Hoy
es uno de esos jueves que relucen más que el sol. Ya lo dice un refrán, que se
ha quedado anticuado: «Hay tres jueves en el año que relucen más que el sol:
Corpus Christi, Jueves Santo y el día de la Ascensión». Ya solo queda el Jueves
Santo en España. Las festividades del Corpus Christi y de la Ascensión han
pasado al domingo siguiente a su festividad por aquello de que ya no son días
festivos. Tan solo tres ciudades, que yo sepa, mantienen la procesión en este
jueves, aunque la festividad litúrgica pasa al domingo próximo. Son: Toledo,
Granada y Sevilla.
En
estos momentos, mientras escribo, pasea por el centro de la ciudad la hermosa
custodia de Arfe con el Santísimo. Es y siempre ha sido una fiesta grande en
Sevilla con balcones adornados y gente por la calle para presenciar la
procesión. Y el sol, reluciente, como tiene que ser.
Hubo
una vez –allá por el pontificado del cardenal Luis de la Lastra, arzobispo de Sevilla
(1863-1876), tan rechoncho él, que cuando pontificaba en el altar mayor de la
catedral, lo tenían que aupar por las escaleras– que seguía tras el paso de la
custodia. Iba la procesión por la calle Sierpes cuando cayó una torrencial
tormenta de verano. Y aquello fue Troya. Todo el mundo buscó refugio donde
pudo. ¿Y qué hizo el horondo cardenal? Pues lo mismo que todo el mundo. Se
refugió en un casino. Y la custodia, sola y sin acompañamiento en medio de la
lluvia. Al cardenal le cayó una severa admonición de Roma, porque el soldado no
puede abandonar su puesto de vigilancia.
Los
orígenes de la fiesta del Corpus arañan los inicios del siglo XIII, cuando una
niña belga tuvo una revelación particular para que se estableciera una fiesta
en honor del Santísimo Sacramento. Esta niña ingresó en el monasterio de
agustinas de Monte Cornillón, cercano a Lieja. Hoy es recordada como beata
Juliana de Lieja o de Monte Cornillón. Elegida superiora, tuvo un entusiasta
colaborador en el arcipreste de la catedral, Jacques Pantaleón de Troyes. La
fiesta del Corpus fue introducida en Lieja en 1247. Poco después, Pantaleón fue
nombrado obispo de Verdún y patriarca de Jerusalén. Finalmente, fue elegido
Papa con el nombre de Urbano IV. Y es así como, en el recuerdo de su amiga
monja, instituyó la fiesta del Corpus Christi para toda la Iglesia por la bula Transiturus
(1264). Santo Tomás de Aquino recibió el encargo de componer el oficio de esta
fiesta con una serie de himnos latinos. Pero la muerte del Papa retrasó la
efectiva institución litúrgica del Corpus que no será operante hasta el
concilio de Vienne de 1311.
La
fiesta del Corpus entró en España por el reino de Aragón y en Sevilla ya se
tienen noticias documentales en el siglo XV. Pero será en los siglos XVI y XVII
cuando adquiera todo su esplendor, entreverados en un todo lo popular con lo
religioso.
–Era
costumbre por aquella época [siglo XVI] –cuenta Sánchez Arjona– poner el
Santísimo Sacramento en medio de la capilla mayor; y después, cuando el
Ayuntamiento y Cabildo Catedral ocupaban los tablados, colocados al efecto
entre los dos coros, comenzaba la representación de los autos, terminados los
cuales tenían lugar los divinos oficios. Concluidos la misa y el sermón, se
representaban las danzas en el mismo sitio en que se habían representado los
autos, y allí permanecían bailando delante del Santísimo Sacramento hasta por
la tarde que salía la procesión, de la que formaban parte. Entre tanto los
Diputados, nombrados por la ciudad para el mejor orden de la fiesta, señalaban
a su antojo los sitios en donde se habían de hacer las representaciones; y una
vez señalados, colocaban en ellos las armas de Sevilla para que, terminada la
representación que dentro de la Catedral y delante de los dos Cabildos se
hacía, fuesen los comediantes en los carros a ejecutar los autos en todos
aquellos lugares señalados de antemano.
La
Tarasca y Gigantes abrían paso a la procesión. El Abad Gordillo las describe
así:
–Primeramente
para regocijar y disponer a la gente popular va la Tarasca, que es una figura
hecha de madera de la forma de una sierpe muy grande, que la tiran cuatro
ruedas muchos hombres que van junto a ella pagados por el cabildo de la Ciudad,
acompañada de algunas figuras salvajes (las mojarrillas), vestidos de unos
justillos de lienzo pintados de colores, y unas vejigas de vaca llenas de
viento para apartar a la gente, y con otras invenciones con que causan ruido y
alegría y la misma Tarasca las va haciendo sacar el cuello y acometimiento a la
gente y haciendo otras cosas de regocijo, con que todos los presentes se
alientan y dan gritos de placer. Luego van los Gigantes, que son seis figuras
grandes de hombres y mujeres, representando diversas naciones y otros
gigantillos pequeños, que el mayor misterio que tienen es ser figuras
monstruosas, unos por grandes y otros por pequeños en aquel género giganteo.
Llevan delante de sí un tamborino, a cuyo son hacen diversos bailes y muy
grande número de gente que los van acompañando, en especial de muchachos y
aldeanos y gentes sin discurso; metidos dentro de los cuerpos van sobre sus
hombros moviéndolos y haciendo meneos y vistas a las partes que quieren.
El
Corpus, en el paso del siglo XVI al XVII, perdió progresivamente su genuino
carácter religioso y se convirtió cada vez más en profano. La gente corría tras
la Tarasca, las mojarrillas y gigantes... de modo que el Santísimo Sacramento,
que venía detrás, perdía interés y devoción.
La
crisis estalló con la venida a Sevilla del arzobispo Palafox, que en 1689 envió
a Roma 31 dubios sobre irreverencias y abusos en cuestiones litúrgicas y
de rito. Especialmente significativo era el dubio 5, por la resonancia
que tuvo: «Si puede y debe el arzobispo prohibir que en la festividad y octava
del Corpus Christi se celebren bailes o danzas en la catedral por mujeres y
hombres enmascarados y con los sombreros puestos en presencia del Santísimo
Sacramento, a pesar de hacerse por costumbre antigua». La respuesta de Roma
fue: Posse et debere. Esta respuesta afirmativa quedó después un tanto
paliada al encomendar Roma que esta cuestión la dilucidara el monarca español
al estar implicado el cabildo secular. Pero a Palafox le sirvió para prohibir,
en las próximas fiestas del Corpus a celebrar el 1 de junio de 1690, las danzas
que abrían la marcha de la procesión y que incluso se introducían en la iglesia
catedral bailando durante la consagración. Palafox, dicho sea de paso, a punto
estuvo de cargarse también a los Seises.
El
cabildo secular recurrió a la Audiencia ante esta prohibición y al mismo tiempo
envió diputación al Asistente, indicándole que los danzantes llevarían
guirnaldas en la cabeza en vez de sombreros y los coros de hombres y mujeres
irían separados. Aquel día la procesión no salió de la catedral hasta la una y
media de la tarde, cuando ya casi todas las corporaciones religiosas se habían
retirado a sus parroquias y conventos, ante las penas canónicas lanzadas por el
arzobispo. En las calles se oían estas voces: «¡Viva la fe de Cristo! ¡Mueran
los molinistas!», refiriéndose al arzobispo y los suyos. Las denuncias llegadas
a Roma acusaban al arzobispo de «perturbador del orden público». Le sacaron
toda clase de libelos, le recordaron sus flirteos con la doctrina de Molinos e
incluso lo relacionaron maliciosamente con una tal Ana Ragusa, alias la Pavesa,
extraña mujer de Palermo confesada del arzobispo durante algún tiempo y que
confundía sus ataques de nervios con revelaciones místicas. La pobre Pavesa
acabó sus días en un auto de fe público celebrado el 18 de mayo de 1692. Y no
quedó ahí la cosa: la noche del 3 de octubre de 1692 apareció bajo el
confesonario del arzobispo, a los pies de la iglesia del Sagrario, un barril de
pólvora que comunicaba con la puerta de la calle con una larga cuerda untada de
alquitrán. Los «cien pleitos» del arzobispo, número redondo para indicar los
muchos que sostuvo, aunque no fueron tantos, no llegaron a solucionarse
prácticamente ninguno y en ellos, por su carácter inflexible, malgastó Palafox
no poco de su fama y salud.
Las
danzas desaparecieron definitivamente un siglo después, en el reinado de Carlos
III, por real decreto de 21 de junio de 1780. Dispuso el monarca que «en
ninguna Iglesia de estos mis Reinos, sea Catedral, Parroquial o Regular, haya
en adelante tales Danzas, ni Gigantones, sino que cese del todo esta práctica en
las procesiones, y demás funciones eclesiásticas, como poco conveniente a la
gravedad y decoro que en ellas se requiere».
A
partir de entonces, el Corpus se parece más a lo que se vive hoy que al
espectáculo popular que se vivía en el XVI y XVII.
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