domingo, 26 de junio de 2016

La gracia del dardo en Teresa de Jesús

El 29 de junio de 1560, le sucedió algo excepcional a Teresa de Jesús: la visión intelectual de la Humanidad de Cristo. Llevaba Teresa unos cuatro años con locuciones cuando le viene una visión:
–Estando un día del glorioso San Pedro en oración, vi junto a mí a Cristo, o lo sentí, por mejor decir –que no vi nada con los ojos del cuerpo ni del alma–... Yo, como estaba ignorantísima de que podía haber semejante visión, diome gran temor al principio y no hacía sino llorar, aunque en diciéndome una palabra sola de asegurarme, me quedaba quieta y con regalo y sin ningún temor. Parecíame andar siempre a mi lado Jesucristo, y como no era visión imaginaria, no veía en qué forma; mas estar siempre al lado derecho, sentíalo muy claro, y que era testigo de todo lo que yo hacía, y que ninguna vez que me recogiese un poco o no estuviese muy divertida podía ignorar que estaba cabe mí.

Éxtasis de santa Teresa, de Bernini.
Teresa, «harto fatigada», fue a contárselo a su confesor.
El padre Álvarez le preguntó:
–En qué forma le ve.
Teresa le contestó:
–No lo veo.
–¿Cómo sabe que es Cristo?
–No sé cómo, mas no puedo dejar de entender está junto a mí y lo veo claro y lo siento, y el recogimiento del alma es muy mayor en oración de quietud y muy continuo y los efectos son muy otros que solía tener. Es cosa muy clara.
Poco después, tuvo nuevas visiones, esta vez imaginarias. No eran conceptos intelectuales sino formas sensibles que percibía en su imaginación. Un día se le mostraron las manos del Señor «con tan grandísima hermosura que no lo podría yo encarecer». Días después el rostro de Cristo, «que del todo me parece me dejó absorta». Por fin, el día de san Pablo, estando en misa, se le apareció toda la Humanidad de Cristo.
–Cuando otra cosa no hubiese para deleitar la vista en el cielo sino la gran hermosura de los cuerpos glorificados, es grandísima gloria, en especial ver la Humanidad de Jesucristo, Señor nuestro.
Jerónimo Gracián oyó de labios de la Santa que tuvo muchas veces en su vida esta visión, «trayendo continuamente presente una figura de Cristo, muy hermoso, resucitado con corona de espinas y llagas, de que hizo pintar una imagen que me dio a mí y yo se la di al duque de Alba, don Fernando de Toledo».
Pero el suceso de más resonancia mediática en la vida de Teresa, por ser la cima de todos sus fenómenos místicos, es la gracia del dardo o transverberación. Lo cuenta Teresa en el capítulo 29 del Libro de la Vida:
–Quiso el Señor que viese aquí algunas veces esta visión: veía un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo, en forma corporal, lo que no suelo ver sino por maravilla; aunque muchas veces se me representan ángeles, es sin verlos, sino como la visión pasada que dije primero. En esta visión quiso el Señor le viese así: no era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos que parecen todos se abrasan. Deben ser los que llaman querubines, que los nombres no me los dicen; mas bien veo que en el cielo hay tanta diferencia de unos ángeles a otros y de otros a otros, que no lo sabría decir. Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento.
Este episodio ha sido inmortalizado por Bernini en su obra en mármol que se halla en la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria en Roma. A mí me pareció, cuando la vi, una obra subyugante. Pero comprendo la crítica del carmelita Donázar por no reflejar el artista la actitud activa de Teresa, como es recogida en la descripción que ella ofrece.
–Todo en él —se queja Donázar–respira pasividad, abandono y languidez, comenzando por el ángel que la hiere, que tiene cara de sátiro, y que maneja el dardo como si fuese un arco de violín.
Y añade:
–Las palabras de santa Teresa nunca dan pie para pensar en un abandono o pasividad del cuerpo. Todas las descripciones que hace la Santa del trasvase de la gracia interior en el cuerpo, describen a éste mantenido en vilo, no venciéndose hacia abajo, como correspondería a su peso específico, sino a remolque del espíritu, tendiendo hacia arriba, de modo que la representación más fiel sería una pintura vertical, al estilo del Greco.
Y critica también una cierta sensualidad en el rostro de Teresa que dará paso modernamente a descripciones freudianas.
No es un dolor corporal esta visión conocida como transverberación ni el corazón ha sido traspasado por un dardo. Es una visión imaginativa de lo que el espíritu de Teresa sentía. Como dice Efrén de la Madre de Dios: «Ni el ángel tenía cuerpo ni el dardo era dardo, ni el fuego fuego, ni la herida herida. Sólo eran formas sensibles con que la imaginación traducía grandezas inefables». Lo explica mejor Teresa en una Cuenta de conciencia:
–Es una manera de herida que parece al alma como si una saeta la metiesen por el corazón o por ella misma. Así causa dolor tan grande que hace quejar, y tan sabroso que nunca querría le faltase. Este dolor no es en el sentido, ni tampoco es llaga material, sino en lo interior del alma sin que parezca dolor corporal.

lunes, 20 de junio de 2016

La Cruz de la Cerrajería

La cruz más notable de Sevilla, toda una filigrana de hierro, que preside la plaza de Santa Cruz, fue forjada por el rejero Sebastián Conde en 1692. Su sitio primitivo estuvo en la placeta de la Cerrajería, en la confluencia de la calle Rioja con Sierpes, y allí permaneció pacíficamente durante todo el siglo XVII hasta que al siglo siguiente comenzose un quita y pon de la cruz para dar paso a las comitivas reales que venían a Sevilla y entraban, no ya como lo hizo Carlos V por la Macarena o Felipe II por la Puerta Real, sino por la Puerta de Triana, para seguir por San Pablo, Rioja y desembocar en Sierpes por la placeta de la Cerrajería.


La cruz, en el medio, estorbaba el paso de la comitiva. Y de ahí el quitarla y ponerla. Que así lo cuenta Luis Montoto: «A la entrada de Felipe V en la ciudad, en 1729, para franquear el paso a la comitiva regia, la llevaron al convento de las Mínimas, donde permaneció hasta 1734, que la restituyeron a su lugar. Volvieron a quitarla de allí en 1796, con ocasión de la llegada de Carlos IV, y otra vez la devolvieron a su sitio, en el mismo año. Vuelta a llevarla a aquel convento, en 1816, por la venida de Dª María Isabel de Braganza, y vuelta a restituirla a la placeta de la Cerrajería, en 1817. Corrieron los años, parecía que estaba segura en su puesto, y en 1840 retorna a las Mínimas, no porque entrasen o saliesen reyes, sino porque había llegado la hora de dar en tierra con las cruces y los retablos que en las vías públicas se ostentaban. De las Mínimas la trasladaron al Museo de Bellas Artes, y recientemente la han colocado sobre la tierra en que yacen las cenizas de Murillo».
El convento de Consolación, de monjas mínimas, se hallaba al lado de la cruz de la Cerrajería, en el lugar en el que durante muchos años ocupó el Teatro y luego Cine Llorens. Cuando en 1918 se quiso dar nueva fisonomía a la plaza de Santa Cruz, con proyecto del arquitecto Juan Talavera, se pensó en la cruz de la Cerrajería. La Academia de Bellas Artes dio su conformidad el 20 de junio de 1918 para su traslado y desde entonces pueden contemplarse en esta recoleta plaza, que fue mezquita, parroquia de Santa Cruz y descanso del genial Murillo, las volutas, cogollos, hojas, lazos y roleos de esta bella Cruz de la Cerrajería.
Esta cruz ha quedado, otras desaparecieron a mediados del siglo pasado, por la política municipal del bienio progresista (1854-56) de eliminar de las calles sevillanas cruces y retablos. Lo recuerda también Luis Montoto:
«Muchas se levantaron en calles y plazas, y desaparecieron a los embates de la tromba que por aquí pasó. En mi niñez, aún quedaban algunas en pilares y paredes; hasta que en 1855 el Municipio acordó quitarlas de la vía pública y recluirlas en los templos. Entre otras que vi, se contaban la de la Alfalfa, en el pilar de una fuente; tres de madera, adosadas a la pared, en la calle de las Cruces; las de las calles Ancha de San Bernardo, Humeros, Linos, Ancha de la Feria y la Macarena, y las de la Plaza del Consulado, San Jacinto, Puerta de Triana y Prado de San Sebastián, colocadas en sendos pilares. Al año siguiente, en 1856, muchos vecinos de la ciudad acudieron al Municipio, por conducto del Sr. Gobernador Eclesiástico, en súplica de que las devolviese a los lugares en que estuvieron. El Alcalde, a quien la solicitud pareció de perlas, protestó de su celo religioso, y el Cabildo acordó... que estaba bien mandado lo mandado en 1855».

jueves, 16 de junio de 2016

Don Fernando Melgarejo, alias Barrabás

El veinticuatro de Sevilla (regidor o concejal) don Fernando Melgarejo, hombre de buenos ducados, alta alcurnia y peor mala leche, por lo que recibió el mote popular de Barrabás, estaba casado con doña Luisa Maldonado, señora de tan alta alcurnia como su marido.
Pero hete aquí que el veinticuatro don Fernando Melgarejo se enamoró de una joven sevillana, menos aburrida que su esposa, llamada doña Dorotea Sandoval, que correspondió a sus amores. Doña Dorotea se hallaba también casada con un sujeto cuyo nombre, por insignificante cornudo, no ha pasado a la historia.
Con el asentimiento de este marido, gurrumino y consentido cabrón, don Fernando Melgarejo fuese a vivir con la dama de sus amores. Se cuenta en una Relación transcrita que el marido era de «tan mansa y conten­tadísima condición» que no le importaba, es más, le placía el ayuntamiento de su esposa con el veinticuatro de Sevilla don Fernando Melgarejo, alias Barrabás.
Pasaron los años y «doña Dorotea estaba tan casada con don Fernando en el envés de la Iglesia como con su marido en el haz». Como este escándalo no podía continuar en una ciudad como Sevilla, intervinieron los alcaldes del Crimen de la Audiencia, que desterraron a doña Dorotea. Por poco tiempo. Las influencias de don Fernando Melgarejo, alias Barrabás, eran muchas, y logró la vuelta de la entretenida.
Y así iban las cosas cuando un día don Fernando Melgarejo, alias Barrabás, observó algo que le puso de mil demonios. Doña Dorotea de Sandoval fue sorprendida en el balcón haciéndose señas y carantoñas con un estudiante que se hallaba en el balcón de enfrente.
Don Fernando Melgarejo sacó su mala uva y zurró una buena paliza a la amante, mientras el pacato de su marido le decía:
–Dorotea, ¡cuántas veces te dije que no te asomases a la ventana! ¡Mira que el señor don Fernando ha de venir a saberlo y ha de costarte muy caro!
Dirigiéndose a don Fernando, el marido cornudo le repetía:
–Señor don Fernando, prometo a usted que tiene menos culpa Dorotea de lo que le han a usted encarecido.
Y prometía a don Fernando Melgarejo, alias Barrabás, que él cuidaría que de ahora en adelante su esposa no se asomase al balcón.
La amante apaleada, en su despecho por la paliza recibida, se refugió en un convento. Pero el marido logró que volviese a casa.
Sin otras peripecias que se sepan, murió doña Dorotea de Sandoval el 16 de junio de 1627 (hoy hace de ello 389 años), con gran pesar de don Fernando Melgarejo, alias Barrabás, que mandó celebrar misas en todos los templos de Sevilla por su querida «esposa».

viernes, 10 de junio de 2016

El rey, «loco» por unos días. ¡Vivan las caenas!

Desde el 10 de abril de 1823, en que hizo su entrada, escoltado por dos batallones de la milicia de Madrid, el rey Fernando VII se encuentra en Sevilla, huyendo de los franceses que él había llamado y venían en su seguimiento.
Lo de huir de los franceses es una ironía. Más bien habría que decir que Fernando VII se hallaba en Sevilla prisionero de su Corte. Vida holgazana en el Alcázar, a la espera de que el duque de Angulema, su primo Luis Antonio de Artois, le libere con sus Cien Mil Hijos de San Luis.
El rey entró en nuestra ciudad en tránsito «silencioso y frío», en expresión de Guichot, «de parte de unos, por recelosas prevenciones contra la sinceridad de Fernando VII, y de otros, por temor de que cualquier manifestación de entusiasmo fuese interpretada en sentido absolutista». Fue un recibimiento oficial, ajeno el vecindario a la llegada de tan ilustre visitante. Las Cortes entraron al día siguiente, 11 de abril. El Ayuntamiento las recibió en la Cruz del Campo y acompañó hasta el colegio de San Hermenegildo, donde se había habilitado el salón de sesiones.

Fernando VII, «loco» por unos días.

A fines de mayo llegó la noticia de que Madrid había sido tomada por el duque de Angulema y establecido en ella una Regencia que gobierna en ausencia del rey.
Cuando el ejército francés se acerca a Sevilla, el gobierno decide trasladarse con el rey y las Cortes a Cádiz. Pero en ese momento Fernando VII se niega a moverse de Sevilla.
–Si bien como particular no hallo inconveniente en la partida, como rey no me lo permite mi conciencia.
Las Cortes, reunidas en sesión permanente en San Hermenegildo, se quedaron atónitas ante la negativa regia. Fue Alcalá Galiano quien encontró la solución mágica. Como un rey no puede ser traidor y Fernando VII da muestras de serlo, lo mejor será declararlo loco. Y propuso en las Cortes, cuenta Pérez Galdós en Los cien mil hijos de San Luis, «la hazaña más revolucionaria que registran nuestros anales». «Alcalá Galiano era tan feo y tan elocuente como Mirabeau. Su figura, bien poco académica, y su cara, no semejante a la de Antinoo, se embellecían con la virtud de un talismán prodigioso: la palabra. Le pasaba lo contrario que a muchas personas de admirable hermosura, las cuales se vuelven feas desde que abren la boca. Aquel día, el joven diputado andaluz había tomado por su cuenta el llevar adelante la hazaña más revolucionaria que registran nuestros anales».
Subió a la tribuna de oradores y dijo:
–No queriendo su Majestad ponerse en salvo y pareciendo a primera vista que su Majestad quiere ser presa de los enemigos de la Patria, su Majestad no puede estar en pleno uso de su razón. Es preciso, pues, considerarle en un estado de delirio momentáneo, en una especie de letargo pasajero...
«Estas palabras –comenta Pérez Galdós– compendiaban todo el plan de las Cortes. Un Rey constitucional que quiere entregarse al extranjero está forzosamente loco. La Nación lo declara así, y se pasa sin Rey durante el tiempo que necesita para obrar con libertad. ¡Singular decapitación aquella! Hay distintas maneras de cortar la cabeza, y es forzoso que la adoptada por los liberales españoles tiene cierta grandeza moral y filosófica digna de admiración. «Antes que arrancar de los hombros una cabeza que no se puede volver a poner en ellos –dijeron–, arranquémosle el juicio, y, tomándonos la autoridad Real, la persona jurídica, podremos devolverlas cuando nos hagan falta».
Alcalá Galiano invocó el artículo 187 de la Constitución, que venía a decir: cuando se considere al rey imposibilitado moralmente para ejercer las funciones del Poder ejecutivo se nombre una Regencia.
Declarado el rey oficialmente «loco», se formó una Regencia formada por Cayetano Valdés, Gabriel Ciscar y Gaspar Vigodet. Y salieron todos de Sevilla en la tarde del día siguiente, 12 de junio, camino de Cádiz: rey y familia real, Regencia y Cortes. Cuando llegaron a San Fernando el día 15, los regentes anunciaron al rey que habían cesado en su Regencia. Fernando VII exclamó irónico:
–¡Hola! ¿Conque ya no estoy loco? Bien está.
Libre Sevilla de la Corte, se vio envuelta en uno de esos días aciagos y negros de su historia. Aquel 13 de junio, día de San Antonio, pesa en los anales sevillanos como una ciudad sin ley, ausentes las autoridades, abandonada la plaza por el ejército y la milicia local. Se colaron por sus puertas gentes de mal vivir y se armó la marimorena. Una plebe desenfrenada comenzó a afluir hacia el centro de la ciudad desde los arrabales de Triana, los Humeros, San Roque y Macarena, con gritos de vivas y mueras. ¡Vivan las caenas! ¡Muera la Nación! ha pasado a la historia como grito oficial de aquel aciago día.
«En la plaza de San Francisco, aquella plebe desenfrenada rompió la lápida constitucional, a la vez que, guiada por hombres que buscaban su fortuna en el robo y saqueo, invadió los muelles de los Remedios y de la Torre del Oro, que fueron teatro principal de aquellas escenas de vandalismo. Allí, penetrando a viva fuerza en los barcos de pasaje y carga, que contenían los equipajes de los personajes que acompañaban al Rey en su viaje a Cádiz, rompieron cofres y maletas, abrie­ron fardos y bultos pertenecientes a particulares y a la Real Hacienda, que estaban embarcados o en vías de embarque, y maltrataron sin piedad a las señoras y niños de las familias que esperaban el momento de la partida, los unos para Cádiz, los otros para la emigración al extranjero. La barbarie de aquella plebe soez llegó al extremo de lastimar las orejas a las señoras al quitarles los pendientes de algún valor, o dislocarles los huesos de los dedos cuando no salían con facilidad las sortijas que llevaban puestas. Diose el caso inaudito de ahogarse algunos de aquellos cafres, que, habiéndose atado los pantalones por los tobillos y llenádolos de pesos duros, se arrojaron al agua para ganar nadando la orilla opuesta, se fueron a fondo como galápagos de plomo. Iguales escenas de brutal salvajismo tuvieron lugar en varias ca­sas y establecimientos públicos y particulares de la Ciudad. Mas como aquellas enfurecidas turbas temieran que la impunidad que les ofrecían las críticas circunstancias del momento no fuera de larga duración, pensaron los caudillos que las dirigían en buscar armas para resistir a quien intentase ponerles freno: y noticiosos de que las encontrarían en abundancia en la casa de la Inquisición, donde estaban almacenados los fusiles y municiones del armamento de la Milicia movilizada de la Capital y pueblos de su distrito, acudieron en confusa muchedumbre al citado edificio, que cercaron, y cuyas puertas rompieron en la tarde del 13 de Junio, día de San Antonio de Padua, penetrando atropelladamente en sus departamentos, con propósito de saquearlos» (Guichot).
¿Qué ocurrió entonces?
Eran las cuatro de la tarde cuando allanaron el edificio de la Inquisición, situado en la Alameda de Hércules. De pronto, una detonación apocalíptica, «como la de cien cañones disparados a un tiempo», pobló el cielo de un resplandor rojizo y una nube inmensa de negro humo. «Percibíase un olor a sangre que embriagaba a aquellas hienas y causaba mortal congoja al pacífico vecindario... De improviso sonó una espantosa detonación, seguida de un resplandor rojizo, que desapareció entre densas columnas de humo... Luego comenzaron a caer en los alrededores de la Alameda de Hércules, sobre los tejados y azoteas de las casas inmediatas y en las calles adyacentes, escombros ennegrecidos y humanos despojos calcinados... El edificio entero y la muchedumbre de desgraciados que lo habían invadido, acababan de volar hechos pedazos a impulso de unos cuantos barriles de pólvora que se habían inflamado; no se sabe si por obra de misteriosa mano, o por ignorancia y temeridad de los sediciosos, que los desfondaron para repartirse la pólvora».
Tres días más tarde, 16 de junio, hizo su entrada en Sevilla el general López Baños con su división. Los franceses llegaron el 20 y el vecindario sevillano comenzó a resollar y a reponerse del miedo sufrido al pillaje y a la muerte.

lunes, 6 de junio de 2016

Pragmáticas contra los gitanos

Hace unos días me encontré con un viejo amigo, que hacía tiempo no lo veía y ha pasado por un mal trago de una operación difícil, felizmente superada. Me refiero a Emilio Calderón, sacerdote sevillano, toda una vida dedicada a la pastoral del pueblo gitano. Y en su honor, escribo estas líneas de un mundo que él bien conoce.
El rey Fernando VI, que reinó en España de 1746 a 1759, dictó una orden por la que pretendía la separación de la familia gitana, los hombres enviados a trabajar en las obras públicas, las mujeres, ancianos y niños recluidos en los hospicios.


Esta real orden se ejecutó en Sevilla, a su manera, el 31 de julio de 1749. A eso del mediodía fueron cerradas las puertas de la ciudad, excepto las de la Carne y del Arenal. Todos los caminos estaban tomados por la tropa dirigida por el capitán general, que comunicó al Asistente de la ciudad la orden real recibida. Se publicó un bando con penas de confiscación de bienes y de castigo para los que los encubriesen y sin más dilación se comenzó la caza y captura de los gitanos de la ciudad. Si se resistían o trataban de huir, había orden de disparar. De hecho, murieron aquel día tres gitanos que escapaban por el camino de la Cartuja.
Días más tarde, 6 de agosto, unos trescientos gitanos fueron embarcados en la Carraca y, con otros cuatrocientos venidos de otros lugares, trasladados a Cádiz. Las mujeres y niños menores de siete años fueron conducidos en carros a Málaga. Mientras, otras mujeres gitanas, traídas de otros lugares, ocupaban sitio en las prisiones de Sevilla.
–El mal tratamiento que los ministros de justicia hacían a estos infelices, sus continuas y eficaces plegarias, y el ser comprendidos en la orden muchos que vivían en buena opinión y aún estimados, dieron materia a otras representaciones, que al fin alcanzaron la mitigación de aquella orden general; y tomados los informes de los curas, y otros igualmente secretos, fueron restituidos los que acreditaron su buena conducta, quedando en su fuerza y vigor para los vagantes y gentes sin modo de vivir conocido, confirmando igualmente la real orden que contra estas gentes expidió el rey D. Felipe V. (Matute).
Se comenzó a dar marcha atrás. Una real orden de 14 de septiembre suspendía las prisiones y venta de sus bienes. Otra de 28 de octubre incidía en lo mismo. El 6 de diciembre «empezaron a entrar en Sevilla las gitanas que habían sido conducidas a Málaga, a las que siguieron los gitanos el 27, y unos y otros bien quebrantados de lo que habían sufrido».
Es este un ejemplo del sufrimiento de este pueblo indomable que asomó por nuestras tierras a mediados del siglo XV.
Entre 1500 y 1750, fecha que historiamos, se conocen unas 150 disposiciones contra los gitanos en los países de Europa. No somos sólo nosotros. En el año 1500, en la Dieta de Habsburgo, el emperador Maximiliano I los acusa de espías de los turcos y los expulsa de Alemania. En 1514 son expulsados de Ginebra. En 1531, Enrique VIII de Inglaterra ordena que los «gypsies» sean perseguidos como ladrones y vagabundos si en el plazo de un mes no abandonan el reino. En 1539, Francia ordena la expulsión y la pena de muerte. En 1557, la Dieta de Polonia propone su expulsión. En 1561, la Asamblea de Orleans ordena el exterminio de los gitanos. En 1563 los persigue la reina Isabel de Inglaterra. En 1568, el papa Pío V los expulsa de los Estados Pontificios. En 1662 son expulsados de Suecia... Etcétera.
En España, la primera pragmática real viene dada por los Reyes Católicos en 1499. Ordenan que fijen su residencia en una población y tomen oficio. «Los egipcianos y caldereros extranjeros, durante los sesenta días siguientes al pregón, tomen asiento en los lugares y sirvan a señor que les dé lo que hubieren menester y no vaguen juntos por los reinos..., so pena de cien azotes y destierro perpetuo la primera vez, y de que les corten las orejas y estén sesenta días en la cadena y los tornen a desterrar la segunda vez que fueren hallados».
Carlos V renovó la pragmática de sus abuelos en las cortes de Toledo de 1525 y en las de Madrid de 1528 y 1534. Felipe III promulgó en Belén (Portugal) una cédula de 28 de junio de 1619 en la que ordenaba que todos los gitanos que se hallaren en su reino salgan en el término de seis meses y no vuelvan bajo pena de muerte. Felipe IV reiteró en 1633 la disposición anterior de su padre. Felipe V los expulsó de Madrid en 1726...
Todo inútil. El pueblo gitano sobrevivía a todos los avatares. Fue Carlos III, rey ilustrado, en una pragmática de 1783, quien primero los trató como ciudadanos con iguales derechos y obligaciones. El primer punto de la pragmática rezaba así: «Declaro que los que se llaman y dicen gitanos no lo son por origen ni por naturaleza ni provienen de raza inferior alguna».
Más bien, según cuentan ellos, gozan del privilegio de raza superior. Refieren en sus leyendas que Dios ensayó la hechura del hombre con tres cocimientos de horno. Al primero, hecho del barro, lo coció demasiado y de él salieron los negros. Al segundo, lo coció poco y he ahí los blancos. Al tercero lo coció en su punto y surgieron los gitanos.

viernes, 3 de junio de 2016

Juan Grande, el santo patrono de Jerez

Hoy, 3 de junio, es la festividad de san Juan Grande, patrono de la diócesis de Jerez. Natural de Carmona, nacido el 6 de marzo de 1546, se decía Juan Pecador, que así se puso de muy joven cuando se retiró a una ermita cercana a Marchena. Pero enseguida marchó a Jerez, y en dicha ciudad hizo todo su apostolado. Tras la firma de Juan Pecador solía añadir esta coletilla: «El pobrecillo esclavo de los pobres de Cristo». Y lo fue en verdad, en Jerez de la Frontera, durante casi toda su vida: una vida dedicada a la hospitalidad.


De mediana estatura, algo grueso, rostro redondeado, colorado y blanco, si bien curtido por las penitencias, los ojos garzos y pintados, el color del pelo en cabeza algo rojo y su semblante agradable, caminaba Juan Grande, los pies descalzos, vestido con una túnica y sobre ella el escapulario de la hospitalidad, la capacha al hombro y el báculo en la mano, por las calles de Jerez, repitiendo la cantinela:
–Hermanos, haced bien para vosotros mismos.
Fue amigo de todos, de los grandes y de los pequeños, que bajo esta apariencia rústica y austera se hallaba una personalidad simpática y entrante con todos. Que ha habido dos jerezanos que a finales del siglo XIX tuvieron la paciencia de revisar todos los libros de bautismo de las parroquias de Jerez y encontrar la larga lista de 140 ahijados de Juan Pecador.
Pero si tuvo amigos, también enemigos. Entre ellos, el nuevo corregidor que apareció por Jerez. Al ver pasar a Juan Pecador se mofó de él delante de unos amigos diciendo que tenía ganas de cogerle en alguna cosa para darle cien azotes, por embustero y no sé cuántas cosas más. El corregidor cayó enfermo de gravedad y Juan Pecador, sabiendo lo que pensaba de él, fue a visitarle. Le dijo:
–Hermano corregidor, confíe en Dios. Para tal día estará bueno y acudirá a la procesión de San Francisco.
Efectivamente, así fue. El corregidor sanó gracias a la intercesión de Juan Pecador.
Comenzó en Jerez con el cuidado de los presos pobres de la cárcel real. Se hizo cargo posteriormente de un pequeño hospital de Ntra. Sra. de los Remedios en la Puerta Real. Los cofrades de Letrán le ofrecieron hacerse cargo de su albergue, que sostuvo hasta 1572 en que obtuvo licencia de los cofrades para construir un nuevo hospital bajo la advocación de Ntra. Sra. de la Candelaria, que rigió como administrador vitalicio hasta su muerte.
Dos años más tarde, en 1574, conoció en Granada la obra de los Hermanos de San Juan de Dios y se unió a ellos. Acogió sus reglas y las aplicó al hospital por él fundado en Jerez.
 Su última gran obra fue la donación de su vida. Murió en el año 1600. Había una terrible epidemia de peste bubónica en Jerez. Juan multiplicó hasta la extenuación sus esfuerzos hospitalarios con los enfermos. Ofreció su vida por salvar la ciudad y murió contagiado. El 3 de junio –hoy se cumplen cuatrocientos dieciséis años– es hallado en su celda abrazado a la cruz. Al día siguiente, fue enterrado sin pompa alguna en el corral del hospital. Un año más tarde, en 1601, sus restos fueron trasladados a la iglesia del hospital y en 1630 comenzó su causa de beatificación.
Juan Grande, el «pobrecillo esclavo de los pobres de Cristo», fue declarado venerable en 1775 por Pío VI, beatificado en 1853 por Pío IX y canonizado por Juan Pablo II el 2 de junio de 1996. En 1986, fue proclamado Patrón de la nueva Diócesis de Asidonia-Jerez. Sus restos son venerados en el Santuario Diocesano San Juan Grande, en Jerez, en el hospital de La Orden Hospitalaria de San Juan de Dios de su mismo nombre.