martes, 29 de mayo de 2018

Canonización de Fernando III el Santo


El 12 de marzo de 1622 fueron canonizados en Roma Isidro Labrador, Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Teresa de Jesús, junto al italiano Felipe Neri. Un buen lote de santos españoles de primera magnitud. En Sevilla lo celebraron con especial gozo los jesuitas.
Esto estimuló a la ciudad para promover el proceso de beatificación de Fernando III. El pueblo lo tuvo de siempre por santo, y así había pasado a la historia, con el apelativo de «el Santo». Y se inició un proceso que tuvo su culminación años después, cuando el 4 de febrero de 1671 Clemente X firmó el decreto de canonización.


La noticia llegó a Sevilla el 3 de marzo de 1671. La Giralda repicó como nunca. La ciudad se engalanó para celebrar un acontecimiento tan importante. En la grandiosa ornamentación de la Catedral participaron los artistas más apreciados de Sevilla. Sobresalieron en pintura, Murillo y Valdés Leal; en escultura, Pedro Roldán; en arquitectura, Francisco de Ribas y Bernardo Simón de Pineda. Valdés Leal ideó una máquina triunfal, colocada en el trascoro, en el lugar del monumento al Santísimo el día de Jueves Santo, que llegaba hasta la bóveda. Trataba de ensalzar la Iglesia y Religión cristiana por su héroe triunfador, san Fernando, que la defendió con la espada. En su ornamentación trabajaron cerca de un centenar de maestros. Pedro Roldán realizó la efigie del Santo Rey, que coronaba el grandioso monumento de Valdés Leal. Acabó la imagen en madera de cedro en unos días y representó al rey Fernando de pie, con manto real bordado de castillos y leones, en su mano derecha, la espada, y en su izquierda, la bola del mundo, siguiendo la iconografía que ideara Murillo.
Fuera del templo, la Giralda, engalanada con colgantes «gallardetes, flámulas y otras diversas formas de estandartes y banderas», parecía una novia ataviada camino del templo. Murillo se encargó de ornamentar las calles adyacentes a la Catedral por donde había de discurrir la procesión.
El domingo, 24 de mayo, fiesta de la Santísima Trinidad, hubo canto de vísperas en la que participaron solamente las representaciones de la ciudad. Al día siguiente, lunes de la Trinidad (25 mayo), ofició misa de pontifical el arzobispo don Ambrosio Spínola. Por la tarde salió la procesión. Una multitud ingente abarrotaba las calles y, como surgieron conflictos de precedencias, se determinó que se actuase como en el día del Corpus. Allá iban abriendo la marcha las mojarrillas, tarascas y gigantes, seguidos de las comunidades religiosas con sus santos. En fin, la larga lista de todas las corporaciones religiosas y civiles. La imagen del Santo Rey iba en andas acompañada por los cofrades sastres de la hermandad de San Mateo. Y la Virgen de los Reyes, también en andas con cuatro varas de plata sobre las que pende el palio, era llevada por sus capellanes reales. Las crónicas cuentan que el pueblo le echaba piropos a san Fernando.
Y Miguel Mañara, ¿estuvo en la procesión? ¿Salió la Santa Hermandad con sus insignias?
No, no acudieron.
Días antes, ante los conflictos de precedencias, el arzobispo Spínola solicitó de Mañara qué lugar deseaba ocupar en la procesión la Hermandad de la Santa Caridad, compuesta de la mayor nobleza de Sevilla. Y Mañara le contestó:
–Al principio, junto a la Tarasca, en el ínfimo lugar de toda la Procesión. Y con diez pobres acompañando una imagen del Señor, porque de este modo Dios nuestro Señor sea más servido y glorificado en sus pobres.
Llevado de su humildad, Mañara quería que los hermanos de la Santa Caridad se revistiesen también de esta virtud y la practicasen delante de todo el pueblo. El arzobispo Spínola reconoce «el buen celo y cristiana humildad del hermano mayor y Hermandad y la buena edificación que causarán en acto tan solemne». Se lo permite por esta vez, pero sin que la Hermandad pierda el derecho de antigüedad que le corresponde. O tal vez, sí. Eso de que los Hermanos de la Santa Caridad le dijeran a Mañara, su presidente, que todo tiene un límite.

jueves, 24 de mayo de 2018

Fray Luis de León: Decíamos ayer…


Fray Luis de León, junto con San Juan de la Cruz, fue una de las principales figuras de la poesía religiosa del Siglo de Oro. Personajes ambos que tienen algunas cosas más en común. El carmelita Juan de la Cruz fue alumno del agustino Luis de León en la Universidad de Salamanca; los dos padecieron cárcel, uno por sus colegas carmelitas calzados, el otro por la Inquisición; y los dos murieron el mismo año, 1591, primero fray Luis de León, el 23 de agosto en Madrigal de las Altas Torres (Ávila), junto al palacio donde había nacido Isabel la Católica; después san Juan de la Cruz, el 14 de diciembre en Úbeda (Jaén).


Y los dos tuvieron que ver con santa Teresa de Jesús. Juan de la Cruz fue su primera vocación descalza, e intimó con esta mujer durante la vida de ambos al punto que Teresa le apodó como «hombre celestial y divino». Fray Luis de León no conoció a la Santa de Ávila, pero a su tesón se debe la publicación de los primeros escritos de Teresa de Jesús.
Ana de Jesús, una de las hijas predilectas de Teresa, estando en Madrid después de fundar en Granada, recogió sus escritos, incluso el Libro de la Vida que estaba en manos de la Inquisición, y los entregó a fray Luis de León, que preparó la edición. Logró reunir la Vida, Camino, Moradas y Fundaciones.
Dice ella:
–Yo, con licencia y orden de los prelados, los junté –que esta­ban en diferentes partes–, para darlos al Maestro fray Luis de León, que fue a quien los remitió el Consejo Real.
La madre Catalina de San Francisco confiesa:
–Con muchos trabajos y contradicciones de religiosos de órde­nes bien graves hizo en Madrid imprimir los libros de nuestra madre santa Teresa, y costó harto sacar los originales de las personas que los tenían, y de la Inquisición donde había años estaban algunos.
Fray Luis de León, que llegó a la Corte en noviembre de 1586, por mandato del rector de la Universidad de Salamanca para defender un pleito pendiente, se encontró con este encargo del definitorio carmelita y del Consejo Real de publicar las obras de Teresa de Jesús. Su estancia en Madrid se prolongó hasta 1589. Y una amistad profunda e intensa surgió con las carmelitas, especialmente con Ana de Jesús.
El trabajo de fray Luis de León es detallado por él mismo en carta dedicatoria de la primera edición de las obras de Teresa de Jesús, que apareció un año más tarde, en 1588, en Salamanca, en la imprenta de Guillermo Foquel:
–No solamente he trabajado en verlos y examinarlos, que es lo que el Consejo mandó, sino también en cotejarlos con los originales mismos, que estuvieron en mi poder muchos días y en reducirlos a su primera pureza, en la misma manera que los dejó escritos de su mano la Santa Madre, sin mudarlos ni en palabras ni en cosas, de que se habían apartado mucho los traslados que andaban, o por descuido de los escribientes, o por atrevimiento y error. Que hacer mudanza en las cosas que escribió un pecho en quien Dios vivía, y que se presume le movía a escribirlos, fue atrevimiento grandísimo y error muy feo querer enmendar las palabras; porque si entendieran bien castellano, vieran que el de la Madre es la misma elegancia.
Fray Luis de León se halla ya en los últimos años de su vida. Pintado por Pacheco en su Libro de retratos, dice de él que:
–En lo natural, fue pequeño de cuerpo, en debida proporción, la cabeza grande, bien formada, poblada de cabellos algo crespos, y el cerquillo cerrado, la frente espaciosa, el rostro más redondo que aguileño, trigueño el color, los ojos verdes y vivos. En lo moral, con especial don de silencio, el hombre más callado que sea conocido, si bien de singular agudeza en sus dichos, con extremo abstinente y templado en la comida, bebida y sueño…
Durante sus años de prisión –que fueron cinco años y medio, en Valladolid, en una mazmorra inmunda–, fray Luis escribió parte de su obra De los Nombres de Cristo y varias poesías, entre ellas la Canción a Nuestra Señora, que contiene la famosa décima: «Aquí la envidia y mentira / me tuvieron encerrado. / Dichoso el humilde estado / del sabio que se retira / de aqueste mundo malvado, / y con pobre mesa y casa, / en el campo deleitoso, / con solo Dios se compasa, / y a solas su vida pasa / ni envidiado ni envidioso.»
Cuando fue absuelto, volvió a Salamanca el 30 de diciembre de 1577.
–Entró con atabales, trompetas y gran acompañamiento de caballeros, doctores, maestros… No quedó persona, ni en la Universidad ni en la ciudad, que no le saliese a recibir.
Su cátedra ya se hallaba en posesión de otro, un benedictino. Y aunque la sentencia absolutoria del Santo Oficio conllevaba el que se le restituyera a su cátedra, renunció a ella y suplicó a la Universidad que se le hiciera merced con lo que hubiere lugar.
Se le concedió «leyese» dos tratados de teología provisionalmente mientras se presentaba a oposición. El 29 de enero de 1578 comenzó una nueva clase, repleta de alumnos y profesores, y en ella la legendaria frase:
–Decíamos ayer…
Quien primero afirma este comienzo de clase de fray Luis –para otros meramente legendaria– es el historiador Nicolás Crusenio, fraile agustino del siglo XVII, quien en su Monasticum Agustinianum, edición de Munich, 1623, refiere la anécdota de la célebre frase.
Aunque de pronunciarlo, lo diría en latín:
–Dicebamus hesterna die…

sábado, 19 de mayo de 2018

¿Cómo se vive en el Rocío?


Las carretas de las 119 Hermandades rocieras que hay por el mundo ya están en marcha camino del Rocío. Hace un siglo, el canónigo Muñoz y Pabón, que logró la coronación canónica de la Virgen del Rocío en el Pentecostés de 1919, escribió cosas muy sustanciosas sobre esta manifestación de religiosidad popular como habrá pocas en el mundo. Y se pregunta:
–¿Cómo se vive en el Rocío?
Y responde, con la gracia que Dios le dio, a los iconoclastas furibundos de la Fiesta rociera. Texto escrito hace un siglo, que podría servir para hoy.


–El Rocío, que tiene sus idólatras fervorosísimos, tiene también sus iconoclastas furibundos. Suelen ser estos personas piadosas, de la más estricta observancia, que, porque en El Rocío se baila a destajo y se bebe de lo lindo, fulminan contra él inapelable anatema, poniendo como hoja de perejil todo cuanto con El Rocío se relaciona. Realmente, en El Rocío se baila sin cesar y se bebe por castigo... Pero he aquí cómo explico yo uno y otro «fenómeno»: En El Rocío está todo el mundo muy mal instalado... El que logra una choza de pastor para sí, su familia, huéspedes y criados, se cree tan por encima de los demás, como el que vive en un hotel en la Castellana. Yo he instalado a los míos –una hermana, una cuñada, cuatro sobrinas, un hermano, un cuñado, dos sobrinos, ya hombres, y otros dos, dos criadas y un criado, amén cocheros, carretero y aláteres– en una tienda de campaña, de seis metros por tres..., o sea, a menos de metro cuadrado por persona, más toda la impedimenta de casa y boca que hay que llevarse, desde el dornillo para el gazpacho, hasta las tenacillas para rizarse el pelo; desde las yemas de San Leandro, hasta las escobas y el cogedor; desde el servicio de café, hasta el devocionario; desde la palangana y la jabonera, hasta las sillas en que poder recibir al visitante. ¿La inmensa mayoría? Pues en una carreta, en la que va todo, y que lo mismo sirve de dormitorio que de despensa; de cuarto-tocador, que de sala «de estar»; de…, lo que no puede decirse, que de palco para ver el desfile de la procesión o presenciar la función de fuegos artificiales..., todo ello en lo que pudiéramos llamar «el principal» de la casa: destinándose el bajo, o el «entrerruedas», a cocina, carbonera, gallinero, gañanía y «departamento de la servidumbre», entre sacos de paja para el ganado y cántaros de agua para el consumo de la familia; las mantas, las almohadas y las alforjas..., el anafre y la pandereta..., el cuarto del borrego, sacrificado para el condumio, y las velas de cera, que se llevaron de promesa para la Virgen...; el abanico y los peines; la cazuela y el espejo; las cucharas y el exvoto...; los frontiles, las coyundas, el yugo y la capacha; el aparejo del mulo y el juguete para el rorro; el arca de masa frita y el acordeón; la guitarra y el estropajo; el cacharro con las flores para el tocado y la jáquima del mulo. Ahora bien: ¿quién vive así, ni quién duerme así? Y, porque no es posible de ningún modo dormir en El Rocío, y al mal tiempo buena cara, quisiera yo reunir a los siete sabios de Grecia, a ver si se les ocurría otra solución al problema de la estada en El Rocío, que no sea la de bailar, desde el oriente hasta el ocaso, y desde la puesta del sol hasta la nueva aurora, ora por afición, ora por recurso, ora por propia iniciativa, ora por compromiso, ora porque es el ambiente, ora… porque si no lo fuera lo sería, so pena de morirse de aburrimiento.
¿Y beber?
–Sí, señor, se bebe. ¿A qué negarlo? Harto haremos con explicar el fenómeno. En El Rocío, vida a pleno sol y en continuo movimiento, se padece sed. Y, como quiera que son infinitos los indígenas de estos pueblos vinateros, que profesan el principio, demoledor para las empresas abastecedoras de aguas, de «el agua, para las ranas», en El Rocío se bebe lo indecible; siquiera lo que se bebe, sea... lo mismo que se bebe por todos estos pueblos cualquier día laborable –y para beber lo son todos–, sin que haya más borracheras que las de los que están suscritos por vitalicio a hacerlo «todos los días y en todas las partes». Y se emborrachan, desde que entran hasta que salen; o mejor, y para ponernos más en lo justo: «permanecen» tan borrachos en el real, como en sus mismos pueblos y en sus mismas casas; con sus amigos, o a sus solas; en sus días de alegría, «porque la cosa lo pide», y en sus días de tristeza… ¡Estas son las borracheras realmente tales, del real de El Rocío: las de todos los borrachos empedernidos de todos los pueblos del reducido mapa rociano, que cambian de domicilio por tres días! Si de algo vale mi palabra honrada, complázcome en decir que no he visto ¡ni una! Y eso que he entrado y salido en todas partes; que lo mismo me he sentado en la cómoda mecedora de la casa del potentado, que encima del cántaro del rancho del pobre… Si los que van al Rocío fueran abstemios como yo, mal año para viñadores y vinateros. Pero si somos grajos blancos, ¿quién blanquea en El Rocío a tantísimos grajos negros como forman bandadas por esos mundos? Por lo demás, no se pierda de vista que El Rocío es el gran día de fiesta de la Región: ¡el día de la Patrona!, y como tal, de asueto y de jolgorio, de alegría y de zambra; esto sin tener en cuenta que no hay en todo el mundo quien tenga más derecho a tirarse un latigazo de vino de la tierra, y más en un día así, que el que trabaja y suda todo el año para medio vivir y mal comer: harto de podar viñas y cavarlas, sulfatarlas y amarrarlas, para que luego en la vendimia den pingüe rendimiento, y el ámbar o la amatista de los racimos en sazón se trueque en cataratas de líquidos topacios... que alguien ha de beberse. Si no, ¿pa qué? Detestando la borrachera con todo mi corazón –los borrachos me crispan los nervios–, hallo muy en su punto que se beba vino en la fiesta solemne del Condado y el Aljarafe. ¡Hasta en las religiones más austeras y en las más recoletas comunidades de monjas se sirve una copita el día magno de la Orden! Pero «una copita», ¿eh? No vayáis, rocieros que me leéis, a tomar por panegírico de la cosa lo que no es más ni menos que habilidad de retórico para atenuar los cargos que se os hacen y os deis a empinar el codo, hasta aprenderos de memoria las estrellas.
Aquel Pentecostés de 1919 fue el de la coronación canónica de la Virgen del Rocío. Y Muñoz y Pabón, ya en serio, se arranca en deseos incontenidos:
–¡Ah! ¿Por qué, Madre mía del Rocío? ¿por qué me has dado sólo una pluma, y no... lo que ha menester ese instante, supremo de tu historia, en esa Imagen, toda belleza; en ese santuario, todo misericordia, y en estos pueblos, todo caballerosidad e hidalguía, y rejo, y rumbo, frenéticos por ti, porque eres mujer..., y madre, ¡la Mujer más hermosa entre todas las mujeres y la Madre más buena y más infortunada de todas las madres! ¿Por qué la pluma es pluma nada más, y no pluma, y pincel, y gubia, y arpa, y trino de ruiseñor y mugido de tormenta y chispazo de luz y llamarada de fuego, y... ¡ángeles y serafines, entendiendo sin discurrir y hablando sin palabra!? ¿Que os describa, me pedís, «el momento de este año»? ¡Cuando quepa el Océano en una concha, cabrá en unas cuartillas el momento de la Coronación de la Virgen del Rocío y en El Rocío! Entretanto, que venga Murillo y lo pinte y los ángeles del cielo y lo canten.

martes, 15 de mayo de 2018

Por nombre Isidro, patrono de Madrid


La villa de Madrid celebró en 1982 el noveno centenario del nacimiento de Isidro Labrador. Pero no existe documento histórico que avale esta fecha. Ni se sabe el año de su naci­miento ni el de su muerte. Isidro debió nacer en una fecha incierta de finales del siglo XI o tal vez en los primeros años del XII. Y su muerte debió ocurrir hacia el año 1170. Digamos, pues, que su vida transcurre en los dos primeros tercios del siglo XII.


Nació en Madrid, de esto nadie duda. Un Madrid recién conquistado por las huestes cristianas de Alfonso VI. Un Ma­drid pequeño y murado, como un enclave al norte de Toledo, creado por los árabes como avanzadilla de defensa de la ciu­dad imperial. La conquista de Madrid, hacia 1083, servirá a Alfonso VI de base para la acariciada conquista de Toledo, que tiene lugar el 25 de mayo de 1085. Cristianizada la vi­lla, convertidas las mezquitas en iglesias, a principios del siglo XII, Madrid cuenta con una población cercana a los dos mil habitantes y una serie de iglesias que harán las delicias de Isidro en su paseo matinal antes de acudir al trabajo. En el fuero de Madrid, concedido por Alfonso VIII en 1202, cuando ya Isidro había muerto, aparece la lista de sus igle­sias parroquiales. Eran éstas: Santa María, San Salvador, San Andrés, San Miguel de los Octoes, San Juan, San Miguel de la Sagra, San Pedro, San Justo, San Nicolás y Santiago. En esta relación no aparece la iglesia de Santa María Magdalena, referida por Juan Diácono, su primer biógrafo, donde Isidro solía refugiarse a rezar y donde le ocurrió el prodigioso suceso del lobo que se quería comer a su borrico.
Santa María, la primera en la relación de iglesias madrileñas, llamada de la Almudena, ocupaba el lugar de la mezquita principal del Madrid moro y estaba regida por canónigos regulares que observaban la regla de san Benito. Cuenta la leyenda que una imagen de la Virgen apareció al derruirse un muro de la muralla, junto a la Alhóndiga del trigo, cuyas medidas se llaman en árabe almudes. Y almudit, la casa del depósito del trigo. De ahí el nombre de Almudena dada a la Virgen hallada en ese lugar. Esto debió ocurrir hacia el año 1085, cuando tal vez Isidro Labrador aún no había nacido. Pero su parroquia es San Andrés, situada cerca de la Puerta de Moros, al otro extremo de la ciudad. Junto a ella se hallaba la casa de su amo Iván de Vargas, donde moró Isidro y donde le ocurrió el milagro del pozo, rememorado en lienzo precioso por Alonso Cano, conservado en el Museo del Prado.
Que volvía Isidro de las faenas del campo y encontró a su mujer llorosa y afligida porque el niño había caído al pozo. Se pusieron ambos esposos de rodillas, rogaron a Dios, y las aguas subieron hasta el brocal devolviendo al niño sano y salvo.
En San Andrés, su parroquia, será enterrado Isidro. Pero no se sabe dónde fue bautizado. Sus padres le ponen por nombre Isidro, por Isidoro (Isidro) de Sevilla, tal vez porque naciera el 4 de abril, festividad del santo sevillano, o porque aún estaba en la mente de todos ese traslado de los restos de san Isidoro de la Sevilla mora a León.
En la tradición madrileña ha quedado que el cuerpo del santo pasó por Madrid –todavía bajo dominio moro– y las auto­ridades musulmanas no pusieron inconvenientes de que fuera reverenciado por los cristianos madrileños. Si fue así, los padres de Isidro, cristianos mozárabes, debieron venerar el cuerpo del santo arzobispo hispalense y, llegado el tiempo, dar al hijo el nombre de Isidro.
Sevilla, gobernada por al-Mutadid, era a mediados del si­glo XI el reino de taifa más importante de al-Andalus, junto a Toledo y Zaragoza. Pero al otro lado del Duero, Fer­nando I, rey de Castilla y León, ha iniciado sus campañas guerre­ras de reconquista. Toledo y Zaragoza han conocido su pre­sencia. Pronto le llegará el turno al reino de Sevilla. En 1063, Fernando I hizo una incursión por tierras sevilla­nas y sin apenas lucha logró hacer tributario del reino de Casti­lla a al-Mutadid.
Una condición más le impuso: la entrega de los restos de santa Justa, una de las hermanas mártires sevillanas –la otra se llamaba Rufina– de tiempos de la persecución de Diocleciano. Para ello envió una embajada a Sevilla presi­dida por el obispo de León, Alvito, el obispo de As­torga, Ordoño, y algu­nos magnates del reino. Pero al no encontrar los restos de santa Justa, llevaron a León el cuerpo de san Isi­doro. Alvito tuvo la desgracia de morirse en Sevilla (5 septiembre 1063), siendo llevado junto a san Isidoro a León, donde recibieron un apo­teósico recibimiento.
Lope de Vega, en su poema El Isidro, adorna este pasaje con quintillas ingeniosas. Relata cómo recibe de san Isidoro de Sevilla el nombre:

Que aunque el nombre fue verdad
que le vino de su herencia,
por su humildad e inocencia
imitó su santidad,
pero no imitó su ciencia.

No importa que Isidro Labrador no sepa «filosofía, física ni teología» como el santo patrono del que tomó el nombre, porque le iguala en la «escuela de la caridad».

Así que por ignorante
no es Isidro desigual
a su heroico original,
mas retrato semejante
en su parte principal.

jueves, 10 de mayo de 2018

La fea costumbre de quemar iglesias


Madrid está que arde ese domingo 10 de mayo de 1931. Aún no ha cumplido un mes la II República.
Los monárquicos habían convocado una reunión en la sede de ABC, en la calle de Alcalá, cerca de Cibeles, en Madrid, para celebrar la creación del Círculo Monárquico Independiente, fundado por el director del diario Juan Ignacio Luca de Tena, que acababa de llegar de Londres, donde había entrevistado a Alfonso XIII, entrevista que salió publicada en el periódico el 5 de mayo. En ella le dice el Rey:
–Si en Madrid se organiza un Comité central, una Junta, o como quiera llamarse, con fines electorales, yo les ruego que actúen públicamente y que, sin perjuicio de propagar con el mayor entusiasmo, pero legalmente, sus convicciones monárquicas, manifiesten su propósito de no crear dificultades al Gobierno español.
Pues estalló la bomba nada más comenzar a andar ese Círculo Monárquico.


Quema de una iglesia en Madrid el 11 de mayo de 1931.

Esa mañana de domingo, pusieron un disco en un gramófono con la Marcha Real, que sonaba estridente hacia la calle, y lanzaron pasquines de El Murciélago en el que se llamaba a «hacer la vida imposible a esta caricatura de República».
El 27 de abril, el Gobierno había promulgado un decreto por el que se cambiaba la tradicional bandera española, roja y gualda, por la tricolor republicana. Y el 2 de mayo, el Himno nacional fue sustituido por el Himno de Riego.
Hacer sonar el Himno Real a todo volumen era una provocación. Algunos monárquicos, incluso, salieron a la calle dando vivas al Rey y enzarzándose en pelea con otros transeúntes. Lo que provocó una batalla campal y un conato de incendio de la propia sede de ABC.
En el altercado ardieron tres coches aparcados frente al Círculo, llegó la fuerza pública que disparó contra los que querían incendiar el edificio y hubo varios heridos y dos muertos, uno de ellos un niño.
Una manifestación se dirigió a la Puerta del Sol para pedir ante la sede de la Dirección General de Seguridad la dimisión del ministro de la Gobernación Miguel Maura. Algunos exaltados quemaron un quiosco del diario católico El Debate, apedrearon el casino militar y rompieron los escaparates de una librería católica.
Por la noche, el ministro Maura quiso desplegar a la Guardia Civil, pero el Gobierno en pleno se opuso a emplear la fuerza pública contra el pueblo. Los ministros se retiraron a sus casas a media noche, pero el gentío seguía aglomerado en la Puerta del Sol.
–A eso de las cinco –cuenta el propio ministro Maura– sonó un disparo de pistola en la acera misma del Ministerio. Cesó en el acto el griterío y la gente se arremolinó en torno a un hombre que, caído en el suelo, hacía esfuerzos para levantarse. Se trataba de un borracho que había sacado una peque­ña pistola y, jugando con ella, se le disparó; del susto cayó al suelo, y entre risas y bromas se liquidó el incidente. Como si hubiese sido una señal convenida, a poco quedó despejada la Puerta del Sol. Sin duda los curiosos allí apiñados durante la jornada, al oír el disparo, pensaron que la cosa podía pasar a mayores, y se apresu­raron a reintegrarse a sus hogares, seguramente muy satisfechos de la espléndida jornada que habían proporcionado a «su» República.
A la mañana siguiente, lunes 11 de mayo, mientras el Gobierno se hallaba reunido, satisfecho de la «muestra de templanza y prudencia que había dado la víspera el Gobierno», le llegó la noticia de que la Casa Profesa de los jesuitas, en la calle de la Flor, estaba ardiendo. El ministro de la Gobernación Miguel Maura intentó sacar a la calle a la Guardia Civil para restablecer el orden, pero nuevamente se opuso el Gobierno.
El presidente, Alcalá Zamora, le dijo:
Cálmese, Migué, que esto no es sino como desía su padre, «fogatas de virutas». No tiene la cosa la importancia que usted le da. Son unos cuantos chiquillos que juegan a la revolución y todo se calmará enseguida. Usted verá.
–¡Conque «fogatas de virutas»! Es usted un insensato. O me dejan ustedes sacar la fuerza a la calle o arderán todos los conventos de Madrid uno tras otro.
–Eso, no –exclamó Azaña–. Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano.
En la calle de la Flor se hallaba la Casa de Escritores de los jesuitas en Madrid. No hubo muertes, pero desapareció bajo las llamas una biblioteca de 80.000 volúmenes, una de las mejores de Madrid. Y en la capilla, la mascarilla sacada a san Ignacio de Loyola en el momento de su muerte, un ostentoso relicario de plata con un dedo de san Francisco Javier y los restos mortales del padre Diego Laínez, compañero de san Ignacio e insigne teólogo del Concilio de Trento. Allí tenía su celda el gran historiador García Villada, con miles y miles de fichas de sus investigaciones que darían fruto a su Historia Eclesiástica de España, de la que había ya publicado cinco tomos. Llegó hasta la toma de Toledo en 1085. El incendio ocasionó su muerte intelectual. No pudo escribir nada más. Al desaparecer sus fichas, se habían esfumado las fuentes de investigación de toda una vida. ¡Una lástima!
Los exaltados, dejados a sus anchas, encendieron las teas y comenzaron a quemar conventos: junto con la residencia de Jesuitas y templo de San Francisco de Borja de la calle de la Flor Baja; la residencia de Jesuitas, el Colegio de Artes e Industrias, en la calle Alberto Aguilera; el Colegio de Maravillas, en la barriada de Cuatro Caminos; el monasterio de las monjas bernardas de Vallecas, joya arquitectónica del siglo XVI; el convento de las mercedarias de San Fernando; el convento de María Auxiliadora, de religiosas salesianas; la iglesia parroquial de Bellas Vistas, en Cuatro Caminos; parte del hermoso edificio del Colegio del Sagrado Corazón, en Chamartín de la Rosa; la iglesia de los Ángeles, en Cuatro Caminos…
Y la tea incendiaria se extendió a otras ciudades del Levante y del Sur, como Valencia, Málaga, Sevilla, Cádiz, Córdoba, Granada, Murcia, Alicante. Se necesitaría un libro para contar tales horrores, cerca de cien templos quemados. Pero este no es el lugar y hemos de seguir adelante.
Alcalá Zamora, que consideró desastrosas para la República las consecuencias de los incendios de los conventos, que «motivaron reclamaciones de países tan laicos como Francia o violentas censuras de los que, como Holanda, tras haber execrado nuestra intolerancia antiprotestante se escandalizaban de la anticatólica», considera ridículo que atribuyeran «la culpa de aquellos incendios al supuesto de irme yo a oír misa antes de acudir a mi oficina en palacio. Durante aquella semana yo solamente oí misa el domingo 10 de mayo, cuando no había ocurrido ningún incendio en Madrid, y el siguiente domingo 17, cuando ya habían acabado», confiesa Alcalá Zamora en sus Memorias.
La tarde misma del 11 de mayo, el nuncio Tedeschini visitó al doctor Marañón y también a Ortega y Gasset en su casa de la calle Velázquez, para que interpusieran su autoridad moral a fin de que la República no se ensañase con la Iglesia.
El doctor Marañón se presentó al día siguiente, 12 de mayo, en la redacción de El Sol para dejar una nota de protesta, firmada también por Ortega y Gasset y Pérez de Ayala:
–Quemar… conventos e iglesias no demuestra ni verdadero celo republicano ni espíritu de avanzada, sino más bien un fetichismo primitivo o criminal que lleva lo mismo a adorar las cosas materiales que a destruirlas.
En Ahora, diario republicano, apareció el 14 de mayo otro manifiesto firmado por Miguel de Unamuno, Antonio Machado, Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset y otros, en el que se lee:
–Pensemos que por nosotros España, ante el extranjero, será un país ejemplar o un país ignominioso, según la trágica alternativa de nuestra conducta, y que el porvenir hablará de nuestra generación para exaltarla o maldecirla, según sea la eficacia bienhechora o maléfica de nuestra voluntad.
¿Esta es la República que exaltan el Coletas y conmilitones? Porque quemas hubo en los años siguientes y en 1936, durante el Frente Popular y la guerra civil. ¿Esto nos espera?

sábado, 5 de mayo de 2018

Mi familia también es víctima de ETA


Al amanecer del 17 de octubre de 1991, el teniente Francisco Carballar Muñoz salió de su casa del barrio de Aluche en Madrid vestido de uniforme y subía a su Peugeot 309 gris para dirigirse a la Academia de Artillería en el barrio de Fuencarral, donde se encargaba de examinar a los soldados conductores. Pero una bomba lapa adosada a su coche estalló casándole la muerte en el acto. Decía el diario El País al día siguiente:
–Vicente, el hijo mayor del teniente, bajó las escaleras de su casa gritando “Papá, papá”. Cuando llegó al coche destrozado, sólo se pudo abrazar al cadáver de su padre. Su madre, María Dolores Cardoso Vargas, y su hermana Alicia, lloraban al lado. En un bloque colindante, los cristales de una ventana produjeron heridas leves en la frente a Cristina López, de ocho años. Los vecinos, algunos en pijama, comenzaron a bajar y a indignarse: “Nos van a matar a todos, nos van a matar a todos”. La segunda bomba, que estalló a unos 500 metros y frente a dos colegios, causó heridas muy graves a la funcionaria de la comisaría de Los Cármenes, María Jesús González Gutiérrez, de 40, y a su hija Irene Villa, de 13, que ha perdido ambas piernas. El tercer artefacto causó graves heridas al comandante del Ejército Rafael Villalobos, de 38 años, y a su hermana.
Esta criminal organización dejó viuda y cinco hijos. Él tenía 47 años y era primo hermano mío. Uno más de los 350 crímenes sin resolver de la banda terrorista ETA. Quiero recoger aquí la homilía que pronuncié al día siguiente en nuestro pueblo, Santa Olalla del Cala (Huelva), en su funeral. Sea en su memoria y en nombre de Loli, su esposa, y sus hijos.


Teniente Carballar Muñoz

Homilía en la muerte de Francisco Carballar, teniente del Ejército de Tierra
Santa Olalla del Cala, viernes 18 de octubre de 1991

Hoy es un día de especial dolor para nuestro pueblo. Un hijo de Santa Olalla nos ha sido devuelto exánime en un ataúd para tomar sepultura y descanso eterno en la tierra que le vio nacer tras morir absurdamente por mano asesina. No es desgraciadamente la primera acción terrorista que se ceba con un hijo de este pueblo y pedimos a Dios que sea la última.
Francisco Carballar salió de Santa Olalla muy joven, como tantos en aquella época, para buscar en una ciudad grande un trabajo que diera ilusión a su vida. Y la encontró en el Ejército. Como otros la encontraron en otros meneste­res, todos dignos. Ni él ni ninguno de nuestros hijos de Santa Olalla, pueblo pacífico y trabajador, se merece un fi­nal así, tan absurdo, tan cobarde.
A esos asesinos y a los que los amparan y alientan, qui­siera recordarles el mandato «No matarás», que se halla reco­gido en todos los códigos morales del mundo y leerles de las primeras páginas de la Biblia, nuestro libro sagrado, aquel pasaje que recoge la muerte de Abel por manos de su hermano Caín.
Después de aquel crimen horrendo, Dios le dijo a Caín: «La sangre de tu hermano está clamando a mí desde la tierra. Ahora, pues, maldito serás en la tierra, que abrió su boca para recibir de mano tuya la sangre de tu hermano».
Y Caín respondió: «Insoportable es mi castigo. Ahora me arrojas de esta tierra; oculto a tu rostro habré de andar fu­gitivo y errante por la tierra, y cualquiera que me encuen­tre, me matará».
Pues eso mismo, en nombre de Dios, les grito a esos ase­sinos: Malditos sois de la tierra, viviréis como alimañas en­tre los campos, despreciados y aborrecidos, hasta que la tie­rra se os haga insoportable. Sólo en aquel día en que se os ablande el corazón, caigáis de rodilla ante tanto dolor como habéis derramado con vuestros crímenes, y digáis como Caín: «Insoportable es mi castigo», podremos sentir misericordia de vosotros, porque el corazón nuestro, a diferencia del de los terroristas, es un corazón humano, que no alienta deseos de ven­ganza.
Las circunstancias de esta muerte, como la muerte misma, nos resultan humanamente absurdas. Pero yo quisiera ilumina­ros, desde la fe cristiana, en la idea de que esta muerte, toda muerte de un ser humano, prescindiendo de las circuns­tancias, no es un absurdo, está envuelta en el misterio de Dios.
Si muriésemos para nadie, la muerte sería absurda, por­que nadie podría darle sentido. Pero aquí, por ejemplo, Fran­cisco Carballar no ha muerto para nadie. Todos los que esta­mos aquí nos hemos dado cita para dar homenaje y última des­pedida a un ser amigo. La nación misma, a través de sus órga­nos de comunicación, se ha conmovido al enterarse de la muerte de un sencillo teniente del Ejército. Y están su mujer y sus hijos, que dan sentido a una vida vivida y desde ahora recordada. Luego no ha muerto para nadie.
Si muriésemos sólo para los hombres, es decir, para su mujer e hijos, para su pueblo, para el Ejército, para la na­ción, en cierto sentido la muerte aparecería también como algo absurdo por lo perecedero: Dentro de unos días en algu­nos, unos años en otros, el recuerdo de por vida en su mujer e hijos... ¿Y después? Todos los anhelos, deseos, empeños realizados, la misma vida de uno, se diluirían en un tiempo más o menos lejano hasta desaparecer nuestra memoria del recuerdo de los hombres.
Las Sagradas Escrituras dan respuesta a este misterio. Lo dice San Pablo en una de sus cartas: «Ninguno vive y muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor. En la vida y en la muerte somos del Señor».
Luego tanto la muerte como la vida tienen sentido pleno en el misterio de Dios. No es un absurdo. Vivimos ante Dios; vamos, tras nuestra muerte, hacia Dios. Y Dios, que es la plenitud, da plenitud y eternidad a nuestra existencia.
Jesús, en quien creemos como Hijo de Dios, lo demostró con sus hechos: tras la muerte asumida en cruz, resucitó. Y lo demostró con sus palabras cuando des­cubrió el misterio de Dios: «Yo soy el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. Él no es un Dios de muertos sino de vivos».
Luego la muerte sólo es un tránsito hacia la vida definitiva en la plenitud de Dios.
Si Dios consideró que valía la pena de ligarse a hombres que llama por su nombre –Abrahán, Isaac, Jacob, en este caso, Francisco–, cada uno con una per­sonalidad singular y única, si cree que vale la pena compar­tir la historia de los hombres y trabar amistad con ellos, ¿va a permitir que estos hombres –cada uno de nosotros– se hunda en la nada? No, Dios nos ha creado para sí.
Aquí radica nuestra fe, nuestra esperanza. Y nuestro consuelo, a pesar del dolor humano que supone la pérdida de un ser querido, sobre todo si ha sido en unas circunstancias tan trágicas como la presente.
Francisco Carballar, primo mío, que seas acogido en el seno de Dios. Eso pedimos aquí al Señor. Y a los que partici­pamos en esta Eucaristía, especialmente a su esposa e hijos, que el Señor nos dé resignación cristiana y nos ilumine en el hecho glorioso de la resurrección de la carne.
Francisco Carballar no se ha perdido. Estaba alerta, soldado en estado de servicio. No ha muerto absurdamente para nada. Ha muerto para Dios. Descanse en paz.

jueves, 3 de mayo de 2018

El Lignum crucis de Constantino


Un día del año 1482, una comitiva procesional, presidida por el arzobispo Pedro González de Mendoza, conocido como el Gran Cardenal de España, salió de la catedral de Sevilla y, extramuros de la ciudad, en San Bernardo, acogió la llegada a la ciudad de una preciosa reliquia, que desde entonces enriquece el tesoro artístico de la catedral hispalense. Es el lignum crucis llamado de Constantino, que pertenecía al anterior arzobispo Fonseca el Viejo.


Una bella leyenda se cierne sobre este lignum crucis, que contaré, y, de paso, señalar los otros lignum crucis que posee la catedral de Sevilla. Que en esto también es rico el templo hispalense, al guardar en su tesoro tres preciosas reliquias del leño de la cruz. Decía Voltaire que, si se reunieran todos los fragmentos que a lo largo de la historia se han repartido del lignum crucis, se podría construir un barco. Pero Voltaire fue un descreído, al que no hay que hacerle caso. Rohault de Flery, en su Mémoire sur les instruments de la Passion (París 1870), hizo un inventario de todas las reliquias del lignum crucis que se veneran en el mundo cristiano y alcanzan a cubrir una mínima parte de una cruz normal. Que, por cierto, según examen microscópico de muchos de estos fragmentos, era de madera de pino.
Digo pues que la catedral de Sevilla cuenta con tres lignum crucis, engastados en bellísimos relicarios. El más antiguo, del arzobispo Pedro de Albornoz, fue donado a la catedral por este prelado poco antes de su muerte, en 1389. El segundo, ya mentado, del arzobispo Alonso de Fonseca. El tercero, un lignum crucis con el pectoral del papa Clemente XIV, perteneció al arzobispo Francisco Javier Delgado y Venegas, que gobernó la diócesis de Sevilla de 1776 a 1781.
El relicario del lignum crucis de Cons­tan­tino es el más apreciado por la historia entrañable que encierra. Pero comencemos por el principio, para entendernos mejor.
Hay que remontarse al siglo IV. Santa Elena, madre del emperador Constantino, ha llegado a Palestina y se ha convertido en una devota exploradora de los Santos Lugares. En Jerusalén hace levantar la basílica de la Anástasis (que significa Resurrección; basílica también llamada del Santo Sepulcro) sobre el sepulcro de Cristo. Y en el monte de los Olivos y en la gruta de Belén hizo construir otras basílicas.
A partir de este momento la historia se introduce en la leyenda. Cuenta san Ambrosio que santa Elena exclamó al llegar al Calvario:
–¡He aquí el teatro de la lucha! Pero ¿dónde está el signo de la victoria?
Y relata cómo santa Elena llegó a encontrar el leño de la cruz junto al sepulcro del Señor, basándose en la costumbre de los judíos de enterrar en el mismo lugar de le ejecución, junto al malhechor, los instrumentos del suplicio.
Santa Elena halló tres cruces. Ocurrió en el año 326 o, según la crónica de Eusebio, en el 328. ¿Cómo supo cuál era la del Señor? Pasaba por allí un funeral y la santa hizo poner sobre el muerto una tras otras las tres cruces. A la tercera fue la vencida. Al tocar la cruz sobre el difunto, el muerto resucitó. Este hallazgo ha sido celebrado en la Iglesia con la fiesta de la Invención de la Santa Cruz, que se celebraba en la liturgia anterior al Concilio Vaticano II el 3 de mayo. Y dio lugar en nuestra tierra a las famosas Cruces de Mayo. El cardenal Mendoza, que acude extramuros de Sevilla a recibir la cruz de Constantino, era un especialísimo devoto de esta fiesta. Tal vez por un hecho casual: su nacimiento en Guadalajara ocurrido el 3 de mayo de 1428. Llevado de esta devoción, el Gran Cardenal de España hizo construir en Sevilla la iglesia de la Santa Cruz, que dio nombre al típico barrio sevillano, derruida durante la ocupación francesa en el siglo pasado.
Pero volvamos a santa Elena, siglo IV. Hizo tres partes con la cruz del Señor. Una la dejó en Jerusalén y las otras dos las envió a Constantinopla y Roma. Una astilla engarzada en una pequeña cruz fue colocada por ella en el cuello de su hijo Constantino, que le acompañó hasta el sepulcro.
Cuando en 1453, Constantinopla cayó en poder de los turcos, la tumba de Constantino fue profanada y la cruz que diera a su hijo santa Elena pasó a poder de un sátrapa al que se la compró un legado pontificio, que la entregó al Papa, y éste –cuenta Morgado en su Historia de Sevilla– «discurriendo el tiempo, la envió el Papa al Rey de España», que lo era Juan II, rey de Castilla. Este a su vez la regaló a Alonso de Fonseca el Viejo.
Si esto es así, como cuentan las viejas crónicas, el Papa no puede ser otro que Nicolás V (1447-1455) y hubo de darse prisa, sin discurrir mucho tiempo como sugiere Morgado, en conceder esta preciosa reliquia al monarca castellano, ya que Juan II muere en 1454, un año después de la toma de Constantinopla.
Dice Morgado que Fonseca el Viejo, «perplejo y dudoso consigo mismo (sobre si la dicha Cruz fuese verdaderamente del Madero de la Santísima Cruz, en que nuestro Redentor padecía) en presencia de la Clerecía, y de los Notarios, y Canónigos de la Santa Iglesia (protestando que no hacía, ni intentaba tal hecho con ánimo de tentar, ni de ofender a la Divina Majestad, sino por averiguar la verdad) hizo encender un Brasero de lumbre, y echando en medio de ella la preciosa Cruz, estuvo allí, en cuanto se celebró la Misa de Pontifical, con toda la Música, y Solemnidad. Y prosigue, que fue cosa de grande admiración, y digna de que se sepa en todo el mundo, ver allí la Divina Cruz (hecha ya unas vivas brasas) echar de sí un olor suavísimo, y tan divino, que convocó, y trajo sí mucha gente, de la que estaba fuera de la Santa Iglesia... Acabada la Misa, sacaron del fuego la bendi­tísima Cruz, con unas tenacillas, ni más ni menos de como fue echada en el fuego, ardiendo, sana, y entera, y de la misma manera, que la vemos en esta Santa Iglesia, y fuera de ella en Procesiones, que hace el Cabildo. La cual quiso dejar el susodicho Prelado, en su Testamento, a esta Santa Iglesia».
El Libro de las Reliquias de la Iglesia refiere la misma leyenda, añadiendo los nombres propios de los testigos presentes de la incombustión de la cruz. Cuenta que, dudando el arzobispo Fonseca de la autenticidad de la reliquia, «llamó a sus familiares, presbíteros y notario, entre ellos Enrique Tico, canónigo, Pedro Sánchez de Santo Domingo y Alonso Díaz de Cazalla, racioneros, e hizo encender copioso fuego y protestando no ser su ánimo tentar ni ofender a Dios, interim se celebraba la misa con cantores, arrojó la cruz al fuego, y encendido, dio de sí tal olor, que no sintiéndolo las personas presentes, atrajo a los familiares que estaban fuera, y, acabada la misa, la sacó con unas tenacillas y la halló intacta».
Fonseca el Viejo no residió en su sede de Sevilla, sino en la corte como consejero del rey Enrique IV, o retirado en sus posesiones de Coca o Alaejos. A su muerte, ocurrida en Coca en 1473, donó a la catedral la reliquia del lignum crucis con otras alhajas, ornamentos y tapices y códices. Pero los herederos se opusieron a la entrega. Hubo de intervenir el papa Sixto IV, que expidió la bula A supremo patre familiis, con fecha 1 de junio de 1474, comi­sio­nando a los priores de Santa María de las Cuevas y de San Isidoro del Campo, y a Miguel Sancho, beneficiado propio de la parro­quial de Utrera, para que vieran las alhajas, ornamentos, libros y demás cosas donadas por el arzobispo y que procedieran con censuras si era necesario para que los herederos hicieran la entrega al cabildo de Sevilla.
El contencioso se resolvió en 1482 y esta reliquia gozó en Sevilla de gran veneración, procesionada el día de la Invención de la Santa Cruz y en las grandes calamidades que padecía la ciudad. Por ejemplo, en años de grandes sequías, o al revés, en años de fuertes lluvias que ocasionaban el desbordamiento del Guadalquivir y riadas en toda la ciudad.