jueves, 25 de abril de 2019

Julio César y Sevilla


Julio César avistó por primera vez la ciudad de Sevilla –llamada en la época romana Híspalis– en el año 68 a.C., cuando vino a la península como cuestor del pretor Antistio Tuberon. Tenía 32 años y unas ambiciones ya en ciernes de poder. Cuenta Suetorio, en Vida de los Doce Césares, que, al visitar en Cádiz el templo de Hércules y contemplar la estatua de Alejandro Magno, se lamentó:
–A la edad en que Alejandro conquistó el mundo, yo sigo siendo un desconocido.
Pasarán unos años y este oscuro cuestor que por primera vez ha pisado suelo hispano llegará a sentar las bases de la hegemonía de Roma sobre el mundo. En Sevilla dejó también la impronta de su genio político y militar.
En la Alameda de Hércules, sobre dos columnas romanas que el conde de Barajas hizo trasladar en 1578 desde su emplazamiento de la calle Mármoles, se halla su estatua junto a la de Hércules, obras de Diego de Pesquera. Hércules como fundador de la ciudad, según viejas leyendas, y Julio César como restaurador de Híspalis, que la convirtió en su capital, conventus juridicus, o ciudad tribunalicia, dándole el título de Julia Romula, derivando Julia de su nombre propio y Rómula, o sea Roma la Chica, por el de Roma.


Hércules y Julio César, en la Alameda de Hércules, Sevilla

Ambos personajes, uno mitológico, otro histórico, se hallan grabados en la historia primigenia de Sevilla. En la antigua puerta de Jerez, en un mármol blanco se podía leer:

Hércules me edificó.
Julio César me cercó
de muros y torres altas.
Y el Rey Santo me ganó
con Garci Pérez de Vargas.

Esas dos columnas de la Alameda –sigamos la leyenda– formaban parte de aquellas seis columnas plantadas por Hércules sobre las que sobrepuso un mármol con este vaticinio:
«Aquí será poblada la gran ciudad».
San Isidoro, que conoció la Sevilla romana, prescindió de Hércules en sus Etimologías y dio toda la gloria a Julio César, cuando en el capítulo XVI trata del origen de algunas ciudades famosas y de sus fundadores. «Julio César fue el fundador de Híspalis, a la que dio el nombre de Julia Rómula haciéndolo derivar del suyo y del de Roma. Debe su denominación de Híspalis al lugar en que fue emplazada, porque se levantó sobre un suelo palustre, sostenida por maderos fijos en el fondo de las aguas, para que no se hundiera en aquel terreno resbaladizo e inestable».
Los autores modernos no están de acuerdo en ratificar la opinión de san Isidoro de que Híspalis (his palis = con estos maderos) se haya formado la etimología de Sevilla. Y mucho menos que fuera fundación de Julio César, cuando tiene existencia anterior.
Esta idea fundacional de César pasó a los escritores árabes y a las crónicas medievales cristianas. Por ejemplo, Ibn Galib no hace otra cosa que glosar el texto de san Isidoro: «Dícese que la construyó Julio César y le dio su propio nombre y el de Roma llamándola Rómula Julia. La etimología de Sevilla es: ‘fundada sobre un terreno pantanoso’. Y desecó [César] un lugar en el río Guadalquivir y fundó en él la ciudad. La rodeó de murallas de piedra dura y construyó en medio de ella dos pilares de sólida y maravillosa construcción que fueron llamados los Dos Hermanos».
De hecho, cuando Julio César avistó Sevilla por última vez, en el año 45 a.C., después de la célebre batalla de Munda, que tuvo lugar el 17 de marzo de ese año, donde acabó la guerra civil sostenida con los hijos de Pompeyo, se encontró con una ciudad amurallada (oppidum en latín).
La batalla de Munda, lugar de imprecisa localización, Montilla o cercanías de Osuna tal vez, fue descrita por un soldado de César, autor de la historia anónima Bellum Hispaniense. La victoria se inclinó de parte de César. De allí marchó a Córdoba, de la que se apoderó tras una cruel carnicería. Y puso rumbo a Sevilla, episodio que es descrito así por el autor de La Guerra Hispaniense:
–Cuando César se dirigía a Sevilla, vinieron a él legados para suplicar perdón. Y tan pronto llegó junto a la ciudadela, hizo entrar al legado Caninio con una guarnición, mientras que él instala su campa­mento en las proximidades de la ciudad. Había dentro un nutrido número de partidarios pom­peyanos que estaba indignado por haberse acep­tado la guarnición a escondidas de un cierto Fi­lón, aquel que había sido acérrimo defensor del partido de Pompeyo. Era en toda Lusitania muy conocido. Este, burlando los puestos de guardia, marcha a Lusitania y se encuentra en Lenio con Cecilio Nigro, un hombre bárbaro, que disponía de una considerable tropa de lusitanos. Se in­troduce de nuevo en la ciudad hispalense, de no­che y por la muralla: a la guarnición y a los cen­tinelas degüellan, cierran las puertas y comenza­ron la defensa como al principio... Los lusitanos en ningún momen­to dejaban de resistir en Sevilla. De lo cual César se dio cuenta y temió que, si se empeñaba en to­mar la ciudad, aquellos hombres, desesperados, la incendiarían y demolerían sus fortificaciones. Y así, tomado consejo, permite que los lusitanos realizaran de noche una salida, lo que no juzga­ban que fuera hecho a propósito. De este modo irrumpen sobre las naves que había en el río Be­tis y les prenden fuego. Y mientras los nuestros se ocupan del incendio, aquéllos huyen pero son muertos por la caballería. Hecho lo cual y recu­perada la ciudad, comienza el camino hacia As­ta.
Y de ahí hacia Carteya, en persecución de Cneo Pompeyo. Cneo, herido en un hombro y con una torcedura en su pierna izquierda, fue cazado por los soldados de César en una cueva. Allí mismo le mataron y su cabeza fue llevada a Sevilla para ser expuesta (12 de abril).
César, tras este resonante triunfo sobre los hijos de Pompeyo, tiene la vía expedita hacia Roma, convertido en dueño y señor del Imperio Romano. Pero una conjuración, al frente de la cual se hallaba Marco Junio Bruto y Cayo Cassio Longino, acabó con su vida en el mismo Senado, un año después de Munda, 15 de marzo del año 44, atravesado por 23 puñaladas. Su cuerpo cayó bajo la estatua de su rival Pompeyo.

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