fray Diego José de Cádiz.
El milagro que ha dado el pase al ilustre misionero fray Diego a su beatificación lo realizó en una Hija de la Caridad residente en el Hos­pital de las Cinco Llagas de Sevilla. Desahuciada de los médicos, a punto de expirar mordida por la tuberculosis, se salvó prodigiosa­mente al invocar al siervo de Dios fray Diego. Era el 5 de junio de 1862. Más tarde, ya fundada la Compañía, buscando una vida de ma­yor perfección, esta religiosa ingresó en las Hermanas de la Cruz. Es la Hermana Adelaida de Jesús, que con Sor Ángela marcha a Roma, con billete pagado por el arzobispo de Sevilla, cardenal Sanz y Forés. En Roma la señalarán como «la monja del milagro».
–El viaje fue bastante cómodo; unas vistas preciosas, en particular las del Principado de Mónaco: es lindísimo, la natura­leza ha embellecido extraordinariamente aquellos caminos.
Sor Ángela se extasía ante la belleza de la Costa Azul.
Llegaron a Roma, que les resultó grandiosa. Se hospedaron en las Esclavas del Sagrado Corazón, fundación de la Madre Rafaela Porras, donde les han preparado una habitación con dos camas de hierro y colchón de paja. Como Sor Ángela ha prometido a la superiora obediencia mientras residan en Roma, aquella noche duermen en cama blanda.
Acostumbrada a su tarima, ¿se acordaba Sor Ángela de los años que no dormía en cama mullida?
Su obediencia se extiende a las comidas. En el desayuno, café con leche y pan; en la comida sopa, carne y verdura, y de postre, higos o naranjas; para la cena, sopa y unas veces carne, otras tortillas o huevos; en las comidas y cenas, también una jarrita de vino.
Gracias a sus muchas caminatas por Roma, para rezar en los luga­res santos y visitar a los monseñores que llevan el asunto de la aprobación pontificia del Instituto, Sor Ángela ha mantenido su figura menudita y sobria.
En el encuentro con el papa León XIII, al hacer la primera genuflexión, les dijo:
–Venid.
Y le besaron el pie y el anillo.
Le parecía muy alto a Sor Ángela aquel anciano hirsuto, de pie ante ellas con la sotana blanca. Ahora tendrá ocasión de desvelar la ora­ción que elevó a Dios aquella misma mañana, cuando supo que se­rían recibidas en audiencia por el Pontífice: «Pedí a Dios le inspirase al Papa cómo se había de portar con nosotras, para que por su Vica­rio conociera si estaba contento conmigo o disgustado».
Ya estaba ante León XIII, aquel venerable Papa de alta estatura, frente despejada, mirada penetrante y una sonrisa siempre a flor de labios.
¿Estaba contento con ella?
Quería descubrirlo en su mirada, en un gesto, en una palabra.
Pero el Papa parecía dedicar especial atención a la «monja del mi­lagro». Se mostró sumamente cariñoso con ella poniéndole dos o tres veces las manos en la cabeza en señal de bendición y le previno que estuviese atenta cuando descorriesen la cortina en la basílica de San Pedro: en la gloria de Bernini aparecería el retrato del Beato Die­go José de Cádiz en el momento del milagro.
Hermana Adelaida de Jesús se siente emocionada y es ella la que toma la palabra. Por tres cosas fundamentales va a pedir el Instituto: por el triunfo de la Iglesia; por su Santidad y el señor cardenal, allí presente; y por la aprobación de la Regla.
El Papa lo aprueba todo sonriente y le pregunta qué comen, dónde duermen, qué obras de caridad ejercitan.
Hermana Adelaida lo cuenta todo de pe a pa. El Papa se siente feliz ante la «monja del milagro». Bendice al Instituto, las bendice a ellas. En este momento tiene un gesto también para la fundadora: le puso las manos en la cabeza en señal de bendición.
Termina la audiencia.
León XIII, ese pontífice de extraordinario talento político que con­serva toda su lucidez mental a pesar de su edad octogenaria y bro­mea buenamente de su vejez y de sus achaques, no ha apreciado –fascinado por la noticia del momento que se llama la «monja del mi­lagro»– la grandeza de aquella religiosa pequeñita de cuerpo que casi se esconde tras de la otra para no ser notada.
¿Ha podido deducir Sor Ángela si el Papa está contento o disgusta­do con ella?
–Saqué de esta audiencia que Su Santidad ni estuvo conmi­go expresivo ni me rechazó; pero con la Hermana muy cari­ñoso y expresivo. Pues así estoy en la presencia de Dios: soy un alma adocenada, ni me desecha nuestro Señor ni está contento como con otras que son sus predilectas.
Al día siguiente, domingo 22 de abril, beatifican a fray Diego José de Cádiz. Nuestras dos monjitas van a vivir asombradas toda la fastuo­sidad que la liturgia vaticana ofrece en estos actos.



sábado, 3 de octubre de 2015

Francisco de Borja, el duque jesuita

La familia Borja, y más concretamente el italianizado apellido Borgia, suscita en la mente de todo lector un poco ilustrado en la historia de España, y también en la de Roma, una sacudida de sensaciones. Enseguida le llegan asociaciones de ideas de una Casa de Borja compuesta por unos personajes del Renacimiento de muy distinto talante moral: justos y deshonestos, clérigos y guerreros, pecadores y santos. Nombres conocidos como Rodrigo de Borja, el papa Alejandro VI, Lucrecia o César Borgia. En esta familia tan variopinta, Francisco de Borja se halla entre los clérigos santos.
La casa de Borja fue una familia noble, originaria del pueblo aragonés de Borja y establecida en Játiva, reino de Valencia, y posteriormente en Gandía. Francisco de Borja nació el 28 de octubre de 1510 en Gandía, primogénito de siete hermanos, hijo de Juan de Borja, tercer duque de Gandía, y de Juana de Aragón. Por línea ilegítima paterna, era biznieto del papa Alejandro VI; y por la materna, del rey Fernando el Católico, y sobrino segundo de César y Lucrecia Borgia.


Francisco de Borja, de Martínez Montañés, Sevilla.

Se educó en un ambiente de religiosidad, con especial influencia de su abuela María Enríquez y de su tía Isabel, que ingresaron en el convento de las clarisas de Gandía y tomaron los nombres de María Gabriela y Francisca, respectivamente. Según la costumbre de la época, un primogénito debe dedicarse a las armas y a la posición civil de gentilhombre. Su madre se lo inculcaba de muy pequeño:
—Hijo, tú necesitas armas y caballos y no imágenes y sermones. Yo pedí al cielo un duque y no un monje. Sé devoto, Francisco, pero no dejes de ser caballero.
En 1528, con dieciocho años, pasó a la corte de Carlos V, donde se entregó con pasión a los ejercicios militares y de caza, y a las fiestas de toros, torneos y justas. La emperatriz Isabel le dio por esposa en 1529 a su dama de honor, la portuguesa Leonor de Castro, casamiento que se celebró en el palacio real de Valladolid. Del matrimonio Borja-Castro nacieron ocho hijos, cuatro varones y cuatro hembras. Francisco de Borja llevó siempre vida ejemplar en la corte y se preocupó como padre de la educación de sus hijos. En las largas ausencias del emperador por Europa, permaneció junto a la emperatriz. En 1534 y la primera mitad de 1535, Carlos V los pasó en España, donde estudió en compañía de Francisco de Borja matemáticas, historia y cosmografía, bajo el magisterio de Alonso de Santa Cruz, cosmógrafo imperial.
El 1 de mayo de 1539 murió en Toledo la emperatriz Isabel, a los 36 años de edad. Borja formó parte de la comitiva que acompañó sus restos mortales a Granada para ser sepultados. Al llegar a Granada y antes de ser depositado el cadáver de la emperatriz en el panteón de la Capilla Real, fue contemplado por última vez por todos los nobles y magnates que habían formado el cortejo mortuorio. Unos tras otros, se acercaron al cadáver para jurar su identidad. Cuando llegó el turno a Francisco de Borja, recibió tal impresión al contemplar el rostro descompuesto de la que fue encanto y esplendor de belleza de la corte de Carlos V, que sintió la caducidad de esta vida y renació en él los deseos de su juventud de entrar en religión.
—No volveré a servir a señor que se me pueda morir—, parece que manifestó.
En los nueve días de funerales en Granada oyó el sermón exequial de san Juan de Ávila, apóstol de Andalucía, con el que tuvo oportunidad de hablar.
—Al volver Borja de Granada —cuenta el padre Juan de Polanco, secretario de san Ignacio de Loyola—, se sintió tan iluminado por la gracia que se puso a pensar seriamente sobre la reforma de su vida. Con gran valentía comenzó a darse a la oración, a la mortificación y a la lectura.
Francisco de Borja recuerda el aniversario de la muerte de la emperatriz en su Diario espiritual y, si no decidió entonces dejar el mundo, es cierto que empezó a llevar una vida más desprendida de los bienes terrenos.
Nombrado virrey de Cataluña y de los condados de Rosellón y Cerdeña en junio de 1539, desempeñó el cargo hasta abril de 1543. Las instrucciones del emperador comienzan así:
—Habéis de saber que el principado de Cataluña y condados de Rosellón y Cerdeña son una de las principales provincias de nuestros reinos y señoríos, de mucha importancia y cualidad. Por eso siempre hemos enviado personas de cualidad, de principal casta y linaje y personas que valen mucho…
Francisco de Borja entró por Tortosa el 14 de agosto de 1539 y juró los fueros de Cataluña en la catedral tortosina. El 23 de enero de 1540 llegó a Barcelona y en la catedral juró de nuevo respetar los fueros y usos de Cataluña.
Su actuación como virrey puede resumirse en estas tareas: la administración de justicia, la lucha contra el bandolerismo y rivalidades de los bandos, la defensa de las fronteras contra los piratas, y la preparación ante un posible ataque francés por el Rosellón.
Borja llevó en Cataluña una intensa vida de piedad y trató con los franciscanos del convento reformado del Jesús, entre ellos con san Salvador de Horta y también con san Pedro de Alcántara. En Barcelona conoció a los primeros jesuitas llegados a España, Pedro Fabro y Antonio de Araoz. Su amistad con estos jesuitas y la correspondencia que surge con Ignacio de Loyola irán sembrando el terreno para su futura entrada en la Compañía de Jesús.
Muere su padre en enero de 1543 y Francisco de Borja hereda el ducado de Gandía, donde marchará a tomar posesión al dejar Cataluña. En marzo de 1546 muere su esposa Leonor. Francisco rezaba a Dios que curase a su esposa y se dice en sus biografías que oyó una voz del cielo que le dijo:
—Puedes escoger para tu esposa la vida o la muerte, pero si prefieres la vida, no será ni para tu beneficio ni para el suyo.
Y Francisco, derramando lágrimas, exclamó:
—¡Que se haga tu voluntad y no la mía!
Quedó viudo a los 36 años y con ocho hijos. Dura situación que le motivará dejar el mundo y pedir el ingreso en la Compañía de Jesús. El 2 de junio, tres meses después de la muerte de su esposa, hizo voto de castidad y obediencia al superior de la Compañía. Ignacio de Loyola le admitió, pero le recomendó mantenerlo en secreto, «porque el mundo no tiene orejas para oír tal estampido». Y le encargó que pusiese orden en los asuntos de sus hijos y que estudiase teología en Gandía.