jueves, 26 de septiembre de 2019

La Cabeza del Rey Don Pedro


¿Qué sevillano, si cruza
de la noche en el silencio
las mezquinas callejuelas,
llenos de calma y misterio,
de la antigua judería,
o del barrio macareno,
o si al Alcázar se acerca,
o a calle del Candilejo,
no mira vagar la sombra
del rey don Pedro el primero?
...
Y calles, jardines, plazas,
iglesias y monasterios,
todo en Sevilla repite
el nombre del rey don Pedro.
Dejó aquí tantas memorias,
tan indelebles recuerdos,
que él estará entre nosotros
más vivo cuanto más muerto.
  


Este romance de Cano y Cueto refleja el afecto que la Sevilla romántica del XIX tributó a don Pedro I el Cruel. Para Sevilla no es el Cruel, sino el Justiciero, como le bautizara Felipe II.
¿Cómo era el rey don Pedro?
En descripción de López de Ayala, siendo Pedro I noble entre los nobles, no podía ser menos que «blanco e rubio». Lástima que «ceceaba un poco en la fabla» y le sonaban las canillas. Pero era parco en el dormir, parco en el comer, y amante de mujeres.
Dos características predominaban en Pedro I: su cruel­dad y su lascivia. De ambas cosas dio sobradas muestras, a pesar de que los románticos sevillanos nos quieran presentar la imagen de un Pedro I tan severamente justiciero como caballeroso con las damas.
No nos hallamos ante un rey normal. «Ser rey y ser rey en la Edad Media –cuenta el doctor Gonzalo Moya, que en 1968 realizó un estudio médico de los restos de rey don Pedro, que se hayan en la cripta de la Capilla Real de la Catedral de Sevilla– constituía una pé­sima condición para que un paralítico cerebral fuera ‘domesticado’, como dice con extraordinaria perspicacia Saa­vedra Fajardo. Esta mezcla inextricable de impulsividad, inestabilidad emocional, violencia, indiferencia y abulia no es propia de un individuo normal. Por ello, creemos que ha­bría que llamar a Pedro I el loco y no el cruel; merece el primer epíteto con más justicia todavía que el segundo y desde luego con más razón que la pobre doña Juana, la hija de los Reyes Católicos».
Definitivamente, no fue un rey normal... su desequilibrio mental, causa de la crueldad que manifestó a lo largo de su reinado, le su­puso el calificativo de Cruel, con el que ha pasado a la historia.
Pero Sevilla lo quiere, amorosamente, enfermizamente. Y lo recuerda con sus leyendas impresas en las piedras del Alcázar y calles de la ciudad. Una de las más populares, recordada con una hornacina y una calle en el nomenclátor de Sevilla, es ésta.
Érase una vez... Hay que comenzar así, que de leyenda se trata. Érase una vez allá por los años de mediados del siglo XIV, cuando el rey don Pedro, embozado en su capa, salió ya anochecido del Alcázar a corretear por Sevilla... Que lo cuente la Crónica de don Juan de Castro, obispo de Jaén, que esta leyenda tiene hondas raíces de verdad histórica. Salió el rey una noche del Alcázar de Sevilla y mató a un hombre en los Cinco Can­tillos. Al ruido de las cuchilladas, una vieja sacó un candil y vio la riña. Al día siguiente, Domingo Cerón, alcalde del rey, fue a averiguar la muerte y halló que el rey había hecho el homicidio por la información de la vieja, que dijo había conocido al rey porque le crujían las rodillas como nueces, y este ruido hacía el rey cuando andaba, y era conocido por ello. Domingo Cerón volvió al Alcázar, se sentó en la silla del juicio que estaba a la puerta, y esperó con la vara en la mano a que el rey saliese a misa a Santa María (la Catedral), y al salir hizo reverencia al rey y humilló la vara. El rey le dijo:
–¿Cómo estáis despacio, aviendome dicho los malos fechos y muerte que avido esta noche? Domingo Ceron dijo: ya está todo averiguado, y el matador no a fuido, que está presente. Preguntó el Rey: –Quien es que yo le faré quitar la cabeza y ponella en el lugar de la muerte. Domingo Ceron se echó a sus pies y le dijo: Vtra. Sª. a dado la sentencia, mas yo porné una cabeza de mi fijo Martin Ceron por la de Vtra. Señoría. El Rey dio por bien averiguada la causa y mandó poner su cabeza en lugar que llaman Candilejo y Domingo Ceron colgó la vara a la puerta de las Capillas reales por aver tenido al Rey en su juiçio.»
En el lugar del suceso, una estatua de medio cuerpo recuerda todavía, junto al nombre de la calle, el curioso lance que sostuvo don Pedro el Cruel en noche sevillana con otro caballero y el descubrimiento por la vieja del candil al oírle sonar las canillas al rey. Aparece el monarca de medio cuerpo, coronado, con armadura y manto real, su diestra empuña un cetro que se apoya sobre su pecho y la izquierda descansa sobre su espada. Fue colocada por el Ayuntamiento de la ciudad el 26 de septiembre de 1608, sustituyendo a una cabeza de barro, que el duque de Alcalá adquirió al dueño de aquella casa, que la tenía arrumbada en un rincón de la casa. El duque la tuvo «por verdadera efigie del rey don Pedro o muy parecida». «Y repitiendo las señas de la cabeza dezia que juzgaba era de barro cocida y pintada con el pelo corto, que solo le cubria el cuello, cortado alrededor y cercenado por la frente como entonces se usaba, sin bigotes ni barbas, el rostro algo abultado, y en la cabeza un bonete redondo, trage de aquel tiempo», según se lee en un manuscrito antiguo de la Biblioteca Colombina, transcrito por Gestoso. Esta cabeza, la primitiva, la originaria, se custodia en la Casa de Pilatos.

domingo, 22 de septiembre de 2019

La Septembrina llega a Sevilla. Expulsión de jesuitas y filipenses


En Cádiz, al grito de «¡Viva España con honra!», se ha sublevado un puñado de generales encabezados por Prim y el duque de la Torre. El movimiento se extiende rápidamente a Sevilla y otras ciudades. La reina Isabel II, que se encuentra en Lequeitio desde hacía un mes, tomando sus baños y disfrutando divertidas veladas en el suntuoso palacio de Uribarren, marcha en tren a San Sebastián. González Bravo le presenta su dimisión. La reina se lo acepta, ya qué más da. Unos la empujan a que se dirija a Madrid y tome contacto con su pueblo. Otros que aguarde acontecimientos. Pretende ir a Madrid, pero con Marfori, su favorito del momento. La disuaden de este gesto antipolítico. En estas vacilaciones ocurre la batalla de Alcolea, a las afueras de Córdoba. Vencen los revolucionarios que cuentan con el camino expedito hacia Madrid. A la reina sólo le queda un camino: el destierro a Francia. El 30 de septiembre de 1868 toma el tren y se larga con su camarilla.
–Adiós, mujer de York, la de los tristes destinos.
Esta frase de Aparisi Guijarro hará fortuna. La reina se va llorosa, pero aquí queda España.
Los gritos de Cádiz resonaron en Sevilla en la mañana del 19 de septiembre. Los cafés de la calle Sierpes despedían tufillos de rumores revolucionarios.
A las tres de la tarde, el segundo general Izquierdo, a la cabeza de los cuerpos de infantería, se pronunció a favor de la revolución. Se apoderó del capitán gene­ral que no opuso resistencia. La tropa se echó a la calle y confraternizó con el pueblo. Algarabía y tambores. Esa misma tarde se procedió al nombramiento de una junta revolucionaria.
El manifiesto que lanzaron hablaba de: sufragio universal y libre; libertad absoluta de imprenta, de enseñanza y de cultos; aboli­ción de la pena de muerte; seguridad individual; inviolabilidad del domicilio y de la correspondencia; abolición de la Constitu­ción y su sustitución provisional por la que decretaron las Cortes Constituyentes de 1856, con supresión del artículo concerniente a la religión del Estado y del título de la Monarquía y reglas de sucesión a la Corona; abolición de las quintas y de las matrículas de mar, y organización del Ejército y de la Armada sobre la base del alistamiento voluntario; igualdad en la repartición de cargos públicos; unidad de fueros y supresión de todos los especiales, incluso el eclesiástico, y Cortes Constituyentes...
La turba está en la calle. Al día siguiente, domingo 20 de septiembre, la Junta revo­lucionaria comienza a despachar sus primeras disposiciones.
El martes 22, la Junta acuerda la expulsión de los jesuitas y filipenses y la incautación de los edificios que ocupan y los efectos en ellos contenidos. Para llevar­lo a cabo, nombran una comisión formada por los señores Pastor Hidalgo y Puente y Pellón.
Aquella noche, ante la imposibilidad de poder salvar nada del Oratorio, los filipenses decidieron retirar de la cripta los restos de los Padres difuntos. En el silencio de la noche, fueron trasladados en un carro a la bóveda de la vecina parroquia de San Pedro. La orden de la Junta es perentoria. El 23 por la tarde, todos los jesuitas y filipenses de la ciudad deberán subir a bordo de un vapor que los aguarda en el muelle. El vapor, río abajo, tomó aquella noche rumbo a Gibraltar. Dos días tardó el barco en bajar el Guadalquivir, salir a la mar y anclar en la bahía de Cádiz.
El cardenal de la Lastra, acurrucado en su palacio, no con­taba con buena salud: ¿Caerían las turbas sobre su palacio? El cardenal «era mucho de doña Isabel». ¿Desterrarían también al arzobispo? Acompañado en su miedo por la timidez de su vicario y provisor, don Ramón Mauri y Puig, el cardenal no levantó la voz y se avino a todos los desafueros de la Junta.
Comenzaron por San Felipe: llegó la piqueta y derribó el Oratorio en un periquete. El 5 de octubre, San Felipe se hallaba casi derruido. Sus cuadros pasaron al Museo, sus magníficos confesonarios a la catedral y parroquia del Salvador, la solería del templo y el órgano a la iglesia de la O de Triana. Y la pillería de los demoledores llevaron a sus casas lo que buenamente pu­dieron.
Al Oratorio siguió la destrucción del vecino convento de las Dueñas, y en lista se hallaban las Mínimas, Socorro, Santa Ana, San Leandro, Santa Isabel, Santa Inés... Unos para ser destruidos y otros para utilidades públicas. El trasiego de monjas de unos conventos a otros fue incesante. Todo se hacía en aras de la higiene pública y con el consentimiento silencioso de Su Eminencia.
A esta lista había que añadir el derribo de las parroquias de San Miguel, San Andrés, San Esteban y Omnium Sanctorum y retirar de las calles y plazas todas las efigies y re­tratos.
Quien levantó la voz fue la Comisión de Monumentos Históricos y Artísticos que pudo detener en parte la salvajada y el pillaje de los primeros momentos. Gracias a los desvelos de esta Comisión se pudieron salvar, excepto San Miguel, aquellos templos típicamente mudéjares y sus preciosas torres.

miércoles, 18 de septiembre de 2019

María de la Purísima visita la casa de Roma


Hoy, festividad de santa María de la Purísima, Hermana de la Cruz, quiero reseñar un momento de su vida.
Poco tiempo después de ser elegida Superiora General, año 1977, María de la Purísima marcha a Roma para la visita del convento romano de las Hermanas. Mejor dicho, del piso romano, Via del Pellegrino, 96, en el corazón de Roma, cuarto piso. (Hoy tienen dos pisos, cuarto y quinto, en un viejo edificio propiedad de la embajada española). Este convento de Roma, enclavado en una casa de vecinos, recibe al que llega con la cruz en la puerta y las fotos de la Macarena y de Sor Ángela de la Cruz. Y muchas macetas de aspidistras. Un rincón sevillano en la Roma eterna, y unas monjas aquellas, ay, qué estupendas, capitaneadas entonces por la superiora, que conocí, Hermana Loreto, una santa, en vida y en su muerte.


 Estando la Madre General en Roma, les dijo un día la misa el cardenal Pironio, que era el Prefecto de la Sagrada Congregación de religiosos. Y antes de la bendición final, se dirigió a María de la Purísima y le dijo:
–En nombre del Señor y del Santo Padre, no cambiéis, sed fieles a vuestro espíritu contemplativo, a vuestra austeridad, y a vuestro servicio a la Comunidad y a los pobres.
A María de la Purísima le tocó el alma estas palabras del cardenal.
–Me hizo mucha impresión –se dijo–, y renové mi propósito de luchar por mantener el espíritu de nuestro Instituto como Madre lo soñó.
Al llegar a Sevilla, María de la Purísima escribió a las Hermanas su segunda carta como Madre General. Y les contó la recomendación del cardenal Pironio, desglosando sus palabras.
Espíritu contemplativo…
–Madre quería que fuésemos contemplativas con la oración y activas por nuestro servi­cio a los pobres y demás ministerios. Esto nos exige una oración intensa que nos haga vivir una vida de fe profunda, y nos impida dejarnos asfixiar por las cosas materiales; para ello necesitamos intensificar nuestra oración, vida interior y el silencio. Tendemos a vivir una vida natural, dando más valor a las compensaciones humanas que a lo que nos hace adquirir méritos y nos ayuda a practicar virtudes. Deseo que llenemos de verdad nuestra vocación que con tanto entusiasmo abrazamos.
Austeridad…
–Al ver tantos Institutos que lamentan haber cedido y dado más amplitud de la que debieron, pienso que nosotras nos mantendremos en el camino recto si cada una sabe exigirse el cumplimiento de la Santa Regla que un día abrazamos con ilusión, y prometimos guardar fielmente. Este espíritu de austeridad nos distingue de otras Congregaciones, y nosotras nos gloriamos de él, pero si no nos sacrificamos por conservarlo acabaremos por perderlo.
Servicio a la Comunidad…
–Es costoso y requiere un gran espíritu sobrenatural, ya que somos muy distintas las que componemos las Comunidades, y tenemos que sacri­ficar continuamente nuestra manera de ser para que haya paz y unión.
Servicio a los pobres…
–Con respecto a los enfermos y necesitados, generalmente nos sacrificamos con generosidad, pero nos falta ese punto que Madre tanto nos decía: «considerarlos como a nuestros señores». Y... ¡qué paciencia se necesita en el trato con las niñas! y ¡cuánto espíritu sobrenatural para trabajar sin recompensa!
En conclusión…
–Piensen en la responsabilidad que todas tenemos de conservar el espíritu de Hermana de la Cruz. Recuerden lo que nuestro Padre Torres dijo a aquel señor que se quejaba con él de la austeridad de las Hermanas: «Quiten la penitencia a las Hermanas de la Cruz, y serán todo, menos Hermanas de la Cruz». Y también lo que dijo Madre a las novicias el año 1931 al cantarle unos versillos que decían al concluir: «Hasta el final de los tiempos durará la Institución». «Eso en vosotras está, si sois fieles al espíritu durará hasta el fin de los tiempos; pero si degeneráis y no viven para lo que Nuestro Señor la inspiró, no tendrá razón de ser, y podrá deshacerse como la sal en el agua».
Ya saben las Hermanas lo que piensa la Madre General.
–Nos gloriamos –les dice finalmente– de no haber cambiado, pero… preguntémonos sinceramente a nosotras mismas: ¿Somos como las primeras? ¿Tan pobres, tan austeras, tan sumisas? Es verdad que los tiempos han cambiado mucho, quizá diréis, pero las virtudes son las mismas, Dios no se muda. En este mes de mayo consagrado a la Santísima Virgen las animo a que trabajen en el espíritu sobrenatural, teniendo por «estiércol» –como dice san Pablo– todo lo que no sea Cristo, y Este, crucificado.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

La primera biblioteca pública de Sevilla


Se hallaba la corte de Felipe V en Sevilla cuando fue propuesto como obispo de Santiago de Cuba el agustino fray Gaspar Molina y Oviedo, que profesó en el convento de San Agustín de Sevilla y fue durante años profesor y regente de estudios en el colegio de San Acacio. Fue electo por Roma el 11 de septiembre de 1730 y consagrado obispo en el convento de San Agustín el 24 de febrero de 1731 por el arzobispo de Sevilla, Luis de Salcedo. Pero sin ir a la diócesis americana asignada, unos meses más tarde (18 junio 1731) es nombrado para la diócesis de Barcelona. Comisario General de Cruzada y presidente del Consejo de Castilla en 1733, rigió la diócesis de Málaga en 1734, ciudad que no pisó por encontrarse en Madrid ejerciendo los anteriores cargos. Creado cardenal por Clemente XII el 20 de diciembre de 1737, sin título, recibe el capelo de manos de Felipe V en la capilla real de Aranjuez el 17 de abril de 1738. Nacido en Mérida en 1679, murió en Madrid el 30 de agosto de 1744 y fue sepultado en la iglesia del convento de San Felipe el Real.


Colegio de San Acacio, hoy sede del Círculo de Labradores

Curioso bibliófilo, dejó una bien surtida biblioteca con preciosos manuscritos que prometió donar a la ciudad de Sevilla. Pero murió sin testar y se formó un litigio entre sus propios familiares, la orden agustiniana y el Ayuntamiento de Sevilla. Este argumentaba que el cardenal había manifestado en diversas ocasiones, ante testigos, su intención de donar su biblioteca al colegio de San Acacio de Sevilla para uso público de los sevillanos.
Publicada la sentencia, determinó que la biblioteca pasara de Madrid al colegio de San Acacio de Sevilla, «con la condición de que la Provincia y el Colegio se obligasen a labrar, dentro del año de la entrega, pieza competente para colocarla y exponerla al público, para beneficio de los literatos de la ciudad, todos los días del año, mañana y tarde, a excepción de las fiestas de precepto y Semana Santa».
El Ayuntamiento aportó mil ducados para el traslado de la biblioteca y quedó como patrono de la misma. En un local anejo al colegio de San Acacio, con puerta independiente que daba a la calle Triperas, abrió sus puertas a los lectores sevillanos la primera Biblioteca Pública de Sevilla el 6 de octubre de 1749. Su horario era en el período estival, de mayo a septiembre, de 7 a 11 de la mañana y de 4 de la tarde hasta el toque del Avemaría; en la época de invierno, de octubre a abril, de 8 a 12 de la mañana y de 3 de la tarde al toque del Avemaría. El bibliotecario fue siempre un fraile agustino que recibía una subvención del Ayuntamiento.
El Colegio agustino de San Acacio, que acogió la biblioteca del cardenal Molina, se ubicó primeramente junto a la Cruz del Campo, por donación testamentaria de una heredad y casa de doña Leonor de Virués, viuda de Gaspar Ruiz de Montoya, veinticuatro de la ciudad, fallecida en 1593. Al año siguiente ya estaba el Colegio disponible puesto que el 4 de abril de 1594 fue trasladado a él el Santísimo Sacramento en solemne procesión desde el convento de San Agustín. En 1633 cambió de lugar y se trasladó al sitio que ocupó definitivamente, en el cogollo de la ciudad, en la calle Sierpes, esquina hoy de Pedro Caravaca, el lugar ocupado hoy por el Círculo de Labradores. En él se colocó la copiosa y selecta biblioteca que dejó el cardenal Molina a la ciudad de Sevilla, aumentada posteriormente con otras aportaciones testamentarias. Biblioteca que estuvo abierta casi un siglo.
Tras la exclaustración de 1835 y la expulsión de los frailes de sus conventos, la Biblioteca Pública se cerró y el Colegio de San Acacio se convirtió en sede de la Academia de Bellas Artes y posteriormente en la Casa Correos. Los libros, trasladados a las Casas Consistoriales, pasaron en 1878 a la Universidad de Sevilla.

sábado, 7 de septiembre de 2019

Cardenal y torero: dos combonianos sevillanos


El comboniano Miguel Ángel Ayuso Guixot, misionero en Egipto y Sudán y aterrizado en el Vaticano como experto en el Islam para el papa Francisco, ha sido actualidad estos días pasados al ser nombrado cardenal. Algo de torero debe de llevar en su sangre al ser bautizado en la parroquia de San Bernardo, el barrio de los toreros, aunque luego de muy pequeño se trasladara con su familia al barrio de Heliopolis, donde pasó su infancia y juventud. Pero ha habido otro misionero comboniano sevillano, natural del pueblo de Paradas, que fue en sus años jóvenes torero: Juan Benjumea se llamaba, fallecido el 21 de septiembre del año pasado 2018 en Moncada (Valencia), a los 80 años de edad, víctima de cáncer, donde los combonianos tienen un Centro de animación misionera, Pastoral de inmigrantes y Museo Africano y donde Juan Benjumea ingresó por primera vez en los combonianos para marchar posteriormente a misiones en la selva del Ecuador.


  
El cardenal Ayuso y el torero Juan Benjumea

De la existencia del misionero torero me ha puesto sobre la pista mi buen amigo taurófilo Álvaro Pastor, que me ha enviado un precioso artículo que publicó en la revista de la Feria de Paradas del año pasado titulado: «Juan Benjumea: del ruedo a la teología de la liberación». Este artículo me servirá principalmente para dar una semblanza del misionero comboniano, que paseó «por los ruedos españoles en los años sesenta», donde tuvo cierto éxito.
–Fue –cuenta Álvaro Pastor– jornalero aprendiz de carpintero, desbravador de caballos en la finca del conde de Aguilar, figurante en la película «Rey de Reyes», encofrador en la construcción del estadio Sánchez Pizjuán o modelo para crucificados en la Facultad de Bellas Artes.
De familia pobre, el toreo era una de las salidas para paliar las penalidades de la familia. Reciente era el caso de Manuel Benítez «El Cordobés». Aunque Juan Benjumea no pasaría de novillero.
–Aún recuerdan a Juan Benjumea vestido de luces saliendo de la fonda «Parador el Sol», en la calle Cabeza del Rey Don Pedro, para torear en la plaza de toros de Sevilla; era una tarde de agosto del año 1961.
Luego toreará en Vista Alegre, Alcázar de San Juan o las Ventas de Madrid, y, a punto de tomar la alternativa en Málaga, se le cruzó la vocación religiosa que le vino de unos cursillos de cristiandad y su pertenencia a las Hermandades del Trabajo.
–Somos hijos del mayor Artista: Nuestro Padre que nos envió a su Hijo: Camino, Verdad y Vida… Hay quien no ve en el toreo ese destello del hombre y el toro… los mismos cronistas y taurinos no lo debían consentir; hemos prostituido algo que no es propio del ser humano: el duende, la gracia. La mayor gracia es la tauromaquia, los artistas y el toro son gratuitos, no buscan más que ese duende que nunca deberían prostituir por nada del mundo: Pepe Luis Vázquez, Chicuelo, Antonio Ordóñez, Antonio Bienvenida y alguno más, pero muy pocos. Yo lo tuve en mis manos, pero hubo otro más fuerte, Jesús de Nazaret…y preferí seguirlo; las misiones, el poder vivir con los pobres, los preferidos de nuestro Padre. Ha sido mi mayor riqueza y satisfacción, compensación de lo que me ilusionó después de haber conocido y convivido con lo que se llama la flor y nata de la sociedad.
Se ordenó de sacerdote en 1990, pero una cornada más fuerte que la de los toros, el cáncer, acabó con su vida. Estuvo destinado en la selva de Ecuador en misiones como Borbón, El Carmen o San Lorenzo y en los barrios más pobres de diversas capitales sudamericanas. Él mismo escribirá a Álvaro Pastor cuando se hallaba en la ciudad ecuatoriana de Esmeraldas:
–No podía llevar reloj, aunque fuera malucho, porque si te atracaban te podían cortar directamente el antebrazo para llevárselo a poco que se atascara la correa.

martes, 3 de septiembre de 2019

Sevilla, sede de un Concilio de la Iglesia


El artículo que publiqué el pasado 6 de agosto en ABC de Sevilla y reproducido en mi web: «¿Tendremos un cardenal sevillano?», se ha hecho realidad bien pronto. El pasado domingo 1 de septiembre envié un whatsapp a monseñor Miguel Ángel Ayuso, que se hallaba de vacaciones en Sevilla: «Feliz viaje a Roma». Enseguida me contestó: «Querido Carlos: muchísimas gracias. Salgo esta tarde noche…». Una hora más tarde, me escribe: «Me acaban de decir que el Papa ha convocado un Consistorio para el día 5 de octubre y que me ha nombrado cardenal. Qué emoción. Me ha cogido de sorpresa». Y así he sabido del propio monseñor que se hallaba entre los 13 nuevos cardenales nominados.


 Hace unos quince días estuvo en casa a saludarme y pudimos conocernos en persona. Es un verdadero misionero y por tanto una persona muy humilde, a pesar de su altura, todo un hombretón. Me he topado con un cardenal plurilingüe, con dominio del árabe, inglés, francés e italiano, amén del español y el latín. Hace unos días se había  creado un Comité interreligioso para poner en práctica la Declaración de Abu Dabi, para instrumentar los ideales de tolerancia y cooperación fraterna incluidos en el Documento de Fraternidad Humana firmado por el papa Francisco y el Gran Imam de Al Azhar, Ahmed el-Tayyeb, en la capital de los Emiratos Árabes Unidos (EAU) el pasado mes de febrero. Este Comité estará formado por Miguel Ángel Ayuso Guixot, presidente del Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso, y el profesor Mohamed Hussein Mahrasawi, presidente de la Universidad Al-Azhar, entre otras figuras religiosas. Y tras este último nombramiento de hace unos días, el cardenalato…
Y ahora me pongo a soñar o a profetizar de nuevo. ¿Y si en el próximo cónclave monseñor Ayuso es elegido Papa? Sería la repanocha. Tendríamos un Papa sevillano, criado en el barrio de Heliópolis, cerca del estadio del Betis: Un Papa sevillano… y bético…
Y sigo soñando. Como es humilde al estilo de un Juan XXIII, se levanta una mañana y bajo el soplo del Espíritu Santo se dice:
–Hay que convocar un nuevo Concilio ecuménico, que purifique a la Iglesia. ¿Dónde? No en Roma, que está ya muy vista. En mi querida Sevilla…
Y hete aquí que, seis siglos después, se cumpliría en la capital hispalense el deseo de celebrar dentro de sus muros un Concilio de la Iglesia.
Porque tienen que saber que en el verano de 1434, el cardenal Cervantes, que también era sevillano, fue enviado por el Concilio de Basilea en mi­sión conciliadora a Florencia, donde se hallaba exiliado por una revuelta ocurrida en Roma el Papa Eugenio IV, que había optado por la disolución del Concilio, y fue ganado de nuevo a la causa del Papa. Cuando volvió al Concilio en 1436 iba en calidad de legado a latere junto al cardenal Alber­gati, para llegar a un arreglo especialmente en la cuestión económica: el Papa necesitaba dinero para pagar a los grie­gos que, amenazados de los turcos, trataban de unirse a la Iglesia latina.
Nombrado obispo de Ostia, Cervantes siguió en el Conci­lio defendiendo siempre la posición pontificia. Cuando en 1436 se planteó el traslado del Concilio de Basilea a un lugar que fa­voreciera la presencia de los griegos, defendió el punto de vista de la minoría, es decir, del Papa.
Reducido el imperio de los Paleólogos a Constantinopla y Morea por el acoso de los turcos, la unión de los griegos parecía propicia y Eugenio IV tomó el tema de la unidad de los cristianos como bandera de su pontificado. Se llegó a un acuerdo de que los gastos de la embajada griega correrían a cargo de los occidentales, pero a la hora de elegir la ciu­dad del encuentro surgen las diferencias. El Papa propone una ciudad italiana por su cercanía a él y fácil acceso a los griegos; el Concilio, por no dar el sí al Papa, baraja una serie de lugares allende la fron­tera de Italia. Y aquí surge la anécdota curiosa que ha per­manecido perdida en el fragor de este polémico Concilio.
Entre otras ciudades europeas que aparecían sobre el ta­pete ante los padres conciliares con los típicos reclamos turísticos de hospitalidad, buen clima, etc., la embajada castellana dejó caer también su propuesta.
En los reinos de España, proclamaron en un solemne la­tín, existían muchas ciudades en las que se podría celebrar un Concilio ecuménico, pero entre todas ellas sobresalía una, Sevilla, a la entrada misma del Mediterráneo, abundosa en todo lo necesario a la vida humana, «adeo ut intra orbis no­bis notum ulla fertilior, ulla amenior, ulla denique aeris equalitate salubrior nunquam vel vix reperiri valeret», ni más fértil, ni más amena, ni de un aire más saludable en todo el orbe conocido. Y aunque un poco lejos, reconocen en su informe, que ocupa dos buenas páginas en latín, a los griegos les resultará de fácil acceso al poder llegar hasta los mismos muros de la ciudad en sus barcas de remos.
No prosperó la petición castellana, pero ahí queda ese bonito piropo a la ciudad de Sevilla proclamado por nuestros embajadores en el Concilio de Basilea.
¿Se hará ahora realidad? Perdón, todo es una ensoñación. Felicidades al nuevo cardenal sevillano.

domingo, 1 de septiembre de 2019

80 años del comienzo de la II Guerra Mundial

El 31 de agosto de 1939, el embajador italiano en Berlín telegrafía a su gobierno que la guerra estallará dentro de pocas horas. Pío XII, en un postrer esfuerzo, pide al cardenal Maglione que convoque a los embajadores de Alemania, Francia, Italia y Polonia y ministro de Inglaterra. Los cinco diplomáticos reciben, para transmitirlo a sus gobiernos respectivos, el siguiente mensaje:
–El Santo Padre no quiere renunciar a la esperanza de que las gestiones en curso puedan llevar a una solución justa y pacífica que el mundo entero no cesa de implorar. Su Santidad suplica, pues, en nombre de Dios, a los gobiernos de Alemania y de Polonia hacer todo lo posible por evitar cualquier incidente y abstenerse de tomar cualquier medida susceptible de agravar la tensión actual. Y pide a los gobiernos de Inglaterra, Francia e Italia que apoyen esta petición suya.


Mensaje que también fue enviado, por medio de los representantes pontificios, cerca de los gobiernos de España, Bélgica, Holanda y Suiza, para que apoyasen la iniciativa del Papa. Y al embajador de los Estados Unidos en el Quirinal, para que lo transmitiera al presidente Roosevelt.
Esfuerzo generoso, pero ya inútil.
El cardenal Maglione telefoneó a Pío XII en Castelgandolfo y le comunicó la invasión de Polonia por el ejército alemán. Clarea la mañana del 1 de septiembre. El pontífice se dirige a su capilla privada. Un prelado de la corte pontificia contará al corresponsal del New York Times:
–Tenía los ojos llenos de lágrimas y su cuerpo fue sacudido por un sollozo.
Hitler necesita una excusa para justificar su ataque a Polonia ante el pueblo alemán y a efectos propagandísticos en el mundo. Alemania no ha iniciado la guerra, lo ha hecho Polonia con incidentes fronterizos a los que se ha visto obligada a responder.
El cinismo de Hitler es tal que el mismo día 1 de septiembre, inicio de la invasión de Polonia, respondió al último mensaje de paz del Papa, enviado con urgencia a los gobiernos el día anterior:
–Como el Santo Padre habrá sabido por los comunicados que se han sucedido entre tanto, los acontecimientos hicieron imposible la solución pacífica esperada por Alemania. El Führer esperó dos días la llegada de un negociador polaco para resolver pacíficamente el conflicto germano-polaco. Como respuesta a su actitud, Polonia ordenó la movilización general. Aparte de ello se produjo ayer una nueva serie de actos de violencia cometidos por los polacos, durante los cuales, esta vez, soldados de su ejército penetraron en el territorio del Reich alemán. Estas intolerables provocaciones han inducido al Führer a procurar también en la frontera oriental de Alemania la calma y la paz que Alemania necesita y tiene en sus otras fronteras.
El conocido como «Incidente de Gleiwitz» fue el pretexto planeado por Hitler para invadir Polonia. Auspiciado por las SS, se creó la «Operación Tannenberg», que simule ciertos incidentes fronterizos para justificar el casus belli.
Se eligió Gleiwitz, lugar aislado y próximo a la frontera. Con falsos ataques a una estación forestal, una aduana y una estación de radio, se emitirán mensajes cargados de consignas polacas contrarias a Alemania. Tropas de las SS, uniformadas como soldados polacos, «entrarán» en suelo alemán y «atacarán» la estación de radio, dejando varios cadáveres en el lugar. Estos cadáveres, vestidos también de militares polacos, los había suministrado el campo de concentración de Dachau.
Montada la artimaña, Hitler se vio con derecho a responder a tal «agresión». Y comenzó la invasión de Polonia, sin declaración de guerra, violación flagrante del derecho de gentes, que dio lugar a la Segunda Guerra Mundial.
53 divisiones alemanas entran en Polonia a las 4,25 horas del 1 de septiembre de 1939, y la aviación alemana bombardea Varsovia y otras ciudades polacas después de las 5,30… Las heroicas cargas de la caballería polaca nada pueden contra los carros blindados de los alemanes.
En la cínica arenga de Hitler a las fuerzas armadas decía:
–Una serie de violaciones insoportables para una gran potencia, demuestra que Polonia no quiere reconocer las fronteras del Reich. Para poner fin a estos actos vandálicos no me queda otro remedio que responder a la violencia con la violencia a partir de este momento. Las fuerzas armadas alemanas sostendrán el combate por el honor y por el derecho vital del resucitado pueblo alemán con firme decisión. Yo espero que cada soldado cumpla su deber hasta el final y sea digno de la gran tradición militar alemana.
Esa tarde, Mussolini dio a los italianos el anuncio de la neutralidad a través de un comunicado del Consejo de ministros. Lo que supuso un alivio en el Vaticano. El 2 de septiembre, el Duce comunicó a Hitler el proyecto de tener una conferencia el próximo día 5. Pero Inglaterra y Francia exigieron antes la evacuación inmediata de las tropas alemanas de Polonia. Mussolini retiró la propuesta. L’Osservatore Romano, esa tarde, señaló que la agresión nazi no ha sido precedida ni de un ultimátum ni de una declaración de guerra. El 3 de septiembre, Inglaterra y Francia declaran oficialmente la guerra a Alemania.