jueves, 10 de mayo de 2018

La fea costumbre de quemar iglesias


Madrid está que arde ese domingo 10 de mayo de 1931. Aún no ha cumplido un mes la II República.
Los monárquicos habían convocado una reunión en la sede de ABC, en la calle de Alcalá, cerca de Cibeles, en Madrid, para celebrar la creación del Círculo Monárquico Independiente, fundado por el director del diario Juan Ignacio Luca de Tena, que acababa de llegar de Londres, donde había entrevistado a Alfonso XIII, entrevista que salió publicada en el periódico el 5 de mayo. En ella le dice el Rey:
–Si en Madrid se organiza un Comité central, una Junta, o como quiera llamarse, con fines electorales, yo les ruego que actúen públicamente y que, sin perjuicio de propagar con el mayor entusiasmo, pero legalmente, sus convicciones monárquicas, manifiesten su propósito de no crear dificultades al Gobierno español.
Pues estalló la bomba nada más comenzar a andar ese Círculo Monárquico.


Quema de una iglesia en Madrid el 11 de mayo de 1931.

Esa mañana de domingo, pusieron un disco en un gramófono con la Marcha Real, que sonaba estridente hacia la calle, y lanzaron pasquines de El Murciélago en el que se llamaba a «hacer la vida imposible a esta caricatura de República».
El 27 de abril, el Gobierno había promulgado un decreto por el que se cambiaba la tradicional bandera española, roja y gualda, por la tricolor republicana. Y el 2 de mayo, el Himno nacional fue sustituido por el Himno de Riego.
Hacer sonar el Himno Real a todo volumen era una provocación. Algunos monárquicos, incluso, salieron a la calle dando vivas al Rey y enzarzándose en pelea con otros transeúntes. Lo que provocó una batalla campal y un conato de incendio de la propia sede de ABC.
En el altercado ardieron tres coches aparcados frente al Círculo, llegó la fuerza pública que disparó contra los que querían incendiar el edificio y hubo varios heridos y dos muertos, uno de ellos un niño.
Una manifestación se dirigió a la Puerta del Sol para pedir ante la sede de la Dirección General de Seguridad la dimisión del ministro de la Gobernación Miguel Maura. Algunos exaltados quemaron un quiosco del diario católico El Debate, apedrearon el casino militar y rompieron los escaparates de una librería católica.
Por la noche, el ministro Maura quiso desplegar a la Guardia Civil, pero el Gobierno en pleno se opuso a emplear la fuerza pública contra el pueblo. Los ministros se retiraron a sus casas a media noche, pero el gentío seguía aglomerado en la Puerta del Sol.
–A eso de las cinco –cuenta el propio ministro Maura– sonó un disparo de pistola en la acera misma del Ministerio. Cesó en el acto el griterío y la gente se arremolinó en torno a un hombre que, caído en el suelo, hacía esfuerzos para levantarse. Se trataba de un borracho que había sacado una peque­ña pistola y, jugando con ella, se le disparó; del susto cayó al suelo, y entre risas y bromas se liquidó el incidente. Como si hubiese sido una señal convenida, a poco quedó despejada la Puerta del Sol. Sin duda los curiosos allí apiñados durante la jornada, al oír el disparo, pensaron que la cosa podía pasar a mayores, y se apresu­raron a reintegrarse a sus hogares, seguramente muy satisfechos de la espléndida jornada que habían proporcionado a «su» República.
A la mañana siguiente, lunes 11 de mayo, mientras el Gobierno se hallaba reunido, satisfecho de la «muestra de templanza y prudencia que había dado la víspera el Gobierno», le llegó la noticia de que la Casa Profesa de los jesuitas, en la calle de la Flor, estaba ardiendo. El ministro de la Gobernación Miguel Maura intentó sacar a la calle a la Guardia Civil para restablecer el orden, pero nuevamente se opuso el Gobierno.
El presidente, Alcalá Zamora, le dijo:
Cálmese, Migué, que esto no es sino como desía su padre, «fogatas de virutas». No tiene la cosa la importancia que usted le da. Son unos cuantos chiquillos que juegan a la revolución y todo se calmará enseguida. Usted verá.
–¡Conque «fogatas de virutas»! Es usted un insensato. O me dejan ustedes sacar la fuerza a la calle o arderán todos los conventos de Madrid uno tras otro.
–Eso, no –exclamó Azaña–. Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano.
En la calle de la Flor se hallaba la Casa de Escritores de los jesuitas en Madrid. No hubo muertes, pero desapareció bajo las llamas una biblioteca de 80.000 volúmenes, una de las mejores de Madrid. Y en la capilla, la mascarilla sacada a san Ignacio de Loyola en el momento de su muerte, un ostentoso relicario de plata con un dedo de san Francisco Javier y los restos mortales del padre Diego Laínez, compañero de san Ignacio e insigne teólogo del Concilio de Trento. Allí tenía su celda el gran historiador García Villada, con miles y miles de fichas de sus investigaciones que darían fruto a su Historia Eclesiástica de España, de la que había ya publicado cinco tomos. Llegó hasta la toma de Toledo en 1085. El incendio ocasionó su muerte intelectual. No pudo escribir nada más. Al desaparecer sus fichas, se habían esfumado las fuentes de investigación de toda una vida. ¡Una lástima!
Los exaltados, dejados a sus anchas, encendieron las teas y comenzaron a quemar conventos: junto con la residencia de Jesuitas y templo de San Francisco de Borja de la calle de la Flor Baja; la residencia de Jesuitas, el Colegio de Artes e Industrias, en la calle Alberto Aguilera; el Colegio de Maravillas, en la barriada de Cuatro Caminos; el monasterio de las monjas bernardas de Vallecas, joya arquitectónica del siglo XVI; el convento de las mercedarias de San Fernando; el convento de María Auxiliadora, de religiosas salesianas; la iglesia parroquial de Bellas Vistas, en Cuatro Caminos; parte del hermoso edificio del Colegio del Sagrado Corazón, en Chamartín de la Rosa; la iglesia de los Ángeles, en Cuatro Caminos…
Y la tea incendiaria se extendió a otras ciudades del Levante y del Sur, como Valencia, Málaga, Sevilla, Cádiz, Córdoba, Granada, Murcia, Alicante. Se necesitaría un libro para contar tales horrores, cerca de cien templos quemados. Pero este no es el lugar y hemos de seguir adelante.
Alcalá Zamora, que consideró desastrosas para la República las consecuencias de los incendios de los conventos, que «motivaron reclamaciones de países tan laicos como Francia o violentas censuras de los que, como Holanda, tras haber execrado nuestra intolerancia antiprotestante se escandalizaban de la anticatólica», considera ridículo que atribuyeran «la culpa de aquellos incendios al supuesto de irme yo a oír misa antes de acudir a mi oficina en palacio. Durante aquella semana yo solamente oí misa el domingo 10 de mayo, cuando no había ocurrido ningún incendio en Madrid, y el siguiente domingo 17, cuando ya habían acabado», confiesa Alcalá Zamora en sus Memorias.
La tarde misma del 11 de mayo, el nuncio Tedeschini visitó al doctor Marañón y también a Ortega y Gasset en su casa de la calle Velázquez, para que interpusieran su autoridad moral a fin de que la República no se ensañase con la Iglesia.
El doctor Marañón se presentó al día siguiente, 12 de mayo, en la redacción de El Sol para dejar una nota de protesta, firmada también por Ortega y Gasset y Pérez de Ayala:
–Quemar… conventos e iglesias no demuestra ni verdadero celo republicano ni espíritu de avanzada, sino más bien un fetichismo primitivo o criminal que lleva lo mismo a adorar las cosas materiales que a destruirlas.
En Ahora, diario republicano, apareció el 14 de mayo otro manifiesto firmado por Miguel de Unamuno, Antonio Machado, Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset y otros, en el que se lee:
–Pensemos que por nosotros España, ante el extranjero, será un país ejemplar o un país ignominioso, según la trágica alternativa de nuestra conducta, y que el porvenir hablará de nuestra generación para exaltarla o maldecirla, según sea la eficacia bienhechora o maléfica de nuestra voluntad.
¿Esta es la República que exaltan el Coletas y conmilitones? Porque quemas hubo en los años siguientes y en 1936, durante el Frente Popular y la guerra civil. ¿Esto nos espera?

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