sábado, 2 de marzo de 2019

Sor Ángela de la Cruz quiso ser carmelita


Hoy, 2 de marzo, aniversario de la muerte en Sevilla de sor Ángela de la Cruz (87 años ya), quiero recordar un momento de su vida. Su primer intento de entrar en religión.
A Angelita Guerrero le ha venido el deseo de recluirse en un con­vento. El Padre Torres Padilla, su confesor, no aprecia una vocación surgida tan de re­pente, pero accede y le da carta de recomendación para las Carmeli­tas Teresas, en pleno corazón del barrio de Santa Cruz, necesitadas de una lega.


 Habrá que remontarse cuatro siglos para apreciar los orígenes de este convento. El 26 de mayo de 1575 llega a Sevilla Teresa de Jesús en una comitiva de cuatro carros. Le va mal el clima de Sevilla a esta castellana madura, entrada ya en los sesenta. El camino le resultó terriblemente mortificante y vino a Sevilla, más que por voluntad, por expresa obediencia de fundar un Carmelo de la reforma. «Haveis de mirar que (este sol) no es como el de Castilla, sino muy más impor­tuno», escribió en una de sus cartas.
Se establece con sus monjas en una casa arrendada «bien pequeña y húmeda» de la calle de Armas (actual Alfonso XII). Y comienza una nueva faceta de la sin par figura de esta mística caminante.
Malos comienzos. Hay dificultades. Las vocaciones no llegan. El ca­rácter de la mujer sevillana no se aviene con la adustez de estas mon­jas castellanas. No, Teresa: Sevilla tiene su encanto propio y la mujer sevillana un embrujo que emana de ese mismo clima y calor que a ti te atosiga tanto. «Ninguna mujer de Sevilla –decía Morgado– cubre manto de paño. Usan mucho en el vestido la seda, telas, colchados, recamados y telillas. Précianse de andar muy derechas y menudo paso, y así las hace el buen donaire y gallardía conocidas por todo el reino, en especial por la gracia con que se lozanean y se atapan los rostros con los mantos y mirar de un ojo. Y en especial se precian de muy olorosas, de mucha limpieza y de toda pulicía y galantería de oro y perlas».
Hermosa Sevilla, pícara Sevilla, puerta grande de España abierta a las Indias, que cobija en sus patios a los más notables mercaderes, clérigos, misioneros, poetas... y buena chusma de pícaros y ganapa­nes. Sevilla acoge también a Teresa.
Permaneció con sus monjas durante un año en la casa arrendada de la calle de Armas. No tenían nada, no habían traído nada. El P. Mariano, carmelita del convento de Los Remedios, les pro­porcionó algunos colchones y los vecinos les prestaron algunas co­sas: una mesita, una estera, una sartén, un candil o dos, un almirez, un caldero, algunos jarros y platos y cosas así. Pero «comenzaron los vecinos a enviar uno por la sartén, otro por el caldero y mesa; de suerte que ninguna cosa nos quedó, ni sartén ni almirez, ni aún la soga del pozo».
Por fin llegan las primeras novicias sevillanas, y el arzobispo don Cristóbal de Rojas, al principio reacio a autorizar un nuevo convento, accede complacido cuando visita a la santa. Sufre también Teresa la visita de la Inquisición por la denuncia tonta de una novicia cuarentona y criticona que salió del convento. Se esclareció la verdad y Teresa y sus monjas salieron del examen inquisitorial fortalecidas y aclamadas por el pueblo de Sevilla. Siguen las penas: en diciembre reciben la orden de retirarse a un convento de Castilla y cese de fun­dar otros nuevos. Hay en la mirada de Teresa, cansada de tanta vida interior, como un parpadeo relampagueante de crepúsculo. Pero debe al menos concluir la fundación de Sevilla. Tiene que conseguir una casa. El P. Gracián, visitador, le concede demorar su estancia. Por fin consigue una casa en la calle Pajerías (actual Zaragoza), muy cerca del arenal y el río.
El traslado a la nueva casa se realizó el 3 de junio de 1576. Ellas, que pensaron hacerlo sin ruido, se encontraron con el clamor de la ciudad. Dio la alarma el viejo varón fray Hernando de Pantoja, prior de la Cartuja, herido por los desdenes que habían sufrido las descalzas. Y el arzobispo fue el primero que se sumó a rendirles honores. La ciudad se puso en fiestas. «La gente que vino es cosa ecesiva con tanta solemnidad y las calles tan aderezadas y con tanta música y me­nestriles». Teresa ganó la ciudad y la ciudad ganó a Teresa. Aquella misma noche, ya 4 de junio, salió de Sevilla, de puntillas, ca­mino de un convento de Castilla.
Las carmelitas descalzas se trasladaron posteriormente al barrio de Santa Cruz y en su secular convento quedan los recuerdos primoro­sos de Teresa de Ávila: el manuscrito de Las Moradas y el retrato que días antes de partir realizó del natural fray Juan de la Miseria.
Un buen tiempo la tuvo el pintor sin mover la cabeza ni alzar los ojos. Cuando Teresa vio el retrato, le dijo al pintor con mucha gracia:
—Dios te lo perdone, fray Juan, que, ya que me pintaste, me has pintado fea y legañosa.
Tres siglos más tarde, una jovencita de 19 años llama al torno de las Teresas solicitando ser recibida de lega.
No estaba de Dios.
Su menudito aspecto y su poca salud aconsejaron a las carmelitas no admitirla.
Angelita Guerrero siguió en el taller de costura de doña Antonia Maldonado.

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