viernes, 29 de agosto de 2014

Manuel Machado

Nació Manuel Machado en Sevilla el 29 de agosto de 1874 –hace hoy 140 años–, en la calle de San Pedro Mártir, en el barrio de la Magdalena, primer fruto del matrimonio de Antonio Machado Álvarez, Demófilo, y Ana Ruiz, hija de un pastelero de Triana. Pronto cambiaron de residencia y pasaron a vivir al palacio de las Dueñas, de los duques de Alba, ya que en 1875 nace aquí su hermano Antonio.


La obra poética de Manuel Machado se ha visto condicionada un tanto por la de su hermano Antonio. Como si Manuel pareciese solamente el hermano de su hermano. Pero el tiempo justipreciará su poesía como en los momentos actuales se valora la de Antonio. Para mí he de decir que tanto monta la poesía de Antonio como la de Manuel.
Si en la juventud les unió en las calaveradas y amoríos, que pinta Manuel, al final de sus días los separó la maldita guerra civil. Manuel en un bando y Antonio en el otro. Los dos hubieron de plegarse a las exigencias del momento y poesías hay de ambos que bien hubieran querido se borrasen de las antologías. Antonio murió en el exilio. Pasada la frontera francesa, cae enfermo en Colliure, pueblecito de la costa mediterránea cercano a España, donde muere envejecido y agotado el 22 de febrero de 1939. Tres días más tarde, muere en el mismo lugar su madre, que es enterrada junto al poeta. Manuel muere en Madrid en enero de 1947.
Recojo en su recuerdo un manojo de sus poesías: su retrato, Andalucía y cantares.

Su retrato:
Esta es mi cara y esta es mi alma. Leed:
Unos ojos de hastío y una boca de sed...
Lo demás... Nada... Vida... Cosas... Lo que se sabe…
Calaveradas, amoríos... Nada grave.
Un poco de locura, un algo de poesía,
una gota del vino de la melancolía...
¿Vicios? Todos. Ninguno... Jugador, no lo he sido:
no gozo lo ganado ni siento lo perdido.
Bebo, por no negar mi tierra de Sevilla,
media docena de cañas de manzanilla.
Las mujeres... sin ser un Tenorio –¡eso, no!–
tengo una que me quiere, y otra a quien quiero yo.
***
Me acuso de no amar sino muy vagamente
una porción de cosas que encantan a la gente...
La agilidad, el tino, la gracia, la destreza;
más que la voluntad, la fuerza y la grandeza...
Mi elegancia es buscada, rebuscada. Prefiero,
a lo helénico y puro, lo chic y lo torero.
Un destello de sol y una risa oportuna
amo más que las languideces de la luna.
Medio gitano y medio parisién –dice el vulgo–,
con Montmartre y con la Macarena comulgo...
Y, antes que un tal poeta, mi deseo primero
hubiera sido ser un buen banderillero.
***
Es tarde... voy de prisa por la vida.
Y mi risa es alegre, aunque no niego que llevo prisa.

Andalucía:
Cádiz, salada claridad. Granada,
agua oculta que llora.
Romana y mora, Córdoba callada,
Málaga cantaora.
Almería, dorada.
Plateado, Jaén. Huelva, la orilla
de las tres carabelas.
                                                  Y Sevilla.

Cantares:
       Vino, sentimiento, guitarra y poesía
hacen los cantares de la patria mía...
Cantares...
Quien dice cantares, dice Andalucía.
       A la sombra fresca de la vieja parra
un mozo moreno rasguea la guitarra...
Cantares...
Algo que acaricia y algo que desgarra.
       La prima que canta y el bordón que llora...
Y el tiempo callado se va hora tras hora.
Cantares...

miércoles, 20 de agosto de 2014

Sin cambiar de levita (hoy, de chaqueta)

Os cuento lo que le pasó a Tomás Moro. O santo Tomás Moro, que bien pagó con su cuello el no renegar de su fe. La Iglesia lo ha elevado a los altares. Ocurrió el 7 de julio de 1535, decapitado por orden de Enrique VIII de Inglaterra al negarse, como canciller del reino, a ratificar la disolución del matrimonio del rey con Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, y al rehusar el juramento en favor de la supremacía del rey como cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra.


Moro vivió en época de transición, como la nuestra. Era un hombre de fe, y un político. Nacido en el Medievo se ve inserto en la Europa Moderna, a la que contribuyó con su libro Utopía, la ilusión cristiana puesta en una isla imaginaria de esperar que el espíritu domine sobre la carne.
Pero, a pesar de todo, mantenía sus raíces antiguas. Y con ellas se fue a la tumba. Sin veleidades. Y sin cambiar de levita (en nuestros tiempos, chaqueta). Por eso es grande Tomás Moro. Y por eso se le venera.
Mantuvo, a mi entender, como buen creyente, estas buenas virtudes válidas en toda etapa de cambio. Integridad del gobernante que no se deja sobornar ni presionar por la fuerza del aparato político, en aquel caso, la monarquía absoluta de Enrique VIII. Austeridad de vida, que no se enriqueció a pesar de contar en su momento con todos los resortes del poder como canciller real. Idealismo cristiano, a la espera siempre de que el espíritu domine sobre la materia. Y sentido del humor, que lo tuvo a raudales, hasta su misma muerte, contándose no pocas anécdotas de esa serena esperanza que mantiene en pie a todo creyente.
No sería hoy un mal programa de vida cristiana para aventurar un cambio en el que, naturalmente, la Iglesia estaría presente.
Con ese bendito humor que caracterizaba a santo Tomás Moro y que plasmó en esta oración:
—Señor, dame una buena digestión y, naturalmente, algo que digerir. Dame la salud del cuerpo y el buen humor necesario para mantenerla. Dame un alma sana, Señor, que tenga siempre ante los ojos lo que es bueno y puro, de modo que ante el pecado no se escandalice, sino que sepa encontrar el modo de remediarlo. Dame un alma que no conozca el aburrimiento, los ronroneos, los suspiros ni los lamentos, y no permitas que tome en serio esa cosa entrometida que se llama el «yo». Dame, Señor, el sentido del humor. Dame el saber reírme de un chiste para que sepa sacar un poco de alegría a la vida y pueda compartirla con los demás. Amén.
Tras una larga reclusión en la Torre del Londres,  fue condenado a muerte por traidor al haberse negado a reconocer bajo juramento que el rey era el jefe de la Iglesia de Inglaterra. En la cárcel dijo a su hija Margarita:
–A buen seguro, Meg, que tu corazón no es ni más débil ni más tierno que el de tu padre. Y, a pesar de que mi natural modo de ser tanto se resiste al sufrimiento, que un papirote en la nariz casi me hace temblar, no obstante, dulce hija mía, mi gran fuerza consiste en que, a pesar del temor que la muerte me inspira, nunca he pensado consentir en nada que contraviniese a mi conciencia, gracias a la merced y al poder de Dios.
Llevado al cadalso, a punto de ser decapitado, no le faltó el humor. Le rogó al verdugo que le ayudara a subir al cadalso, «porque para bajar, podré valérmelas por mí mismo». Apoyando la cabeza en el tajo, desvió su barba hacia un lado, diciendo:
–Porque esta barba no ha cometido ninguna alta traición.
Así dejó este mundo Tomás Moro: santo mártir de la Iglesia católica, amante padre, esposo y abuelo, destacado político, jurista, poeta, sabio filósofo y culpable de haber violado el Acta de Traición de 1534.

miércoles, 13 de agosto de 2014

El mariscal Soult, un ladrón «muy devoto»

En el libro de actas del Cabildo catedral de Sevilla se puede leer el 16 de agosto de 1810: «Los cuadros que se llevó el Mariscal Soult son: La Natividad de la Virgen (llamado La Noche de Murillo), La Muerte de Abel, El descenso de la Virgen (también de Murillo) y otros dos de San Pedro y de San Pablo».
No se dice aquí que por el mismo procedimiento se llevó la famosa Concepción de Murillo, de la iglesia de los Venerables. El Descendimiento de Pedro de Campaña, de la parroquia de Santa Cruz, hoy en la sacristía mayor de la catedral, se hallaba almacenado en el Alcázar dispuesto a su traslado a Francia. Se salvó este maravilloso cuadro, que entusiasmaba a Murillo, por la precipitada huida de los franceses, cuando en 1812 tuvieron que salir de estampida de Sevilla. Al mariscal Soult habría que calificarlo, por su devoción a los cuadros religiosos, como un ladrón «muy devoto».


Pero basta repasar las actas capitulares del Cabildo catedral para intuir el insaciable ansia de dinero y de toda suerte de rapiña del duque de Dalmacia, gobernador y general jefe del ejército francés en Andalucía. El palacio arzobispal le sirvió de morada, donde ofrecía fiestas en su patio hasta hacer correr el vino por los surtidores de las fuentes.
Se lee en el acta del 17 de mayo: «El mariscal Soult pide los bancos de la festividad del Corpus para el baile que prepara en su palacio para el día 15, en celebridad del cumpleaños del Emperador y de los días de la Emperatriz». Con largo tiempo prepara el mariscal Soult la fiesta. El Corpus aún no se ha celebrado y la onomástica de Napoleón es el 15 de agosto, lástima, el mismo día de la Asunción, festividad de la Virgen de los Reyes. Y le dieron los bancos. El canónigo Bucareli, comentando este hecho años después con el deán Miranda, refugiado en Cádiz durante la ocupación francesa de la ciudad, le dijo:
–Si su señoría hubiese visto los mostachos de Mr. Mayer, que vino por los bancos, habría hecho lo que nosotros: llorar, refunfuñar y... laiser faire.
Y añadió:
–Pues no es eso todo, señor deán. La bacanal estuvo suntuosa. ¡Lástima que no hubiese usted podido ver, en el jardincito de Palacio, la ingeniosa perspectiva del templo de Himeneo y unas bellísimas pirámides con estrofas de nuestros primeros poetas líricos alusivos a los goces del amor!
Meses antes, durante la estancia del rey José Napoleón en Sevilla, se habían pedido otros enseres a la catedral para adornos de la fiesta que ofreció el rey. Se lee en el acta del 13 de marzo: «El Gobierno pide al Cabildo un buen dosel, algunas arañas, blandones y alfombras, etc., con el fin de decorar el salón para la fiesta en los próximos días del rey José. Y se dio todo, menos las arañas, que no las hay en la Santa Iglesia».
Y sigue la petición de más dinero: «15 junio: El Gobierno pide otra vez dinero. Item: se acuerda reducir los gastos de culto: ha habido que vender muchas fincas para salir de compromisos». «22 de junio: El Mariscal Soult quiere cuadros, y avisa que hoy vendrá por cinco, entre ellos La Noche de Murillo». «2 de julio: Piden un millón más para el ejército...»
El expolio artístico durante la ocupación francesa fue tan manifiesto como criminal. Por eso duele leer este pasaje del acta capitular: «31 de diciembre: El Cabildo, sabiendo que Soult deseaba también el excelente cuadro de Santa Marta, que estaba en el Hospital de su nombre, se lo regala al mariscal en prueba de su adhesión».
¡Tiene narices la cosa! ¡Al expoliador mayor de los tesoros de Sevilla se le regala un excelente cuadro en prueba de adhesión! Se llamaba tan nefasto personaje Nicolás Juan de Dios Soult, nacido en Saint-Amans-la-Bastide en 1769 y muerto en el castillo de Soultberg (Tarn) en 1851.
Al poco de morir se vendió su magnífica colección de cuadros robados en España, alcanzando entonces la venta de la Concepción de Murillo la suma de 586.000 francos. Adquirida por el gobierno francés, fue más tarde devuelta a España, pudiéndose contemplar en el museo del Prado, ¡otra gracia!, cuando su emplazamiento justo es Sevilla, de donde no debió salir.
Otros dos soberbios Murillos se llevó el mariscal de la catedral: la Natividad de la Virgen (Museo del Louvre) y la Huida a Egipto (Museo del Hermitage). Fueron escondidos por los canónigos para librarlos de la voracidad del francés, pero recibió un soplo traidor y el mariscal «dio a entender –según cuenta el conde de Toreno– que los quería para sí y que si se los negaban, mandaría a buscarlos».
Se vanagloriaba en París el mariscal Soult con su colección de pinturas cuando se detuvo ante un Murillo y dijo:
–Aprecio muchísimo este cuadro porque salvó la vida de dos personas dignas de estima.
Y su ayudante de campo murmuró:
–Amenazó con fusilarlos si no le daban el cuadro.
Cuando el mariscal Soult salió precipitadamente de Sevilla el 27 de agosto de 1812, en huida sin retorno, dejó abandonados en el Alcázar más de mil quinientos cuadros, prueba de su amor «por la buena pintura y por el séptimo mandamiento», que diría Richard Ford. Tal era su codicia.

sábado, 9 de agosto de 2014

Edith Stein, hija del pueblo judío

Edith Stein, filósofa judía, carmelita descalza, murió gaseada en el campo de exterminio de Auschwitz el 9 de agosto de 1942, hace 72 años. La Iglesia la conmemora hoy como santa Teresa Benedicta de la Cruz.
Susanne M. Batzdorff, sobrina de Edith Stein, se pregunta:
—¿Es Edith Stein una figura de reconciliación o una figura de controversia en el diálogo católico-judío y un impedimento en los esfuerzos de aproximación?


La polémica surgió cuando Juan Pablo II la beatificó en Colonia en 1987 y siguió cuando la canonizó en Roma en 1998.
En la homilía de la canonización, dijo el papa:
—Que el testimonio de Edith Stein pueda seguir fortaleciendo el puente de la comprensión recíproca entre judíos y cristianos.
Canonizada como mártir, esta expresión inquieta al mundo judío, que afirma:
—Edith Stein no ha muerto como ‘mártir cristiana’ en el sentido propio del término sino como víctima de la Shoah.
En una revista alemana apareció entonces el siguiente titular:
—Edith Stein, una santa incómoda.
Un periodista católico se expresó así:
—Edith Stein es un aguijón en la carne de la Iglesia. No nos deja olvidar nuestro pasado y exige vigilancia, valor y responsabilidad.
Y su sobrina Sussane recalca:
—Porque nació judía, de origen judío, fue por lo que se convirtió en una «mártir en Auschwitz».
Comprendo que para el mundo judío este asunto sea difícil. Edith Stein no es ningún símbolo para ellos, ella es una más de los seis millones de judíos que perecieron por odio a su raza. Murió porque en el sentir de los nazis pertenecía a una raza, la judía, que no tenía derecho a vivir.
Pero Edith Stein fue deportada no sólo por ser judía, sino también por ser católica, pillada en una gran redada de judíos católicos en represalia por la lectura de una carta pastoral de los obispos holandeses en los templos de Holanda.
La novelista neoyorkina Anne Roiphe reflexiona también sobre este asunto y espeta:
–Esa propuesta, Santidad, los judíos no la tragan... Si molesta no es porque Edith Stein haya elegido otra religión, sino porque ella no pudo escapar a su certificado de nacimiento. Su consagración religiosa fue un asunto privado y, a todas luces, la decisión sincera de un intelecto extraordinario; pero no murió porque lo hubiese elegido, con honor, con dignidad, con algún propósito, religioso o de otro tipo. Simplemente, murió como todos los demás.
No sabría qué responder cuando Elie Wiesel, sobreviviente de Auschwitz, premio Nobel de la Paz, escribe:
–Es una mujer, que por razones que no incumben más que a ella, se ha convertido, ha dejado nuestro pueblo y nuestra fe… No es judía a los ojos de los judíos, respecto a nuestra tradición, a nuestro pueblo, a nuestro pasado, a nuestra memoria.
Pero Edith Stein muere en solidaridad con su pueblo. No reniega de él. Como no renegó de su alma alemana. Hitler la privó de esta doble pertenencia: de su nacionalidad alemana, convirtiéndola en una paria en el mundo, y de su pertenencia al pueblo judío, asesinada por razón de la raza.
Sus testimonios son múltiples. Quizás el más significativo sea aquel que dice:
—No se puede ni siquiera imaginar lo que significa para mí cuando entro por la mañana en la capilla y, al contemplar el tabernáculo y a María, me digo: «Ellos eran de nuestra sangre».
Y también:
—Usted no se imagina qué significa ser hija del pueblo elegido, pertenecer a Cristo no solo espiritualmente, sino también según la descendencia.
Por el hecho de convertirse al catolicismo, Edith Stein no renunció a su judaísmo. Seguirá usando el «nosotros» para referirse a su pueblo. Su bautismo a sus 31 años no fue ninguna ruptura, muchos años antes había perdido el horizonte de una piedad judía.
–Había abandonado –cuenta ella– la práctica de la religión judía cuando tenía catorce años. Mi vuelta a Dios me hizo sentirme de nuevo judía.
Cuando la tormenta asome por el horizonte con la llegada de Hitler al poder, ante las amenazas que se vislumbran, reafirma su pertenencia judía como cuestión existencial y no dudará en escribir una carta al papa Pío XI en abril de 1933 profetizando lo que habría de ocurrir a su gente y también al pueblo cristiano:
—¡Santo Padre! Como hija del pueblo judío, que, por la gracia de Dios, desde hace once años es también hija de la Iglesia católica, me atrevo a exponer ante el Padre de la Cristiandad lo que oprime a millones de alemanes…
Edith Stein se presenta al papa como «hija del pueblo judío» y como «hija de la Iglesia católica». Y comenzará ese mismo año a escribir la Historia de una familia judía, efemérides de su familia y de ella misma, desgraciadamente inconclusa, en la que no trata de hacer una apología del judaísmo sino de poner cara a la «horrible deformación» propalada por el nacionalsocialismo y a la «ignorante desinformación» que imperaba en Alemania acerca de los judíos. Es decir, como ella misma dice, el retrato de la «dimensión humana judaica frente a la caricatura que se ha forjado de nosotros».