martes, 30 de junio de 2015

Un cardenal selvático

Después de un par de compromisos, en los que he tenido que escribir dos biografías urgentes –Luis y Celia Martin, padres de Teresa de Lisieux, y María de la Purísima, Hermana de la Cruz, que serán canonizados el próximo 18 de octubre en Roma– retomo de nuevo la semblanza que traía entre manos del cardenal Segura, que fuera arzobispo de Sevilla de 1937 a 1957.
En septiembre de 1955 llegué por primera vez a la Universidad Pontificia de Comillas donde estudié cuatro cursos de Humanidades antes de pasar a Filosofía y Teología. El nuncio de entonces, Ildebrando Antoniutti, solía pasar las Semanas Santas en Comillas, presidiendo los Oficios Santos, con una liturgia muy cuidada y una Schola Cantorum que interpretaba los mejores motetes de Vitoria y otras músicas sacras.


En uno de los claustros del edificio noble de la Universidad se hallaban colgados los retratos de los obispos que habían pasado por las aulas de la Universidad de Comillas. El primero de todos, el cardenal Segura.
Pasó Antoniutti por el claustro y al observar el retrato de Segura, preguntó al rector:
–¿Qué hace ese retrato ahí?
Y el rector, sin más comentario, ordenó que se quitara.
Al parecer, molestaba al nuncio Antoniutti sentirse observado desde lo alto de la pared por el prelado hispalense que en su vejez se hallaba recluido en su palacio arzobispal, destituido de todo poder por la Santa Sede salvo del título de arzobispo de Sevilla, que conservará hasta su muerte. Un mero título ya sin jurisdicción alguna sobre una diócesis que había llevado con autoridad y a golpe de penas canónicas durante diecisiete años.
Pasado un tiempo, sin que el cuadro fuera repuesto, los seminaristas sevillanos –dos teólogos: José María Estudillo y Antonio Garnica; dos filósofos: Salvador Petit y José Naranjo; y dos seminaristas del Seminario Menor: José Miguel Romero de Solís y un servidor, Carlos Ros– acudimos al despacho del rector para mostrar nuestro desacuerdo por la desaparición del cuadro del arzobispo de Sevilla y primer obispo salido de la Universidad, consagrado en la misma Comillas el 13 de junio de 1916, fiesta de san Antonio, cuando solo tenía 35 años de edad.
El rector, algo nervioso, excusó la desaparición del cuadro insinuando que se estaba restaurando.
–¿Restaurando una foto? No es un cuadro al óleo, señor rector.
Y así, por arte de magia, el retrato del cardenal Segura apareció ya «restaurado» en su sitio un día del mes de mayo de 1956.
Conocí al cardenal Segura el 21 de noviembre de 1954 en la coronación canónica de la Virgen de la Amargura en la catedral de Sevilla. Asistí con mi padre a ese acto. Tenía yo trece años.
De la homilía recuerdo ese momento en el que el cardenal confiesa que es pobre, «que su pobreza no le permitía dar otra cosa más que una cruz pectoral de gratísimos recuerdos para él y de significación expresiva por el valor moral que representa, además de la riqueza material que encerraba por sus valiosas piedras preciosas, y él mismo la colocaría sobre el pecho de la Sagrada Imagen cuando llegase el momento de coronarla».
El pectoral que donó a la Virgen de la Amargura era regalo de la marquesa de Comillas al ser consagrado obispo en 1916.
—No obstante lo que hayáis oído —continuará Segura—, sigo siendo vuestro padre, vuestro padre único, el responsable ante Dios de todas vuestras necesidades, soy yo...
Y es que Segura, desde el 2 de noviembre, veinte días antes, había sido destituido de la jurisdicción de la diócesis de Sevilla por la Santa Sede y colocado un arzobispo coadjutor sede plena en la figura de José María Bueno Monreal.
Ocurría que las bulas de Roma aún no habían llegado y en ese interregno se parapetó en su palacio arzobispal y siguió gobernando la diócesis hasta la llegada de las bulas papales.
–Sigo siendo vuestro padre, vuestro padre único, el responsable ante Dios de todas vuestras necesidades, soy yo... –clamaba en la catedral como un león herido.
El ambiente era electrizante y la emoción brillaba en el rostro de los fieles. Se veía que todos estaban con el cardenal caído. Y en el clero, división de opiniones.
Pero se tendrá que doblegar. Y pronto.
Segura, cardenal Segura, un cardenal anacrónico.
Contaba Ramón Serrano Suñer, cuñado de Franco, que Segura nació tarde.
–Hubiera sido insigne de no haber sido anacrónico. Hubiera cubierto gran lugar en las Cruzadas, como Jiménez de Rada contra los almohades, o Gelmírez en su pelear sin descanso con doña Urraca o con los normandos y organizando nuestro poder naval en el océano.
Y es que para Serrano Suñer, Segura era «un hombre sin duda virtuoso, piadosísimo –organizador de misiones para los gañanes en los cortijos de Sevilla–, pero fanático, de cabeza dura, aunque también de una digna consecuencia, con sus prejuicios que ya habían causado quebraderos de cabeza a la República –y a Roma– y no tardaría mucho en creárselos también a Franco, mientras mantenía a su diócesis con la férrea intolerancia de un obispo medieval, proscribiendo regocijos, prohibiendo el culto en los pueblos donde se bailaba agarrado, imponiendo un ascetismo casi lúgubre. También se las tenía tiesas con el Poder constituido, pues su orgullo como príncipe de la Iglesia era, a pesar de su personal ascetismo, de una viveza casi inimaginable».
Franco dirá del Segura ya caído en desgracia que la altura le trastornó.
Y Domenico Tardini, prosecretario de Estado con Pío XII, afirmó a José María Castiella, embajador ante la Santa Sede, que Segura era un «enfermo mental».
Comienzo así a escribir una semblanza sobre semejante personaje de la Iglesia de Sevilla y de la Iglesia de España, que para bien y para mal ha tenido una gran significación histórica. Un cardenal particularmente irreductible. Un cardenal, como lo calificó Diego Martínez Barrio, político sevillano del tiempo de la República, poco cristiano, un cardenal selvático. 

jueves, 25 de junio de 2015

María de las Mercedes, un amor de cuentos de hadas

Sevilla se ha convertido en pequeña corte. En el Alcázar reside Isabel II con sus hijas Pilar, Eulalia y Paz. En San Telmo, los duques de Montpensier y familia.
Asentado en el trono Alfonso XII, Isabel II añora volver a España. El destierro de París se le hace insoportable y acaricia el deseo de participar en el triunfo de su hijo. Cosa en la que Cánovas no muestra maldito interés:
–Vuestra Majestad no es una persona, es un reinado, es una época histórica, y lo que el país necesita hoy es otro reinado, y otras épocas diferentes de las anteriores.
Pero la reina está empeñada y Cánovas tiene que ceder. Llegan a un acuerdo: Regresará a España, pero no podrá permanecer en Madrid. Elegirá como residencia Barcelona o Sevilla.
Eligió Sevilla.
El 30 de julio de 1876 desembarcó en Santander. La esperaba su hijo, el rey Alfonso. Tras unos meses de residencia en el Escorial –nada de acercarse por Madrid– se instala en el Alcázar sevillano.


María de las Mercedes

Poco después, regresaron también los duques de Montpen­sier, pero el resentimiento seguía vivo entre ambas familias. Isabel II no quiso saludar a su hermana y cuñado cuando llegaron a la ciudad, y prohibió a sus hijas Pilar, Eulalia y Paz el menor trato con la familia de su hermana: no podía olvidar las apetencias al trono del duque y las zancadillas que propinó siempre que pudo para colocar sobre sus sienes la corona de España. Pero Montpensier busca la reconciliación y lo va a lograr. Cuenta con un resorte magnífico: su linda hija Mercedes, de quien está perdidamente enamorado el rey Alfonso XII. Las relaciones rotas hacía ocho años se hilvanan una tarde que los duques anuncian visita al Alcázar: besos, abrazos... Al día siguiente, Isabel II devuelve la visita. Desde ese momento las infantas juegan con sus primos y primas. El embrujo sevillano ha traído la paz a la pequeña corte de Sevilla.
Pasa un año. Diariamente se escriben el rey y la que ya, aunque no oficialmente, es su novia, Mercedes, la de tez pálida, color rosa de té, diecisiete años, ojos oscuros y grandes... el romance se consuma.
Isabel II, recluida en el Alcázar, no puede disimular su encono. No le resulta agradable sentirse relegada a un segundo plano después de haber sido tantos años reina de España, y ahora, tras la presunta boda, en igualdad con el duque. Desasosegada escribe:
–El casamiento con la hija de Montpensier no lo puedo aprobar, no porque la chica no sea buena, sino porque no quiero nada en común con Mont­pensier...
Es tarde, Isabel II. Esta vez el corazón de un rey joven ha triunfado sobre la razón de Estado. En esto Isabel II, madre, debería mostrar una mayor indulgencia, que a ella por razones de Estado la casaron ya sabemos con quien... Un día de noviembre, bruscamente, Isabel II viaja a París donde recluye su pena en el palacio de Castilla, su hogar de destierro.
El 7 de diciembre de 1877, víspera de la Inmaculada, una Comisión presidida por el duque de Sesto y marqués de Alcañices se destaca a Sevilla para pedir la mano de la infanta. En el salón de audiencias del palacio de San Telmo, el duque de Sesto lee la carta del rey Alfonso XII a su tío el duque de Montpensier:
–Después de meditar por mí propio el asunto con todo el dete­nimiento que su importancia merece, y oído mi Consejo de Ministros, he resuelto, etc... y siéndome tan conocidas las altas prendas que adornan a la Infanta de España doña María de las Mercedes de Orleans y Borbón, hija vuestra y mi prima, no he titubeado en elegirla por esposa...
Una pulsera de oro, rubíes y brillantes es el regalo del rey. A Montpensier le tintinean las pajarillas y le sudan los bigotes. Envía el siguiente telegrama al rey:
–Alcañices desempeñó admirablemente su comisión y sale mañana, domingo, para Madrid, llevándole las contestaciones más favorables; todos rebosando en alegría, y más que nadie tu respetuoso tío, que tanto te quiere...
El ladino duque se ha salido con la suya: si él no reina, reinará su hija. «Rebosando de alegría», lógico. En París, Isabel II se muerde las uñas.
Sevilla es una fiesta. Llegó el rey el 22 de diciembre y no marchó hasta el 9 de enero. Fuegos de artificio, toros, teatros, regatas, carreras de caballos... El 10 de enero de 1878 se reúnen las Cortes para conocer oficialmente de boca de Cánovas la boda real. Hubo algunas voces discrepantes. Don Claudio Moyano, que se pronunció contra la boda, quiso distinguir el factor político del sentimental:
–La infanta doña Mercedes –dijo– está completamente fuera de la cuestión: los ángeles no se discuten.
Las Cortes aprueban la boda por abrumadora mayoría... Se casaron en la basílica de Atocha el 23 de enero de 1878. La madre del novio, en París. El padre de la novia, en Madrid, feliz y contento.
Se canta en los corros:

A 23 de enero
se casa el rey
con su primita hermana
mira qué ley.

Mercedes, diecisiete años, la de tez pálida, color rosa de té, ya es reina de España.
Los ángeles no se discuten.
Cinco meses después, 26 de junio de 1878 (hace 137 años)... Tres días antes, por San Juan, unos cañonazos anuncian en Madrid el cumpleaños de la reina Mercedes: dieciocho años. Pero Madrid vive días de inquietud y desasosiego: presiente el final, lo sabe. Tifus. La niña color rosa de té ha muerto.

¿Dónde vas, Alfonso XII?
¿Dónde vas, triste de ti?
Voy en busca de Mercedes,
que ayer tarde no la vi.
Tu Mercedes ya se ha muerto.
Muerta está, que yo la vi.
Cuatro duques la llevaban
por las calles de Madrid.

España entera la llora. En Sevilla, se monta un funeral en la catedral al que acude toda la ciudad, llorosa por esa niña que, aunque no nacida en Sevilla, era sevillana por su juventud y su gracia.
Con palabras patéticas, el canónigo don Servando Arbolí pronunció desde el púlpito catedralicio la oración fúnebre y recordó aquellos sencillos versos del poeta Hartzenbusch:

La triste nueva de su fin recibo.
¡Era flor de virtud, joven y bella!
Yo, viejo inútil, vivo...
¡Quién fuera digno de morir por ella!


sábado, 20 de junio de 2015

La «yihad» ibérica

Amigos, ha llegado la «yihad» ibérica. ¡Quién lo iba a decir! Aunque no es una «guerra santa», como su patrón original, trata de imponer un modelo de sociedad en esta piel de toro que pretende romper con todos los moldes. No es la primera vez que esto ocurre. Si repasamos nuestra historia, vemos que somos un pueblo habituado a flagelarnos periódicamente. Otras veces –y ejemplo tenemos no muy lejanos–, cuando la «yihad» ibérica lanzaba su grito de guerra, lo común y frecuente era quemar iglesias y matar curas. 
Ahora, espero, no será así. Estamos más civilizados.
Ahora solo se aparta el crucifijo cuando, por ejemplo, el excelentísimo señor Kichi, alcalde de la ciudad de Cádiz, pronunció en su toma de posesión su promesa o juramento a Lenin, Stalin o Hugo Chaves, qué sé yo a quién, vestido de guayabera caribeña y zapatillas de deportes.


 Capilla del Buen Consejo. Ayuntamiento de Barcelona.

El tal Kichi ha arriado la enorme bandera de España de la Plaza de Sevilla en Cádiz –emblema de la patria– y ha sustituido en su despacho de alcalde –que, según dice, es más grande que su propia casa– el retrato del rey Juan Carlos y lo ha sustituido por el político anarquista gaditano Fermín Salvochea (1842-1907), quien, tras la Septembrina de 1868, fue nombrado edil del Ayuntamiento gaditano y asumió el mando del Segundo Batallón de Voluntarios de la Libertad, agrupaciones de «milicias cívicas». En 1871 será nombrado alcalde de Cádiz y en 1873 se unirá al movimiento cantonal, proclamando el Cantón de Cádiz. En este corto periodo cantonal, que será desbaratado por las tropas del general Pavía, desalojó a las monjas de la Candelaria de su convento, sustituyó en las escuelas la enseñanza de «religión» por la de «moral universal», prohibió cualquier dogma positivo alguno. Las escuelas con nombres de santos recibieron nuevos nombres como La Razón, La Igualdad o La Armonía. Cambió también el nombre de las calles dedicadas a santos por otros laicos como Voltaire, Juárez, Jacobinos, etc. Suprimió las fiestas religiosas y creó una fiesta cívica del advenimiento de la República Federal.
Este es el modelo escogido por el nuevo excelentísimo alcalde de Cádiz, el señor Kichi.
Y si nos vamos a Barcelona, a la otra punta de España –¡he dicho España, perdón!–, vemos cómo la señorita Gala Pin, concejala de la excelentísima señora Colau, alcaldesa de la Ciudad Condal, ha descubierto que en el Ayuntamiento hay una capilla –la Capilla del Buen Consejo, pequeño recinto al lado del Salón de las Crónicas en el que se exhibe una Virgen de Montserrat y un retablo con las imágenes de San Olegario, San José Oriol, Santa Eulalia, San Pedro Nolasco y San Raimundo de Peñafort, santos muy catalanes–, y está dispuesta a desacralizar el recinto.
Ha escrito en un twitter:
–Rincones secretos del Ayuntamiento que apuntan a un necesario cambio de uso. Capilla con la Moreneta que se hizo construir Porcioles.
Acompañado, cómo no, de una fotografía de la capilla, que lleva visos de ser derribada por la nueva horda, como los milicianos del Estado Islámico destruyendo esculturas y estatuas de miles de años de antigüedad en Mosul.
Y de Barcelona, al centro de España, a Madrid. Otra edil de la excelentísima abuela alcaldesa de la Ciudad del Oso y del Madroño, señora Carmena, una tal Rita Maestre, concejala del partido de izquierda populista «Ahora Madrid» y actualmente portavoz del Gobierno municipal de Madrid, participó en 2011 en el asalto a una capilla universitaria, acto por el que está imputada. La Fiscalía pide un año de cárcel e inhabilitación para la concejalía por aquellos hechos.
Ella afirma que aquello fue un acto pacífico. No quemaron la capilla como en tiempos pasados, eso no, que estamos en el siglo XXI. Pero díganme ustedes si fue violento o no esta irrupción en la capilla de Rita Maestre y acompañantes, a los que lideraba.
En el juicio en Pozuelo en 2012, el capellán declaró a la juez que a él le «empujaron», que les dijo «que así, gritando, no se podía entrar en la capilla», pero «hicieron caso omiso». Un testigo declaró a la juez que escuchó al grupo decir «me cago en Dios», «me río de la virginidad de la Virgen María» y «menos rosarios y más bolas chinas». Otro estudiante, identificó ante la juez a A. H. H. como el que dijo frases muy parecidas y la frase de «arderéis como en el 36». Una joven, que esperaba el inicio de la misa de una de la tarde, manifestó a la juez cómo Rita Maestre «se quitó la ropa para quedarse desnuda». Otras jóvenes también se desnudaron de cintura para arriba, algunas en sujetador, entre un grupo de cincuenta.
Todo muy «pacífico».
Y en esas estamos. Ha llegado –no sé si en patera o no – la «yihad» ibérica. Así lo han querido las urnas. Arriemos la bandera de España y que Dios nos coja confesados.

sábado, 13 de junio de 2015

San Antonio de Padua, el casamentero

San Antonio es uno de los santos más queridos de la cristiandad. Un santo verdaderamente internacional, amado e invocado por multitud de devotos. Su aspecto físico no era particularmente atrayente, más bien bajo y rechoncho, y murió a los 36 años de hidropesía. Pero ahí está en el santoral de la Iglesia, en primera línea: conviven en la veneración de este portugués la admiración por su excepcional cultura con la fe de la gente humilde para quien siempre ha sido el taumaturgo dispuesto a prestar el auxilio en todo aquello que se le pida.

  
San Antonio de Padua, de Murillo

Los portugueses le llaman san Antonio de Lisboa, porque allí nació hacia 1195, de familia noble que le puso por nombre Fernando. Muy pronto mostró su vocación religiosa y, a los quince años, ingresó en los canónigos regulares de San Vicente de Fora, donde, dotado de una extraordinaria memoria e inteligencia, aprendió tan profundamente las Sagradas Escrituras, que, pasado el tiempo, sería llamado por Gregorio IX «Arca del Testamento». De Lisboa pasó a Coimbra, en aquel entonces capital de Portugal, donde siguió sus estudios y recibió el sacerdocio. En 1217 se habían instalado en esta ciudad, en la ermita de Olivares, a las afueras de Coimbra, dos franciscanos menores, que atrajeron la atención de Fernando por la sencillez y pobreza de vida. Ocurrió también que pasaron por Coimbra cinco franciscanos, que iban camino de Marruecos a evangelizar moros, donde son martirizados el 16 de enero de 1220. Sus cuerpos fueron trasladados a Coimbra, a la iglesia de la Santa Cruz, vecina a la abadía agustiniana. El joven Fernando, en la contemplación de aquellos restos traídos de África, tomó la decisión de convertirse en segui­dor de san Francisco y de partir a África para una cruzada personal. Tomó el sayal franciscano y cambió su nombre por el de fray Antonio de Olivares. Al pisar África, una enfermedad inoportuna le obligó a volver a Portugal. Pero una tormenta cambió el rumbo del barco, que le llevó a Sicilia, y Antonio inter­pretó esto como un signo del destino. Acogido en el convento franciscano de Mesina, se puso en camino para asistir al capítulo de la Orden franciscana que se había convocado para Pentecostés de 1221. Allí cono­ció personalmente a Francisco de Asís, pero, perdido entre cinco mil frailes, pasó tan desapercibido, que ni siquiera le dieron destino. Pidió al provincial de la Romaña que le ofreciera por caridad una residencia. Y como era sacerdote, lo envió a la ermita de Montepaolo, cerca de Forli, para celebrarles misa a los cuatro frailes menores que allí residían. Pasó un año, sin que nadie se apercibiera de la valía e inteligencia de este fraile portugués.
En septiembre de 1222, van a ser ordenados unos frailes franciscanos y dominicos en la catedral de Forli, pero no encuentran sacerdote que desee predicar. Se lo encargan a Antonio por oficio, por orden del superior. Y fue tal la elocuencia, el dominio en su conocimiento de los textos de la Sagrada Escritura y su unción y humildad, que todos quedaron sorprendidos. Descubrieron entonces la talla intelectual de aquel humilde fraile. Enterado Francisco de Asís, le encargó la formación teológica de los frailes, cosa que hizo durante dos años en Bolonia, no dejando a la vez de predicar por doquier. Una carta de Francisco de Asís a fray Antonio, en la que le llama cariñosamente «mi obispo», le marca su función profesoral como maestro de teología.
Su vida franciscana discurrirá enfrascado en el estudio, la oración y la predicación. Fue tan popular y se cuentan de él tantas cosas que la historia se mezcla con la leyenda. A esta cima de mística legendaria, que podría hacer sonreír a un lector crítico de nuestros días, contribuyeron en gran medida los artistas, que, fascinados por la figura de este santo, ilustraron con sus pinceles los muchos prodigios que se le atribuyen.
Contemos de muestra tan sólo dos.
Aquél en que Antonio de Padua repitió el milagro de Francisco de Asís cuando predicó a los pajarillos. Antonio lo hizo a los peces. Sucedió en Rímini. Hallándose un día sin oyentes, se acercó al mar, allí donde el río Marecchia desemboca en el Adriático, y dirigió hacia las aguas las siguientes palabras:
—Venid vosotros a oír la palabra de Dios, ya que los hombres malos no se dignan.
Y los peces obedientes asomaron por millares sus cabecitas sobre las aguas.
Y aquel suceso de la mula.
Durante una predicación sobre la Eucaristía, un hereje le espetó:
—Creeré que Cristo está realmente presente en la Hostia si mi mula se arrodilla ante la custodia.
Antonio aceptó el reto. Durante varios días, aquel hombre tuvo al animal sin comer y cuando fue convenido, mientras el Santo levantaba la custodia bendiciendo con el Santísimo, el hereje pretendía distraer al animal famélico con un saco de pienso. Pero la mula se hincó de rodillas.
Los tres últimos años de su vida los vivió en Padua, que se llevó la honra de perpetuar su nombre a la vera del santo portugués. Viene el día en que se siente morir. Pide a fray Luca, que le asiste, le lleve al convento de Padua, cercano a la iglesia de Santa María. En un carro, lleno de heno y tirado por bueyes, es llevado el santo moribundo. Como se agrava por momentos, se hace una parada en el convento de clarisas de la Arcella, a las afueras de Padua. Antonio se confiesa, recibe la unción de enfermos, y, sacando fuerzas de flaquezas, comienza a entonar el himno a Nuestra Señora «O gloriosa Domina, excelsa super sidera». Sonríe y mira fijamente. Fray Luca le pregunta qué ve. Y el santo le dice:
–Veo a mi Señor.
Y murió. En una celda que aún se conserva. 13 de junio de 1231. Tenía treinta y seis años.
Su fama de casamentero parece provenir del siguiente suceso. Había en Italia una chica, hija de una mujer viuda, que tenía unas ganas locas de casarse. Su sueño, y el de su madre, era conseguir un buen partido que sacara a las dos de las apreturas de la vida. La joven hacía novena tras novena a san Antonio, pero parecía que el santo no le hacía el menor caso. Incomodada de su sordera, arrojó su imagen por la ventana y vino a dar sobre la cabeza de un transeúnte, que, frenético y furioso, penetró en la casa con ánimo de resarcir tal ofensa. ¡Y llegó el flechazo...!
Y su fama de encontrar los objetos perdidos viene de un suceso que le ocurrió en la ciudad de Montpellier. Un fraile robó al santo un cuaderno, donde había escrito unos comentarios a los salmos. La oración del santo convirtió al ladrón, que devolvió al propietario el objeto robado.
Un santo tan querido por los fieles, que esperan de él tantos favores, no debe hacernos olvidar la imagen del profundo teólogo y gran pensador de su tiempo. Y si fue tan popular su predicación, fue sencillamente porque se dirigía al pueblo en su propia lengua y no en un petulante latín, que el pueblo no entendía. Pío XII, en 1945, lo declaró doctor de la Iglesia con el apelativo de Doctor evangelicus.

lunes, 8 de junio de 2015

Consolación de Utrera vs Rocío de Almonte

Me escribe un amigo, tras el escrito sobre el Corpus de hace unos días:
–Veo que buena parte de ese Corpus profano con el que acabó Carlos III se mantiene en Granada. Ahora que veo más TV, me llamó la atención toda la parafernalia que rodea allí la fiesta... Y puestos a divagar, si en tiempos de Carlos III los almonteños hubieran montado el espectáculo que ahora montan con la Virgen, dentro y fuera del templo, ¿no se habría cargado el rey  también el Rocío?
Lo que en el reinado de Carlos III se cargó el Supremo Consejo de Castilla no fue el Rocío sino la romería de Consolación de Utrera.
En el siglo XVIII, importante en la Baja Andalucía era el santuario de Consolación de Utrera. La ermita del Rocío –con perdón de los almonteños– no tuvo significación especial hasta finales del XIX y siglo XX.
Al Santuario de Consolación de Utrera se daban cita en la fiesta principal las siguientes Hermandades: La primera y principal, la de Utrera, única que perdura en la actualidad. Y filiales de ésta por orden de antigüedad: Campillos, Osuna, Écija, Puebla de Cazalla, Paradas, Los Molares, Alcalá de Guadaira, Arahal, Morón de la Frontera, El Coronil, Coria, Hinojos, Gines, Mairena del Alcor, Los Palacios, Castilleja de la Cuesta, Fuentes de Andalucía, Castilleja del Campo, Dos Hermanas, La Rinconada, Albaida, Olivares, Chucena, Paterna del Campo, Escacena, Camas, Gelves, La Algaba, Alcalá de la Alameda y Mairena del Aljarafe.
En la gran explanada que se abre ante el Santuario, rodeado de olivos que se pierden en el horizonte, se iban concentrando los días anteriores a la gran fiesta de la Virgen las muchas Hermandades filiales que con la principal de Utrera iban a pasear en andas a la Virgen de Consolación. Los tenderetes de buñuelos y frituras y de toda clase de mercaderías que se daban cita en aquellos momentos ante tanta afluencia de peregrinos, dio origen a la feria de Consolación, que duraba diez días y llenaba de colorido y bullicio los días inmediatos a la gran fiesta.
Llegan las Hermandades con sus cofrades vestidos de blanco y «muy galanes a su modo», según refiere Rodrigo Caro, y pasan a saludar a la Señora y tocar sus vestiduras con los de la Virgen. Para esta piadosa ceremonia se encontraban junto al altar tres religiosos mínimos con vestidos de la Virgen en la mano con los que rozarán el suyo los cofrades.
La víspera de la festividad, los cofrades hacían segunda estación ante su Virgen, cantando el rosario por la tarde en el Santuario.
Y llega el día grande: 8 de septiembre.
Los padres mínimos sacan a la Virgen a la puerta del Santuario. Viene preciosa la Virgen de Consolación en sus andas de plata, regalo de tantos devotos de acá y allende los mares. Las Hermandades han clavado en el suelo sus respectivos estandartes para indicar el trecho que toca a cada una portar la imagen. Son las ocho de la mañana, cuando despunta el sol. El delirio es ensordecedor al ver aparecer a la Virgen. Le toca recibir a la Hermandad de Utrera, que la pasará a la de Campillos, y así sucesivamente por orden de antigüedad, con los zarandeos propios de la imagen como hoy se ve en el Rocío.
Se necesitaban más de veinte hombres para mover las andas de la Virgen, cercadas por unas barandillas donde se colocaban los niños enfermos que pedían a la Señora la curación de sus dolencias.
Concluida la procesión, se celebraba misa solemne y sermón que predicaba uno de los padres más afamados de la Orden de los Mínimos. El cronista de la Orden resume la fe y celebridad de esta romería en aquellos tiempos:
–Es tanto el concurso de gente que acude de toda Andalucía y Portugal, que testifican personas de mucho crédito, que ningún Santuario de España lleva en esto ventaja como tampoco en los milagros; y algunos curiosos que han querido contar los coches y carros certifican que pasan de mil y quinientos los más años.
Pero a tanto llegó el bullicio que la devoción decayó y vicios seculares se filtraron hasta degenerar el fervor popular de los años anteriores.
Denunciado el hecho por fray Juan Prieto, general de la Orden de los Mínimos y conventual de aquella casa, el Supremo Consejo de Castilla arbitró una orden en 1770 prohibiendo la procesión. La Virgen no había de ser movida de su altar.
Orden tan rigurosa creó un vacío de entusiasmo. Las Hermandades dejaron de asistir y la devoción popular decayó.
Después vino la ocupación francesa, ya en el siglo XIX, y en 1835 la exclaustración, que obligó a los mínimos a dejar el Santuario. La romería se redujo a la visita a la Virgen de los vecinos de Utrera y los devotos de los lugares cercanos con una pequeña feria que se montaba en la explanada en la que prácticamente sólo vendían juguetes para niños.
En el siglo XX, como se sabe, eclipsada la devoción popular a la Virgen de Consolación, emerge la devoción a la Virgen del Rocío, y en ello tuvo gran parte un canónigo de Sevilla, magnífico escritor costumbrista, que se llamó Juan Francisco Muñoz y Pabón.
Pero esta es otra historia.

jueves, 4 de junio de 2015

Corpus Christi

Hoy es uno de esos jueves que relucen más que el sol. Ya lo dice un refrán, que se ha quedado anticuado: «Hay tres jueves en el año que relucen más que el sol: Corpus Christi, Jueves Santo y el día de la Ascensión». Ya solo queda el Jueves Santo en España. Las festividades del Corpus Christi y de la Ascensión han pasado al domingo siguiente a su festividad por aquello de que ya no son días festivos. Tan solo tres ciudades, que yo sepa, mantienen la procesión en este jueves, aunque la festividad litúrgica pasa al domingo próximo. Son: Toledo, Granada y Sevilla.
En estos momentos, mientras escribo, pasea por el centro de la ciudad la hermosa custodia de Arfe con el Santísimo. Es y siempre ha sido una fiesta grande en Sevilla con balcones adornados y gente por la calle para presenciar la procesión. Y el sol, reluciente, como tiene que ser.
Hubo una vez –allá por el pontificado del cardenal Luis de la Lastra, arzobispo de Sevilla (1863-1876), tan rechoncho él, que cuando pontificaba en el altar mayor de la catedral, lo tenían que aupar por las escaleras– que seguía tras el paso de la custodia. Iba la procesión por la calle Sierpes cuando cayó una torrencial tormenta de verano. Y aquello fue Troya. Todo el mundo buscó refugio donde pudo. ¿Y qué hizo el horondo cardenal? Pues lo mismo que todo el mundo. Se refugió en un casino. Y la custodia, sola y sin acompañamiento en medio de la lluvia. Al cardenal le cayó una severa admonición de Roma, porque el soldado no puede abandonar su puesto de vigilancia.
Los orígenes de la fiesta del Corpus arañan los inicios del siglo XIII, cuando una niña belga tuvo una revelación particular para que se estableciera una fiesta en honor del Santísimo Sacramento. Esta niña ingresó en el monasterio de agustinas de Monte Cornillón, cercano a Lieja. Hoy es recordada como beata Juliana de Lieja o de Monte Cornillón. Elegida superiora, tuvo un entusiasta colaborador en el arcipreste de la catedral, Jacques Pantaleón de Troyes. La fiesta del Corpus fue introducida en Lieja en 1247. Poco después, Pantaleón fue nombrado obispo de Verdún y patriarca de Jerusalén. Finalmente, fue elegido Papa con el nombre de Urbano IV. Y es así como, en el recuerdo de su amiga monja, instituyó la fiesta del Corpus Christi para toda la Iglesia por la bula Transiturus (1264). Santo Tomás de Aquino recibió el encargo de componer el oficio de esta fiesta con una serie de himnos latinos. Pero la muerte del Papa retrasó la efectiva institución litúrgica del Corpus que no será operante hasta el concilio de Vienne de 1311.
La fiesta del Corpus entró en España por el reino de Aragón y en Sevilla ya se tienen noticias documentales en el siglo XV. Pero será en los siglos XVI y XVII cuando adquiera todo su esplendor, entreverados en un todo lo popular con lo religioso.
–Era costumbre por aquella época [siglo XVI] –cuenta Sánchez Arjona– poner el Santísimo Sacramento en medio de la capilla mayor; y después, cuando el Ayuntamiento y Cabildo Catedral ocupaban los tablados, colocados al efecto entre los dos coros, comenzaba la representación de los autos, terminados los cuales tenían lugar los divinos oficios. Concluidos la misa y el sermón, se representaban las danzas en el mismo sitio en que se habían representado los autos, y allí permanecían bailando delante del Santísimo Sacramento hasta por la tarde que salía la procesión, de la que formaban parte. Entre tanto los Diputados, nombrados por la ciudad para el mejor orden de la fiesta, señalaban a su antojo los sitios en donde se habían de hacer las representaciones; y una vez señalados, colocaban en ellos las armas de Sevilla para que, terminada la representación que dentro de la Catedral y delante de los dos Cabildos se hacía, fuesen los comediantes en los carros a ejecutar los autos en todos aquellos lugares señalados de antemano.
La Tarasca y Gigantes abrían paso a la procesión. El Abad Gordillo las describe así:
–Primeramente para regocijar y disponer a la gente popular va la Tarasca, que es una figura hecha de madera de la forma de una sierpe muy grande, que la tiran cuatro ruedas muchos hombres que van junto a ella pagados por el cabildo de la Ciudad, acompañada de algunas figuras salvajes (las mojarrillas), vestidos de unos justillos de lienzo pintados de colores, y unas vejigas de vaca llenas de viento para apartar a la gente, y con otras invenciones con que causan ruido y alegría y la misma Tarasca las va haciendo sacar el cuello y acometimiento a la gente y haciendo otras cosas de regocijo, con que todos los presentes se alientan y dan gritos de placer. Luego van los Gigantes, que son seis figuras grandes de hombres y mujeres, representando diversas naciones y otros gigantillos pequeños, que el mayor misterio que tienen es ser figuras monstruosas, unos por grandes y otros por pequeños en aquel género giganteo. Llevan delante de sí un tamborino, a cuyo son hacen diversos bailes y muy grande número de gente que los van acompañando, en especial de muchachos y aldeanos y gentes sin discurso; metidos dentro de los cuerpos van sobre sus hombros moviéndolos y haciendo meneos y vistas a las partes que quieren.
El Corpus, en el paso del siglo XVI al XVII, perdió progresivamente su genuino carácter religioso y se convirtió cada vez más en profano. La gente corría tras la Tarasca, las mojarrillas y gigantes... de modo que el Santísimo Sacramento, que venía detrás, perdía interés y devoción.
La crisis estalló con la venida a Sevilla del arzobispo Palafox, que en 1689 envió a Roma 31 dubios sobre irreverencias y abusos en cuestiones litúrgicas y de rito. Especialmente significativo era el dubio 5, por la resonancia que tuvo: «Si puede y debe el arzobispo prohibir que en la festividad y octava del Corpus Christi se celebren bailes o danzas en la catedral por mujeres y hombres enmascarados y con los sombreros puestos en presencia del Santísimo Sacramento, a pesar de hacerse por costumbre antigua». La respuesta de Roma fue: Posse et debere. Esta respuesta afirmativa quedó después un tanto paliada al encomendar Roma que esta cuestión la dilucidara el monarca español al estar implicado el cabildo secular. Pero a Palafox le sirvió para prohibir, en las próximas fiestas del Corpus a celebrar el 1 de junio de 1690, las danzas que abrían la marcha de la procesión y que incluso se introducían en la iglesia catedral bailando durante la consagración. Palafox, dicho sea de paso, a punto estuvo de cargarse también a los Seises.
El cabildo secular recurrió a la Audiencia ante esta prohibición y al mismo tiempo envió diputación al Asistente, indicándole que los danzantes llevarían guirnaldas en la cabeza en vez de sombreros y los coros de hombres y mujeres irían separados. Aquel día la procesión no salió de la catedral hasta la una y media de la tarde, cuando ya casi todas las corporaciones religiosas se habían retirado a sus parroquias y conventos, ante las penas canónicas lanzadas por el arzobispo. En las calles se oían estas voces: «¡Viva la fe de Cristo! ¡Mueran los molinistas!», refiriéndose al arzobispo y los suyos. Las denuncias llegadas a Roma acusaban al arzobispo de «perturbador del orden público». Le sacaron toda clase de libelos, le recordaron sus flirteos con la doctrina de Molinos e incluso lo relacionaron maliciosamente con una tal Ana Ragusa, alias la Pavesa, extraña mujer de Palermo confesada del arzobispo durante algún tiempo y que confundía sus ataques de nervios con revelaciones místicas. La pobre Pavesa acabó sus días en un auto de fe público celebrado el 18 de mayo de 1692. Y no quedó ahí la cosa: la noche del 3 de octubre de 1692 apareció bajo el confesonario del arzobispo, a los pies de la iglesia del Sagrario, un barril de pólvora que comunicaba con la puerta de la calle con una larga cuerda untada de alquitrán. Los «cien pleitos» del arzobispo, número redondo para indicar los muchos que sostuvo, aunque no fueron tantos, no llegaron a solucionarse prácticamente ninguno y en ellos, por su carácter inflexible, malgastó Palafox no poco de su fama y salud.
Las danzas desaparecieron definitivamente un siglo después, en el reinado de Carlos III, por real decreto de 21 de junio de 1780. Dispuso el monarca que «en ninguna Iglesia de estos mis Reinos, sea Catedral, Parroquial o Regular, haya en adelante tales Danzas, ni Gigantones, sino que cese del todo esta práctica en las procesiones, y demás funciones eclesiásticas, como poco conveniente a la gravedad y decoro que en ellas se requiere».
A partir de entonces, el Corpus se parece más a lo que se vive hoy que al espectáculo popular que se vivía en el XVI y XVII.