sábado, 27 de septiembre de 2014

Miguel de Unamuno y el judío Edgardo Mortara

Este 29 de septiembre se cumplen 150 años del nacimiento de Unamuno, «este donquijotesco / don Miguel de Unamuno, fuerte vasco, / lleva el arnés grotesco / y el irrisorio casco / del buen manchego…», que versificara Antonio Machado. Hay un libro que leo y releo de vez en cuando: Vida de don Quijote y Sancho, un precioso ensayo del vasco Unamuno sobre la lectura e interpretación del Quijote. No pocas veces recuerdo a mis amigos jesuitas ese pasaje donde cuenta cómo Iñigo de Loyola se dejó guiar de la inspiración de su cabalgadura, cual hiciera don Quijote en su primera salida.
–Esta aventura de los mercaderes – refiere Unamuno– trae a mi memoria aquella otra del caballero Iñigo de Loyola, que nos cuenta el P. Rivadeneira en el libro de su Vida, cuando yendo Ignacio camino de Monserrate «topó acaso con un moro de los que en aquel tiempo quedaban en España en los reinos de Valencia y Aragón» y «comenzaron a andar juntos, y a trabar plática y de una en otra vinieron a tratar de la virginidad y pureza de la gloriosísima Virgen Nuestra Señora». Y tal se puso la cosa, que Iñigo, al separarse del moro, quedó «muy dudoso y perplejo en lo que había de hacer; porque no sabía si la fe que profesaba y la piedad cristiana le obligaba a darse priesa tras el moro, y alcanzarle y darle de puñaladas por el atrevimiento y osadía que había tenido de hablar tan desvergonzadamente en desacato de la bienaventurada siempre Virgen sin mancilla». Y al llegar a una encrucijada, se lo dejó a la cabalgadura, según el camino que tomase, o para buscar al moro y matarle a puñaladas o para no hacerle caso. Y Dios quiso iluminar a la cabalgadura, y «dejando el camino ancho y llano por do había ido el moro, se fue por el que era más a propósito para Ignacio». Y ved cómo se debe la Compañía de Jesús a la inspiración de una caballería.
Y es así cómo Iñigo de Loyola llegó a Manresa, escribió el librito de los Ejercicios Espirituales y pergeñó la Compañía de Jesús que surgiría años más tarde en Montmartre de París. Es curiosa la apreciación de Unamuno. La Compañía de Jesús surgió de la decisión de una caballería, mula o caballo, vete a saber. Si hubiera tomado el camino del moro, lo hubiera matado por agraviar la religión católica, pero hubiera fenecido la semilla de la futura Compañía de Jesús.
Mas quiero referir otro caso poco conocido. El encuentro de Unamuno con un fraile agustino. Cuenta el vasco en su libro Contra esto y aquello, de relatos cortos, cómo el padre Mortara pronunció en su presencia «un sermón predicado en vascuence en Guernica». «Era un genuino israelita y un israelita italiano, vivo y sagaz, ingenioso y emprendedor». «Era un verdadero poliglota; hablaba una porción de lenguas y predicaba en algunas de ellas. Y en llegando a mi país se propuso hablar vascuence y llegó a conseguirlo».
Edgardo Mortara, que así se llamaba este fraile agustino, es protagonista de una historia bastante rocambolesca, impensable en nuestro tiempo. Nacido en una familia judía, a los 16 meses sufrió una grave enfermedad y la criada, Anna Morisi, cristiana de 16 ó 18 años, decidió bautizarlo sin que sus padres lo supieran. Pasado un tiempo vino a saberse y la autoridad eclesiástica determinó que el niño fuera remitido a la Curia Romana, porque la ley de los Estados Pontificios prohibía a un niño cristiano ser educado en un hogar no cristiano. Y lo separaron de sus padres.
Semejante barbaridad se dio en tiempo de Pío IX, que recibió con amabilidad al niño y se declaró su padre adoptivo, preocupándose por su educación y su futuro. Esto ocurrió el 24 de junio de 1858. Al principio, los padres tenían permiso para ver y hablar con el niño, pero él iba mostrando cierto distanciamiento. Pasaron unos años y en 1870 las tropas nacionalistas italianas ocuparon los Estados Pontificios y Roma. Y los ocupantes liberales consideraron de honor «liberar» al joven Mortara, que ya tenía 19 años, del poder teocrático.
El nuevo jefe de policía, señor Berti, le dijo:
–Por tu propio bien y el de tu comunidad judía te ordeno que vuelvas con tu familia.
Pero Mortara se negó. Le dijo que ya había dado a su padre todas las pruebas de afecto filial. Visitó al general Lamarmora, entonces lugarteniente del rey Víctor Manuel. Después de explicarle su caso, le dijo:
–Entonces, ¿qué quieren de usted?
–La policía quiere forzarme a volver con mi familia.
–Pero ¿cuántos años tiene usted?
–Diecinueve, excelencia.
–Entonces, usted es libre. ¡Haga lo que quiera!
–Pero, excelencia, me amenazan con represalias.
–En ese caso, venga a verme y le protegeré.
Su padre murió en 1871. Un año después, a los 23 años, se ordenó de sacerdote en la orden de los agustinos. Políglota consumado, predicó por muchas partes del mundo este niño judío Edgardo Mortara, que fuera adoptado por Pío IX y protagonista de un caso que en su tiempo creó tanta polémica. Se dice ahora que el judío Steven Spielberg desea filmar esta historia, que, como se ha de suponer, no será benigna con la Iglesia del XIX y la figura de Pío IX, quien, siendo un monarca absoluto, el último papa soberano de los Estados Pontificios, era también un tipo simpático y cercano, que jugaba al billar no solo con Edgardo, también con los guardias suizos.
¡Tiempos aquellos…!

miércoles, 24 de septiembre de 2014

¿Llegó tarde Jesús a la tierra?

He leído en Péguy: «Realmente, es uno de los problemas más difíciles y cargados de misterio y de angustia el que Jesús haya venido tan tarde al mundo, que haya aparecido tan tarde en la historia del mundo, que el Hombre-Dios haya aparecido tan tarde en la historia del hombre».
¿Será cierto eso de que Jesús haya venido en los postrimeros días de la historia del mundo? No es un interrogante nuevo, sino que se viene planteando desde los orígenes mismos del cristianismo. A esta espinosa pregunta, lanzada por los herejes, los santos padres trataban de darle la mejor solución que sabían. Era necesario un tiempo, decían, para que fuera posible la recepción de la doctrina de Cristo, perfecta en sabiduría y virtud. Era preciso, decían otros, que el mundo experimentase su miseria para que llegara a sentir la necesidad de un redentor.
Y lo curioso del caso es que ellos se valían de una cronología basada en los textos bíblicos, que apuntaban la aparición del hombre unos 5.000 años antes del nacimiento de Cristo. Hoy sabemos científicamente que esto no es así: la aparición de la inteligencia sobre la Tierra hay que remontarla a más de un millón de años. Con lo que se agravaría el problema: si el hombre ha aparecido en la Tierra hace un millón de años, ¿de verdad nos hallamos en los últimos tiempos y la venida de Cristo ha ocurrido demasiado tarde?
Hay textos en la Biblia que afirman categóricamente que Cristo llegó al final: «De muchas maneras habló Dios en otro tiempo por medio de los profetas; pero últimamente nos ha hablado por medio de su Hijo Jesús». Este «últimamente» es un último absoluto, es decir, que después de Cristo no habrá más revelación de Dios. Pero es un «último cualitativo», no cuantitativo. Estamos en los últimos tiempos del plan de Dios, pero ni los mismos ángeles sabrán cuánto durará.
La Biblia no nos dice más. Por eso me voy a aventurar a hacer teología-ficción o, mejor, ciencia-ficción. Veamos.
El hombre, como animal vertebrado, tiene por las fuerzas mismas de la biología las mismas posibilidades de vida en este mundo que cualquier animal vertebrado o marino de los que se desarrollaron en los primeros períodos del mundo y que han dejado de existir. Hoy son puro recuerdo de museo. Desde un punto de vista natural, prescindiendo del plan de Dios para el hombre, éste tiene por lo menos las mismas posibilidades de existencia que aquellos seres. Estos vivieron por lo menos con una curva biológica de cincuenta millones de años. Hemos de conceder, por lo tanto, para el hombre, una vigencia de existencia de esos millones de años. Es decir, nos quedaría todavía una capacidad de supervivencia de por lo menos cuarenta y nueve millones de años. Casi nada.
Si ello es así, Cristo no llegó demasiado tarde. Tardó el tiempo suficiente para poder ser aceptado por una inteligencia ya evolucionada. Habría venido en los mismos umbrales de la historia del hombre.
Otra pregunta: ¿Dios nos ha hecho para quedar reducidos a esta Tierra pequeñita o nos tiene reservada la admirable empresa de lanzarnos a las cuatro puntas del cosmos en busca de la grandiosidad del universo, reflejo de la bondad y belleza del propio Dios? Apuesto por lo segundo. Ya hemos dado el primer salto a la Luna y, tímidamente, hemos rasgado el velo que cubría nuestro entorno natural. El camino por recorrer es todavía largo y lleno de emotivas aventuras siderales.
Pues bienvenida sea esta ensoñación que he tenido: los muchos años de existencia que le quedan al hombre y la grandiosidad del cosmos que le incita a dominarlo harán que nos sintamos menos mezquinos dentro de esta pequeña parcela del planeta Tierra y pensemos que Dios nos ha hecho grandes y nos quiere grandes. Aunque tantas veces en el pasado, y en el futuro, pretendamos enmendarle la plana.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Gracián, el amigo de Teresa de Jesús

La Orden carmelita conmemora el IV Centenario de la muerte del padre Jerónimo Gracián. Murió el 21 de septiembre de 1614, festividad de san Mateo, en el convento de los carmelitas calzados de Bruselas «el amigo de Teresa de Jesús», o si queréis, «el hombre de Teresa de Jesús», como titulo dos de mis libros. Jerónimo Gracián tenía 69 años de edad. Había llegado a Flandes siete años antes, después de una larga vida que él resume en un libro póstumo titulado Peregrinación de Anastasio, donde vuelca en dieciséis diálogos «todos sus trabajos, afrentas, cautiverios, naufragios, fundaciones de los descalzos, sus libros que ha compuesto, y, finalmente, su espíritu y las revelaciones que acerca de él y de sus sucesos ha tenido la madre Teresa de Jesús y otras descalzas».
Jerónimo Gracián ha sido el gran desconocido de la Reforma teresiana. Pero no tengo duda de que fue el hombre de Teresa de Jesús, «su hombre» entre los que se movieron en torno a la Santa de Ávila. Históricamente se ha asociado a santa Teresa la figura señera de san Juan de la Cruz, y es justo y razonable, pero no pocos se sorprenderán de que tuvo con Jerónimo Gracián una mayor comunicación y trato.


Cuando Teresa conoció a Gracián, hubo en ella, si vale la expresión, como una especie de flechazo. En su Relación 29 describe la Santa esta amistad con una atrevida imagen con Cristo de «casamentero»: «Tomónos el Señor las manos derechas –dice ella– y juntólas y díjome que éste quería tomase en su lugar mientras viviese y que entrambos nos conformásemos en todo». A Rubeo, general de la Orden carmelita, le escribe: «Gracián es como un ángel», un ángel que alegró su vejez. Y a Felipe II le confiesa: «Verdaderamente me ha parecido un hombre enviado de Dios y de su bendita Madre... para ayuda mía, porque ha más de diecisiete años que padecía a solas con estos Padres del paño [los calzados] y ya no sabía cómo lo sufrir, que no bastaban mis fuerzas flacas».
A él dedicó Teresa todo un capítulo, el 23, de su Libro de las Fundaciones, donde dice: «Hombre de muchas letras y entendimiento y modestia, acompañado de grandes virtudes toda su vida».
Jerónimo Gracián fue un talento natural –le viene de familia paterna y materna– bajo una piel apacible, bondadosa, más bien ingenua. Su padre, Diego Gracián de Alderete, fue secretario de lenguas en las cortes de Carlos V y Felipe II, traductor de los documentos que llegaban a la corte en latín o griego. Su madre, Juana Dantisco, fue hija natural de Juan Dantisco, embajador del rey de Polonia en la corte imperial, que terminará siendo obispo de Vernia y Culmas en Polonia.
Jerónimo Gracián salió el más listo de la camada de ocho hermanos, que tampoco fueron tontos. Él era el cuarto y a los once años ya leía con fluidez en latín y griego. Estudió en Alcalá y al terminar sus estudios, con notas brillantísimas, sin un motivo aparente, se inclinó por entrar en el Carmelo descalzo en 1571, una orden incipiente, sin relieve social y de dura penitencia. Teresa y Gracián se conocerán años después, en 1575, en Beas de Segura (Jaén), nueva fundación de la Santa. Gracián venía de Sevilla, donde había fundado el convento descalzo de los Remedios.
Y sucedió lo que yo llamo un flechazo, un enamoramiento a lo divino, entiéndase bien, que Teresa ya es una mujer madura de 60 años y Gracián solo tiene 30. Es bien conocido ese dicho de Teresa, tras una reprensión afectuosa de Gracián ante sus muestras de cariño:
–¿No sabe –contestó a Gracián– que cualquier alma, por perfecta que sea, ha de tener un desaguadero?
En la Reforma de la descalcez carmelitana hay una novedad con respecto a las otras Religiones: Una mujer inicia la Reforma y apremia a los hombres a seguirla. Ella es la reformadora, de mujeres primero y de hombres después. Lo que resulta novedoso, casi revolucionario, para el mundo del siglo XVI.
 Para estos necesita Teresa un correformador, podríamos decir, que le ayude en su empeño. Y ese es Gracián, no Juan de la Cruz, ensimismado más bien en su monte Carmelo, aunque llegó a la Reforma primero. Sin embargo, ante la Historia, fue Gracián quien pagó «los platos rotos». Teresa subió a los altares; Gracián cayó en el ostracismo.
Tras la muerte de la Santa, después de no pocas vicisitudes, será expulsado de la Orden en 1592, marchará a Roma, será pillado por piratas y pasará en Túnez cerca de dos años de cautiverio hasta ser rescatado. Volverá a Roma al servicio de un cardenal y terminará en el exilio en tierras de Flandes, siendo recogido por los calzados, en cuyo convento de Bruselas murió.
Una figura apasionante que os invitaría a conocerla mejor. La historia de un fracaso, si se mira con los ojos de este mundo. Pero Jerónimo Gracián fue, como dijo alguien, «un quijote de la fe», «un Job de su siglo». Los carmelitas descalzos se han dado golpes de pecho y han reivindicado su figura en el siglo pasado. Finalmente, en 1999, el Definitorio General de la Orden Carmelita Descalza declaró revocada definitivamente «la sentencia de expulsión de la Orden contra el P. Jerónimo Gracián, hijo y discípulo predilecto de nuestra Madre Santa Teresa de Jesús, como gesto oficial de rehabilitación y de reparación por la injusticia de que fue víctima». Y propuso la introducción de su causa de beatificación.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

¡Voto a Dios, que me espanta esta grandeza…!

El domingo 13 de septiembre de 1598, cuando los niños de El Escorial cantaban la primera misa del alba, muere en un gabinete contiguo el rey Felipe II. Aquella noche, tras el despertar de su último coma, sabiendo que era el final, el monarca, una pura llaga en el lecho que le acoge, asió con su mano diestra el crucifijo, que asistiera al tránsito de su padre Carlos V, y con la siniestra un cirio encendido... A las cinco de la mañana, al despuntar la aurora, murió.
Corrió la noticia por Madrid y pocos días después se supo en Sevilla. Inmediatamente se reunió el Concejo sevillano y acordó el nombramiento de unos diputados para la compra y reparto de los lutos. Como estos subieran desmesuradamente, el Cabildo se vio obligado a poner un precio máximo a los paños y bayetas negros. La orden fue pregonada en las Gradas, frente a la Alcaicería y a las puertas del Ayuntamiento, según la costumbre. La ciudad entera tenía que vestirse de negro.
–Que todas las personas, vecinos y moradores, estantes y habitantes en ella, así hombres como mujeres, traigan luto por Su Majestad, declarando que las personas que pudieran, traigan capas largas y caperuzas, y las que no, traigan sombrero de fieltro con toquillas, so pena de diez días de cárcel, y las mujeres tocas negras; y así mismo se pregone que no haya juegos, danzas ni otros regocijos, so pena de la misma pena.
Para las personas del Cabildo, ¿cómo habían de ser los lutos? ¿De paño? La Ciudad está en grandes necesidades y empeños, y no tiene caudal con que poder gastar ocho o nueve mil ducados que costarán los lutos. ¿De bayeta de Flandes? La Ciudad puede muy bien representar su sentimiento con esta tela decente y más barata. A cada munícipe se entregó dos mil maravedíes para la compra de su traje.
En fin, que la ciudad se puso de luto. Y comenzaron los preparativos de las honras fúnebres. En el grandioso túmulo levantado en la Catedral, en el crucero, entre el altar mayor y el coro, intervinieron los pintores Alonso Vázquez, Francisco Pacheco, Vasco Pereira y Juan de Salcedo; los escultores Juan Martínez Montañés y Gaspar Núñez Delgado; y los arquitectos Juan de Oviedo, Juan Martínez, Diego López y Martín Infante.
Después de no pocas demoras, por fin se asignaron los días para el solemne funeral: 25 y 26 de noviembre de 1598. Y el día de san Andrés, 30 de noviembre, para sacar y alzar por las calles de la ciudad el estandarte real para la proclamación oficial del nuevo reinado.
La tarde del 25 de noviembre discurrió en paz. Hubo vísperas a las dos de la tarde y en ella participaron todas las religiones de la ciudad. El escándalo se armó en la mañana del 26, en la misa solemne. Se hallaba ausente el cardenal don Rodrigo de Castro, llamado a la corte por Felipe II para que acudiera a Barcelona a recibir a la archiduquesa Margarita que venía para casar con el príncipe heredero. El cardenal llegó a Madrid tres días antes de la muerte del rey. La misa fue presidida por el canónigo Luciano de Negrón y el sermón fue encargado al maestro fray Juan Bernal, de la orden de la Merced. En la capilla mayor, en sus lugares respectivos, se hallaban representadas las fuerzas vivas de la Ciudad. Por el Cabildo secular, el licenciado Collazos de Aguilar, teniente mayor, por ausencia del Asistente conde de Puñonrostro. La Real Audiencia, por su Regente el licenciado Pedro López de Alday. Y el Tribunal de la Santa Inquisición en pleno.
Comienza la misa. El Cabildo Catedral, a través de su secretario, Juan de Villavicencio, formula su queja a la Audiencia por tener sus asientos cubiertos con bayeta negra. Los escaños deben aparecer sin respaldar, dice, como los de los demás. Le acompañan el canónigo Villa-Gómez y el maestro de ceremonias Martín Gómez. La queja viene formulada en un papel y los clérigos acuden con los bonetes puestos. El Regente les contestó que, si tienen que hablar, hablen como en la Audiencia, destocados.
—¿Pero es que estamos en la Audiencia? Que lo notifique otro.
Y se dieron la vuelta.
El asunto llega a la Inquisición. Y la Inquisición se solivianta. Se ha dicho el Evangelio «con quietud y sosiego». El predicador ya se encuentra de rodillas a la espera de echar su sermón. El secretario de la Inquisición, Ortuño Briceño, hombre metido en carnes, según las crónicas, se acerca a la Audiencia para notificarles que han sido excomulgados. La Audiencia no los deja pasar. Y desde unas gradas del cuerpo principal del túmulo lanzó a voz en grito que quedaban excomulgados los señores de la Audiencia Gaspar de Vallejo, Baltasar de Lorenzana y Jiménez Guerra. Y se armó la trapatiesta.
La ceremonia no pudo continuar al haber excomulgados en el templo. El preste se retiró a la pequeña sacristía que hay tras el altar mayor y continuó en solitario el sacrificio de la misa. El fraile predicador se quedó con la miel en los labios. La Audiencia se armó de paciencia y no se movió de su lugar. El Cabildo Catedral cerró el coro y se trasladó a la sala capitular a deliberar. Pedro de Escobar Melgarejo, procurador mayor de la Ciudad, que ha mediado en el asunto, fue preso por la Audiencia y llevado a prisión. Un clérigo, que iba a ser prendido, tuvo mejor suerte: escapó por piernas. Tumultos, gritos, insultos. Nadie se mueve de sus asientos. Y así, para qué continuar, por poner unas bayetas negras en el respaldar estuvieron hasta las cuatro de la tarde. Por fin medió el marqués de la Algaba y la Inquisición absolvió a los excomulgados. Los últimos en abandonar la Catedral fueron los de la Audiencia.
Hubo las consabidas apelaciones al rey y al Consejo. La respuesta de Madrid llegó un mes más tarde. Que se celebren las honras fúnebres «sin que se pongan bayetas en los bancos». El 30 de diciembre se celebraron las vísperas y el último día del año la misa solemne de funeral. Sin novedad, en paz y aparente armonía. Fray Juan Bernal pudo echar su sermón, que fue publicado. Y Felipe II, desde la otra vida, recibió los sufragios esperados de la ciudad de Sevilla.
Días antes, el martes 28 de diciembre, estando Ariño en la Catedral contemplando el monumento funerario, «entró un poeta fanfarrón y dijo una octava sobre la grandeza del túmulo».
Ariño copió la poesía en sus Sucesos de Sevilla, ese es su mérito, pero bien se ve que no fue una octava sino un soneto, de los sonetos en lengua española más célebres y recitados, inmortalizado por aquel acontecimiento. El «poeta fanfarrón» del cegato Ariño no era otro que Miguel de Cervantes que, si bien no había publicado aún El Quijote, hacía dos años que era ensalzado por su obra La Galatea. El soneto, con estrambote, es aquel que dice...

¡Voto a Dios, que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla!;
porque ¿a quién no suspende y maravilla
esta máquina insigne, esta belleza?
¡Por Jesucristo vivo! Cada pieza
vale más que un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla,
Roma triunfante en ánimo y riqueza!
Apostaré que el ánima del muerto,
por gozar este sitio, hoy ha dejado
el cielo, de que goza eternamente.
Esto oyó un valentón y dijo: «Es cierto
lo que dice voacé, seor soldado,
y quien dijere lo contrario, miente».
Y luego, encontinente,
caló el chapeo, requirió la espada,
miró de soslayo, fuese, y no hubo nada.

Y aquí termina la historia de uno de los sucesos más celebrados y chuscos ocurridos ante el altar mayor de la Catedral hispalense.

lunes, 15 de septiembre de 2014

El colegial de los jesuitas san Juan de la Cruz

Ha comenzado el curso escolar y ello me da pie para recordar el paso de san Juan de la Cruz como alumno del colegio de los jesuitas de Medina del Campo. Y añorar y agradecer yo también los estudios humanísticos que recibí de ellos en la Universidad de Comillas. Si a lo largo de los años he sabido hilar una palabra con otra con un cierto arte, lo debo, sin duda, a las Humanidades que me impartieron. Pero hablemos de Juan de Yepes, que aún no se llamaba Juan de la Cruz.


El Santo acude a sus aulas en 1559. Las clases son gratuitas. En 1560, segundo año de Juan de Yepes como colegial, la comunidad jesuítica estaba compuesta por trece miembros: cuatro sacerdotes, cuatro escolares y cinco hermanos coadjutores. «De aquí se deduce que Juan de Yepes tuvo como profesores a jóvenes jesuitas escolares pero que llegaban a la Compañía equipados con frescos títulos universitarios obtenidos en las Universidades de Salamanca o Alcalá».
En latín, tuvo de profesor al padre Gaspar Astete, que será célebre, más que por sus latines y obras ascéticas, por su Catecismo de la Doctrina Cristiana, publicado en 1599 y que ha gozado de más de seiscientas ediciones.
Es posible que también tuviera de profesor o, al menos, conoció, al padre Jerónimo Ripalda, que hizo la profesión solemne de sus votos de jesuita en Medina el 25 de marzo de 1558 y es autor de otro célebre Catecismo que ha recibido igualmente numerosas ediciones. Ripalda será confesor de Teresa de Jesús en Salamanca y, maravillado con la lectura del Libro de la Vida donde relata la fundación del primer Carmelo de Ávila, pedirá a Teresa que busque ratos para redactar el Libro de Fundaciones. Y Teresa comenzó a escribir de los siete conventos que hasta entonces tenía fundados.
Pero el jesuita que le dejó una huella más profunda en su formación humanística fue el padre Juan Bonifacio, muy joven aún, cuatro años mayor que Juan, pero que ya era, a pesar de su juventud, lo que los años decantarán como un insigne pedagogo. Impartía clases en Retórica, es decir, a los cursos mayores, y era además el director de estudios.
La pedagogía del padre Bonifacio se basaba en tres principios: tratar con amor a los discípulos; no basta «saber hacer», es necesario «hacer hacer», es decir, la puesta en práctica con traducciones directas del latín, sin frenarse en la sola memoria de una serie de reglas y preceptos gramaticales; y tomar del humanismo de los autores clásicos latinos (Cicerón, Virgilio, Séneca, Horacio, Marcial, César, Salustio, Livio, Curcio...) la forma, pero sustituir el fondo de su espíritu agonizante por el humanismo cristiano. También les daba a traducir a sus discípulos fragmentos de literatura patrística e himnos del breviario.
Funcionaba entonces la pedagogía del palo tieso, que se resumía en ese aforismo ya clásico: «La letra con sangre entra». Y el padecimiento por doquier de unos maestros ignorantes que sólo sabían algunos trozos de mal latín y ciertas argucias gramaticales por esos pueblos de Castilla.
–No había maestros bien formados que enseñaran a hablar y a escribir con elegancia– se lamenta Juan Bonifacio.
Y añade:
–¡Cuando me acuerdo de los azotes que me dieron...!
Era general la enseñanza del palo y la ignorancia de los maestros. Juan Lorenzo Palmireno, pedagogo y humanista valenciano contemporáneo, refleja con anécdotas sabrosas el pésimo estado de la enseñanza de su tiempo en su libro autobiográfico El estudioso en la aldea, que influirá en el Fray Gerundio de Campazas del padre Isla.
Erasmo, desde Rotterdam, definirá así al pedagogo:
No deja nunca la vara de las manos; es un hombre de horrible catadura, deforme, cruel, furioso, arrebatado y violento, un verdadero verdugo... El resultado de este método de educación es que los niños aborrezcan con toda su alma el estudio.
Y Montaigne, desde Francia:
—Visitad un colegio a la hora de las clases, y no oiréis más que gritos de niños a quienes se martiriza; y no veréis más que maestros enloquecidos por la cólera.
Luis Vives, de quien se muestra discípulo Juan Bonifacio, escribirá:
—Mucho se engañan los que, queriendo dar a sus hijos una educación esmerada, los envían a ciertos colegios, pues los maestros que en ellos suele haber son avaros, sucios y groseros, a veces molestos, intratables, iracundos y de malos sentimientos, y quiera Dios que en vez de maestros no se encuentren allí alguna vez con viles mujerzuelas.
Era lo que se estilaba. Los instrumentos favoritos del pedagogo eran el látigo y la vara. Juan Bonifacio, que también había sufrido en sus carnes cuando niño los rigores del palo, escribirá un libro que se hará clásico: Christiani pueri Institutio, Institución del niño cristiano. Aún no había nacido la famosa Ratio studiorum, el célebre código pedagógico de la Compañía de Jesús que reguló años después la enseñanza y la educación de los colegios jesuitas. Bonifacio será el que lo dé a conocer en España.
Pero ya hay atisbos pedagógicos en el colegio de Medina de lo que sería clásico en la enseñanza jesuítica. Traducciones del latín y composiciones latinas, uso del latín en las clases, redacciones literarias y versos, obras teatrales, actos públicos...
Juan de la Cruz tuvo suerte en su formación. Frecuentó un colegio con el sistema más novedoso del momento. Agradecerá en su interior, porque no deja señales en sus escritos, la enseñanza recibida de los jesuitas, como yo agradezco los estudios humanísticos recibidos en la Universidad de Comillas, aquella vieja Universidad asentada en el siglo pasado en la peña de La Cardosa al filo del Cantábrico.
El colegio de Medina que frecuentara Juan de Yepes ya no existe. La iglesia es lo único que permanece en pie, convertida en parroquia de Santiago.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Cardenal Bueno Monreal, ciento diez años de su nacimiento

El cardenal Bueno Monreal nació hace ciento diez años, 11 de septiembre de 1904, en Zaragoza, hijo de don Abel Bueno, profesor de dibujo, y de doña Paquita Monreal. A los diez años ingresó en el Seminario de Madrid, donde simultaneó los estudios eclesiásticos con los de Bachillerato en el Instituto de San Isidro. Pasó a Roma donde se doctoró en Teología y Derecho canónico. Ordenado de sacerdote en 1927 por el cardenal Merry del Val, volvió a Madrid y ejerció de profesor de Moral, fiscal de Tribunal Eclesiástico y canónigo doctoral. Por aquel tiempo publicó su obra Instituciones de Derecho Público, que sirvió de asignatura en muchos seminarios de España. Al estallar la guerra del 36 se refugió en la embajada de México, donde permaneció durante cinco meses, pudiendo salir al extranjero por un puerto del Mediterráneo. Pasó por Bélgica, Portugal, Badajoz y por último Zaragoza, ya casi al final de la guerra, haciendo de párroco en el pueblecito de Munébrega, de la diócesis de Tarazona, tan recordado por él. En Madrid está un tío suyo, cura, don Santiago Monreal, que fue decano de la Rota española. Dirá con sorna Bueno Monreal que, en su nombramiento de obispo de Jaca, tuvo más influencia su tío que el mismo Espíritu Santo. De Jaca pasó a la diócesis de Vitoria y en noviembre de 1954 a Sevilla, como arzobispo coadjutor del cardenal Segura.

Los tres años de convivencia paralela junto a Segura da para un tratado aparte y de ello ya he escrito en mi «Semblanza de un cardenal bueno», que anda por las librerías.
 Era un hombre sensible y, aunque con ese natural suyo pareciera que nada le afectaba, sufría interiormente ante los problemas, a veces insolubles de la diócesis. Sufrió especialmente por sus sacerdotes. La grave crisis de adaptación tras el Concilio Vaticano II produjo un derrame de secularizaciones, que le afectaron sobremanera. Y secularizaciones tan notorias como, por ejemplo, la del rector del Seminario.
A pesar de tantas defecciones, no he oído a cuantos he conocido en esas circunstancias que no hablase bien del cardenal Bueno y de que no hubieran sido acogidos con caridad extrema.
Era un hombre de una bonhomía proverbial. Agudo, irónico, con sentido del humor. Nos han quedado de él mil y una anécdotas que reflejan el talante del cardenal Bueno. El clero sevillano, cuando surge la conversación, —y surge porque se le recuerda con cariño, su figura no ha muerto entre nosotros— lo adoba con multitud de anécdotas curiosas que adornan la figura de un arzobispo que tan cerca y tan humanamente estuvo de sus sacerdotes. En esto, como en tantas otras cosas, fue la página contraria de su antecesor Segura.
El patio del palacio arzobispal no sólo fue lugar de encuentro de los curas, sirvió también de encierro de no pocos grupos obreros en protesta de sus reivindicaciones en tiempos del franquismo. Tenía que salir luego el cardenal a la puerta, cuando ya se marchaban, para hacer evacuar uno a uno y que no fueran pillados por la policía.
En agosto de 1973 se encerraron trabajadores despedidos de Montajes Aguirrezabala y mantuvieron el encierro durante cinco días. Cuando salieron, no hubo sanciones ni detenciones por parte de la policía gubernativa.
La revista de humor «El Hermano Lobo» puso en las fauces de este animal la siguiente pregunta:
—¿Cuándo van a poner pensión completa en el palacio arzobispal de Sevilla para trabajadores recluidos?
Y el lobo responde:
—El año que viene, si Dios quiere.
Volvía el cardenal Bueno Monreal de Écija de una visita pastoral. El chófer corría porque el cardenal venía mal del vientre, que esto también pasa a los cardenales. Y se encontró con el palacio arzobispal lleno de gente, que protestaba no recuerdo de qué. Esta vez no se trataba de obreros, era otra clase de gente. Y el cardenal, entretenido por ellos y con deseos de llegar cuando antes a su cuarto, despojarse de sus capisayos y de... Por fin pudo librarse. Arriba, en las escaleras, le aguardaban las dos monjitas.
—¡Ay, señor cardenal! ¡Qué día hemos pasado! ¡Son comunistas!
Y el cardenal les respondió:
—¡Peor aún, son cristianos!
Se presentaron en palacio Clemente y Corral, del Palmar de Troya, ya de obispos. Cuando llegaron ante Bueno Monreal, los miró de arriba abajo, él que iba vestido con una simple sotana, y exclamó:
—¡Desde luego, no os falta un detalle!
Con sus zapatos de pastor, con sus medias color púrpura, y su báculo, Bueno Monreal descansa en la capilla de San José de la catedral de Sevilla bajo una sencilla lápida de bronce, el que ha sido el obispo más querido de sus curas en el siglo XX después del beato Spínola. 

martes, 9 de septiembre de 2014

La tragedia de al-Mutamid, el rey poeta sevillano

Era el 7 (o tal vez el 9) de septiembre de 1091 (20 ó 22 de rayab de 484), cuando los almorávides, que tenían cercada Sevilla desde mayo, la ocuparon. Un contingente almorávide a las órdenes de Sir b. Abi Bakr penetró en la ciudad saqueándola y cometiendo toda clase de atrocidades. Los sevillanos, alrededor de su rey, ofrecieron terca resistencia. Pero sucumbieron. Sir b. Abi Bakr llegó a exclamar:
–¡Si hubiese atacado una ciudad cristiana, no hubiese hallado tanta resistencia!
Al-Mutamid, su esposa Rumaykiyya, sus hijas y otras mujeres, fueron embarcados y conducidos presos Guadalquivir abajo rumbo a África. En Tánger permanecieron unos días. El poeta Hozri, que vivía allí y había estado algún tiempo en la corte de Sevilla, le envió al destronado rey sevillano unos poemas. Al-Mutamid quiso recompensarle con lo que le quedaba: treinta y seis ducados escondidos en sus botas y que le habían producido hasta sangre. Envolvió los ducados en un pedazo de papel y se los envío con una poesía en la que se excusaba de la poquedad del regalo. Otros poetas acudieron al arrullo de las dádivas, pero el rey sevillano estaba tan pobre como ellos.
De Tánger fue conducido a Mequínez, donde presenció una procesión que hacía rogativas por la lluvia. Al-Mutamid les dijo:
–Mis lágrimas sustituirán a la lluvia.
Y le respondieron:
–Tienes razón, tus lágrimas son bastante abundantes, pero están mezcladas de sangre.
En Mequínez permaneció varios meses hasta que Yusuf ordenó fuera conducido a la ciudad de Agmat, no lejos de Marruecos. En ella llevó una existencia triste y dolorosa hasta su muerte.
Para sobrevivir en su indigencia, su esposa y sus hijas se vieron forzadas a hilar mientras él se refugiaba en la poesía:
–Yo lloraba, viendo pasar cerca de mí una turba de catás; ellos eran libres, no conocían ni la prisión ni la cadena. No era por envidia por lo que lloraba, sino porque hubiera querido hacer lo que ellos, ir a donde quisiera; mi dicha no se hubiera desvanecido, mi corazón no estaría lleno de dolor, yo no lloraría por la pérdida de mis hijos.
A veces recibe el consuelo de las visitas de poetas sevillanos, que recuerdan agradecidos los favores recibidos por su rey. Uno de ellos, Abu-Mohamed Hidjari, había recibido por un solo poema tanto dinero de al-Mutamid, que pudo montar un comercio y vivir desahogadamente toda su vida. Al-Mutamid le agradeció su visita y le confesó su terrible equivocación de haber pedido el socorro de Yusuf contra el rey castellano.
–Al hacerlo –dijo– cavé mi propia fosa.
Y suspiraba:
–¡Yo quisiera saber si volveré a ver mi jardín y mi lago en aquel noble país donde crecen los olivos, donde arrullan las palomas, donde los pájaros hacen oír sus dulces gorjeos!
Rumaykiyya le precedió en el sueño de la muerte. Al-Mutamid le hizo un sentido duelo y un epitafio donde expresaba su deseo de encontrarse pronto con ella.
Cuatro años después de su destierro, en 1095, murió en Agmat, en el Atlas, este poeta rey de Sevilla a la edad de cincuenta y cuatro años. Ibn al-Jatib, que visitó su sepulcro tres siglos después, dejó escrito:
–Se le desterró, encadenado, desposeído de poder y privado de reino, tras ocurrirle tragedias... Establecióse en Agmat, ganando su sustento del trabajo de rueca de sus hijas. Calamidades de todos sabidas ocurriéronle, que oídas lleva a despreciar otros reveses de fortuna y cualquier suceso. En Agmat murió su querida esposa, por cuyo duelo, como también en epitafio de sí mismo, sobre sus votos por reunirse prontamente con ella, el alma parten y consuelan de las pérdidas que en el mundo se sufren.
Al-Mutamid, tercero y último rey de la dinastía de los Abbadíes de Sevilla, reinó de 1069 a 1091, este rey magnánimo y trágico, cruel y amoroso poeta al mismo tiempo. Un tipo atractivo por lo novelesco de su vida y por su trágico final. En este rey sevillano se unía la caballerosidad, la pasión, la valentía, la crueldad, la poesía... Fue un momento, aunque corto, de florecimiento de la cultura en el reino de Sevilla.
Pero el rey castellano Alfonso VI inquieta desde el norte. Toledo ha caído en 1085. Los reyes de taifas presienten el peligro y piden, entre ellos al-Mutamid de Sevilla, ayuda al emir almorávide Yusuf b. Tasufin.
Una crónica medieval recrea esta situación. Al-Mutamid, a solas con su hijo y presunto heredero, Ubayd Allah, le dijo:
–¡Ubayd Allah!, somos extraños en este al-Andalus, entre un mar tenebroso y un enemigo malvado, no tenemos quien nos valga y ayude, sino Alá, ensalzado sea, pues nuestros compañeros y vecinos, los reyes de al-Andalus, de nada nos sirven, ni ayuda ni defensa ninguna puede de ellos esperarse si algún mal nos ocurriese o nos atacase algún gran enemigo. Ahí tienes a ese maldito Alfonso, que ha cogido Toledo, convirtiéndose en morada de infieles, y ahora torna su cabeza hacia nosotros. Si nos asedia con sus tropas, no se partirá hasta tomar Sevilla. Por esto nos parece conveniente enviar una embajada a este sahariano, rey del Magreb, invitándole a venir a defendernos de ese perro maldito, pues nosotros solos no podemos. Nuestras parias se han desperdiciado, nuestros soldados desaparecidos y nos odian tanto las clases poderosas como el vulgo.
Al-Rasid le respondió:
–Padre, ¿vas a introducir contra nosotros, en nuestro al-Andalus, a quien robe nuestro reino y nos disperse?
Y al-Mutamid contestó:
–¡Hijo mío, por Alá, que no ha de oírse decir de mí jamás que yo convertí al-Andalus en morada de infieles ni se la dejé a los cristianos, para que no se me maldiga desde los almimbares del islam, como ocurre con otros! ¡Por Alá, prefiero cuidar camellos en África que cerdos en Castilla!
Llamado el emir almorávide, pasó el Estrecho y con los reyes taifas de Granada, Almería, Sevilla y Badajoz, avanzó hacia el norte y se encontró con las tropas de Alfonso VI en Sagrajas, a quien venció el 23 de octubre de 1086. Ganada la batalla, Yusuf b. Tasufin volvió al Magreb, aunque dejó algunos soldados a al-Mutamid, que éste utilizó para dirimir ciertas disensiones internas. Pero en 1089 volvió Yusuf b. Tasufin, esta vez con el decidido propósito de apoderarse de los reinos andalusíes de taifas. Comenzó por Granada en noviembre de 1090, pero pronto le tocó a Sevilla. Sucumbió, como hemos visto, el 7 ó 9 de septiembre de 1091.
Ese día Sevilla y el islam hispano perdieron a uno de sus personajes más atractivos: el rey poeta al-Mutamid.

jueves, 4 de septiembre de 2014

Miguel Mañara no es Don Juan

Sevilla idealizó a Miguel Mañara (1627-1679), le aplicó viejas leyendas, este es su pecado, pero no lo confundió con el mito de Don Juan. Ambos caminaban por separado, aunque nacidos en Sevilla. Uno fruto de la imaginación literaria de Tirso de Molina en su obra El burlador de Sevilla o Convidado de piedra. El otro, personaje histórico idealizado por la leyenda. Nada hay en la vida de Mañara que haga sospechar su conexión con el seductor Don Juan... Eso de seducir mujeres, tomarlas sin su consentimiento, abandonarlas después a sus recuerdos... Quien dice Don Juan dice seductor y Mañara no lo fue.


Don Juan, un mito hispánico como el Quijote, se hizo universal en el siglo XVIII al ser asumido por Molière, Byron y Mozart. Pero al tiempo que Mañara se idealizaba en Sevilla envuelto en leyendas, nadie pretendió confundirlo con un Don Juan que se instalaba en los espacios literarios y musicales de Europa. La asociación de Miguel Mañara al mito de Don Juan fue un invento francés del siglo XIX, iniciado por Próspero Mérimée y seguido por Alejandro Dumas y un largo etcétera que perdura desgraciadamente hasta el día de hoy.
La llegada a Sevilla de Próspero Mérimée, autor de Carmen y de una Historia de don Pedro el Cruel, tuvo lugar el 4 de septiembre de 1830 –hoy hace 184 años–. Perteneciente a una familia artista y bohemia, Mérimée, nacido en París, iba a cumplir 27 años cuando pisó Sevilla. Desde ese momento, Sevilla se convierte para Mérimée en la quintaesencia de España. Madrid era como una prolongación de Andalucía, a los castellanos no los comprendió y los catalanes no le gustaban.
La obra que aquí nos ocupa se titula Las almas del Purgatorio, publicada en París en 1834, donde Mérimée funde ambos personajes: el mítico Don Juan y el histórico Miguel Mañara. El Don Juan del siglo XVIII, el Don Juan de Molière, es un Don Juan ateo que muere en su desatino y cae en el infierno. El Don Juan del siglo XIX, el Don Juan romántico que se inicia en Mérimée, bajo la figura de Mañara, es un converso que se libra del infierno y se salva. Las almas del Purgatorio, título enigmático de la novela de Mérimée, aparecen evocadas en algunos pasajes, pocos, y de forma esporádica, pero ellas salvarán en el último momento el alma del libertino Don Juan.
La obra de Mérimée tuvo una réplica inmediata. Dos años después, Alejandro Dumas padre (1802-1870) publicó D. Juan de Marana o la caída de un ángel, drama estrenado en París en el teatro de la Porte Saint-Martin el 30 de abril de 1836. El crítico francés Gendarme de Bévotte compara ambas obras: «La verdadera originalidad de Mérimée, al introducir en la vida de Miguel de Mañara detalles de la vida de Don Juan Tenorio, es de haber mezclado ciertos rasgos del carácter de los dos personajes, y al asociar el nombre de uno con el apellido del otro, da a sus imitadores la idea de reunir en una sola las dos leyendas. En Dumas, esta unión es ya más estrecha; después de él, habiéndose olvidado la diversidad de origen de las dos fábulas, los dos héroes han sido tomados indiferentemente el uno por el otro y sus aventuras definitivamente confundidas». Esta obra, traducida al castellano en 1839, confundió a los autores españoles del XIX, que creyeron fue Dumas y no Mérimée quien fundió en uno solo Don Juan Tenorio y Miguel Mañara.
Teófilo Gautier (1811-1872) llega a Sevilla en 1840 y deja sus impresiones en su libro Viaje a España. Al evocar la visita a la Santa Caridad no se preocupa de indagar por sí mismo. Toma lo esencial de los temas de Mérimée y Dumas.
–Vamos a hacer una visita al célebre hospicio de la Caridad, fundado por el famoso Don Juan de Marana, que no es en modo alguno un ser fabuloso, como se po­dría creer. ¡Un hospicio fundado por Don Juan! ¡Dios mío! ¡Pues sí! Os cuento cómo ocurrió todo...
Alejandro Dumas, cuando visite Sevilla en 1846, llegado a España para presenciar la boda del duque de Montpensier con la infanta María Luisa Fernanda, hermana de la reina Isabel II, no se preocupará tampoco por matizar. Copiará descaradamente a Teófilo Gautier como en su momento, cuando Mañara era un desconocido para Dumas, copió de Mérimée para componer su drama. En su libro de viaje De París a Cádiz, escribe:
–Sevilla está todavía llena de él (Pedro el Cruel), como Roma está llena de Nerón. Un solo nombre podría disputarle la palma de la popularidad: el de don Juan de Mañara... De vuelta al hotel, pasamos por el Hospital de la Caridad.... ¿Quién fundó este convento y esta iglesia?... Don Juan de Mañara. Sí, señora; aquel don Juan que usted ya conoce; aquel que yo traduje en la Porte Saint-Martin.
Y la bola de nieve de la mentira se hace cada vez más grande en un largo etcétera de autores de la segunda mitad del siglo XIX y del XX: Maurice Barrès, Edmond Haraucourt, Milosz, Apollinaire... También españoles y, curiosamente, sevillanos, esbozan la figura de Mañara bajo el perfil donjuanesco que les ha llegado de Francia.
Cuando en 1902 se colocó en el jardín frontero a la Santa Caridad la estatua de Miguel Mañara, obra póstuma de Antonio Susillo, la revista Blanco y Negro, fundada por un sevillano, Torcuato Luca de Tena, se columpió con esta afirmación: «El Tenorio de Zorrilla tiene en Mañara su fundamento positivo y real».
Y Antonio Machado: «Ni un seductor Mañara ni un Bradomín he sido...». Y así otros.
La literatura, surgida en Francia para justificar la inspiración donjuanesca de la juventud de Miguel Mañara, es un disparate. Pero su grado máximo de estupidez y mala conciencia aparece en el libro de Esther van Loo, que describe en Le vrai Don Juan, Don Miguel Mañara, extravagante biografía pretendidamente histórica, aparecida en París en 1950, unas fantásticas aventuras de Miguel Mañara en Sevilla y por Europa, que sólo han podido salir de la imaginación calenturienta de esta señora.
Desgraciadamente, hizo un daño torpe a la figura de Mañara. Cuando a mediados del siglo XX, se reactiva su causa de beatificación, surge este libro, con pretendidos visos de historia, para empozoñar el ambiente. La revista francesa París Match publicó un artículo titulado Juan contrito, candidato al cielo. Y periodistas españoles, fáciles en beber en fuentes extrañas, preguntaban en Roma:
—¿Es cierto que van a beatificar a Don Juan Tenorio?
La causa de beatificación de Miguel Mañara está todavía por reactivar.

lunes, 1 de septiembre de 2014

75 años de la Segunda Guerra Mundial

El 31 de agosto de 1939, el embajador italiano en Berlín telegrafía a su gobierno que la guerra estallará dentro de pocas horas. Pío XII, en un postrer esfuerzo, pide a su secretario de Estado, cardenal Maglione, que convoque a los embajadores de Alemania, Francia, Italia y Polonia y ministro de Inglaterra. Los cinco diplomáticos reciben, para transmitirlo a sus gobiernos respectivos, el siguiente mensaje:
–El Santo Padre no quiere renunciar a la esperanza de que las gestiones en curso puedan llevar a una solución justa y pacífica que el mundo entero no cesa de implorar. Su Santidad suplica, en nombre de Dios, a los gobiernos de Alemania y de Polonia hacer todo lo posible por evitar cualquier incidente y abstenerse de tomar cualquier medida susceptible de agravar la tensión actual. Y pide a los gobiernos de Inglaterra, Francia e Italia que apoyen esta petición suya.
Mensaje que también fue enviado, por medio de los representantes pontificios, cerca de los gobiernos de España, Bélgica, Holanda y Suiza, para que apoyasen la iniciativa del papa. Y al embajador de los Estados Unidos en el Quirinal, para que lo transmitiera al presidente Roosevelt.
Esfuerzo generoso, pero ya inútil.
El cardenal Maglione telefoneó a Pío XII en Castelgandolfo y le comunicó la invasión de Polonia por el ejército alemán. Clarea la mañana del 1 de septiembre. El pontífice se dirige a su capilla privada. Un prelado de la corte pontificia contará al corresponsal del New York Times:
–Tenía los ojos llenos de lágrimas y su cuerpo fue sacudido por un sollozo.
Hitler necesitaba una excusa para justificar su ataque a Polonia ante el pueblo alemán y a efectos propagandísticos en el mundo. Alemania no ha iniciado la guerra, lo ha hecho Polonia con incidentes fronterizos a los que se ha visto obligada a responder.
El cinismo de Hitler es tal que el mismo día 1 de septiembre, inicio de la invasión de Polonia, respondió al último mensaje de paz del papa, enviado con urgencia a los gobiernos el día anterior:
–Como el Santo Padre habrá sabido por los comunicados que se han sucedido entre tanto, los acontecimientos hicieron imposible la solución pacífica esperada por Alemania. El Führer esperó dos días la llegada de un negociador polaco para resolver pacíficamente el conflicto germano-polaco. Como respuesta a su actitud, Polonia ordenó la movilización general. Aparte de ello se produjo ayer una nueva serie de actos de violencia cometidos por los polacos, durante los cuales, esta vez, soldados de su ejército penetraron en el territorio del Reich alemán. Estas intolerables provocaciones han inducido al Führer a procurar también en la frontera oriental de Alemania la calma y la paz que Alemania necesita y tiene en sus otras fronteras.
El conocido como «Incidente de Gleiwitz» fue el pretexto planeado por Hitler para invadir Polonia. Auspiciado por las SS, se creó la operación Tannenburg, que simule ciertos incidentes fronterizos para justificar el casus belli.
Se eligió Gleiwitz, lugar aislado y próximo a la frontera. Con falsos ataques a una estación forestal, una aduana y una estación de radio, se emitirán mensajes cargados de consignas polacas contrarias a Alemania. Tropas de las SS, uniformadas como soldados polacos, «entrarán» en suelo alemán y «atacarán» la estación de radio, dejando varios cadáveres en el lugar. Estos cadáveres, vestidos también de militares polacos, los había suministrado el campo de concentración de Dachau.
Montada la artimaña, Hitler se vio con derecho a responder a tal «agresión». Y comenzó la invasión de Polonia, sin declaración de guerra, violación flagrante del derecho de gentes, que dio lugar a la Segunda Guerra Mundial.
53 divisiones alemanas entran en Polonia a las 4,25 horas del 1 de septiembre de 1939, y la aviación alemana bombardea Varsovia y otras ciudades polacas después de las 5,30… Las heroicas cargas de la caballería polaca nada pueden contra los carros blindados de los alemanes.
En la cínica arenga de Hitler a las fuerzas armadas decía:
–Una serie de violaciones insoportables para una gran potencia, demuestra que Polonia no quiere reconocer las fronteras del Reich. Para poner fin a estos actos vandálicos no me queda otro remedio que responder a la violencia con la violencia a partir de este momento. Las fuerzas armadas alemanas sostendrán el combate por el honor y por el derecho vital del resucitado pueblo alemán con firme decisión. Yo espero que cada soldado cumpla su deber hasta el final y sea digno de la gran tradición militar alemana.
El 3 de septiembre, Inglaterra y Francia declaran oficialmente la guerra a Alemania. El 17 de septiembre, todas las fuerzas polacas están prácticamente derrotadas o asediadas, y comienza el asedio de Varsovia. Este día, los soviéticos franquean las fronteras polacas orientales. El 27, capitula Varsovia. El 28, Alemania y la URSS se reparten el territorio polaco según los acuerdos secretos anexos al pacto germano-soviético. El Estado polaco, una vez más, ha dejado de existir.