domingo, 24 de febrero de 2019

Asesinato de Juan Serrano, arzobispo electo de Sevilla


Se hallaba en Valladolid Enrique III, cuando se enteró de la muerte del arzobispo de Sevilla don Gonzalo de Mena, acae­cida el 21 de abril de 1401. Inmediatamente envió una carta al cabildo sevillano proponiendo la candidatura de don Juan Serrano, obispo de Sigüenza, «por ser Prelado de buena vida, y de virtuosas y buenas costumbres». Puntualiza el rey que cumpliendo su mandato le harán «gran placer» y no ha­ciéndolo «gran enojo», y además, «non saldría de ello ningún buen efecto, e vosotros sabedes bien que el Papa, a quien yo obedeciere non querrá proveer de esa Dignidad a otro alguno, sino aquel por quien le yo suplicase».


Sepulcro de don Juan Serrano, prior del monasterio de Guadalupe y en él enterrado.

Se refiere a Benedicto XIII, el Papa Luna, que se había reservado esa diócesis para su sobrino Pedro de Luna. Pero Benedicto XIII no se halla en esos momentos en situación de imponer su propio candidato ni de negociar el candidato del rey a la sede de Sevilla. Cercado por tropas francesas en su castillo de Aviñón, Francia y Castilla le han negado la obe­diencia, en un intento de ambas naciones por resolver el cisma que se cierne sobre la Iglesia con un Papa en Roma y otro en Aviñón. Cuando el Papa Luna logró evadirse de su cercado castillo (12 marzo 1403), los acontecimientos se precipitan. Castilla vuelve a su obediencia y lo mismo hace después Francia. Pero al plantearse de nuevo el problema de la sede vacante de Sevilla, el candidato del rey habrá muerto un año antes de forma misteriosa. A Sevilla envía Be­nedicto XIII, el Papa Luna, a Alonso de Egea, hombre que le es fiel, y a su sobrino lo lleva a la arzobispal de Toledo.
¿Qué fue entonces del obispo de Sigüenza nominado para Sevilla?
Juan Serrano, candidato del rey, natural de Ávila, ha­bía sido prior de Guadalupe, cuando el monasterio era habi­tado por clérigos seglares. Piadoso y honrado, fue él quien entregó el monasterio a los jerónimos en 1389 al ser nom­brado obispo de Segovia. Inmediatamente después pasó a la diócesis de Sigüenza, que la regentó hasta su muerte.
Esta sucedió en Sevilla el 24 de febrero de 1402, hoy hace 617 años. Y no murió en Sevilla por encontrarse en ella como obispo electo de la diócesis, sino porque formaba parte de la corte de En­rique III, que en esos momentos se hallaba en la ciu­dad his­palense.
Aquel 24 de febrero, «estando el Sr. Obispo echado en una cama doliente de dolencia e quando parescía en su per­fecto conocimiento», hizo testamento ante Alfonso Fernández, es­cribano del rey y notario público en su corte y reinos. Este documento se conserva en el archivo del monasterio de Guada­lupe. Las respuestas del obispo son muy lacónicas, lo que indica que se encontraba en una suma postración, apenas sin habla. Diego Sánchez, clérigo beneficiado de la parro­quia de San Pedro de Sevilla, le oyó en confesión, y al pre­guntarle si deseaba ser enterrado en Sigüenza, su diócesis, contestó: «En Guadalupe». Y al inquirirle a quién dejaba he­redero uni­versal de sus bienes, musitó: «Al Papa». Se refe­ría natural­mente al Papa Luna, el de Aviñón, a quien había prometido fidelidad; no al de Roma.
Enseguida corrió la voz por Sevilla de que había sido en­venenado. Enrique III encomendó a los doctores Pedro Yáñez y Alfonso Yáñez averiguasen la causa de su muerte. Y los doc­tores dieron este dictamen: muerto de hierbas y ponzoña y «es fama que algunas personas eclesiásticas fueron en fabla e en consejo de le dar las dichas yerbas malas». Al saber el rey que elementos eclesiásticos se hallaban en la conjura de la muerte de su consejero el obispo de Sigüenza, que él ha­bía nominado para la sede de Sevilla, llamó a Diego Fernán­dez, arcediano de Jerez, bachiller in utroque iure, canónigo de la Iglesia de Sevilla sede vacante, y oficial general por el deán y cabildo de esta metrópoli, y le pidió que investi­gara la muerte del obispo de Sigüenza, «fynado que murió de yerbas e ponzoña, de la qual es publica voz y fama e disen que le fueron dadas las dichas yerbas en esta cibdat e en otras partes, e por quanto el dicho don Johan obispo de Si­guença era uno de los de mi consejo e uno de los de quien yo mucho fiava». Y concluye el albalá real, firmado el 23 de marzo, por el que da poderes al arcediano, que el encon­trarse clérigos en este asunto es un hecho «muy malo e muy feo e muy escandaloso».
El arcediano de Jerez mostró al cabildo el mandamiento real y recibió de éste carta-comisión para cumplir lo orde­nado por el rey. Enseguida llamó a comparecer a una serie de testigos: Bartolomé Fernández, deán de Zamora; Maestre An­drea y Maestre Pedro, físicos; Antón Gómez y Diego Alfonso, canónigos de Sevilla; Antón Pérez, boticario; y especial­mente a Juan Gómez, cocinero del obispo fallecido. «Todas las declaraciones convienen en que murió violentamente y sin calenturas, atestiguando el boticario y los físicos que le asistían que fue producida su muerte por envenenamiento, se­gún el examen de los síntomas y el análisis de la sangre». Y la acusación más directa: «Quien mandó darle la ponzoña fue don Gutierre, porque así lo confesaron ambos cocineros, el de don Gutierre que los dio al de D. Juan Serrano y el del Obispo que se los dio en la comida porque le habían prome­tido bastantes florines, una mula y otras cosas para más adelante».
Citado don Gutierre, misterioso personaje del que no po­seemos más referencias, compareció por procuradores. Los testigos y cocineros se ratificaron en sus primeras declara­ciones. Pero aquí se interrumpe esta historia, que más pa­rece policiaca, acaecida en Sevilla y en torno a la sucesión de su sede, sin que sepamos el final de la trama. El cadáver de don Juan Serrano fue llevado a Guadalupe y enterrado en la capilla de San Gregorio, donde le fue la­brado un suntuoso mausoleo.

miércoles, 20 de febrero de 2019

María de la Purísima padece cáncer


Verano de 1994. Sor María de la Purísima lleva 17 años de Madre General de las Hermanas de la Cruz. Y con el ajetreo de siempre. De aquí para allá. Visitas canónicas a las Hermanas, las de cerca y las de lejos. A las casas de Argentina, y a Roma y a Reggio Calabria, fundación realizada en 1984 durante su gobierno, en el sur de Italia, en la punta de la bota, donde contemplando el mapa parece que quisiera dar un puntapié a la isla de Sicilia.


Poco después, ese mismo verano de 1994, María de la Purísima vuelve de una visita a la casa de Valladolid. Y se notó un bulto en el pecho izquierdo. No dijo nada a su compañera, Hermana María Sofía, hasta llegar a Sevilla.
–¿Por qué su caridad no me lo ha dicho antes? –se quejó María Sofía.
Y María de la Purísima le contestó con sencillez:
–Yo necesitaba prepararme con la oración, y así en estos días la he intensificado. Sólo quiero lo que el Señor quiera y como el Señor lo quiera.
María de la Purísima tiene 68 años. Hasta ese momento no se había manifestado en ella enfermedad alguna. Siempre había gozado de buena salud. Pero lo de ahora es preocupante. Acude al médico. Y el médico le dijo que había que extirpar el pecho. Cáncer. Cuanto antes.
María de la Purísima se apresta psicológicamente a una operación cruel. Y escribe a las Hermanas el 2 de agosto, fiesta de la Compañía de la Cruz, aniversario de la fundación. Días antes les había escrito para que preparasen su espíritu en ese día, practicando principalmente dos virtudes: el silencio y la caridad.
Amadísimas hijas mías en el Señor: Les extrañará que les escriba tan pronto, pero como sé que a todas por igual les interesa y pueden ayudarme con su oración, he querido ser yo misma la que les comunique lo que ahora nos pide el Señor. Como saben, he estado haciendo la visita en Valladolid. Durante ella me di cuenta de que tenía un bulto en el pecho y al llegar aquí fui al médico, a don Antonio Gallardo, que es el que no estaba de vacaciones de los que nosotras conocemos. Me ha dicho que lo mejor es quitarlo y qui­zás sea a principios de la semana que viene cuando cree él que podrá hacérmelo. Cuando sepamos el día fijo se les dirá. Les pido por amor de Dios que esto no lo comuni­quen a sacerdotes, religiosos, seglares o familiares. Ya sé que no tengo que decirles que pidan, sé que lo harán; de verdad lo necesito para portarme como verda­dera Hermana de la Cruz, pues como he tenido poca experiencia en mi vida del dolor físico, me hacen mucha falta sus oraciones para que el Señor me dé su gracia… y saber aceptar la cruz con paz.
El 10 de agosto, víspera de la intervención quirúrgica, recibió la unción de enfermos en una solemne celebración comunitaria con otras hermanas muy mayores, en Los Dolores, antigua capilla de la Casa Madre, con asistencia de toda la Comunidad, incluso las novicias. Después ingresó en el Pabellón Vasco (Hospital de Oncología de la Seguridad Social) como una más, en la habitación 303, para ser intervenida al día siguiente.
Hoy se llama Hospital Duques del Infantado y está dedicado a la especialidad de Cardiología, pero en aquel entonces, decir en Sevilla que un familiar estaba ingresado en el Pabellón Vasco era confesar claramente que tenía cáncer.
El 11 de agosto, antes de ir al quirófano, recibió la comunión. Le dijo al capellán:
Todo lo ofrezco por la Iglesia y el Instituto.
Intervenida por el doctor Gallardo, se confirmó la malignidad de la tumoración y la extensión de la enfermedad, lo que obligó, además de practicarle una mastectomía, con la extirpación del pecho izquierdo, hacer posteriormente tratamiento de quimioterapia.
Una semana después, 19 de agosto, le dieron el alta hospitalaria. Y comenzó con la rutina del trabajo diario como si nada hubiera ocurrido. Lo primero que hizo fue escribir de nuevo a las Hermanas, 20 de agosto:
–Hoy les escribo con el único deseo de darles las más expresivas gracias por sus muchas oraciones, sacrificios y demás que han ofrecido con tanto cariño por mí. Lo he notado mucho en la gracia y la fuerza que el Señor me ha dado en todo momento. Siempre pensaba: «ésas son las oraciones de las Hermanas» y me sentía respaldada por todas sus caridades, que me ayudaban a llevar con paz las ocasiones difíciles. Que el Señor se lo premie a todas, como se lo pido, haciéndolas cada día más santas.
El doctor Gallardo puso a la enferma en manos del doctor Enrique Murillo, que a partir de este momento será su médico hasta su muerte. El doctor Murillo declaró en la causa de beatificación:
–Fue sometida a un tratamiento de quimioterapia y radioterapia; ambos tratamientos se caracterizan por su toxicidad; al menos durante seis meses estuvo sometida a este tratamiento, que produce una sintomatología de vómitos, pérdida de fuerzas…
Pero ella seguía su vida ordinaria de trabajo con una actitud de sencillez y naturalidad, como si nada hubiera sucedido.
–Nunca la vi decaída –cuenta el médico–, siempre decía que podía seguir haciendo su vida normal. Jamás consintió que se le prescribiera un régimen especial de comidas o de descanso.
Cuenta una Hermana:
–Ni una queja por las reacciones que ocasionan estos tratamientos en el organismo; ni quejas tampoco por las eternas esperas en el hospital cada vez que iba para aplicarse los tratamientos.
Cuenta la Hermana María Sofía:
–Su actitud en la enfermedad, además de su entrega amorosa y hasta alegre en las manos del Padre, fue de una decisión auténtica de vivirla como los enfermos más pobres, en el hospital de la Seguridad Social, sin excepciones de clínicas particulares ni consultas de otros médicos. Yo, que la acompañé siempre, puedo afirmar que gozaba, cuando en la espera de las consultas, radioterapia, quimioterapia y todo lo que conlleva una operación así, nos trataban como a una de tantas, haciéndonos esperar o teniendo que volver otro día, y me decía: «Esto es lo que nos corresponde si de verdad nos hemos hecho pobres con los pobres para llevarlos a Cristo».
Con su fuerza de voluntad y su espíritu de sacrificio siguió gobernando el Instituto sin rendirse hasta que la enfermedad, agazapada durante cuatro años, la abatió.
En la primera Semana Santa después de la operación, llegado el Jueves Santo, sirvió la comida a las Hermanas y después se arrodilló y besó los pies de todas, como todos los años. Al terminar se puso a fregar los platos y la Hermana cocinera le dijo:
–Madre, quítese y haga otra cosa, no esfuerce tanto el brazo.
Pero María de la Purísima le respondió:
–Este ejercicio me viene muy bien.

jueves, 14 de febrero de 2019

Pintadas en los templos


Esto de pintar obscenidades y blasfemias en las fachadas de los templos parece ser que se ha convertido de un tiempo a esta parte en deporte nacional.
En la noche del domingo pasado, dos niñatas hermanas (no sé si menores de edad) pintaron en la iglesia de San Martín de Sevilla la frase «La única iglesia que ilumina es la que arde», con un símbolo anarco-feminista. Se hicieron un “selfie” y colgaron en Instagram su “proeza”. Montaron tal revuelo que pronto lo borraron de Instagram, pero su gamberrada ya corría por las redes sociales. Buscadas por la policía, una de ellas se presentó con su madre en comisaría y tendrá que pagar por lo menos el coste de la reparación de la fachada que le exigirá el Ayuntamiento.
También en el pasado fin de semana un caso similar ha ocurrido en dos templos de pequeñas localidades de la provincia de Ávila, Gil García y Umbrías, en los que se puede leer «Iglesia que ilumina es la que arde» y también «Ni Dios ni Cristo, creo en Evaristo».



 Sería prolijo reseñar los actos vandálicos y blasfemos realizados en estos años pasados en España. Me voy a referir tan solo a algunos casos ocurridos en la diócesis de Sevilla. En 2014, con motivo de la redacción del anteproyecto de la reforma de la Ley del Aborto, apareció en la localidad de Dos Hermanas, en la fachada del Colegio de la Sagrada Familia, la pintada "Aborto porque me sale del coño", firmada por Feministas DH. Y la casa de hermandad de La Oración en el Huerto también sufrió las proclamas de este grupo con el mensaje "María quería abortar".
La iglesia del Santo Ángel, de carmelitas descalzos, sufrió también hace un tiempo la pintada "Arderéis como en el 36". La iglesia de Santa Marina sufrió un intento de incendio. Solo ardió la puerta. San Andrés, San Juan de la Palma, o la capilla de la Pastora de la calle Amparo, también han sufrido pintadas. En la Macarena, algo más pintoresco: el 24 de mayo de 2014, un grupo de mujeres vestidas de luto irrumpió en el templo con la idea de escenificar un taconeo sobre la tumba de Queipo de Llano. Tras ser desalojadas por la seguridad de la Hermandad, realizaron la protesta frente a la basílica sobre una réplica de la lápida. El lema de su pancarta: "Las mujeres no olvidamos. 1936-2013".
Y no hablemos de los robos sufridos… El monasterio de San Clemente sufrió no pocos en 2016 de un voluntario que hacía trabajos de mantenimiento en el convento y aprovechaba las horas de rezo de las monjas para sustraer unas llaves y llevarse esculturas, cuadros y casullas que luego vendía a anticuarios. O la iglesia del Corpus Christi, donde un ladrón se quedó un domingo después de la última misa para robar copones, cálices, bandejas, manteles y hasta el vino de consagrar.
No es nuevo nada de esto. Va en nuestra sangre. Podría reseñar aquí la matanza de frailes en el Madrid de 1834 o la quema de conventos en la Barcelona de 1835. Se celebraba una corrida de toros en Barcelona, que resultó un petardo, y un gracioso gritó: “¡A por los frailes!”, y aquello fue una verdadera matanza de frailes, uno setenta, y quema de conventos. Uno que se salvó saltando por la tapia de su convento fue con los años arzobispo de Sevilla: el carmelita cardenal Lluch y Garriga.
O recordar las quemas de conventos en buena parte de España en mayo de 1931, al mes de proclamarse la República, los sucesos de Asturias en 1934 o el Frente Popular y la Guerra Civil de 1936. La diócesis de Sevilla, que escapó mejor que muchísimas otras diócesis españolas, tuvo que reseñar, en la guerra del 36, 156 iglesias parroquiales desvalijadas, 30 de ellas incendiadas; 90 iglesias y capillas públicas desvalijadas, 5 de ellas incendiadas. Y en lo humano, 24 sacerdotes y 3 seminaristas asesinados.
En fin, un asco.

sábado, 9 de febrero de 2019

Perfil humano de fray Leopoldo de Alpandeire


Hoy, 9 de febrero, Granada es una fiesta y el convento de los capuchinos en cola interminable para rezar ante la tumba del beato Leopoldo de Alpandeire, ese viejo fraile limosnero del convento de Granada, el frailecito de las barbas blancas y al que los niños besaban su cordón cuando caminaba por la ciudad de la Alhambra. En Granada pasó la mayor parte de su vida y murió el 9 de febrero de 1956, a los 92 años, después de una vida mortificada. Desde entonces, ni un día sin flores ante su tumba. Ya es beato, beatificado el 12 de septiembre de 2010 por el papa Benedicto XVI. Y se ha convertido, por su humildad y sencillez, en uno de esos santos populares al que el pueblo llano venera con especial devoción.


Con su alforja al hombro, a veces una cestilla de caña, a fray Leopoldo hay que pintarlo como un fraile andariego. Su perfil siempre el mismo: los ojos en el suelo, el rosario en la mano... y un caminar pausado de miles de pasos sobre unos pies descalzos y polvorientos. Sus sandalias –una suela de cuero y dos correas en el empeine– no pudieron evitarle esas grietas inveteradas, añejas, como surcos profundos hendidos en sus talones. Tan sangrantes a veces que él mismo cauterizaba las grietas con cera derretida y cosía sus bordes con hilo, sin aceptar pomadas ni medicinas ni calzado.
Todos los inviernos le salían sabañones en los pies y manos... «Su mortificación era algo conmovedor. Los cuarenta años largos vividos bajo el frío clima de Granada formaron el marco de aquel hombre a quien siempre vieron descalzo, con las pobres sandalias, que no podían liberarle del frío en aquellas mañanas crudas... Ya podía llover, nevar o hacer una temperatura bajísima, que fray Leopoldo aparecía diariamente por las calles con sus pies agrietados, a veces goteando sangre, sus manos moradas, sin una queja, sin protestar de la inclemencia del tiempo... Él decía que en la penitencia no debiéramos ser exagerados sino más bien sufrir todo lo que Dios nos enviara. Este lema suyo lo había él practicado infinidad de veces en aquella su vida siempre igual», cuenta el padre Esteban de Puente Genil.
Cierto día limosneaba por Granada con sus pies agrietados cuando don Emilio González, farmacéutico, amigo de los capuchinos, le abordó y le dijo:
–Vamos a curar esas llagas...
Pero fray Leopoldo se resistía.
–Que se lo digo al padre guardián para que le mande por obediencia que use zapatos –le amenazó el farmacéutico.
Y el humilde frailecico contestó:
–Bueno, lo que usted quiera. Vamos a curar estos pies...
No creáis que fray Leopoldo era un juanlanas de carácter. Tenía un carácter fuerte y un temperamento nervioso que templaba con un total dominio de sí, aunque nadie lo creyera envuelto en ese áspero sayal de gruesa lana, todo remendado, el mismo sayal para verano e invierno.
Así era, así se mostraba su fisonomía, y así se hacía querer de la gente del pueblo. «Era el paño de lágrimas de todas las personas; consolaba a los tristes y compadecía a los que sufrían, pero lo hacía de corazón: no con fingimiento», confiesa una devota que conoció desde pequeña a fray Leopoldo.
La gente, cuando tenía algún problema, se decía:
–Lo consultaremos con fray Leopoldo. Le hablaremos de esto...
O bien, cuando se topaban con él:
–Hermanico, pida por mí... Hermanico, no olvide la necesidad que le he dicho...
Fray Leopoldo era la estampa cotidiana en las casas de Granada. Cuando oían la voz:
–Ave María Purísima.
Se decían:
–Ahí está fray Leopoldo. Pase, pase...
Y fray Leopoldo participaba de los gozos y tristezas de las gentes de Granada.
–Fray Leopoldo, pase a ver al enfermo.
Se acercaba al lecho, consolaba al enfermo y le invitaba a rezar con él las tres avemarías. Esas avemarías de fray Leopoldo, pausadas, lentas, acariciadas, tiernísimas... Y dejaba el consuelo en aquella casa a la que había acudido a pedir su pequeña limosna.
¿Qué secreto guardaba fray Leopoldo para conquistar de esta manera el corazón de la gente?
Yo diría que no guardaba ningún secreto. Si se hurga en sus bolsillos aparecerán solamente estampitas y medallas que repartía entre los niños. A fray Alejandro de Málaga le recomendó que siempre que saliera a la calle llevara estampitas. Le dijo:
–Hermano, lleve siempre estampitas: se puede hacer mucho bien.
Y si se palpa su corazón, es el de un simple labriego que ama enternecidamente a Dios y a los hombres.
Los padres capuchinos que convivieron con él destacan estos amores en fray Leopoldo: la Virgen María, la Eucaristía y Cristo crucificado.

viernes, 8 de febrero de 2019

Josefina Bakhita, la esclava negra


El 7 de diciembre de 1893, Josefina Bakhita –esclava sudanesa comprada por el diplomático Callisto Legnani con el propósito de devolverle su libertad– entró en el noviciado de Venecia de las Hijas de la Caridad Canossiana, fundadas por santa Magdalena de Canossa en 1808 en los suburbios más pobres de Verona, dedicadas a la escolaridad gratuita de niños pobres, catequesis, visita a enfermos en los hospitales, apoyo al presbiterado y ejercicios espirituales para las damas de la nobleza, a fin de incitar en ellas la práctica de la caridad.


Año y medio después, Bakhita pasó a Verona para tomar el hábito. Y al cumplirse los tres años, volvió a Verona para pronunciar sus primeros votos. Bakhita tenía 38 años de edad. Será el nuevo patriarca de Venecia, cardenal José Sarto, futuro papa san Pío X, quien firme el visto bueno a la aspirante. El patriarca la despedirá con estas palabras:
–Pronunciad los santos votos sin temor. Jesús os quiere, Jesús os ama. Ámelo y sírvalo así.
A partir de este momento, durante los próximos cincuenta años, se dedicará a los oficios más humildes dentro de su congregación. En 1902, pasará de Venecia a Schio, en la región del Véneto, donde ejerció durante años como cocinera, sacristana, costurera y portera. Humilde y sencilla, será en la portería donde tome contacto más amplio con la gente de Schio, grandes y pequeños. Será conocida como «la nostra Madre Moretta», nuestra Madre Morenita.
Será en Schio, en 1910, donde Bakhita, a petición de su superiora, dictará sus Memorias con el relato doloroso de su vida: su esclavitud. Fueron editadas en 1930. Tres años más tarde, en 1933, Bakhita recibe de sus superioras el mandato de visitar las casas del Instituto para potenciar el espíritu misionero. Y se verá obligada a contar una y otra vez los retazos dolorosos de su vida con gran pesar suyo. Confesará:
–Cuando en grandes aforos me mostraban a la muchedumbre como la bella bestia me hundía en la nada. Si hubieran podido ver en mí una santa habría sido distinto, pero yo, pobre miserable, que no sabía ni hablar, ¿qué podía hacer?
Una religiosa, al verla por primera vez, exclamó:
–¡Qué negra es!
Bakhita le respondió:
–Pero, ¿sabes? ¡Mi alma es blanca!
Una niña, al verla, le ofreció un trozo de jabón para que se levara las manos. Y ella le dijo a la niña:
–Es verdad que soy morena, pero soy hija de Dios.
Unos jóvenes le preguntaron:
–Si se encontrara a los que la secuestraron y la trataron tan cruelmente, ¿qué haría?
–Me arrodillaría a besarles las manos, porque si no hubiera sucedido aquello, ahora no sería cristiana y religiosa.
Bakhita se refería al Señor llamándolo siempre «el Patrón». ¡Había tenido tantos patrones en su vida que la habían martirizado! Ahora tiene al Patrón con mayúscula que la ama y ella lo ama. Solía responder:
–Así quiere el Patrón… Proveerá el Señor: Él es el Patrón.
–Alguna vez sí he tenido también yo mis contrariedades, pero las superé pensando: es el Patrón quien quiere esto.
Las hermanas le preguntaban si no se cansaba:
–Para el Señor nunca es demasiado. ¿Crees que es fácil contentar al Patrón? Pero yo hago todo lo que puedo: el resto lo hace Él.
Tenía puesta su confianza en Él:
–Yo he dado todo al Patrón, Él cuidará de mí: estoy en deuda con Él.
Cuando le oyen hablar de su esclavitud, alguien suelta esta exclamación:
–¡Pobrecilla!
Y Bakhita le contesta:
–¿Yo pobrecilla? No; yo no soy pobrecilla, porque soy del Patrón y estoy en su casa; todos aquellos que no son del Señor, esos son pobrecillos.
Una persona le dijo:
–¿Irá pronto al Paraíso?
–Ni un momento antes ni un momento después de cuando el Patrón quiera.
–¿Y si el Señor no la quisiera en el Paraíso?
–Que me ponga donde quiera. Cuando estoy con Él y donde Él quiere, estoy bien en cualquier parte. Él es el Patrón, yo soy su pobre criatura.
Murió el 8 de febrero de 1947. Sus últimas palabras fueron estas:
–¡Qué feliz estoy! ¡La Virgen... la Virgen!
El frutero de Schio le decía que iría directa al Paraíso. Y Bakhita le respondía:
–Me contento con un rincón.
Solía decir:
–Voy poquito a poquito hacia la eternidad... con dos maletas: una contiene mis pecados, la otra, mucho más pesada, los méritos de Jesucristo. Cuando aparezca delante del Señor, cubriré mi maleta fea con los méritos de la Virgen; después abriré la otra, presentaré los méritos de Jesús y diré al Padre eterno: «Juzga lo que ves». ¡Oh, estoy segura de que no me echarás! Entonces miraré hacia san Pedro y le diré: «Cierra la puerta, porque me quedo».
También había dicho:
–Cuando muera, no daré miedo a nadie.
Su fama de santidad corrió como la espuma y pronto, en 1959, comenzó el proceso para la causa de canonización. En 1978 fue declarada venerable. En mayo de 1992 fue beatificada por Juan Pablo II y el 1 de octubre de 2000 fue canonizada por el mismo papa que la llamó Nuestra Hermana Universal. Se celebra su fiesta el 8 de febrero.
Josefina Bakhita es un ejemplo y una gran abogada de la emancipación de las mujeres en el mundo de hoy. Desgraciadamente, la esclavitud y la sumisión de las mujeres sigue siendo una tragedia en África y en Sudán, la tierra natal de Josefina Bakhita. La Iglesia muestra a esta humilde Madre Morenita, elevada a los altares, como ejemplo de superación, de santidad de vida y de perdón de los enemigos.

domingo, 3 de febrero de 2019

San Blas, contra los males de garganta


San Blas es uno de los catorce santos «auxiliadores» de enfermedades especiales, cuyo culto se extendió a partir del siglo XIV por Alemania y otros países de Europa. Un grupo de santos milagrosos compuesto por los santos Blas, Erasmo, Pantaleón, Vito, Dionisio, Ciriaco, Jorge, Egidio, Cristóbal, Agatón, Eustaquio, Catalina, Margarita y Bárbara.
El 3 de febrero es la fiesta de San Blas, posiblemente el santo «auxiliador» más popular en la devoción de los fieles. Existe una costumbre en Europa de que en ese día, en la iglesia, el sacerdote aplique dos cirios encendidos en forma de cruz sobre la garganta de los fieles e implore: «Que por la intercesión de San Blas, obispo y mártir, Dios te libre de los males de garganta y de cualquier otro mal, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Y también se bendice, en honor del mismo santo, el pan, el vino y las frutas, para que al comerse no se padezca de las afecciones de garganta y del dolor de muelas. Aquí en España, y en concreto en el monasterio de Santa Inés de Sevilla, la costumbre ancestral se refiere a los roscos bendecidos y a los cordones de San Blas, roscos muy ricos que se comen y cordones que se cuelgan del cuello.


 Poco se sabe de la vida de San Blas, envuelta en la leyenda candorosa de la gente sencilla. Pero no hay que dudar de su existencia, venerándose su culto en Oriente desde muy antiguo y traído a Europa en tiempos de las cruzadas. Muchas iglesias están dedicadas a su nombre o poseen un altar en el que se le da culto y no pocas se honran de poseer una reliquia de este santo. Por ejemplo, en la basílica de Paray-le-Monial, en Francia, se conserva uno de sus brazos.
La devoción a San Blas se conserva en Sevilla desde el siglo XIV, gracias a la familia Coronel. Los padres de doña María Coronel, fundadora del monasterio de Santa Inés, poseían unos terrenos cercanos al barrio de la Macarena y en él había una ermita, dedicada a San Blas, que se ha conservado hasta el siglo XVIII.
Cuenta la leyenda que, en una de las persecuciones del rey don Pedro el Cruel, doña María Coronel se refugió en esta ermita familiar. Cuando entró de monja y fundó el monasterio de Santa Inés, la ermita pasó a ser propiedad de la comunidad franciscana clarisa, que lo tuvo en propiedad hasta que envejeció de tal modo que hubo de derribarla. La imagen del santo, obra de Juan de Mesa, pasó a la iglesia del monasterio donde actualmente recibe culto.
Nacido en Armenia, San Blas, que posiblemente era médico, por su mucha virtud fue escogido por los fieles como obispo de Sebaste, en Capadocia, la actual Anatolia. Nos encontramos en los primeros años del siglo IV.
Pero en esos momentos estalló la persecución de Licinio, colega del emperador Constantino. Licinio había firmado con Constantino el edicto de Milán (313) que aseguraba la libertad religiosa para los cristianos. Pero, habiéndose convertido en rival de Constantino por motivos políticos, él, que controlaba las regiones orientales del Imperio, desencadenó en su territorio una persecución religiosa contra aquellos que Constantino protegía en Occidente.
Y así, para escapar de esta persecución, San Blas se retiró a una montaña y se escondió en una cueva. Allí le visitaban los fieles en busca del consuelo espiritual de su pastor, y también las bestias salvajes, a las que dispensaba alimento y cuidados. Por ello San Blas es conocido como protector de los animales.
Fueron los animales los que dieron la pista de su escondite. Agrícola, gobernador romano de Capadocia, había enviado por esos montes a unos cazadores de fieras salvajes para los juegos del anfiteatro. Y un buen día descubrieron en la boca de una gruta en la que el santo se hallaba en oración una manada de leones, lobos, tigres y osos que parecían proteger el lugar. Informado Agrícola, ordenó a sus soldados que prendieran a San Blas y lo llevaran al tribunal del gobernador. Obligado a renegar de su fe, se negó y fue torturado, rasgándole las carnes con un cepillo de alambre, y arrojado en prisión. Los cristianos no dejaban de visitar y consolar a su obispo en la cárcel. Cierto día una madre angustiada le llevó a su hijo pequeño con una espina clavada en la garganta.
La madre, con voz entrecortada, le suplicaba:
¡Oh Blas! ¡Salva a mi hijo, que se está muriendo!
El obispo puso su mano sobre la cabeza del niño y suplicó al Señor:
Señor Jesús, quita con tu poder la espina de la garganta de este niño y procura también el mismo alivio a los que estén afligidos de este mal y te invoquen como yo lo he hecho ahora.
Y el niño curó al instante.
Varias veces el obispo de Sebaste fue llamado ante el tribunal donde hubo de confesar su fe cristiana en medio de los suplicios. A su vuelta a la mazmorra le acompañaban los prodigios. A una pobre viuda le devolvió el cerdo que había perdido devorado por un lobo.
Su fe y fortaleza se hicieron contagiosas. Se cuenta que dos mujeres a las que habían intimidado para que ofreciesen ofrendas a los dioses, arrojaron las imágenes de estos ídolos al río y gritaron:
¡Mirad qué clase de dioses son estos que se dejan precipitar al río por débiles mujeres!
Y fueron martirizadas con muerte horrenda.
San Blas fue condenado también a ser arrojado al río, pero hizo la señal de la cruz y comenzó a caminar sobre las aguas. Llegado a la mitad invitó a los ejecutores de la justicia de Licinio que vinieran a su encuentro. Sesenta y ocho intentaron responder al desafío, pero se hundieron.
En ese momento, por invitación de un ángel, el obispo ganó tierra firme ya que Dios quería poner fin a las pruebas y darle la recompensa del cielo.
Agrícola condenó a San Blas a ser decapitado y así fue, mientras él imploraba al Señor por todos aquellos que le habían sostenido en su pasión y por los que, después de su muerte, implorasen su asistencia.
El Señor, en una aparición, le dijo:
¡He entendido tu plegaria y te concedo lo que me pides!
Estos son retazos del acta martirial de San Blas, su «passio», desgraciadamente de una época muy tardía y por tanto adornada de leyendas y detalles fantásticos. Pero una cosa queda clara: San Blas fue un buen hombre y buen obispo para sus fieles y un gran amigo de los animales. Desde el siglo XIV en que florece su fama como santo «auxiliador», San Blas es invocado especialmente por aquellos que padecen algún mal de garganta.