domingo, 31 de marzo de 2019

Cristóbal Colón, la de tortas que le vienen dando


El 1 de marzo, el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, envió al Rey de España y al papa Francisco una misiva en la que reclama la necesidad de "reconocer y pedir perdón" por los abusos cometidos por los españoles en la conquista de México. También la protesta feminista del 8 de marzo exigía entre otras propuestas una que afecta directamente a la celebración de la Fiesta Nacional. Proponen cambiar el relato del 12 de octubre, conocido como Día de la Hispanidad, por un día de memoria y reconocimiento del genocidio sufrido por la población del continente americano y la lucha anticolonialista de sus territorios.
Por otro lado, la historia «brutal y sangrienta» de Cristóbal Colón será objeto de una serie de televisión estadounidense. Obra de la productora USA Cavalry Media, que trabaja en un drama sobre el célebre navegante basado en el polémico libro de Hans Koning Colón: el mito al descubierto.


 En su obra, publicada en 1991, el difunto escritor describe a Colón como un «ladronzuelo codicioso, el prototipo de canalla que viajó para liquidar una cultura».
La serie se titulará Hispaniola, en castellano La Española, la isla del Caribe donde Colón fundó el primer asentamiento europeo en el Nuevo Mundo tras explorarla en 1492, y donde hoy se sitúan los estados de República Dominicana y Haití.
John Fusco, creador de Marco Polo, como guionista y productor de la serie, será el encargado de la adaptación.
–Dada mi larga relación y alianza con la comunidad de nativos americanos –ha afirmado–, hace años que quiero contar esta historia. La oscura y brutal verdad detrás de Colón –no el mito que se enseña en los colegios– ha encontrado su momento y su medio.
Quisiera desde aquí echar humildemente una lanza a favor de Cristóbal Colón, cuyos restos, a pesar de lo que digan los de la isla de Santo Domingo, creemos que se encuentran en la catedral de Sevilla, en ese majestuoso sarcófago que ideara Arturo Mélida. Y nerviosos e inquietos deben hallarse en su tumba ante tanta miseria intelectual como ha aparecido por el ancho mundo para restar cicateramente importancia a la gesta del descubrimiento de América.
En 1492 se inició esa hermosa aventura hacia lo desconocido en el puerto de Palos. Tres cascarones de madera se dieron a la mar océano, adentrándose en las tenebrosas aguas más allá del Finisterre, al socaire de la loca idea de un marino genovés. La empresa estaba financiada por la reina de Castilla, Isabel la Católica. Y la tripulación, gente bragada de nuestra Andalucía.
Pues resulta, para los historiadores revisionistas norteamericanos, no sólo Hans Koning, que Colón fue un invasor. (¡Y lo dicen ellos, precisamente ellos!). Lo de Colón no fue una «proeza», fue una «barbaridad» y la celebración del Quinto Centenario en 1992 una «farsa».
Colón dio inicio al colonialismo moderno, según Ricardo Levins, y se convierte en un monstruo que arruinó el paraíso perdido, según el historiador Kirpatrick Sale, que ha escrito La conquista del paraíso, aprovechando la coyuntura del tema con un contenido escandaloso que le ha proporcionado sus buenos dólares. Él parte de una interpretación «ecológica» de la Historia. Ahora que la interpretación «marxista» se encuentra en el cubo de la basura, nos viene este nuevo enfoque ecológico que desea interpretar con mentalidad de hoy los sucesos acaecidos hace quinientos años. «América –nos dice– estaría hoy mucho mejor sin la intervención europea. Con Colón no sólo se destruyó el mundo y la naturaleza de los indios sino también la relación cuidadosa y respetuosa que existía entre ellos y su entorno». El Consejo Nacional de Iglesias de los Estados Unidos se unió también a esta orquesta y calificó la llegada de Colón como una «invasión». A esta nota no se unieron los obispos católicos norteamericanos, que redactaron un documento más sensato.
¡Pobre Colón, la de tortas que le vinieron encima! ¿No os parece que la historia de este hombre es más sencilla? Tuvo una genial idea y logró un sponsor (ahora se dice así) en la reina Isabel la Católica y un pueblo que lo realizó. Barbaridades hubo, claro que sí, y ahí están, entre otras, las denuncias de ese sevillano que se llamó Bartolomé de las Casas. Pero no echen las culpas a Colón, que fue sencillamente un navegante avezado, y le inculpen aviesamente de invasor, como si hubiera programado sádicamente esta incursión continental desde la Casa Blanca de hace quinientos años.
Francia, cómo no, se unió también a esta orquesta en el Centenario de 1992. Y por ahí apareció el diario Le Figaro con un amplio dossier, donde la malevolencia se unió a la ignorancia. Franceses y norteamericanos se podrían mirar su propio ombligo, que debe andar bastante lleno de pelusas históricas. Y aplicarse la interpretación «ecológica» a ellos mismos. El corazón de Europa no latía en 1492 en Italia, Francia o Inglaterra, sino en España, dicen estos franceses. Por ello no se sienten responsables de esta «tragedia»...
Ni falta que hace. Porque no fue una tragedia. Fue una gran hazaña histórica. Sería apasionante colarse en el túnel del tiempo y recoger las primeras emociones de un Colón que ha vuelto de su primer viaje. Cuando llegó a Palos, de donde partiera, el 23 de marzo de 1493. O cuando unos días después, el 31 de marzo, domingo de Ramos, entró en Sevilla «donde le fue fecho buen recibimiento», según cuenta el Cura de los Palacios, testigo presencial de este momento. «Trujo diez indios, de los quales dejó en Sevilla quatro y llevó a Barcelona a enseñar a la Reyna y al Rey seis, donde fue muy bien recibido, y el Rey y la Reyna le dieron gran crédito y le mandaron aderezar otra armada mayor y volver con ella, y le dieron título de Almirante mayor de la mar Océano, de las Indias, y le mandaron llamar Don Cristóbal Colón, por honra de su dignidad...».
Ese domingo de Ramos en Sevilla se supo que existía un mundo desconocido, al fondo mismo de ese océano impenetrable. La historia cambia de página en ese momento y comienza una nueva era. Sevilla lo sabe antes que nadie. Pero no hay perspectiva histórica para calibrar entonces la trascendencia de ese retorno de Colón y de esa exótica muestra de indios que pasean por las calles de Sevilla.
Las cenizas del hombre que realizó hazaña tal se encuentran ahí, en un soberbio mausoleo, a hombros de los reyes de armas, que parecen cami­nar hacia el interior del templo desde la puerta de San Cristóbal de la catedral de Sevilla.

domingo, 24 de marzo de 2019

¡Mala noche y parir hembra!


El pasado 19 de marzo, festividad de San José, el Papa Francisco recibió en audiencia al cardenal Angelo Becciu, Prefecto de la Congregación para las Causas de Los Santos, y con su firma el Santo Padre autorizó la promulgación de 14 nuevos decretos de beatificación, entre ellos el de la granadina María Emilia Riquelme, fundadora de la Congregación de las Hermanas Misioneras del Santísimo Sacramento y de la Santísima Virgen María Inmaculada.
María Emilia nació en Granada, a las diez y media de la mañana del 5 de agosto de 1847, festividad de Nuestra Señora de las Nieves, en el número 5 de la calle de Nicuesa, casa señorial de los abuelos maternos, los Zayas Fernández de Córdoba, descendientes del Gran Capitán. Era la primogénita del teniente coronel de caballería, don Joaquín Riquelme, y de doña María Emilia Zayas.


El hecho de que naciera en la casona de los abuelos maternos y no en la Carrera del Genil, donde sus padres tenían su hogar, tiene su explicación. Se hallaba el padre de unos meses atrás enrolado en la expedición a Portugal de un ejército español al mando del general de la Concha para pacificar el país vecino de un enfrentamiento del gobierno conservador de la reina María de la Gloria y una junta progresista formada en la ciudad de Oporto. El conflicto se extendió a todo Portugal y hubo millares de muertos. Terminó esta guerra civil con la firma del Convenio de Gramido, suscrita por el general español el 29 de junio de 1847.
Es fácil de creer, y así lo cuenta la historia de la Congregación, que don Joaquín Riquelme, que participó en esta intervención militar, por la que Portugal le concedió la Cruz de Comendador de la Orden de San Benito de Albis, estuviera ya en Granada para asistir al parto de su esposa. Porque ha quedado en el recuerdo ese gesto de contrariedad del militar al comprobar que su mujer había parido una niña.
No era inusual, en aquella España del XIX, encontrarse con actitudes parecidas en militares curtidos por las guerras. Cuatro años más tarde, el 20 de diciembre de 1851, la reina Isabel II esperaba su primer hijo, que sería revestido con el título de príncipe de Asturias, como heredero al trono, pero dio a luz una niña conocida popularmente como La Chata. La noche antes, a la espera del alumbramiento de la reina, aguardaban en los salones de palacio los ministros y grandes del reino que se dan cita en estos acontecimientos palatinos. Por fin, después de una noche de intenso frío, el rey, acompañado por su padre, por los duques de Montpensier y por Bravo Murillo, presidente del Consejo de ministros, mostró a la recién nacida en una bandeja de plata. Fue el momento de la exclamación ocurrente del viejo general Castaños, noventa y tres años, el vencedor de la batalla de Bailén contra los franceses:
Pues algo así debió barruntar el padre de María Emilia. Como todo militar decimonónico que se precie, suspiraba por un primogénito que perpetuara su apellido y como él sirviera a la patria en la milicia. Aunque el enfado le duró poco. Porque este soldado tiene madera de hombre de honor.
María Emilia sabía de este desplante de su padre, cuando confesó a sus monjas en cierta ocasión:
— Gracias a Dios, siempre he padecido, comencé a sufrir en la cuna. Mi padre, que tan bueno era, llevó una decepción con mi nacimiento y así no me recibió muy bien; mi pobre madre también sufrió, pero, como era tanta la bondad de mi padre y quería a mi madre con delirio, se fue contentando y queriéndome cada vez más.
Se le pasó pronto. El curtido militar, bigote en ristre, se contentó con la voluntad de Dios y, pasados los años, ya en su vejez y viudo, se sentirá enternecido por los mimos y cuidados de su hija para con él.
A los dos días, 7 de agosto, fue bautizada en la parroquia del Sagrario donde se habían casado sus padres. Le pusieron los nombres de María Emilia, Joaquina, Rosario, Josefa, Nieves de la Santísima Trinidad. María Emilia, por su madre; Joaquina, por su padre; Rosario y Josefa, por las abuelas materna y paterna; Nieves, por la festividad del día de nacimiento; y de la Santísima Trinidad, como confesión de fe, que así terminaba la sarta de nombres que se solía poner a los neófitos en aquel tiempo.
María Emilia murió a los 93 años, después de una vida intensa y plena, en la Casa Madre de Granada el día 10 de diciembre de 1940.
Era de carácter fuerte para mandar, se le notaba su ascendencia paterna de militar. Escribía con más que mediana corrección, hablaba en francés con fluidez, tocaba el piano y el armónium, bordaba primorosamente y pintaba cuadros al óleo y ternos litúrgicos (casullas y dalmáticas).
¿Sabéis cómo se retrató ella?
—Toda de Dios y de sus hijas es esta pobre viejecita.

martes, 19 de marzo de 2019

San José y Teresa de Jesús

Hecha un ovillo, describe Teresa de Jesús gráficamente el estado de su cuerpo. Permaneció así durante ocho meses, primero en casa de su padre, luego en la enfermería del monasterio de la Encarnación. Porque Teresa pidió insistentemente volver al convento y el pobre de don Alonso, que sacó a su hija para que recibiera una curación adecuada, no pudo oponerse y se vio en la necesidad de llevarla de nuevo a la Encarnación.
Cuenta ella:
–A la que esperaban muerta, recibieron con alma; mas el cuerpo peor que muerto, para dar pena verle. El extremo de flaqueza no se puede decir, que solos los huesos tenía ya.
Don Alonso iba a visitarla y tenían que sacar a su hija en peso hasta el locutorio. Pasados esos ocho meses, allá por el mes de abril de 1540, mejoró, aunque siguió tullida durante dos años más.
–Cuando comencé a andar a gatas alababa a Dios –cuenta Teresa de sí.
Y se dio a la oración. Con más fuerza, con más insistencia.
–Paréceme era toda mi ansia de sanar por estar a solas en oración como venía mostrada, porque en la enfermería no había aparejo.


 Es curioso. En el noviciado, al ver el ejemplo de algunas monjas que resistían pacientemente sus enfermedades, Teresa deseaba también enfermar para compartir los sufrimientos de Cristo. Ahora quiere sanar para darse mejor a la oración.
–¡Oh, válgame Dios, que deseaba yo la salud para más servirle…!
Tres años estuvo Teresa en este estado de postración, hasta agosto de 1542, tal vez. Tenía 27 años y medio.
–Pues como me vi tan tullida y en tan poca edad y cuál me habían parado los médicos de la tierra, determiné acudir a los del cielo para que me sanasen; que todavía deseaba la salud, aunque con mucha alegría lo llevaba, y pensaba algunas veces que, si estando buena me había de condenar, que mejor estaba así; mas todavía pensaba que serviría mucho más a Dios con la salud. Este es nuestro engaño, no nos dejar del todo a lo que el Señor hace, que sabe mejor lo que nos conviene.
Y se asió a la intercesión de san José en quien ella cifra su curación.
–Tomé por abogado y señor al glorioso san José y me encomendé mucho a él.
El patriarca formará de ahora en adelante parte importante en su vida espiritual y en su experiencia de años no recuerda «haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer».
–Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado Santo, de los peligros que me ha librado, así de cuerpo como de alma.
La discreción con que los Evangelios canónicos tratan la figura del patriarca san José es mayor incluso que con respecto a la Virgen María. Mateo y Lucas concuerdan en presentarlo como descendiente de la tribu de David, pero difieren en la genealogía, atribuyéndole antepasados diferentes. El ángel se le apareció en sueños para anunciarle que María había concebido por obra del Espíritu Santo y que no la debía repudiar. Después recibió orden de partir hacia Egipto con el Niño y su madre a fin de salvar a Jesús de la cólera de Herodes. Y aparece una última vez, en Jerusalén, cuando el Niño, a los doce años, queda en el templo sin saberlo sus padres. Después, el silencio, a no ser una alusión, en la vida pública de Jesús, cuando vuelve a su aldea y la gente se pregunta: «¿De dónde le vienen su sabiduría y sus milagros? ¿No es el hijo de José, el carpintero?».
A partir de la Edad Media la figura del patriarca adquiere popularidad y devoción entre los fieles. Su fiesta comenzó a celebrarse en el siglo IX en Oriente y, a partir de las cruzadas, en Occidente. El primero que lo exalta es san Bernardo, y le siguen san Vicente Ferrer en España y san Bernardino de Siena en Italia. En 1416, en el concilio de Constanza, se pide una fiesta particular en el calendario litúrgico en honor del esposo de la Virgen María, para, por su intercesión, conseguir el fin del gran cisma de Occidente, que padecía la Iglesia. Pero será el papa franciscano Sixto IV (1471-1484) quien instituya la fiesta de san José en 1481 y, en 1621, Gregorio XV la declare obligatoria para toda la Iglesia.
En el siglo XVI será santa Teresa y con ella los carmelitas los que propaguen la devoción al santo patriarca.
–Querría yo persuadir a todos —confesará Teresa– fuesen devotos de este glorioso santo, por la gran experiencia que tengo de los bienes que alcanza de Dios; no he conocido persona que de veras le sea devota y haga particulares servicios, que no la vea más aprovechada en la virtud porque aprovecha en gran manera a las almas que a él se encomiendan. Paréceme ha algunos años que cada año en su día le pido una cosa, y siempre la veo cumplida. Si va algo torcida la petición, él la endereza para más bien mío.
Gracias a san José, cree Teresa, pudo levantarse y dejar de ser una tullida. 

viernes, 15 de marzo de 2019

Pío XII, el Papa del siglo XX más calumniado


Al celebrarse el 80 Aniversario de la subida al trono pontificio de Pío XII, que se cumplió el pasado 2 de marzo, el Papa Francisco ha tenido a bien sorprendernos con una buena noticia: abrir a la consulta de los investigadores la documentación de los archivos relativos al Pontificado de Pío XII, hasta su muerte en Castel Gandolfo el 9 de octubre de 1958, adelantándose así a su apertura prevista en 2028.


Francisco constata que el Papa Pacelli tuvo que afrontar “uno de los momentos más tristes y oscuros del siglo XX, agitado y en su mayor parte desgarrado por la Segunda Guerra Mundial” y la consiguiente posguerra. Este anuncio lo dio en un encuentro con los 75 funcionarios del Archivo Secreto Vaticano. El Papa Francisco terminó subrayando que “con la misma confianza que mis predecesores, abro y confío este patrimonio documental a los investigadores”, y subrayó que la Iglesia “no tiene miedo de la historia”, sino que por el contrario “la ama, y quiere amarla más y mejor, como Dios la ama”. Pensamiento idéntico al que pronunció Pío XII el 13 de junio de 1943: “La Iglesia no teme la luz de la verdad ni por el pasado, ni por el presente, ni por el futuro”.
En los múltiples comentarios que he oído o leído acerca de este hecho, que considero muy importante, en ninguno he observado que se afirmara que ya, hace años, bajo el pontificado de Pablo VI, fueron abiertos los archivos de la Secretaría de Estado del Vaticano del período 1939 a 1945 referentes a las relaciones de Pío XII con Alemania y la Segunda Guerra Mundial. Fruto de ello fueron 12 tomos, de 600 a 800 páginas cada uno, trabajo confiado a los jesuitas Angelo Martini, Pierre Blet, Burkhart Schneider y Robert Graham, y publicados por la Librería Editrice Vaticana entre 1965 y 1981. Luego parte y muy importante de los archivos vaticanos del período más conflictivo del pontificado de Pío XII están ya al servicio de los investigadores desde hace tiempo.
¿Y quién se compra y se lee esos tomos?, me diréis. No hace falta, están en internet, sin cortapisas, de libre acceso a cualquier investigador. Su título general: Actes et documents du Saint-Siège relatifs à la période de la Seconde Guerre Mondiale (ADSS). Los estudios previos de cada tomo están escritos en francés; los documentos, en sus lenguas originales: latín, italiano y alemán preferentemente. Esos archivos me sirvieron para dar consistencia histórica a mi libro Pío XII versus Hitler y Mussolini” (2014) y tratar con rigor histórico al Papa del siglo XX más calumniado. Lo menos que se había dicho de él es que fue “el Papa del silencio”, por no denunciar los crímenes de Hitler, y quizás lo más, ese insulto del inglés John Cornwell, exseminarista, autor de “El Papa de Hitler” (¡menudo título!), cuando calificó a Pío XII como «el clérigo más peligroso de la Historia moderna». 
Todo comenzó en 1963, cinco años después de la muerte de Pío XII, con una obra de teatro titulada “El Vicario” de un tal Rolf Hochhuth, que fuera de las juventudes hitlerianas y que, para descargar toda la basura de mala conciencia de un pueblo alemán en connivencia con ese monstruo de Hitler, buscó un chivo expiatorio, fuera de Alemania, en la figura de Pío XII, como el artífice del mal. Si Pío XII hubiera hablado, Hitler no hubiera hecho lo que hizo. ¡Qué simpleza! 
Jean d’Hospital, corresponsal en Roma durante veinte años del periódico francés “Le Monde” y que siguió día a día las vivencias de Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI, afirma que el papa Pacelli “ha sido reprendido, deformado, emponzoñado por gentes mal intencionadas y notablemente por un dramaturgo alemán, Hochhuth, que lo ha condimentado con repugnantes ultrajes”. 
–Presentar a Pío XII, cuando se le anuncia la deportación de los judíos de Roma, preocupado más bien por las acciones de bolsa, ¡qué ignominia! Según un cronista inglés, su silencio sería debido al miedo que tenía de ser arrestado por las tropas del Reich que operaban en Italia y deportado a Alemania. Insulto y mentira. La fuerza de carácter y la firmeza de alma de Pío XII no pueden ser puestas en discusión. 
A raíz de la polémica suscitada por esta obra de teatro, comenzaron a salir cientos de libros y miles de artículos sobre Pío XII, muchos de ellos infamantes. También han salido muchos otros libros en defensa de Pío XII. Referiré solo dos: el del rabino norteamericano David G. Dalin con el título: “El mito del papa de Hitler. Cómo Pío XII salvó a los judíos de los nazis”. Y el de Pinchas Lapide, judío canadiense y diplomático israelí: “Los tres últimos papas y los judíos”. Pinchas Lapide afirma que “Pío XII salvó más judíos que todos los políticos del mundo occidental juntos”.
Esta polémica fue la que impulsó a Pablo VI –colaborador inmediato de Pío XII y copartícipe de aquellos momentos críticos de la guerra– a abrir los archivos de la Secretaría de Estado del Vaticano del período 1939 a 1945 referentes a las relaciones con Alemania y la Segunda Guerra Mundial.
Acusan a Pío XII de silencio ante el Holocausto. Podría responder con Emile Poulat, uno de los mayores historiadores del siglo:  
–Este silencio que el Papa no habría roto, ¿quién lo ha roto? ¿Quiénes son los políticos «democráticos» que entonces protestaron? ¿Cuáles son las fronteras que fueron abiertas para acoger a los perseguidos? 

martes, 12 de marzo de 2019

Pío XII, 80 aniversario


El 2 de marzo de 1939, hace de ello 80 años, el cardenal Pacelli cumplía 63 años. Ese día comenzaron las votaciones en el Cónclave para la elección de nuevo Papa tras la muerte de Pío XI: dos por la mañana y dos por la tarde. De los secretos de un cónclave solo asoman rumores. Y esos rumores apuntaban que en la primera votación de la mañana Pacelli obtuvo 28 votos y que los otros fueron para Maglione y Dalla Costa. Se necesitaba una mayoría de dos tercios, es decir, 42 votos. En la segunda votación, los cardenales de Dalla Costa se inclinaron por Pacelli, que obtuvo 35 votos. Sobre las doce y media, un humo en principio de un blanco esperanzador se convirtió seguidamente en negro indudable y anunciador a los expectantes en la Plaza de San Pedro de que aún no había Papa. 


 A la hora del paseo, antes de la tercera votación de la tarde, lo realizó por el patio de San Dámaso. No se podía salir a los jardines vaticanos. En el trayecto hacia la Capilla Sixtina, Pacelli resbaló en la escalera de la Sala Ducal que comunicaba con la Capilla Sixtina y cayó. El cardenal Verdier de París exclamó:
–¡El vicario de Cristo por tierra!
Le tuvieron que vendar un brazo. 
Aquella tarde, en la tercera votación, Pacelli obtuvo 48 votos. Hubo por tanto 14 votos en contra: el del propio Pacelli, el del francés Tisserant, quien confesó que había votado siempre por el cardenal de Génova, el jesuita Boetto, y doce más, entre los que tal vez se encontrase el cardenal Segura, arzobispo de Sevilla. Circuló también otro rumor que afirmaba que Pacelli obtuvo en el tercer escrutinio el pleno: 61 votos, salvo el suyo propio. No es creíble tanta unanimidad. Así lo pensaban los embajadores Charles-Roux de Francia y Osborne de Gran Bretaña. 
Este cónclave fue el más rápido de los últimos tiempos. Al tercer escrutinio, esa misma tarde, hubo fumata bianca. El cardenal Eugenio Pacelli asumió el nombre de Pío XII. Cuando el cardenal decano le preguntó qué nombre deseaba tener, respondió: 
–Pío XII, porque toda mi vida espiritual y mi carrera han transcurrido bajo papas con este nombre; y en particular, por gratitud a Pío XI, que me ha demostrado siempre su afecto. 
Un poco después de las seis de la tarde de ese jueves 2 de marzo, el decano de los cardenales diáconos, Camillo Caccia Dominioni, anunció desde la logia central, con su voz musical que resonaba en los veinte altavoces repartidos por la Plaza de San Pedro, a la muchedumbre que aguardaba expectante: 
Nuntio vobis gaudium magnum: habemus papam. Eminentissimum et Reverendissimum Dominum Eugenium Pacelli, quis sibi nomen imposuit Pium XII.  
Un aplauso estruendoso acompañó a este anuncio. Era un papa romano, nacido en Roma. Las monjas de Pacelli, asomadas a las ventanas de su apartamento, contemplaban gozosas las expresiones de júbilo del pueblo romano. Resonaban sus voces en la plaza: 
Viva il Papa! Viva, viva il Papa Romano di Roma! 
Felices porque uno de los suyos, después de muchos años, un romano de nacimiento y de familia, haya sido encumbrado a la cátedra de San Pedro. 
Las campanas de la basílica y de toda Roma repicaron de júbilo. Apenas elegido, en el interior mismo del cónclave, se acercó a la cabecera del cardenal Marchetti Selvagiani, vicario de Roma, que se hallaba enfermo. Al verlo vestido de blanco, el cardenal Marchetti le dijo: 
–¡Qué bien le sienta esa sotana blanca! 
Y Pío XII le respondió: 
–Significa que ya no podré viajar y ello me disgusta. 
Diez días después, 12 de marzo, tuvo lugar la coronación papal. Se dieron cita delegaciones de 35 naciones. Hitler no envió representación. Se conformó con la presencia de su embajador. Tampoco estuvieron México y Uruguay. Y por supuesto, Rusia. Francia envió una delegación de ministros y senadores, en la que sobresalía el ilustre escritor católico Paul Claudel. Suiza envió dos coroneles, uno de ellos había sido comandante de la guardia pontificia. Inglaterra mandó al duque de Norfort, católico, en representación del rey Jorge y del Gobierno británico. El primer ministro de Irlanda, Edmon De Valera, estuvo presente. Checoslovaquia envió a su ministro de Agricultura en representación del presidente de la República y del Gobierno. China y Japón se hallaban también representadas. Estados Unidos, que no tenía relaciones diplomáticas con el Vaticano, envió a Joseph Kennedy, católico, embajador en Londres. Italia, a su príncipe heredero Umberto y al ministro de Asuntos Exteriores, el conde Ciano. 
La coronación brilló por su magnificencia. Era además la primera coronación después de los Pactos de Letrán. Pero al conde Ciano, yerno de Mussolini, la ceremonia le pareció desordenada. Cuenta en su diario: 
–Coronación del Santo Padre. Asisto a la ceremonia a la cabeza de la delegación italiana. Hace mucho frío, y el desorden reina sobremanera en la organización del protocolo pontificio. El Papa está solemne, como una estatua. Recuerdo que hace un mes era cardenal; era entonces un hombre entre los hombres. Hoy parece, en verdad, tocado por un soplo divino que lo espiritualiza y lo eleva. 
La queja de Ciano tiene una humana explicación. Se ofendió porque el puesto que le asignaron se hallaba detrás del duque de Norfort, representante inglés. 
Después del solemne pontifical en la basílica, Pío XII fue coronado en la logia externa de San Pedro. El cardenal Camilo Caccia Dominioni le impuso la tiara de las tres coronas mientras pronunciaba la siguiente oración: 
–Recibe la tiara adornada de las tres coronas y sepa que eres el padre de los príncipes y de los reyes, regidor del orbe, vicario del Salvador nuestro Jesucristo, de quien es el honor y la gloria por los siglos de los siglos. 
Poco antes había sido quemado en la basílica un puñado de estopa para recordarle al electo que «sic transit gloria mundi», así pasa la gloria del mundo. 
La tiara era pesada. Antes de la ceremonia, en su apartamento, Pío XII se la probó y sor María Konrada Gradmair, una de sus monjas, mostró su satisfacción. Pero el Papa le dijo con gesto serio: 
–No entiendo cómo le gusta tanto, cuando debo soportar una tal responsabilidad.
Al terminar la ceremonia, Pío XII formuló nuevos votos por la paz: 
–No confiando en Nuestros méritos y capacidades, sino en la gracia de Dios, tomamos en Nuestras manos el timón de la barca de Pedro con la intención de guiarla, a través de tantos vientos y tempestades, hasta el puerto de la paz.
Tres días después de la entronización de Pío XII, los tambores de guerra resuenan de nuevo en Europa. El 15 de marzo, las tropas alemanas entran en Praga y Hitler se apresuró a proclamar el protectorado de Bohemia y Moravia.

viernes, 8 de marzo de 2019

La Torre del Oro


Existe una referencia árabe (Ibn Abi Zar, Rawd al-Quirtas) que afirma que la Torre del Oro fue construida en el año 617 de la era musulmana, que corresponde al período comprendido entre el 8 de marzo de 1220 al 24 de febrero de 1221. Haciendo cuentas, vemos que la Torre del Oro fue poquísimos años mora, veinticuatro exactamente, ya que pasó a poder de los cristianos en 1248 al ser conquistada Sevilla por Fernando III.
La misma referencia árabe dice que Abu-l-Ula, gobernador almohade de Sevilla y califa desde 1227, la mandó construir cuando gobernaba esta ciudad, con un marcado carácter defensivo del puerto. Se hallaba unida por un lienzo de muralla con la Torre de la Plata y con el Alcázar.


¿Por qué su nombre?
Una bonita teoría afirma que en sus inicios tenía unos azulejos dorados que brillaban al sol, y de ahí el nombre. Gestoso, que recoge el parecer de Peraza y Zúñiga, cuenta que esta torre «es labrada por fuera de azulejos, en los cuales dando el sol reverbera con agradable resplandor y tiene otras pinturas coloradas por fuera». Pero me inclino más bien por la opinión que sostiene Julio González en su magnífico libro Repartimiento de Sevilla. Aclara que «desde un principio se dice ‘Torre del Oro’ (Borg-Al-dsayeb), con lo cual se excluye la gratuita afirmación de que ese nombre se impuso por un hipotético revestimiento de reflejos dorados, pues en este caso mejor se hubiera dicho ‘de Oro’ o ‘Dorada’. Decir ‘del Oro’ parece lógico que se refiere en realidad al metal encerrado en ella. Consta que los castellanos la llamaban ‘torre del Oro’ en el libro del Repartimiento y en diplomas, al menos desde el 29 de diciembre de 1253. No debe sorprender esta solución porque en esa época era costumbre depositar los tesoros y documentos valiosos del señor en torres fuertes, que generalmente eran albarranas respecto al castillo o palacio de que dependían; así se ve la torre del tesoro en Lisboa y en otros sitios. Es más, durante la época cristiana hay constancia de haber sido la Torre del Oro la del tesoro, incluso con ese metal, como se ve en los días de Pedro I».
La Torre, hoy Museo Naval (desde 1944), ha servido a lo largo de su existencia de múltiples usos: baluarte defensivo, destino primero desde su construcción, almacén, depósito, bastimento, capilla, embarcadero, faro...
Tras el terremoto de Lisboa (1755) hay un intento de demolición, pero la torre se salvó con una restauración llevada a cabo en 1760, agregándose un tercer cuerpo con claraboya y cupulinos con azulejos amarillos. En 1821 fue demolido el lienzo de muralla que lo unía al Alcázar, pasando desde entonces a llevar una existencia solitaria, como mástil enhiesto a la orilla del Guadalquivir.
El 5 de junio de 1931 fue declarada la Torre del Oro Monumento nacional.
El rey don Pedro el Cruel, cuyos restos reposan en la cripta de la Capilla de los Reyes, en la catedral de Sevilla, utilizaba la Torre del Oro para sus menesteres. Y la heroína sevillana doña María Coronel, que se quemó el rostro con aceite hirviendo para huir de la lascivia del monarca, bien pudo considerar esta torre como lugar maldito.
En ella, según el analista Zúñiga, fue traído prisionero don Juan de la Cerda, esposo de doña María Coronel, y decapitado. En ella, jugaba Pedro I a la tabla, una de sus grandes aficiones, y guardaba parte de su tesoro, custodiado por el judío Samuel Leví. Y en ella tuvo uno de sus amores. Dice Ayala en su Crónica que, «maguer que al comienzo a ella non placía», allí tuvo, y esto es lo chocante y triste, a doña Aldonza, hermana de doña María Coronel. La cosa no duró mucho. Ninguno de los amores de Pedro I duró gran cosa sino el tiempo de probar la fruta, salvo el permanente amor, el más sentido, de doña María de Padilla. «Es la historia de una pobre mujer que fue débil, fue mujer y fue piadosa en aquel mismo trance», como la describe Chaves en su fino análisis de la ciudad de Sevilla. Y continúa: «¡Larga y porfiada lucha la de esta mujer, en la que al fin venció lo que era más humano entre aquella concreción de inhumanidades del medievo!... Doña Aldonza Coronel está mucho más cerca de nosotros que su hermana. Si aún se admitiera el símbolo, nosotros pretenderíamos hacer simbólica la figura de esta querida de don Pedro que en la Torre del Oro sucumbió dolorida llorando ella sola la infelicidad de todas las sevillanas que fatalmente han ido sucumbiendo».
Como cantó otra poetisa sevillana, Isabel Cheix Martínez:

María, flor de los cielos,
Aldonza, flor de la tierra.

sábado, 2 de marzo de 2019

Sor Ángela de la Cruz quiso ser carmelita


Hoy, 2 de marzo, aniversario de la muerte en Sevilla de sor Ángela de la Cruz (87 años ya), quiero recordar un momento de su vida. Su primer intento de entrar en religión.
A Angelita Guerrero le ha venido el deseo de recluirse en un con­vento. El Padre Torres Padilla, su confesor, no aprecia una vocación surgida tan de re­pente, pero accede y le da carta de recomendación para las Carmeli­tas Teresas, en pleno corazón del barrio de Santa Cruz, necesitadas de una lega.


 Habrá que remontarse cuatro siglos para apreciar los orígenes de este convento. El 26 de mayo de 1575 llega a Sevilla Teresa de Jesús en una comitiva de cuatro carros. Le va mal el clima de Sevilla a esta castellana madura, entrada ya en los sesenta. El camino le resultó terriblemente mortificante y vino a Sevilla, más que por voluntad, por expresa obediencia de fundar un Carmelo de la reforma. «Haveis de mirar que (este sol) no es como el de Castilla, sino muy más impor­tuno», escribió en una de sus cartas.
Se establece con sus monjas en una casa arrendada «bien pequeña y húmeda» de la calle de Armas (actual Alfonso XII). Y comienza una nueva faceta de la sin par figura de esta mística caminante.
Malos comienzos. Hay dificultades. Las vocaciones no llegan. El ca­rácter de la mujer sevillana no se aviene con la adustez de estas mon­jas castellanas. No, Teresa: Sevilla tiene su encanto propio y la mujer sevillana un embrujo que emana de ese mismo clima y calor que a ti te atosiga tanto. «Ninguna mujer de Sevilla –decía Morgado– cubre manto de paño. Usan mucho en el vestido la seda, telas, colchados, recamados y telillas. Précianse de andar muy derechas y menudo paso, y así las hace el buen donaire y gallardía conocidas por todo el reino, en especial por la gracia con que se lozanean y se atapan los rostros con los mantos y mirar de un ojo. Y en especial se precian de muy olorosas, de mucha limpieza y de toda pulicía y galantería de oro y perlas».
Hermosa Sevilla, pícara Sevilla, puerta grande de España abierta a las Indias, que cobija en sus patios a los más notables mercaderes, clérigos, misioneros, poetas... y buena chusma de pícaros y ganapa­nes. Sevilla acoge también a Teresa.
Permaneció con sus monjas durante un año en la casa arrendada de la calle de Armas. No tenían nada, no habían traído nada. El P. Mariano, carmelita del convento de Los Remedios, les pro­porcionó algunos colchones y los vecinos les prestaron algunas co­sas: una mesita, una estera, una sartén, un candil o dos, un almirez, un caldero, algunos jarros y platos y cosas así. Pero «comenzaron los vecinos a enviar uno por la sartén, otro por el caldero y mesa; de suerte que ninguna cosa nos quedó, ni sartén ni almirez, ni aún la soga del pozo».
Por fin llegan las primeras novicias sevillanas, y el arzobispo don Cristóbal de Rojas, al principio reacio a autorizar un nuevo convento, accede complacido cuando visita a la santa. Sufre también Teresa la visita de la Inquisición por la denuncia tonta de una novicia cuarentona y criticona que salió del convento. Se esclareció la verdad y Teresa y sus monjas salieron del examen inquisitorial fortalecidas y aclamadas por el pueblo de Sevilla. Siguen las penas: en diciembre reciben la orden de retirarse a un convento de Castilla y cese de fun­dar otros nuevos. Hay en la mirada de Teresa, cansada de tanta vida interior, como un parpadeo relampagueante de crepúsculo. Pero debe al menos concluir la fundación de Sevilla. Tiene que conseguir una casa. El P. Gracián, visitador, le concede demorar su estancia. Por fin consigue una casa en la calle Pajerías (actual Zaragoza), muy cerca del arenal y el río.
El traslado a la nueva casa se realizó el 3 de junio de 1576. Ellas, que pensaron hacerlo sin ruido, se encontraron con el clamor de la ciudad. Dio la alarma el viejo varón fray Hernando de Pantoja, prior de la Cartuja, herido por los desdenes que habían sufrido las descalzas. Y el arzobispo fue el primero que se sumó a rendirles honores. La ciudad se puso en fiestas. «La gente que vino es cosa ecesiva con tanta solemnidad y las calles tan aderezadas y con tanta música y me­nestriles». Teresa ganó la ciudad y la ciudad ganó a Teresa. Aquella misma noche, ya 4 de junio, salió de Sevilla, de puntillas, ca­mino de un convento de Castilla.
Las carmelitas descalzas se trasladaron posteriormente al barrio de Santa Cruz y en su secular convento quedan los recuerdos primoro­sos de Teresa de Ávila: el manuscrito de Las Moradas y el retrato que días antes de partir realizó del natural fray Juan de la Miseria.
Un buen tiempo la tuvo el pintor sin mover la cabeza ni alzar los ojos. Cuando Teresa vio el retrato, le dijo al pintor con mucha gracia:
—Dios te lo perdone, fray Juan, que, ya que me pintaste, me has pintado fea y legañosa.
Tres siglos más tarde, una jovencita de 19 años llama al torno de las Teresas solicitando ser recibida de lega.
No estaba de Dios.
Su menudito aspecto y su poca salud aconsejaron a las carmelitas no admitirla.
Angelita Guerrero siguió en el taller de costura de doña Antonia Maldonado.