viernes, 28 de diciembre de 2018

El «Baby Boom»


El 5 de agosto de 1985, en las vallas publicitarias de toda Francia, aparecieron carteles en los que un niño, con unos preciosos y expresivos ojos negros, miraba a los transeúntes como interrogándoles. Los automovilistas daban el frenazo y, en punto muerto, lanzaban su mirada sorprendida al bebé del cartel. Cien metros más adelante, tal vez en la parada de un semáforo, aparecía el mismo bebé con distinta postura, pero con igual expresión inquisitiva en sus ojos negros.
La France a besoin d’enfants. Francia tiene necesidad de niños, viene a decir en todos ellos.


Unos pensaban ver en estos carteles una campaña gubernamental. Otros, el lanzamiento de argumentos natalistas a las puertas mismas de la campaña electoral. Los partidos políticos, sorprendidos, telefoneaban a las empresas de las vallas publicitarias para conocer el nombre de su cliente, seguramente un partido opositor…
Pero todo era más simple. Por primera vez, los publicitarios habían trabajado por su cuenta. En el mes de agosto escasean los clientes y las vallas publicitarias quedan vacías. Entonces las ofrecen gratuitamente a organismos humanitarios como la Cruz Roja o Amnistía Internacional. Esta vez se reunieron las tres sociedades francesas más importantes de vallas publicitarias (Avenir, Dauphin y Giraudy) y decidieron presentar ellas mismas una campaña. ¿Cuál? Un tema que preocupaba fuertemente a los franceses: el descenso de la natalidad.
Me pregunto si no tendremos que hacer también nosotros una campaña así, treinta años después, ante la noticia aparecida estos días en la prensa: «España registra la cifra más baja de nacimientos y la más alta de muertes desde 1941».
Ese «Baby Boom» pudo ser contemplado durante el mes de agosto en 7.000 vallas publicitarias de toda Francia. Y yo me pregunto en estos días de Navidad:
–¿Quién no puede querer a los niños en el hogar? ¿Y en la vida de nuestro pueblo? ¿El Gobierno? Espero que no. ¿La Iglesia? Por supuesto que no.
Pero con los nacimientos que no vienen y los abortos anuales, cifrados en unos 94.000 al año, podríamos decir, parodiando el mensaje de los publicitarios franceses:
–España tiene necesidad de niños.

viernes, 21 de diciembre de 2018

Hitler versus san Pablo


Para Hitler, la raza humana más eminente es la aria, que está en el origen de la civilización europea. Desgraciadamente, los descendientes no han sabido guardar la pureza primitiva de la sangre. Pero los menos corrompidos, los más puros, son los nórdicos, los germanos, grandes, rubios, dolicocéfalos, y los descendientes actuales de los germanos, es decir, los alemanes. Estos están llamados a dominar Europa y el mundo y que los pueblos inferiores reconozcan su superioridad. Al gobierno alemán compete proteger la integridad de la raza germana, mejorarla, perfeccionarla, como se perfecciona una raza de caballos o de perros.   


 ¿Cuál es el enemigo principal de la raza aria? –se pregunta Hitler–. La judía, raza inferior, corruptora del mundo.  
–Tened en mente –cuenta en Mein Kampf– las devastaciones que la bastardía judía causa cada día en nuestra nación... Considerad cómo la desintegración racial merma y a menudo destruye los últimos valores arios de nuestro pueblo alemán... Esta contaminación de nuestra sangre, ignorada ciegamente por centenares de miles de personas de nuestro pueblo, es llevada a cabo de manera sistemática por el judío de hoy. Sistemáticamente estos parásitos negros de la nación contaminan a nuestras inexpertas y jóvenes muchachas rubias y de esta manera destruyen algo que ya no puede ser reemplazado en este mundo. Ambas, sí, ambas confesiones cristianas miran con indiferencia esa abominación y la destrucción de una criatura noble y única, concedida a la tierra por la gracia de Dios.  
Y el cristianismo, una excrecencia del judaísmo. El cristianismo ha sido alterado por la influencia nefasta del judío san Pablo. 
–San Pablo le ha impreso su marca deletérea –interpreta François-Poncet a Hitler–, al extender una mancha, que, bajo el nombre de caridad, de piedad, de amor al prójimo, de perdón de las injurias, exalta en realidad la ausencia de carácter, la cobardía, la servidumbre. En las sociedades modernas, es él quien ha introducido todos los venenos que los nazis combaten sistemáticamente: el individualismo, el liberalismo, el intelectualismo, el parlamentarismo, el marxismo socialista y comunista. De donde, para un gobierno a la altura de su misión, un triple deber: perseguir, exterminar al judío, y su aliado el francmasón, abolir las instituciones que ha inspirado, es decir, el conjunto de instituciones democráticas, instaurar una moral regenerada, una nueva tabla de valores que, repudiando todo vano sentimentalismo, honrará y desarrollará por nuevos métodos de educación, las virtudes viriles y marciales, la firmeza inflexible del carácter, el desprecio de los débiles, el coraje heroico, la disciplina, la práctica de la obediencia ciega y del mandato sin réplica, la absorción del individuo en el servicio de la comunidad nacional. La religión, hecha «positiva», es decir, desembarazada de una gran parte del dogma cristiano y honrando los viejos ritos germánicos, será la que devolverá a la raza y a la sangre alemana, al pueblo y al suelo alemán, a la patria alemana. 
Como tenía que casar la existencia de Cristo con su odio al cristianismo, a Hitler se le ocurre afirmar, en esas tertulias de mantel y mesa con sus íntimos camaradas, que en realidad Cristo no era judío, sino un ario que «atacó el capitalismo judío» y por ello fue ajusticiado. No descarta que la madre de Jesús fuera judía, pero el padre ciertamente no. A saber si, en el fondo, Hitler reconocía la paternidad divina o cómo me explica que san José no fuera judío.  
–La historia de la Virgen María –cuenta la secretaria de Hitler, Christa Schroeder–, tal como es presentada por la Iglesia, era para Hitler un tema favorito de chanzas. Su espíritu cáustico le llevaba a trazar una línea divisoria entre la fe y la razón. Tengo que admitir que sus cínicos argumentos llegaban a impresionar incluso a los más creyentes. 
La «falsificación de la doctrina de Jesús» fue obra del judío san Pablo. Este es – confiesa Hitler– el verdadero creador de la religión cristiana, que no es más que una forma de bolchevismo ante litteram. 
–El cristianismo se ha puesto a la cabeza de los más miserables, de los esclavos, de los malogrados, con su teoría «igualitaria» nacida para «conquistar una enorme masa de gente privada de raíces»; «ha movido la hez» para «organizar así un prebolchevismo». 
Para Hitler, la ecuación judaísmo-cristianismo se une a la de cristianismo-bolchevismo: el judío Saulo y el judío Marx son creadores de dos ideologías de muerte equivalentes entre sí. 
–El golpe más duro que la humanidad haya recibido –confiesa Hitler– es el advenimiento del cristianismo. El bolchevismo es hijo ilegítimo del cristianismo. Uno y otro son invención de los judíos. 
¡Y afirma este paranoico, precisamente él, que el cristianismo es una ideología de muerte! 
–La doctrina nacionalsocialista es íntegramente antijudía, es decir, anticomunista y anticristiana. La culpa histórica de la Iglesia católica es haber hecho caer el Imperio romano, reino del arte, de la tolerancia y de la civilización. Y de haberlo sustituido con el arte bárbaro de las catacumbas, con la oscuridad de la Edad Media, la época más insignificante de la historia humana.  
Y añade: 
–Estoy seguro que Nerón no incendió Roma. Han sido los cristianos-bolcheviques. 
Y alaba a Juliano el Apóstata y echa pestes contra el emperador Constantino. El concepto es siempre el mismo: los cristianos, hijos espirituales del judío Pablo, son la causa de la caída del Imperio y de toda barbarie de los últimos veinte siglos. 
Que yo sepa, la caída del Imperio romano se debió a la invasión de los bárbaros, es decir, venidos de tierras nórdicas (¿arios, tal vez, señor Hitler?), que atravesaron el Rin e invadieron en el siglo V los pueblos meridionales del Imperio. Pero Hitler sostiene que el Imperio romano cayó por los hijos espirituales del judío Pablo. 

domingo, 16 de diciembre de 2018

Feliz Navidad 2018

En este tercer Domingo de Adviento, llamado de Gaudete (Alegraos), por ser la primera palabra del Introito de la misa de hoy, los textos rezuman alegría por la Fiesta que se acerca. “Alégrate, hija de Sión; grita de gozo, Israel; regocíjate y disfruta con todo tu ser, hija de Jerusalén”, se lee en la primera lectura de Sofonías. “Gritad jubilosos”, se canta en el Salmo 12. “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos”, nos dice San Pablo en la segunda lectura…
He pensado que es el momento adecuado para enviar mi tarjeta virtual de felicitación y desearos una En este tercer Domingo de Adviento, llamado de Gaudete (Alegraos), por ser la primera palabra del Introito de la misa de hoy, los textos rezuman alegría por la Fiesta que se acerca. “Alégrate, hija de Sión; grita de gozo, Israel; regocíjate y disfruta con todo tu ser, hija de Jerusalén”, se lee en la primera lectura de Sofonías. “Gritad jubilosos”, se canta en el Salmo 12. “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos”, nos dice San Pablo en la segunda lectura…
He pensado que es el momento adecuado para enviar mi tarjeta virtual de felicitación y desearos una Feliz Navidad 2018.


viernes, 14 de diciembre de 2018

Juan de la Cruz en la hora de su muerte


El 13 de diciembre, día de santa Lucía, le dieron la extremaunción, «que recibió atentísimo, rezando y respondiendo al preste con los demás del convento».
El prior busca un libro con las recomendaciones del alma. Fray Juan le dice:
—Dígame, Padre, de los Cantares, que eso otro no es menester. Y el cantor por excelencia del amor pide que en la hora de su muerte le reciten del Cantar de los Cantares, que ha sido como la fuente de inspiración de su Cántico Espiritual.

Yo soy de mi amado,
y él me busca con pasión.

Y fray Juan «se inflamaba en aquellos retornos amorosos místicos que pasaban entre ella y Dios» —cuenta Alonso de la Madre de Dios. El Santo se sentía transportado ante la lectura de esas «amorosas sentencias», y repetía:
—¡Oh, qué preciosas margaritas!
Y es que se muere un poeta, el más sublime poeta místico. Traspuesto está con un crucifijo elevado en su mano.


 Preguntaba con frecuencia la hora. Como presintiendo llegado su momento.
—¿Qué hora es? —pregunta al enfermero.
—Las once.
—Ya se acerca la hora de los maitines que diremos en el cielo.
— ¿Qué hora es? —pregunta al cabo de un rato.
—Las once y media.
—Ya se llega mi hora; avisen a los religiosos.
A las doce, tocan la campana a maitines.
—¿A qué tañen? —pregunta el Santo.
—A maitines.
—¡Gloria a Dios, que al cielo los iré a decir!
El crucifijo que tenía en una mano lo entregó a un seglar que se hallaba en la celda, metió las manos debajo de la ropa, compuso todo el cuerpo y, sacando los brazos, tomó de nuevo el crucifijo. Cerró los ojos, pronunció las últimas palabras de Jesús en la cruz: En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, y expiró.
Llovía copiosamente en Úbeda. Era la madrugada del 14 de diciembre de 1591, sábado. Tenía fray Juan de la Cruz cuarenta y nueve años.

La carne lacerada
entrega a Dios el alma liberada.

Son los versos finales de un canto del poeta sevillano Adriano del Valle dedicado a san Juan de la Cruz.
Acudieron todos los frailes y rezaron en su celda un responso. Después, el padre Mateo y los hermanos Diego y Francisco lo amortajaron. Pusieron el cuerpo sobre una alfombra, lo llevaron a la iglesia y lo depositaron bajo un altar que estaba junto a las cuerdas que colgaban de las campanas. El hermano Francisco quedó aquella noche solo junto al cuerpo del Santo. Los frailes se retiraron a descansar.
—Este testigo —cuenta el hermano Francisco—, cuando se cansaba de doblar, se sentaba junto al cuerpo del Santo, sobre el cual se recostaba, y durmió; otros ratos volvía a doblar y a hacer lo mismo.
Con el nuevo día, acudió la gente al convento y, como ocurría en aquel entonces, trataban de arrancar del Santo lo que podían pillar de sus prendas u objetos personales. Hubo que defender el cuerpo del atropello, cosa no fácil. Un fraile dominico llevaba bajo el hábito un cuchillo para cortarle un dedo al besarle los pies. Pero le pareció que el muerto le miraba, tuvo miedo y se echó hacia atrás. No así un fraile mínimo que, al besarle los pies, le arrancó con los dientes una uña y se marchó tan contento.
—Desde la mañana hasta el mediodía fue tanto el concurso de gente, que, con tener guardas al santo cuerpo, apenas le podían defender ni darle sepultura.
Hoy nos da repelús estas actitudes, pero entonces era normal tener una reliquia de quien consideraban un santo, fuera como fuese. Peor que este expolio popular y espontáneo será el despojo oficial, cuando comiencen a destrozar el cuerpo con un dedo por aquí, un brazo por allá, para llenar de reliquias conventos deseosos de ello o para paliar conflictos de si este cuerpo debe permanecer enterrado aquí o allá. Igual hicieron con Teresa de Jesús, enterrada en Alba de Tormes totalmente mutilada.
—Acudieron los religiosos de esta ciudad, las comunidades de Santo Domingo, de San Francisco, de la Merced, de la Santísima Trinidad y de los Mínimos, y muchos eclesiásticos, toda la caballería y gente noble de esta ciudad y gente común de ella, todos por la fama de su santidad y a venerarle por santo.
En el funeral, predicó don Francisco Becerra, prior de la iglesia parroquial de San Isidoro de Úbeda, «persona muy grave, docta y espiritual». Terminó su sermón:
—No os pido, como se suele, encomendéis a Dios el ánima del difunto, porque nuestro difunto fue santo y está su alma en el cielo. Lo que os pido es que procuréis imitarle, y a él que nos alcance de Dios gracia.
Hubo pugna entre los religiosos de otras Órdenes por llevar el cuerpo a la sepultura. Y así, entre todos, lo enterraron en la misma iglesia, en el suelo.
—Se cumplió lo contrario de lo que el venerable padre deseaba y había pedido a Dios, que era morir donde no lo honrasen; pues tanto mayor fue la honra que nuestro Señor le previno en su muerte, cuanto él la había procurado huir en la vida.

miércoles, 12 de diciembre de 2018

El indio Juan Diego y la Virgen de Guadalupe

–Mi amado y pequeño Juan Diego.
Aquel día de diciembre de 1531 una bella Señora llama al pobre indio desde el cerro de Tepeyac. Le habla en su lengua: «Juantzín, Juan Diegotzín», con una ternura que difícilmente se puede traducir a nuestra lengua:
–Escucha, el más pequeño de mis hijos, ¿adónde vas?
Y el pequeño indio le contestó:
–Dueña mía y Reina mía, delicada doncella: Tengo que ir a tu casa, en Tlatilolco en México, para cumplir los encargos divinos que nos explican y enseñan nuestros sacerdotes, que son imagen de Nuestro Señor.


Y la Virgen le manifestó:
–Sabe y ten seguro en tu corazón, tú que eres el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen María, la Madre del Dios de la única verdad, Téotl. Soy la Madre de aquel por quien vivimos, del Creador de los hombres, del Soberano de todo lo que está cerca y está junto, del Señor de cielos y tierra. Deseo vivamente y me agradaría mucho que en este lugar se me erigiera una capilla. En ella mostraré y otorgaré a todos los hombres todo mi amor, mi misericordia, mi ayuda y protección. Pues yo soy la Madre misericordiosa, la tuya y la de todos los pueblos que moran en este mundo, de aquellos que me aman, que me invocan, que me buscan y que confían en mí.
Y lo envía al obispo. Que se lo cuente al obispo de México, don Juan de Zumárraga. Y el obispo no le creyó. Era necesaria una prueba. Y la Virgen se la dio.
–Sube, tú que eres el más pequeño de mis hijos, hasta la cumbre del cerro, donde me has visto y yo te di mis instrucciones. Allí encontrarás diversas flores; córtalas y recógelas.
Era diciembre y sin embargo el indio Juan Diego contempló un campo esponjado con las más bellas flores de Castilla. Las envolvió en su capa y las llevó al obispo. Cuando extendió la capa, el rostro del obispo se llenó de sorpresa y admiración. La imagen de la Virgen ha quedado impresa en el sencillo manto del indio. Y el obispo la colgó en su capilla. En lengua Náhuatl, se le llamó Tlecuantlapcupeuh (la que viene de la luz como el águila de fuego) o tal vez Coatlaxópeuh (aplasté con mis pies la serpiente), pero a los españoles estos nombres le sonaban a Guadalupe, como la Virgen extremeña. Y así se le veneró, como a Nuestra Señora de Guadalupe.
El indio Juan Diego vivió el resto de su vida cuidando la ermita que se levantó en honor de la Virgen guadalupana hasta su muerte acaecida en 1548. El papa Juan Pablo II lo beatificó en México el 6 de mayo de 1990. Es el indio mensajero de la Virgen guadalupana. De raza chichimeca, nació en Cuautitlán en 1474. Estuvo casado y su mujer se llamaba María Lucía, quien recibió con él los sacramentos del bautismo y matrimonio. Un alma sencilla de indio a quien la Virgen quiso dirigirse. Él la decía:
–Yo soy un campesino, un cordel, un peldaño, el desecho del pueblo. Soy un mandado, una carga para todos.
Pero la Virgen le contestaba:
–Apreciado Juan, respetable Juan Diego, el más pequeño de mis hijos, nada te asuste. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?...

sábado, 8 de diciembre de 2018

¿Tiene algo que decirnos hoy el título de María Inmaculada?


El dogma de la Inmaculada Concepción está siendo un tanto incómodo a cierta teología moderna. Benedicto XVI, en la homilía del 8 de diciembre de 2005, hacía la siguiente pregunta:
–¿Qué significa «María, la Inmaculada»? ¿Este título tiene algo que decirnos?
Y el Papa responde a la consideración de los fieles y pienso que indirectamente a la reflexión de los teólogos:
–En María, la Inmaculada, encontramos la esencia de la Iglesia de un modo no deformado. De ella debemos aprender a convertirnos nosotros mismos en «almas eclesiales» –así se expresaban los Padres–, para poder presentarnos también nosotros, según la palabra de san Pablo, «inmaculados» delante del Señor, tal como él nos quiso desde el principio (cf. Col 1, 21; Ef 1, 4).


Dos papas se significaron especialmente por el dogma inmaculado en el siglo XX por aquello de que les tocó la doble efeméride del cincuentenario y del centenario de la proclamación del dogma. San Pío X, con su encíclica Ad diem laetissimum (1904), y Pío XII, con la encíclica Fulgens corona (1953). Éste último instituyó el Año Mariano desde el 8 de diciembre de 1953 al 8 de diciembre de 1954.
Es necesario que la celebración de este Centenario –decía Pío XII– no solamente encienda de nuevo en todas las almas la fe católica y la devoción ferviente a la Virgen Madre de Dios, sino que haga también que la vida de los cristianos se conforme lo más posible a la imagen de la Virgen. De la misma manera que todas las madres sienten suavísimo gozo cuando ven en el rostro de sus hijos una peculiar semejanza de sus propias facciones, así también nuestra dulcísima Madre María, cuando mira a los hijos que, junto a la Cruz, recibió en lugar del suyo, nada desea más y nada le resulta más grato que el ver reproducidos los rasgos y virtudes de su alma en sus pensamientos, en sus palabras y en sus acciones. Ahora bien: para que la piedad no sea sólo palabra huera o una forma falaz de religión o un sentimiento débil y pasajero de un instante, sino que sea sincera y eficaz, debe impulsarnos a todos y a cada uno, según la propia condición, a conseguir la virtud. Y, en primer lugar, debe incitarnos a todos a mantener una inocencia e integridad de costumbres tal, que nos haga aborrecer y evitar cualquier mancha de pecado, aun la más leve, ya que precisamente conmemoramos el misterio de la Santísima Virgen, según el cual su concepción fue inmaculada e inmune de toda mancha original.
Posteriormente, el Concilio Vaticano II reflexionó sobre la doctrina mariana en la reflexión sobre Cristo y sobre la Iglesia. Fue el primer concilio que se refiere a la Virgen María como Inmaculada Concepción. En la constitución dogmática Lumen Gentium se proclama a la Virgen «como miembro excelentísimo y enteramente singular de la Iglesia» y «tipo y ejemplar acabadísimo de la Iglesia en la fe y en la caridad» (LG 53). Al tiempo que recoge que la «Madre de Dios y del Redentor» fue «redimida de modo eminente en previsión de los méritos de su Hijo, unida a Él con un vínculo estrecho e indisoluble». Curiosamente, el Concilio Vaticano II se clausuró el 8 de diciembre de 1965, festividad de la Inmaculada Concepción.
Pero todos los papas del último siglo se han volcado en alabanzas a la Inmaculada. Juan Pablo II, que alumbró el siglo XXI, celebró con toda solemnidad el 150 aniversario de la proclamación del dogma.
–¡Cuán grande es el misterio de la Inmaculada Concepción, que nos presenta la liturgia de hoy! Un misterio que no cesa de atraer la contemplación de los creyentes e inspira la reflexión de los teólogos –dijo en la homilía del 8 de diciembre de 2004.
Pero han llegado también voces discrepantes. Lo de Kart Barth (1886-1968), teólogo significativo del protestantismo del siglo XX, no es una discrepancia, es un exabrupto. En su monumental Dogmática, considera no sólo este misterio de la Inmaculada, sino toda la Mariología, como una «excrecencia tumoral del catolicismo». En su dogmática dice: «El discurso católico sobre María es una excrecencia maligna, es una planta parásito de la Teología: ahora bien, las plantas parásitos deben ser desenraizadas».
La reflexión en lenguaje actual del pecado original ha llevado a algunos teólogos católicos a reconsiderar, sin llegar a negarlo explícitamente, el dogma de la Inmaculada Concepción. Sirva de ejemplo Domiciano Fernández, que propone una revisión global de la doctrina del pecado original en su obra El Pecado Original, ¿mito o realidad? Pero estas discusiones de escuela no es tema de hoy. Apunto simplemente el dato. Aunque me quedo con la expresión de Juan Pablo II ante la Inmaculada de la Plaza de España de Roma en la tarde del 8 de diciembre de 1984:
–Venimos hoy, como todos los años, a Ti, Virgen de la Plaza de España… Eres «llena de gracia». ¡Oh Inmaculada! Madre que nos conoces, permanece con tus hijos. Amén.

martes, 4 de diciembre de 2018

Jesús Aguirre nunca fue jesuita


El excura Jesús Aguirre, segundo duque de Alba casado con doña Cayetana, ha salido a la palestra estos días pasados –prensa escrita y tertulias televisivas– por las manifestaciones de Eugenia Martínez de Irujo, hija pequeña de la duquesa, que ha venido a decir que el Aguirre fue un «malvado padrastro». Como veréis, estos asuntos familiares del padrastro y los hijos de la duquesa me interesan bien poco, pero surge de nuevo, cada vez que aparece Jesús Aguirre en los periódicos, que fue «jesuita».
Ya hace algún tiempo, Gregorio Morán, en su libro “El cura y los mandarines”, cae en ese error de llamarlo «jesuita», porque estudió en la Universidad Pontificia de Comillas, regentada por los jesuitas, y que realizó dos cursos de perfeccionamiento de latín y griego y tres de Filosofía, lo que no es cierto. También a Javier Sádaba, compañero mío en Comillas, lo hace «jesuita y más tarde profesor de filosofía».


Por otro lado, Gregorio Morán retrata bien a Jesús Aguirre cuando dice:
–Jesús Aguirre, el cura, maricón y arrogante, mandarín de la cultura progresista, editor de éxito, intelectual ágrafo según la tradición hispana… Había sido un excelente trepador; desde lo más bajo, que no en otra cosa consiste ser hijo de soltera y sin fortuna, hospiciano en un Seminario…
Nacido de madre soltera, Carmen Aguirre Ortiz de Zárate (de ella lleva sus apellidos), siendo santanderina se fue a dar a luz en Madrid, lejos de los focos de la ciudad cántabra. Y en Madrid nació el 9 de junio de 1934.
Algo que detesto especialmente en este personaje es el hecho de ocultar sus orígenes, el evitar presentar a su madre, lo más sagrado que tenemos en esta vida.
Cuando yo llegué en septiembre de 1955, a mis 14 años, a la Universidad Pontificia de Comillas, Jesús Aguirre se hallaba en segundo de Filosofía. Y sucedió que un mes más tarde, 18 de octubre, murió Ortega y Gasset. El Padre González Quevedo, un obtuso jesuita que yo sufriría también, siendo Prefecto de Filosofía, les habló en la oración de la noche en la iglesia de la muerte de Ortega y lanzó improperios contra el filósofo. Tres seminaristas contestatarios se levantaron y salieron de la iglesia. Eran, junto a Jesús Aguirre, Antonio Dorado, con el tiempo obispo de Cádiz y Málaga, y Celso Montero, que llegaría a ser en la democracia senador por el PSOE. Y fueron expulsados.
Marcharon a Madrid a verse con Julián Marías, discípulo predilecto de Ortega y Gasset, que lo cuenta en sus Memorias (tomo 2).
–Tres seminaristas en apuros. Una tarde de 1955, creo que en otoño, llamaron a mi puerta, en la calle de Covarrubias, tres muchachos muy jóvenes; preocupados, vacilantes, bastante confusos, me contaron el propósito de su inesperada visita. Eran seminaristas de Comillas... Lectores entusiastas de los autores españoles de pensamiento, desde la generación del 98, habían encontrado en sus profesores la más cerrada hostilidad contra Unamuno, Ortega, Laín Entralgo y contra mí mismo… A raíz de una plática particularmente virulenta, la indignación de los tres muchachos había alcanzado el límite, y habían abandonado la capilla en señal de protesta. La réplica fue la expulsión del Seminario. Los tres jóvenes, bastante abrumados y desorientados, habían tomado el tren a Madrid, para presentarse en mi casa y pedirme consejo y ayuda. Los vi con simpatía, por su juventud y porque eran víctimas de una causa que evidentemente me parecía justa. Pensé en mi amigo y antiguo compañero de Universidad Emilio Benavent, entonces obispo [auxiliar] de Málaga; acaso podría acogerlos en su Seminario. Hablé también con Laín, Rector de la Universidad. Al final se pudieron arreglar las cosas: dos fueron al Seminario de Málaga; el tercero, a Munich. Sus nombres eran Antonio Dorado, Celso Montero y Jesús Aguirre. Los tres terminaron sus estudios sacerdotales y se ordenaron. Los he vuelto a encontrar, muchos años después, en distintos contextos. El primero es obispo de Cádiz; el segundo, senador socialista…; el tercero, Duque.
El hecho de estudiar en Comillas no significaba que fuéramos jesuitas. Éste es el error que sigue circulando sobre Aguirre cuando murió en el año 2001.
Siendo ya duque, me encontré con él en el monasterio de Santa Inés de Sevilla. Conversación corta. Supo que yo había escrito el libro de la fundadora de este monasterio, doña María Coronel, y me sugirió que le enviara un libro al Palacio de las Dueñas, cercano a este convento, y lo entregara al mayordomo, dicho con ese tic de quien da una orden a un criado. Miré al duque de arriba abajo y ahí acabó la conversación. Naturalmente, no llevé el libro.
Genio y figura este «cura Aguirre», como se le decía. Fue director general de Música del Ministerio de Cultura, académico de la RAE, editor en Taurus, comisario de la Expo de Sevilla, gestor del legado del Ducado de Alba… Una cabeza despierta, muy inteligente, pero cursi y jacobino.

sábado, 1 de diciembre de 2018

Doña María Coronel, bella leyenda sevillana


Secularmente se celebra en Sevilla el 2 de diciembre el Día de doña María Coronel, que se desfiguró el rostro con aceite hirviendo en el monasterio de Santa Clara para huir de las lazos amorosos de don Pedro el Cruel.
Como diría Muñoz y Pabón: «Sé tú mi musa, Sevilla, cuéntame lo que tú cuentas…». Y Sevilla, desde el siglo XIV, recita una leyenda que impregna a la ciudad de olor de flores de arriate y de verde perejil.


 La escena primera se sitúa al pie de la torre de don Fadrique, ubicado en la huerta del monasterio. Por los años sesenta del siglo XIV, Santa Clara es un monasterio floreciente. A él acude doña María Coronel, ya viuda de don Juan de la Cerda y todavía joven de veintitantos años, a guardar su llorada soledad y huir de los hostigamientos amorosos del rey don Pedro. Pero los muros del convento no bastan para frenar a tan altivo rey. Si llama a la puerta, ¿qué hacer? ¿Cómo impedirle la entrada?
Y el día fatídico llegó.
Unos emisarios del rey llevan órdenes de conducir a doña María Coronel al Alcázar. Revuelos de tocas por el convento. Carreras precipitadas. En mínimos segundos, todo el monasterio es sabedor de la noticia. ¿Qué hará doña María Coronel?
Corre a la huerta y, al pie mismo de la torre de don Fadrique, se esconde en un hoyo que el hortelano había preparado de antemano. Otras monjitas cubren el hueco con tablas y echan tierra encima, para disimular el escondite. Pero el engaño es muy burdo. La tierra removida es una clara denuncia del cuerpo del delito. ¿Se darán cuenta los esbirros de don Pedro? Porque éstos ya han entrado en el convento, rompiendo toda clausura. Llegan a la huerta, después de haber hurgado por todo el monasterio. Y surge el prodigio.
La tierra removida se cubre de espesas matas de hierba, iguales a las de su alrededor. La leyenda dice que esas matas eran de perejil. ¿Qué simbolismo nos quiere sugerir la leyenda con el perejil?
Tratemos de encontrarlo. Perejil proviene del latín petroselinum, y éste del griego petrosélinon: de petra, piedra, y sélinon, perejil. Esto dicen los diccionarios etimológicos. Si nos vamos a las lenguas modernas, resulta que en francés suena persil, en italiano prezzemolo, en inglés parsley, en alemán petersilie, en portugués perrexil, en vasco perrezil, y en esperanto petroselo.
¿No se nota en la raíz de estos idiomas el sonido pedro o peter? No quisiera jugar a ciencia ficción, pero perejil viene a ser lo mismo que perojil. Lo que puesto en nombre y apellido resulta ser Pero Gil, es decir, Pedro Gil. ¿Y quién es este Pedro Gil?
Precisamente don Pedro I de Castilla. Su hermanastro Enrique, posteriormente Enrique II de Castilla, y todos los enemigos de Pedro I, lo llamaban despectivamente Pero Gil, hijo de una judía y no de doña María, reina de Castilla y esposa de Alfonso XI. Era una manera sutil de negarle la legitimidad al trono.
En verdad es una patraña urdida por los enemigos de Pedro I, pero ahí está la leyenda para dar nombre a una planta, pudo ser cualquier planta, mejor un campo de rosas, o de amapolas, y sin embargo la leyenda tiene empeño especial en decir que en aquella tierra removida surgió precisamente la planta de perejil, como para afearle al rey don Pedro su baja ascendencia.
La escena segunda se sitúa en el interior del monasterio. Es el rey en persona quien acude. No hay tiempo de avisar a doña María. La puerta reglar se abre ante el mandato imperioso de Pedro I, que corre presuroso por claustros y estancias en busca de doña María Coronel. Ésta, acosada, en carrera alocada, se refugia en la cocina, donde realiza el gesto heroico que la ha inmortalizado. El rey la sigue y la encuentra. Ya están frente a frente. Sobre el anafre de la cocina, una sartén chisporrotea hirviendo. No median palabras. Doña María Coronel se echa el aceite sobre su rostro que queda desfigurado de por vida.
Sevilla lo cuenta así.
He procurado dejarme embargar por la floritura del relato, por la musa del poeta, por las hablillas del pueblo. Tanto don Pedro I de Castilla como doña María Coronel son personajes muy de Sevilla, patrimonio de su tradición y de su historia. Han muerto, pero viven en el recuerdo indeleble de las tradiciones sevillanas. Protagonistas de un drama, muestran al visitante viajero el antagonismo de sus restos. Como antagónicas fueron sus vidas. Don Pedro el Cruel reposa sus cenizas en la cripta de la Capilla de la Virgen de los Reyes de la Catedral de Sevilla. Doña María Coronel muestra su cuerpo incorrupto en el monasterio de Santa Inés, por ella fundado en la casa solariega de sus padres y donde ella nació. Mañana domingo puede ser visitada y venerada esta bella heroína sevillana de la castidad.