martes, 29 de abril de 2014

Los monaguillos, delante

La prensa española trata de destacar dos detalles de la audiencia que el papa Francisco ha sostenido con los reyes de España este pasado lunes, después de su presencia el día anterior en la Plaza de San Pedro para la canonización de los papas Juan XXIII y Juan Pablo II. Por un lado, que la audiencia ha durado más tiempo que la que el papa sostuvo con Obama, presidente de los Estados Unidos. Y segundo: a la entrada del despacho, el rey y el papa han pugnado por dejar paso el uno al otro. Y la ocurrencia argentina de Francisco:
–Los monaguillos, delante.
Y el papa dio preferencia de paso al rey y a la reina.
En el protocolo internacional, cuenta el número de minutos concedidos al visitante. Los tiempos están medidos. Por eso, la prensa española ha querido resaltar eso de que el papa haya concedido a los reyes de España una audiencia de cerca de una hora, cosa bastante insólita. A los 44 minutos, un monseñor, extrañado, se asomó a la puerta para ver qué pasaba. Salió comentando:
–Hablan los tres en español y el clima es muy familiar.
¿Piensa acaso el monseñor que un argentino y un español iban a hablar entre ellos en inglés? Las cosas, como veis, han cambiado en el Vaticano. El protocolo es bastante informal y no sé si ciertos monseñores, acostumbrados a la etiqueta, el ceremonial y la pompa, se habrán llevado ya más de un sofoco.
Por contraste, contaré una anécdota del tiempo de Pío XII, que era un estricto observante de la etiqueta papal. Poco después de la segunda guerra mundial, acudió al Vaticano cierta dama, que vivía en Roma y era sobrina del entonces premier británico Anthony Eden. Fue recibida en audiencia por Pío XII. Naturalmente, tenía que ir vestida con un traje negro largo, brazos cubiertos y mantilla negra sobre la cabeza. La agenda fijaba la hora y el orden de las recepciones. Estaban impresas en tres colores diferentes: blanco para las audiencias acordadas a título individual; rojo para los cardenales y personalidades eminentes; violeta para otras visitas. Los monseñores de la antecámara papal estimaron que la audiencia de esta señora tenía que durar siete minutos como máximo.
Entró la dama. Al cuarto de hora, un monseñor asomó por la puerta y con una inclinación de cabeza significó a la señora inglesa que su tiempo había concluido. Pero Pío XII le hizo un gesto de que se retirara. Pasan los minutos, veinte, veinticinco, media hora… El monseñor con la misma discreción se asoma de nuevo. Pero la conversación sigue adelante. Al fin, después de cuarenta y cinco minutos, terminó la audiencia. Los monseñores están sorprendidos de una audiencia tan insólita en un papa como Pío XII, tan exacto y meticuloso en los horarios.
¿Qué ha ocurrido? Esta dama inglesa le ha confiado al papa con cierta audacia el espectáculo de miseria de los barrios marginales de Roma y, sobre todo, de un cierto tráfico de divisas en el recinto del Vaticano con provecho de especuladores camuflados.
Todo ello no se podía decir en siete minutos y el papa estaba bien interesado en saber lo que la dama le decía. Sobre todo, él, que padecía la soledad de monje enclaustrado en el Palacio Apostólico. Cosa que no ocurre con el papa Francisco, que no puede vivir sin la gente. Pero mucho me temo que también a él, si no anda ojo avizor, le tome el pelo más de un curial, defensor de sus viejos privilegios. Y eso de tráfico de divisas en el Vaticano, ¿no suena a cosa reciente?

sábado, 26 de abril de 2014

Canonizaciones de papas

Mañana domingo, el papa Francisco canonizará a dos papas: Juan XXIII y Juan Pablo II. A raíz de ello, se me ocurren ciertas consideraciones. A medida que avanzamos hacia un mundo cada vez más secularizado, se disparan los récords de las beatificaciones y canonizaciones en la Iglesia. No sabría contar las beatificaciones realizadas bajo el pontificado de Juan Pablo II. Yo diría que innumerables. Y dígase lo mismo de las canonizaciones, si se compara su número con la de los papas anteriores. Para ubicarnos solo en el siglo XX, Pío X tuvo 7 beatificaciones y 4 canonizaciones; Benedicto XV, 3 y 4; Pío XI, 11 y 26; Pío XII, 23 y 33; y Pablo VI, 31 y 21. Juan Pablo II las multiplicó, diría de forma exagerada, hasta el infinito.


Resulta que papas santificados, si no he contado mal, han sido 77.
A continuación de san Pedro, los siguientes 53 aparecen en el nomenclátor de la lista papal como santos, muchos de ellos mártires. Es decir, hasta el año 530, con la muerte de san Félix. Vienen después otros veinte hasta el año 1200. Y a partir de esa fecha, es decir, desde hace ocho siglos, tan solo tres santificados: Celestino V (1294), monje que renunció al papado a los cinco meses de su elección, único caso anterior a Benedicto XVI. Dante lo colocó en el infierno en la Divina Comedia porque «hizo por cobardía el gran rechazo». Pero Clemente V lo canonizó «santo confesor» en Aviñón en 1313. Pasamos al siglo XVI con Pío V (1566-1572), el papa dominico que puso en marcha el concilio de Trento y también el papa de Lepanto. Y saltamos ya a comienzos del siglo XX con Pío X (1903-1914), canonizado por Pío XII.
Y ahora, de una tacada, dos nuevos papas recientes y conocidos de todos: Juan XXIII y Juan Pablo II. Da la impresión de que Juan XXIII acude a esta cita como comodín de Juan Pablo II. Éste ha seguido todos los trámites de la legislación canónica para las causas de los santos. Fundamentalmente, la aprobación de un milagro. Juan XXIII, el pobre, no ha podido ofrecer un milagro que echarse a la espalda. Pero el papa Francisco le ha dispensado de ello y ahí va con el papa polaco a la canonización. Ya en el año 2000, cuando Juan XXIII fue beatificado, fue a él a quien le colocaron de comodín otro papa que causaba displicencias en ciertos sectores de la Iglesia y fuera de ella: Pío IX, el último papa rey, el papa del Syllabus y el papa del concilio Vaticano I. El papa que perdió los Estados pontificios.
En esto de comodines, ocurre también en otras ocasiones. Cuando beatificaron a Escrivá de Balaguer en 1992, el Opus pretendía ocupar la Plaza de San Pedro a la mayor gloria exclusiva de su fundador. Pero el Vaticano, con cierto criterio, le buscó un comodín. ¿Cuál fue? Josefina Bakita, vendida de niña en el mercado de negros, comprada después por un comerciante italiano y liberada. Y de esclava a santa: Juan Pablo II la beatificó junto a Escrivá y la canonizó en el 2000. El postulador de su causa, el padre trinitario Teodoro Zamalloa, con el que conversé en Roma, se vio agraciado porque la santita negra que él postulaba pasó de pronto de la larga lista de causas de santos en espera a primera fila. Creo que en septiembre beatificarán al segundo de Escrivá, Álvaro del Portillo. Sobre él pesa la faena que le hizo a un humilde cura vasco, Antonio Amundaráin, que fundó la Alianza en Jesús por María, las Aliadas. Supongo que Portillo habrá pedido perdón en el cielo al sencillo Amundaráin, que ya es siervo de Dios. Su causa discurre a paso lento; el otro, al parecer, ha sabido correr mejor.
Días antes de la culminación del Vaticano II, 18 de noviembre de 1965, Pablo VI anunció en la Basílica de San Pedro que las causas de beatificación y canonización de sus predecesores Pío XII y Juan XXIII comenzaban su curso.
A partir de ese momento arrancan los procesos de dos papas que Pablo VI hubiera querido que fueran de la mano. Pero, como se ve, no ha sido así. Después de 48 años, la causa de Juan XXIII llega a su fin; la causa de Pío XII está todavía en escalones inferiores. Ya es Venerable, que no es poco. Pero su causa está ralentizada por presiones mediáticas del mundo judío.
Durante el Vaticano II surgió un movimiento en los ambientes progresistas del concilio de proclamar a Juan XXIII santo por aclamación, como se hacía en la primitiva Iglesia. Helder Cámara, obispo de Recife, a quien traté en dos ocasiones en Sevilla, afirmó en una conferencia celebrada en Roma que Juan XXIII debía ser canonizado al final del concilio como «el profeta de las nuevas estructuras, amigo de Dios y amigo de toda la gente». La curia y los grupos conservadores pensaban por el contrario que la figura a santificar era la de Pío XII, que dejó toda una doctrina sabia en todos los campos. Ante estas tensiones, que no afloraron al mundo periodístico del concilio, sino que se fraguaba en su interior, Pablo VI, que había trabajado intensamente con ambos papas y temía que una manifestación espontánea de los obispos en el concilio proclamase santo súbito a Juan XXIII sin pasar por los procesos ordinarios, optó por adelantarse y proclamó el inicio de las causas de ambos papas. Un anuncio que no suscitó especial entusiasmo en algunos sectores que no aprobaban el magisterio de su predecesor y opinaban que el concilio se había distanciado de tal forma de las enseñanzas de Pío XII que había producido una verdadera fractura en la Iglesia.
En fin, Pablo VI encargó al jesuita Molinari las dos causas. Molinari objetó que sería demasiado trabajo, cuando era postulador también de las causas jesuíticas. Al darle el papa a elegir, optó por la de Pío XII. La de Juan XXIII fue tomada por un franciscano. Arrancaron al mismo tiempo, pero la figura de Pío XII ha sufrido desde esos años del concilio tal cúmulo de injurias y calumnias, como ningún otro papa del siglo XX, hasta ser llamado injustamente el «Papa de Hitler».
Para terminar, pediría al papa Francisco cierta economía en las beatificaciones y canonizaciones. No dudamos que todos están en el cielo –porque Dios es la infinita misericordia–, sin que haya necesidad de que se proclame oficialmente su santidad por la Iglesia. Sino elegir modelos que estimulen a los cristianos de a pie a vivir el Evangelio en los días que nos toca vivir. Y menos medallas y altares de ciertos santos de corporaciones cerradas que a muchos no solo no nos dicen nada sino que ofrecen rechazo su estilo de vida. 

miércoles, 23 de abril de 2014

El «Santero de Sevilla»

El 23 de abril de 1878 –hace de ello hoy 136 años– murió en Sevilla el padre José Torres Padilla, fundador con sor Ángela de las Hermanas de la Cruz. La placita de Santa Marta, donde vivía, es un lugar privilegiado para subir al cielo. A su lado estaba el fundador de las Filipensas, Jerónimo García Tejero, su confesor, que recibió del enfermo varios encargos y el sitio donde estaba la caja con los pobres ornamentos sacerdotales que de­bían servirle de mortaja. A las once y cuarto de la mañana murió. El padre Tejero recitó las preces de rigor junto a otros sacerdotes que se hallaban en la habitación. Después salió y anunció a las Hermanas de la Cruz que aguardaban fuera la triste noticia. Ha muerto el «Santero de Sevilla».
Murió el martes de Pascua de Resurrección, último día de una Feria de Abril que aquel año comenzó el domingo de Resurrección.


Los fieles acudieron en masa a la casa mortuoria, al tener noticia de su muerte, y se consolaban tocando rosarios y otros objetos religiosos en el cadáver. Al día siguiente, fue llevado al cementerio de San Sebastián, situado al lado de la ermita del mismo nombre y al final de lo que entonces era el Prado de San Sebastián. Aún quedaban los rescoldos de la Feria de Abril. El féretro fue llevado a hombros por seis sacerdotes y el cabildo catedral acompañó el cortejo fúnebre hasta la Puerta de Jerez. Una vez en la ermita, no se vio la necesidad de enterrarlo enseguida, porque el cuerpo no daba aún signos de corrupción. Aquella noche del 24 al 25 de abril, fue velado por las Hermanas de la Cruz y algunos fieles, «conmovedora vigilia que contrastaba con el aspecto de la inmediata populosa ciudad, que dormía profundamente el sueño de las bacanales del día anterior» de la Feria de Sevilla. Por fin, al día siguiente, 25 de abril por la tarde, le dieron cristiana sepultura. Y en el cementerio de San Sebastián permanecieron sus restos hasta el 30 de abril de 1883 en que fueron trasladados a la Casa Madre de las Hermanas de la Cruz.
Estas Hermanas lo consideran como padre fundador y dentro de unos días, el próximo 5 de mayo, se abrirá su proceso diocesano de beatificación en el Sagrario de la catedral.
Canario de nacimiento, fue canónigo de la catedral de Sevilla y asistió como teólogo al Concilio Vaticano I. Como docente, impartió clases en el Seminario Conciliar de Patrología, Disciplina e Historia Eclesiástica.
Piadoso y recogido, era hombre de estudio y de confesionario. Llegó a Sevilla en 1834, después de haber estudiado en la Universidad de la Laguna donde aprobó Latín en 1829 y Humanidades en 1830. Comenzado el primer curso de Filosofía, fue clausurada esta Universidad, y Torres Padilla, queriendo continuar sus estudios, embarcó para la península, dispuesto a seguir en la Universidad de Sevilla. El barco arribó en Cádiz, pero no pudo desembarcar por encontrarse afectada la ciudad por el cólera y siguió rumbo a Valencia. Se matriculó en la Universidad valenciana como pobre en segundo de Filosofía, que aprobó en mayo de 1834. Pasó a Sevilla y se acogió en el convento franciscano de los Terceros. A los pocos días, fue admitido en calidad de paje de su paisano el arzobispo de Heraclea, Cristóbal Bencomo, que pasó los últimos años de su vida en Sevilla. Pero el obispo protector, que gozaba de la dignidad de arcediano de Carmona, se le muere bien pronto, el miércoles santo, 15 de abril de 1835. Torres Padilla celebró su primera misa el 8 de marzo de 1836. Siguió con la Teología, que terminó en 1842. Humilde, sencillo, recogido, vivía por este tiempo en la calle de Hiniesta y cercanos tenía los conventos de Santa Isabel, de Santa Paula y de San Inés, donde confesaba.
Entre sus dirigidas espirituales predilectas están tres monjas conocidas por su espíritu místico. La dominica sor Bárbara de Santo Domingo, de la que tengo una biografía escrita que he titulado «Sor Bárbara de la Giralda», porque nació en lo alto de la Giralda, bajo el cuerpo de campanas, donde vivía con sus padres, él campanero segundo. La Madre Sacramento, mercedaria descalza de San José, figura conmovedora de la Sevilla mística del siglo XIX. Su muerte, en diciembre de 1879, causó honda conmoción en toda la ciudad. Su cadáver permaneció insepulto e incorrupto 19 días en el coro bajo del convento, pasando ante él toda Sevilla. Desgraciadamente sus restos desaparecieron en el incendio provocado en el convento por la chusma el 18 de julio de 1936, al inicio de la guerra civil. Y santa Ángela de la Cruz, de la que ya he contado cosas en otras ocasiones y de la que también he escrito un par de libros.
Hay una anécdota muy conocida de Torres Padilla. Tan recogidos llevaba por la calle sus ojos, que se decía que en los años que llevaba en Sevilla no había levantado la vista para conocer la Torre del Oro. Le preguntaban los amigos por qué tenía siempre la vista fija en el suelo y él contestaba:
–¡Como padezco de estómago…!
Uno replicó:
–¡No sabía yo que el dolor de estómago estuviese en los ojos!
No eran tiempos aquellos de solaz y recreación para los clérigos. Un presbítero, que se preciara de tal y deseoso de conducirse por el camino de la perfección, como lo pretendía Torres Padilla, no podía ir por la calle de otro modo. Era lo correcto. Pero no todos se comportaban así. Había clérigos que se permitían salir de paisano y se les veía así por paseos y otros parajes públicos. Pero para ellos estaba don Victoriano Guisasola, secretario de cámara del cardenal de la Lastra, arcipreste de la catedral y con el tiempo obispo de Teruel y otras diócesis hasta recalar en Santiago de Compostela, que había prohibido a los clérigos el uso del traje seglar y disponía de un alguacil mayor de la Mitra, entre bonachón y malas pulgas, y con amplios bigotes, que empuñando su bastón de borlas fisgoneaba y perseguía por las calles y plazas de Sevilla a la clerecía indómita.
Torres Padilla no era así. Era un cura santo, el Santero de Sevilla le llamaban, aunque en verdad resulte un poco exagerado eso de llevar los ojos tan recogidos.

domingo, 20 de abril de 2014

El Día del Señor

No hay momento mejor que el domingo de Resurrección para hablar del Día del Señor. Ya en los Hechos de los Apóstoles se decía que los cristianos se reunían el primer día de la semana “para la fracción del pan”. No escogieron precisamente el jueves, día de la institución de la Eucaristía, sino el domingo, en recuerdo de la resurrección del Señor. Para los primeros cristianos, el domingo era un día de fiesta, no una obligación. “Partían el pan en las casas y comían juntos alabando a Dios con alegría y de todo corazón” (2, 46).
Hay numerosos textos de los primeros años del cristianismo que refieren la alegría y el contento de los cristianos en sus reuniones dominicales. Pero me voy a referir a una muy significativa: el testimonio de los mártires de Abitinia en el año 304, durante la persecución de Diocleciano. Comparecen ante el procónsul 31 hombres y 18 mujeres por haberse reunido ilegalmente, desobedeciendo el edicto imperial. El presbítero Saturnino le contesta:
–Nosotros debemos celebrar el día del Señor. Es nuestra ley.
El lector Emérito, en cuya casa había tenido lugar el encuentro, exclama a continuación:
–Es cierto que hemos celebrado en mi casa el día del Señor, porque no podríamos vivir sin el día del Señor.
Y seguidamente añade Victoria:
–Yo también he participado en la reunión porque soy cristiana.
En un ambiente hostil, los cristianos sienten la necesidad vital de reunirse el domingo y sentir la alegría de celebrar juntos el día del Señor. Como escribió san Jerónimo:
–Todos los días fueron creados por el Señor, pero los demás días pueden pertenecer a los judíos, a los herejes y hasta a los gentiles. Nuestro día es el domingo, el día de la resurrección. Se le llama día del Señor, porque en ese día el Señor volvió triunfante.
Lo que también ratifica san Agustín:
–El día del Señor no fue revelado a los judíos, sino a los cristianos por medio de la resurrección de Cristo. Por esto lo celebramos.
No es tanto para nosotros un día de descanso (carácter propio del sábado judaico), cuanto un día activo de alegría. “Peca quien en este día está triste”, se lee en la Didascalia. “Pasamos en alegría el día octavo, aquel en que resucitó el Señor”, se dice en la Carta de Bernabé. “Celebramos el día del Señor como un día de alegría, pues en este día resucitó Cristo, y así se nos ha enseñado que en este día no debemos arrodillarnos”, escribe Pedro de Alejandría.
Fiesta y gozo, porque el Señor resucitó. Así podremos resumir el talante de aquellos cristianos en su reunión semanal en torno al altar. ¿Y hoy?
Lo dejo a vuestra meditación. Pero cuando se ve a más de un cristiano llegar tarde a la reunión dominical, jadeante, con las llaves del coche en las manos, colocado tras un pilar del templo y mirando continuamente el reloj para salir disparado antes de que termine la misa hacia su coche que le llevará presuroso al chalé de los domingos, uno se pregunta dónde está el gozo y la alegría, dónde la paz y la comunión de los hermanos.
Más parece una obligación y un trámite que cuanto antes y más rápidamente se pase, mejor.

miércoles, 16 de abril de 2014

¿Pilato nació en Sevilla?

Pensaréis que es una broma, pero tengo una biografía de Pilato, ilustre personaje recordado todas las Semanas Santas por su papel de débil y pastelero político. Cómo firmó la sentencia de muerte de Jesús, a sabiendas de que era injusta, para salvar su carrera política, que peligraba en aquellos momentos si se enfrentaba a los judíos.
La biografía está escrita por el periodista italiano Ottorino Gurgo, napolitano que vive en Roma y en tiempos fue compañero de Indro Montanelli en las lides periodísticas.
Describiendo los orígenes oscuros de Pilato, dice Gurgo:
–Según uno de estos relatos, entre los más acreditados, Pilato nació en España, en Ispalis, en la región andaluza, de una indígena, unida por vínculo matrimonial ex usu a Tito Ponzio, centurión romano dotado de excepcional fuerza física, combatiente del séquito de Seio Strabone.
Así que ya saben. Según Ottorino Gurgo, Pilato nació con toda probabilidad en la ciudad hispalense de la Bética romana, o séase, la Sevilla de hoy, de una sevillana y de un centurión romano. Solo hace falta que esta noticia llegue a oídos de los cocheros sevillanos y lleven a los turistas, calle Águilas arriba, hasta dar con la Casa de Pilatos. Sí, Pilatos terminado en «s», que en Sevilla, Pilato se escribe Pilatos, porque somos muy finos, aunque luego en el habla nos comamos las eses.
Que cuenta la leyenda que llevaba un cochero de paseo a unos clientes y, al pasar por la Casa de Pilatos, les dijo:
–Esta es la casa del señor Pilatos, ¡ese tío que casi nos desgracia la Semana Santa!
Como diciendo: si no hubiera firmado la sentencia de muerte, ni tendríamos Semana Santa de Sevilla ni ná de ná.
Cuenta Gurgo que Pilato debe su apellido a la precoz calvicie que tenía. Y así, según creo, lo retratan en no pocos misterios de la pasión según Sevilla.
–Su aspecto físico –continúa Gurgo– era feo: bajo, calvo, piel grasienta, mirada esquiva, manos pequeñas y achaparradas.
El papa Francisco, en la homilía de este domingo de Ramos, improvisó un texto no escrito donde iba repitiendo insistentemente estas palabras:
–¿Quién soy yo? ¿Quién soy yo ante mi Señor?... ¿Soy yo como Judas? ¿Soy yo un traidor?... ¿Soy yo como Pilato que cuando veo que la situación es difícil, me lavo las manos y no sé asumir mi responsabilidad y dejo condenar – o condeno yo – a las personas? ¿Soy yo como aquella muchedumbre que no sabía bien si estaba en una reunión religiosa, en un juicio o en un circo, y elije a Barrabás?...
¿Soy yo como Pilato?
Pilato no era amigo de crueldades, era un romano astuto que le tocó jugar el papel del débil.
¿Soy yo – remedando las palabras del papa Francisco– débil como Pilato?
Buena pregunta que se deberían de hacer los políticos y jueces de este nuestro país.
Más adelante, Pilato fue suspendido de empleo y sueldo por Vitelio, legado de Siria, inmediato superior suyo, y trasladado a Roma. Ahí se pierde su pista.
La tradición cristiana ha imaginado un final fatal para este pobre Pilato: murió comido por los gusanos, comido también de remordimientos por la muerte de Jesús.
Anatole France imaginó otro final no menos atrayente: Poncio Pilato, anciano, envejecido, se encuentra con su viejo camarada Elio Lama en su retiro campestre, donde vive con su achaque de gota. En la conversación, Elio le recuerda:
–¿Te acuerdas de Jesús?
Y Pilato le contestó:
–No me acuerdo.

sábado, 12 de abril de 2014

Cristo de la Clemencia

Hay un Cristo en la catedral de Sevilla, imponente y se­reno en su mirada misericordiosa, que permanece silencioso en su capilla, mientras las procesiones de Semana Santa recorren las naves del templo en su estación penitencial. Es el Cristo de la Clemencia, de Martínez Mon­tañés, digno de ser aupado por su belleza escultural en el mejor paso procesional de Sevilla.
Pero no fue hecho para el clamor de las calles, sino para el silencio del oratorio donde el devoto penitente eleva los ojos en oración suplicante y se encuentra con los del Cristo de la Clemencia, siempre misericordioso y dis­puesto al per­dón.


Se lo encargó a Martínez Montañés, en 1603, el arce­diano de Carmona, Mateo Vázquez de Leca, para su capilla particu­lar en su casona de la collación de San Nicolás. Y lo quería así, con la mirada hacia abajo, sereno y clemente ha­cia el pecador. Que era, según se cuenta, el propio canó­nigo.
Un año antes, en 1602, según cuenta la tradición, se había dado en el arcediano de Carmona una conversión singular. Había vivido hasta entonces Mateo Vázquez de Leca con todos los regalos que le habían venido por la diosa for­tuna. Su tío, de igual nombre y apellidos, había sido el se­cretario particular de Felipe II. El sobrino se crio en el palacio arzobispal de Sevilla a la sombra del célebre car­denal Rodrigo de Castro. A los 14 años ya era canónigo cole­gial del Salvador, y a los 18, muerto su tío en Madrid, he­redó su canonjía y el arcedianato de Carmona, aunque no te­nía la edad exigida. Mateo Vázquez de Leca lo tenía todo: juventud, fortuna familiar y cargo prestigioso. Ordenado tan sólo de epístola (o de subdiácono), paseaba por Sevilla su porte señoritil. El padre jesuita Gabriel de Aranda, en su libro "Vida del Venerable Fernando de Contreras", cuenta que le conoció en los úl­timos años de su vida y «como la edad era poca y la renta mucha, no fueron sus pasos tan ajustados a las obligaciones en que el estado de eclesiástico le po­nían...». 
Pero sucedió su singular conversión. Tras la procesión del Cor­pus de aquel año («habiendo lucido el arcediano en la proce­sión, así en lo transparente y aseado como en la sotana casi de soplillo que llevaba debajo, para lucir un vestido de brocado muy rico que había estrenado aquel día»), sintió la llamada de una mujer tapada que le hizo señas para que le siguiese. Vázquez de Leca la siguió, rumiando en su mente cierta curiosidad morbosa. En la capilla de la Virgen de los Reyes le pidió que se descubriera. Ante el silencio de la señora, lo hizo él. Separó el manto que le cubría el ros­tro y... se halló con la tétrica imagen de un esqueleto.
Mateo Vázquez de Leca salió de la capilla de la Virgen de los Reyes gritando:
–¡Eternidad, eternidad, eternidad!
Se dirigió a su casa, una de las principales de la collación de San Nicolás, se cambió de vestimenta tomando la de un criado, y, entrada ya la noche, acudió al padre Fernando de Mata, «sacerdote el más ejemplar que conocía por aquel tiempo Sevilla». Se acogió a su dirección espiritual y la vida del arcediano cambió radicalmente.
Ordenado de sacerdote, encargó a Martínez Montañés la factura de un Cristo con mirada compasiva hacia el penitente orante. Es el Cristo de la Clemencia. ¡Cuántas oraciones no derramaría ante esta maravillosa imagen! El 24 de septiembre de 1614 donó la imagen al monasterio de la Cartuja. En el siglo XIX, tras la exclaustración de monasterios y conventos, vino la imagen a la catedral, siendo colocada en la sacristía de los Cálices. De ahí el nombre por el que también es conocido: Cristo de los Cálices. Desde 1993 tiene capilla propia en el templo catedralicio, en la nave de la Epístola.

miércoles, 9 de abril de 2014

Un corazón femenino

Edith Stein (para la Iglesia, santa Teresa Benedicta de la Cruz) es uno de mis personajes preferidos. Judía de nacimiento, cabeza pensante, discípula predilecta de Husserl, convertida al catolicismo y dedicada a la enseñanza en un colegio de la Iglesia, ya que por ser judía y por ser mujer no podía optar a cátedra universitaria. Con deseos de encerrarse en un Carmelo, sus confesores la apremian a que siga en el mundo, porque así puede dar gloria a Dios con sus conferencias. Entraría de carmelita cuando Hitler llegó al poder y fue despojada de su categoría de maestra.



Pues en sus conferencias, Edith Stein resalta siempre los valores espirituales de la mujer. Será su tema recurrente: Un corazón femenino…
Edith rompe su enclaustrado silencio de profesora de alemán en Espira y se lanza por los caminos de media Europa a hablar a las mujeres precisamente de la mujer. Llegó a ser en sus tiempos universitarios una feminista extrema. Lo confiesa ella:
—Como estudiante y joven universitaria he sido feminista radical.
Era un feminismo joven, inmaduro, de inquieta estudiante, que buscaba la total emancipación de la mujer frente al varón. Pero después el tema le dejó de interesar.
–Ahora busco, porque creo que ha de ser así, soluciones lo más objetivas posibles.
Se trata de cultivar los valores femeninos resaltando lo peculiar de la mujer en un mundo dominado por el hombre. Toda mujer está capacitada para cualquier profesión y la discriminación de la mujer debe ser eliminada.
–En parte como consecuencia de la ideología romántica, en parte también como reminiscencia de una mentalidad racista, y, finalmente, mediante la referencia a la situación actual de la economía, se quiere borrar la evolución de las últimas décadas y se pretende recluir a la mujer en el campo de actuación circunscrito a la casa y a la familia. Pero entonces no se tiene en cuenta la naturaleza espiritual de la mujer ni las leyes de la evolución histórica.
Para Edith es un hecho evidente que ninguna mujer es únicamente mujer.
–Cada una tiene su especificidad y su disposición individuales con el mismo título que el hombre, y cada una tiene la competencia para ejercer, según esta disposición, tal o cual actividad profesional.
Edith se deja conocer en todos los círculos católicos de Alemania. Y la prensa se hace eco de ello. Un periodista del Heidelberger Bote escribió:
–La conferencia de Edith Stein resultó convincente porque no cayó en el pathos del movimiento feminista y porque la conferenciante era una encarnación perceptible y visible de sus propias ideas.
Pero también recibía críticas. Sus modales reposados, su timidez… Decía ella:
—En el fondo, lo que yo tengo que decir es siempre una verdad pequeña, sencilla: cómo se puede comenzar a vivir de la mano del Señor.
Y también de su forma pía de hablar… Maria Offenberg, alumna suya, se encontró con Edith en una comisión cultural en Bendorf en 1928. Edith habló de la formación cristiana de la mujer. Y Maria Offenberg quedó extrañada:
—No la veía desde 1918 y tuve con Edith Stein una controversia en 1928. Era muy distinta, llena de tacto y objetividad, si bien algunas de nosotras no llegábamos a comprender este cambio total producido en ella.
Sin proseguir en un análisis exhaustivo de su visión del hecho femenino en la sociedad de su tiempo, solo quiero dejar constancia de dos interrogantes que formuló en alguna ocasión.
—¿Cómo se comporta la Iglesia con las mujeres?
Que puede ir unida a esta otra formulada en otro momento:
—La cuestión difícil y comprometida del sacerdocio femenino.
El solo hecho de formularlas, ya me parece audaz para su tiempo.
—En el actual derecho canónico —dice Edith— no se puede, ciertamente, hablar de una equiparación de la mujer con el hombre, puesto que ella está excluida de todos los oficios consagrados de la Iglesia… Su situación actual ha empeorado respecto de los tiempos primitivos de la Iglesia, en los cuales las mujeres tenían funciones oficiales como diaconisas consagradas. El hecho de que aquí se haya seguido una mutación gradual muestra la posibilidad de una evolución en sentido opuesto. Y la vida eclesial de la actualidad apunta a que tenemos que esperar una evolución similar, pues podemos constatar cómo las mujeres se sienten llamadas en número creciente a tareas eclesiales: caridad, ayuda pastoral, actividad didáctica. Las normas jurídicas son, empero, normalmente la fijación jurídica que sigue a formas de vida que ya se han impuesto prácticamente. No puede preverse cuán lejos podría ir una evolución semejante. En otra ocasión he dicho que yo personalmente no creo en una evolución hasta la posibilitación del sacerdocio de la mujer.
Pues habrá quien lo piense. Hace unos años, el cardenal Tarancón (habrá ya quien no lo recuerde o haya conocido), en un programa nocturno dominical de Radio Nacional llamado “Hola, grandullón”, pronunció la siguiente afirmación:
–Creo que la utopía de la mujer sacerdote se hará realidad, aunque yo ya no lo veré, porque las cosas de palacio van despacio. 

sábado, 5 de abril de 2014

Bibliocausto

No he sido yo quien ha inventado esta palabreja. Fue la revista norteamericana Times quien la creó el 22 de mayo de 1933, cuando publicó el reportaje de la periodista Dorothy Thompson, donde contaba que los libros de su marido Sinclair Lewis fueron quemados en la hoguera junto a los de Hemingway, John Dos Passos y otros, en la Alemania nazi. Ello le supuso la expulsión de Alemania. La palabra bibliocausto (biblion = libro; kaustos = quemado) trasciende este episodio y habría que extenderlo a la historia del libro.
Pero comencemos por este suceso. El 5 de mayo de 1933, estudiantes pronazis sitian la plaza de la catedral de Münster, a escasos cien metros del Colegio Mariano, donde se aloja Edith Stein (quien por ser judía ha sido desposeída un mes antes de su cargo de maestra), y montan una «picota de la vergüenza», es decir, toda una pila de libros «degenerados» de autores principalmente judíos. Edith ha de pasar por delante de semejante infamia para ir a la ciudad. Finalmente, el 10 de mayo, junto con las demás ciudades universitarias alemanas, los camisas pardas y juventudes hitlerianas prendieron fuego a esos «escritos judíos destructores» como reacción, denuncian ellos, a la amenaza del judaísmo mundial contra Alemania. Más de 20.000 volúmenes fueron quemados en el Bebelplatz de Berlín; de 2.000 a 3.000 en todas las otras grandes ciudades. Alrededor de 40.000 libros, incluyendo obras de Karl Marx entre otros autores. Publicaciones de filósofos, científicos, poetas y escritores, considerados peligrosos y antigermánicos. Se cuenta que Sigmund Freud comentó al enterarse:
—Es un gran progreso con respecto a la Edad Media; ahora queman mis libros, y entonces me hubieran quemado a mí.
En el centro de la Bebelplatz, como recuerdo permanente de aquel acto de incultura, hay una losa de cristal en la que es posible apreciar unas estanterías vacías y una premonitoria frase tomada de un libro del poeta Heinrich Heine, judío alemán, escrito en 1817:
—Eso sólo fue el preludio; ahí donde se queman libros, se termina quemando también a las personas.
La quema de libros fue un acto propagandístico que Joseph Goebbels, ministro de propaganda, alabó como el día en que Alemania había comenzado a limpiarse interna y externamente de excedencia académica.
Después llegará el turno de la profesión médica, del foro, del notariado. Y también, el teatro, el cine, las asociaciones de escritores y artistas serán purificados, así como las asociaciones deportivas y las Fuerzas Armadas… en una «obsesión purificadora» de todos los agentes que no comulgan con el nuevo régimen nazi.
Pero la quema de libros abarca la historia de la humanidad. Y en ello, la propia Iglesia contiene páginas vergonzantes de intransigencia inquisitorial. Tal vez, pensando en ello, y bajo el prisma del humor, Miguel de Cervantes escribió ese capítulo VI de la primera parte del Quijote, donde al divino loco, a su vuelta a casa después de su primera salida a desfacer entuertos, mientras está postrado en cama, le expurgan su biblioteca. Cómo el cura, el barbero, la sobrina y el ama arrojan por la ventana al corral los libros de caballerías, poemas épicos y novelas pastoriles para ser pasto del fuego.
En 1479, se quemó en Salamanca el tratado De confessione del Martínez de Osma, el maestro de Nebrija. Con toda solemnidad. En la predicación de la misa, el orador desarrolló el lema: «Nolite sapere plus quam oportet» (No queráis saber más de lo que conviene). O aquella «santa ignorancia» que le predicaban en México a la poetisa sor Juana Inés de la Cruz (segunda mitad del siglo XVII).
Porque «saber leer (y escribir) es un acto de apropiación del mundo», dice Werner Fuld en su obra «Breve historia de los libros prohibidos», que recomiendo.
Y termino con una alusión familiar. Año 1950. Santa Olalla del Cala, pueblo de la sierra de Huelva. El maestro y el cura dan clases por las noches a jóvenes adultos, analfabetos de la guerra. El cura se ha traído de la iglesia no pocas velas porque la luz del pueblo se apaga de continuo. Clases de adultos, gratis, cuando ni siquiera en aquella época se podía pensar en ello. Y el rico del pueblo, padre del alcalde, que espetaba:
–¿Y qué necesidad tienen de saber leer y escribir?
 El cura se llamaba don Manuel Lassaletta y Muñoz Seca, sobrino del comediógrafo Pedro Muñoz Seca, asesinado en 1936 en Paracuellos. El maestro era mi padre.

martes, 1 de abril de 2014

La Pietà (tan hermosa) de Miguel Ángel

Fue realizada esta maravillosa escultura en 1499. Contaba entonces Miguel Ángel tan sólo 24 años. Sus contemporáneos juzgaron La Pietá como una obra revolucionaria. La Virgen, que tiene en sus brazos a Jesús muerto, aparece más joven que el Hijo y de una belleza luminosa, intacta. El mismo Miguel Ángel confesó que había elegido como modelo a una chica de la aristocracia romana, puesto que los rasgos de la Virgen deben ser puros, nobles, perfectos.


Cuando el cardenal francés de la Groslaye, que le había hecho el encargo, vio la obra en avanzada fase de ejecución, preguntó al joven escultor por qué había concebido esta obra bajo un concepto tan nuevo que sin duda provocaría incomprensión y estupor. El artista respondió: 
–¿Os sorprende, eminencia? A mí me parece natural que la Virgen María no pudiera envejecer; siendo la más pura entre las mujeres habrá mantenido intacta, sin duda, la flor de la juventud. Además, ¿no conserva cada uno de nosotros dentro de su corazón una imagen joven de su propia madre?; por esto Jesús muerto yace tan sereno en los brazos piadosos de su Madre.
La respuesta convenció al cardenal, pero, para evitar posibles contestaciones, ordenó que la obra fuese colocada sin demasiada ostentación en la capilla del rey de Francia en la basílica de San Pedro. Se hizo tan escondidamente que durante mucho tiempo esta obra preciosa pasó casi inadvertida.
En el rostro virginal de la Virgen –refiere Papini– «hay una tristeza suave, no deformada por ningún elemento demasiado humano; y hay también la belleza casta de la mujer joven, pero tan pura que parece el reflejo de un mundo que aún no es el cielo, pero ya no es la tierra. La Virgen tiene al Hijo en su regazo con la misma actitud de ternura de cuando era niño, pero el rostro ya no es alegre como entonces, y la mano izquierda, en vez de esbozar una caricia, se tiende hacia afuera, con la palma abierta, como la de una pobre mendiga».
Miguel Ángel, que amaba esta escultura más que ninguna otra, acudía de vez en cuando a San Pedro para admirarla. Un día oyó a alguien comentar que aquella obra estaba realizada por el escultor Cristóforo Solari, apodado «El Jorobado de Milán». Entonces Miguel Ángel llegó de noche a la estatua con su cincel y una lamparilla y estampó en ella su nombre: Michael Angelus Bonarotus Florentinus faciebat. Está grabado en una especie de cinta que atraviesa el pecho de la Virgen: no quería que en el futuro nadie le arrebatase la gloria de la creación de una de las estatuas más hermosas del mundo. Fue la única vez en toda su vida que el artista firmó una escultura suya.
En mayo de 1972, un exiliado húngaro, al parecer con sus facultades mentales alteradas, llamado Lázlo Toth, mutiló a martillazos La Pietá, causándole serios destrozos en el rostro y en el brazo. Se temió en un principio que los daños fuesen irreparables; pero la genial escultura fue restaurada y de nuevo quedó expuesta a los turistas. Los restauradores recogieron hasta los más diminutos trocitos, que fueron colocando pacientemente en su sitio. Sólo en la parte posterior de la cabeza, inapreciable para los espectadores, quedan unas leves huellas del criminal atentado. A partir de entonces, la obra de Miguel Ángel se muestra en su lugar habitual de la basílica de San Pedro, pero protegida por un cristal irrompible.