lunes, 28 de diciembre de 2015

La fiesta del Obispillo

Es una fiesta navideña que se remonta a la Edad Media en no pocas catedrales de España y también de Europa. En unos lugares se celebraba el 6 de diciembre, día de San Nicolás, patrono de los niños, y en otros el 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes. Consistía en escoger entre los niños del coro catedralicio a uno que oficiará ese día de obispo, al que estarán sometidos canónigos y prebendados.
Recuerdo con cariño esta fiesta cuando estudiaba en la Universidad Pontificia de Comillas. Como no íbamos de vacaciones en Navidad, el 28 de diciembre era elegido de Primero de Gramática uno de los seminaristas más pequeños como Papa. Por el hecho de ser Universidad Pontificia, los jesuitas habían propuesto que el elegido no fuera Obispo sino Papa. Pero la fiesta era similar a lo que sucedía en las catedrales en tiempos ya idos.

En Burgos aún perdura la Fiesta del Obispillo.

Contaré cómo se vivía en Sevilla.
El 28 de diciem­bre de 1511, el cimborrio de la catedral de Sevilla se derrumbó. Ese día, festividad de los Santos Inocentes, se celebraba en la catedral de Sevilla, desde tiempo inmemorial, la fiesta del Obispillo. El arzobispo dominico fray Diego de Deza, tan serio él, estaba tentado de suprimirla por «alguna soltura de burla» que se daba en el templo. El concilio provincial, que se celebró al año siguiente, dispuso generosamente que continuara esta fiesta en acción de gracias porque en el día de Inocentes del año anterior no hubiera habido víctimas en la caída del cimborrio de la catedral. Pero el arzobispo reformó sus estatutos para que en adelante se celebrase «con mucha honestidad e devoción». La fiesta consistía en elegir entre los niños del coro un obispillo que, durante ese día, ejercía funciones episcopales entre el regocijo de todos.
Ya en la víspera, al canto del Magnificat, al llegar al versículo Deposuit potentes de sede (depuso del trono a los poderosos), los mozos de coro se subían a las sillas altas del coro y el Obispillo se sentaba en la silla del prelado con sus asistentes. Al día siguiente, de los Inocentes, había procesión por el templo catedralicio, yendo delante los beneficiados, los canónigos y  el deán, y detrás los niños de coro y el Obispillo con sus asistentes. Detrás de él, dos beneficiados llevaban, uno la mitra y otro el báculo.
Los abusos y tra­vesuras debieron acudir de nuevo, puesto que en el año 1545 el cabildo trató de suprimir la fiesta por las «muchas cosas indignas que pasaban». Pero el acuerdo fue revocado en noviembre de ese mismo año y la fiesta del Obispillo continuó celebrándose.
Para evitar nuevos abusos, el cabildo dispuso el 5 de noviembre de 1554 que el Obispillo, que acostumbraba a salir a caballo por la ciudad promoviendo escán­dalos, no saliese del templo catedralicio, y que se vistiera y desnudara en la capilla donde es­taba el patio segundo de los Naranjos.
En 1562 se trasladó la fiesta del Obispillo al día de san Nicolás, y al año siguiente, 1563, según refiere el analista Zúñiga, se celebró por última vez en la iglesia cate­dral.
Pero, prohibido en el templo, pasó a celebrarse en el colegio de Maese Rodrigo (origen de la Universidad de Sevilla), donde en mano de los estudiantes los escándalos fueron mayores.
El 5 de diciembre de 1641, fiesta de san Nicolás, acompañaban los estudiantes al Obispillo, elegido entre ellos, por las calles de Sevilla y se armó tal alboroto, que ha sido especialmente recogido por los cronistas de la época. Les dio a los estudiantes por obligar a apearse a los ocupantes de los coches que se cruzaban con ellos por las calles para que besasen reverentemente la mano del Obispillo. Ese año lo era el estudiante Esteban Dongo, hijo de un rico ge­novés.
La broma continuó durante todo el día, haciendo apear de sus carruajes a sesudos jueces, damas encopetadas, clérigos prebendados... Por la tarde, se colaron en el Corral de la Montería, que se hallaba en el Alcázar, y obligaron a los actores a comenzar la comedia que se estaba re­presentando, continuando la función entre alborotos, aplausos e insultos. A la salida trataron de ocupar los coches de los caballe­ros que habían asistido a la comedia. Se armó una reyerta, salieron a relucir pistoletes, cara­binas, broqueles, estoques. Hubo algunos heridos. Y el asunto acabó en la Audiencia. El padre del Obispillo, Bartolomé Dongo, fue condenado a pagar 500 ó 1.000 ducados de multa, que en esto de la cuantía no se aclaran las crónicas. Y se notificó al colegio de Maese Rodrigo que quedaba abolida por siempre jamás la fiesta del Obispillo. Como así fue.

lunes, 21 de diciembre de 2015

49 años de sacerdocio

Hoy cumplo 49 años de sacerdocio. Tal día como hoy, 21 de diciembre de 1966, fui ordenado sacerdote en la catedral de Sevilla por el cardenal Bueno Monreal, del que conservo un gratísimo recuerdo.
Son muchos años y el cuerpo ya se resiente de dos infartos y del cansancio del corazón cuando camino a cierta marcha rápida. Pero aquí seguimos, hasta que Dios disponga.
Puedo decir a todos los que por el ancho mundo se asoman a esta Parroquia de Papel que siempre he sentido mi sacerdocio como un don de Dios y jamás me he arrepentido de haber dado en mi juventud este paso.



Momento de la imposición de manos en mi ordenación sacerdotal
y charla posterior con el cardenal Bueno Monreal.

Salí entonces con ganas de ganar el mundo, con cierta petulancia juvenil y no poca inexperiencia. Los años me fueron acoplando hasta llegar a estos momentos en que mi vida transcurre –en jubilación forzosa– ejerciendo mi apostolado y el anuncio de la Palabra prácticamente tras un teclado y un ordenador, acogido a los aires digitales.
Tengo en la calle más de setenta libros publicados y mantengo este blog, una web y un twitter para tratar de hacer en esta Parroquia de Papel lo que no puedo hacer en una Parroquia de piedra.
He tenido muy buenos compañeros de ruta. Y conservo una gratísima memoria de aquellos sacerdotes beneméritos, ya fallecidos, que acogieron a este joven «petulante» con verdadero compañerismo. Estoy convencido de que no somos un gremio malo, créanlo los que se sientan un tanto anticlericales. A pesar de algún que otro garbanzo negro, solo he encontrado compañeros generosos amantes de su vocación. Incluso con los que se dieron de baja en el camino, he mantenido con ellos la misma amistad de antaño, porque, salvo excepciones, siguen siendo buenas personas.
Somos pecadores y yo el primero. Ya lo dice el papa Francisco de sí mismo. Y siempre está pidiendo que recen por él. Pues lo mismo digo: recen por mí. También yo rezaré por vosotros.
Y si algún joven, que lea esto, se anima a ser sacerdote, que no tenga miedo. Dios es grande y misericordioso, que mira muy por encima de nuestras deficiencias y debilidades y pondrá su mano sobre él a lo largo de su vida.
Laus Deo, Dios sea alabado y la Santa Virgen María.


jueves, 17 de diciembre de 2015

Feliz Navidad 2015

Mi felicitación navideña para todas las personas del ancho mundo que siguen este blog. Esta Tarjeta navideña muestra a una Sagrada Familia emigrante como tantas familias del África negra o de Siria. Difícil para ellos estas Navidades.


Pido al Niño Dios que aflore nuevos tiempos de Paz en este mundo a todos los hombres de buena voluntad.
Y a todos vosotros deseo una FELIZ NAVIDAD y un PRÓSPERO AÑO NUEVO.


domingo, 13 de diciembre de 2015

Santa Lucía, protectora de los ciegos

Dante mostró una devoción especial a la santa de Siracusa a la que dirigía sus oraciones para que le protegiera la vista, cansados sus ojos por el mucho estudio. El cantor de La Divina Comedia, por gratitud, la colocó en el paraíso, en primera fila, a la izquierda de san Juan Bautista. Y le dio una popularidad devocional que traspasó las fronteras de Italia.
Esta certeza que sostenía Dante sobre la vida y milagros de la santa no es compartida por los historiadores. De su vida se sabe más bien poco: que fue siciliana y que sufrió martirio. Pero se desconoce en qué época y se duda de la leyenda que se ha forjado en torno a ella: una santa Lucía con la palma del martirio en una mano y una bandeja que muestra dos ojos en la otra, como aparece plasmada por los artistas.


 Una lápida funeraria aparecida en 1894 en la catacumba de San Giovanni de Siracusa confirmó la existencia de esta santa y su lugar de nacimiento. Es una piedra de mármol que se remonta al siglo V, escrita en griego, en la que se hace un elogio fúnebre de una tal Euschia que murió en la fiesta de santa Lucía, precisamente el 13 de diciembre.
Pero nada se sabe del año de la muerte de la santa. La tradición apunta a colocar la fecha de su martirio a partir del 303, cuando fue emitido el edicto de Antioquía y comenzó la terrible persecución de Diocleciano.
Su vida está contada en una Passio escrita tardíamente, siglo V o VI, llena de relatos fantásticos. Según ese documento, la joven Lucía, perteneciente a una familia acomodada de Siracusa, se consagró al Señor en su tierna edad. Pero su madre, por nombre Eutiquia, preocupada por el futuro de su hija, la prometió en matrimonio con un joven pagano sin contar con ella. Sucedió providencialmente que su madre se puso enferma y, acompañada de su hija, peregrinó a Catania a visitar la tumba de santa Ágata, puesta la esperanza de su curación en esta santa siciliana martirizada años antes en la persecución de Decio. Madre e hija rezaron largo tiempo en la iglesia hasta quedar rendidas por el sueño. Ya de noche, a Lucía se le apareció santa Ágata, que le dijo:
–Lucía, hermana mía, virgen de Dios, ¿por qué me pides lo que tú misma puedes conceder? Tu fe ha sido útil para tu madre y ya se encuentra sana.
Efectivamente, la madre curó milagrosamente y fue el momento oportuno que la joven Lucía aprovechó para confesar a su madre su decisión de permanecer virgen para toda la vida y consagrarse a Dios.              
Eutiquia, que sintió el vigor en sus carnes, agradecida por la salud recobrada, libró a su hija del compromiso matrimonial contraído, pero no así el novio, que la denunció al prefecto romano Pascasio.
Este la llamó para que sacrificara a los dioses. Pero Lucía se negó. Y mantuvo un diálogo tenso con el prefecto.
–El sacrificio puro y acepto a Dios es visitar a las viudas, a los huérfanos y a los peregrinos que se hallan en la aflicción y en la necesidad, y éste es ya el tercer año que ofrezco al Señor tales sacrificios, repartiendo todo mi patrimonio.
El prefecto Pascasio le respondió que acudiera a otros con esos cuentos.
–Yo sigo los mandatos del César y no puedo escuchar semejantes tonterías.
–Observa tú los decretos del César —le contestó Lucía—, como yo procuro seguir las leyes de mi Dios día y noche. Si tú no quieres faltar a ellos, ¿cómo puedes pretender que yo trate de contradecir los mandatos de mi Dios?
Un diálogo ingenuo y sugestivo. Pascasio, irritado, le gritó:
–¡Tú eres la podredumbre en alma y cuerpo!
Y Lucía le contestó:
–¡Tú sí que fomentas la corrupción del mundo!
Pascasio de nuevo:
–Basta ya de tanta charla, pasemos a los tormentos.
Y Lucía le replicó:
–Es imposible poner silencio a los decretos del Señor.
El prefecto ordenó que fuera llevada a un prostíbulo, donde se pondría a prueba su virginidad. Pero no había fuerza humana capaz de moverla de aquel lugar. Trataron de arrastrarla con la fuerza de unos bueyes –escena bellamente descrita por Lorenzo Bassano en un retablo de San Giorgio Maggiore en Venecia–, pero no lo consiguieron. Pascasio recurrió al fuego y sus esbirros rociaron a Lucía con pez y resina. Pero las llamas hicieron un cerco y no tocaron la piel de la santa. Por último, el prefecto ordenó que el verdugo la decapitase. Y así fue. Este le clavó un puñal en la garganta, que acabó con su vida.
De su supuesta ceguera, nada se dice en la Passio. Es una leyenda surgida en la época medieval, nacida tal vez de la derivación del nombre de Lucía, que significa lúcido, resplandeciente, o lucis via, senda de luz. Esta leyenda refiere que la joven Lucía, para demostrar a su prometido la firmeza de su decisión, se sacó los ojos que le habían deslumbrado y se los envió en una bandeja. Otra versión cuenta que los ojos se los envió al prefecto Pascasio, para serle restituidos inmediatamente después por intervención milagrosa del arcángel san Gabriel. Y una última versión narra que fue el mismo verdugo quien le vació los ojos.
La piedad popular ha tomado como propios estos relatos tardíos y ha proclamado a santa Lucía protectora de la vista, siéndolo también de los ciegos, de los electricistas y de los oculistas.

martes, 8 de diciembre de 2015

Declaración del Dogma de la Inmaculada Concepción

En Roma, el viernes 8 de diciembre de 1854 llovió toda la madrugada. Pero un sol primaveral saludó aquella mañana de invierno. La muchedumbre se encamina hacia la plaza de San Pedro. Peregrinos de toda Europa, fieles de todo el mundo se han dado cita en la Ciudad Eterna. Han sido invitados solamente unos doscientos obispos, varios por cada nación, la tercera parte de los que había en el mundo por aquel entonces.
España estuvo representada por el cardenal Gar­cía Cuesta, arzobispo de Santiago, La Puente y Primo de Rivera, obispo de Salamanca, y el primado de Toledo cardenal Bonel y Orbe. Sevilla no tuvo representación oficial. Aunque sí una presencia indirecta. El cardenal Wiseman, arzobispo de Westminster, se hallaba en Roma. Wiseman es un hijo preclaro de Sevilla, nacido en 1802 en la calle Fabiola, nombre de una de sus célebres novelas, de unos comerciantes irlandeses establecidos en Sevilla.


A las ocho y media de la mañana, los cardenales, arzobispos, obispos se hallan reunidos en la Capilla Sixtina. Pío IX se reviste de ornamentos blancos. Momentos después se forma la procesión que se dirige por la Escala Regia a la basílica Vaticana, cantando las letanías. Abre la marcha el predicador apostólico y el confesor de la Familia Pontificia, seguidos de los procuradores generales de las Órdenes religiosas, de los capellanes, cursores pontificios y de los ayuda de Cámara. Siguen los clérigos y los capellanes secretos de honor, los abogados consistoriales, los camareros de honor y los cantores pontificios. Detrás, los clérigos de Cámara, los auditores de la Rota, y el maestro de la Sacra Hospedería. A continuación siete prelados con velas encendidas sobre candelabros de plata acompañaban la Cruz llevada por un auditor de la Rota. Luego, un subdiácono latino, un diácono y subdiácono griegos y los penitenciarios de San Pedro. Después, los 93 obispos, 42 arzobispos, el patriarca de Alejandría y 54 cardenales, venidos de todas las partes del mundo. Detrás, la magistratura romana, el vicecamarlengo de la Santa Romana Iglesia, los dos cardenales asistentes, y el cardenal diácono que había de ser en la misa solemne ministro del romano pontífice. Pío IX aparecía bajo baldaquino. Cerraba la procesión el decano de la Rota, el auditor de Cámara, el maestro de Cámara, el regente de la Cancillería y los protonotarios apostólicos.
En la basílica, ya sobre el altar, en un trono al lado de la Epístola, el Papa recibió la obediencia de los cardenales, arzobispos, obispos y penitenciarios. Se cantó tercia y, comenzada la misa, después del Evangelio semitonado en latín y griego, para indicar la concordia de las dos Iglesias, oriental y latina, el cardenal Macchi, decano del sacro Colegio, junto con los decanos de los arzobispos y obispos presentes, con un arzobispo de rito griego y otro latino, se dirigió al trono pontificio y elevó la siguiente súplica en latín:
–Lo que tanto tiempo ha deseado y reiteradamente implorado la religión cristiana, a saber, que para mayor alabanza, veneración y gloria de la Santísima Virgen María, sea definida con tu supremo e infalible juicio la Concepción Inmaculada de la misma Virgen; esto mismo Nos, en nombre del sagrado Colegio cardenalicio, de los obispos católicos y todos los fieles de Cristo, humilde y encarecidamente te suplicamos y te pedimos quieras cumplir los votos públicos en la presente festividad de la Concepción de la beatísima Virgen. Por tanto, en esta augusta celebración del sacrificio incruento de Cristo, en este templo dedicado al príncipe de los apóstoles, en medio de esta solemne concurrencia del amplísimo Senado de la Iglesia, de los sagrados Obispos, y numeroso pueblo, dignaos, beatísimo Padre, elevar tu apostólica voz y pronunciar el decreto dogmático de la Concepción Inmaculada de la Virgen Madre de Dios; por lo que habrá gozo en el cielo y todo el mundo esparcido por la redondez del orbe se regocijará en gran manera.
El Papa dijo sí, naturalmente. Con sumo gusto acogía la súplica del Colegio cardenalicio, del episcopado y del pueblo fiel. Pero antes convenía implorar al Espíritu Santo.
Los cantores pontificios entonaron el Veni Creator, que fue seguido por la muchedumbre de fieles.
Acabada la imploración, se hizo silencio absoluto en el templo vaticano. Pío IX, revestido de blanco y oro, subió al trono pontificio y desde la cátedra de San Pedro, como cabeza infalible de la Iglesia, con voz profunda y entrecortada, leyó el decreto que definía la doctrina piadosa, tanto tiempo esperada: que «la beatísima Virgen María en el primer instante de su Concepción por singular gracia y privilegio de los méritos de Jesucristo salvador del linaje humano, fue preservada inmune de toda mancha de pecado original, es revelada por Dios, y por lo mismo ha de ser firme y constantemente creída por todos los fieles».
Eran las once y cuarto de la mañana. Cuando el Papa acabó de pronunciar la proclamación dogmática, un rayo de sol entró por el ventanal sobre el altar de Santa Maria della Colonna, y alumbró por un instante el rostro del pontífice. Este fenómeno ha sido inmortalizado por el pintor Francesco Podesti en la Sala de la Inmaculada de los Museos Vaticanos.
A continuación, el cardenal decano se prosternó de nuevo ante el Papa, le agradeció la ale­gría que había proporcionado a toda la cristiandad con la promulgación del decreto dogmático y le pidió que lo hiciera público con la expedición de un decreto pontificio: la bula Ineffabilis Deus.
Al terminar la misa papal, se entonó el tedéum en acción de gracias. El cañón del castillo de Sant'Angelo disparó salvas, todas las campanas de Roma repicaron de gozo, y las plazas, las calles y las casas se cubrieron de guirnaldas y flores.
El Papa salió de la basílica en silla gestatoria y, entre las aclamaciones de los fieles, fue llevado a la capilla de Sixto IV –aquel Papa franciscano que se significó tanto por este misterio–, donde colocó una corona de oro recamada en piedras preciosas sobre la imagen de una Inmaculada.
Tres años más tarde, en 1857, Pío IX visita el convento del Buen Pastor de Angers en Imola. La superiora general se atrevió a preguntarle qué sentimientos le habían embargado al proclamar el dogma de la Inmaculada Concepción. Y el Papa le respondió:
–¿Crees, hija mía, que el Papa ha sido arrebatado en éxtasis y que María se le ha aparecido en aquel momento?... Pues bien, no tuve éxtasis ni visión alguna, pero lo que yo sentí, lo que experimenté al definir aquel dogma fue tal que la lengua humana no lo puede expresar. Cuando comencé a pronunciar el decreto dogmático sentía mi voz impotente de hacerse oír a la inmensa multitud que se encontraba en la basílica vaticana. Pero cuando llegué a la fórmula de la definición, Dios dio a la voz de su Vicario tal fuerza y tan sobrenatural vigor, que resonó en toda la basílica. Yo, impresionado por tal socorro divino, me vi obligado a suspender por un instante la palabra para dar libre desahogo a mis lágrimas… mientras Dios proclamaba el dogma por la boca de su Vicario, Dios mismo dio a mi espíritu un conocimiento tan claro y tan amplio de la incomparable pureza de la Santísima Virgen, que, hundido en la profundidad de este conocimiento al que ningún lenguaje podrá describir, mi alma permaneció inundada de delicias inenarrables, de delicias que no son terrenas ni podrán experimentarse sino en el cielo.

domingo, 6 de diciembre de 2015

San Nicolás, Papá Noël de los niños

San Nicolás es uno de los santos más venerados en la cristiandad. «Si yo tuviese mil bocas y mil lenguas, no lograría enumerar todas las iglesias levantadas en honor del glorioso san Nicolás», cantaba en el latín de su tiempo un monje del alto medievo la popularidad de este santo, que, si ya era venerado en Oriente desde el siglo IV, a raíz de su muerte, se propagó rápidamente a Occidente su culto y devoción, incluso antes de que sus restos llegasen a tierras de Italia a finales del siglo XI.


San Juan Crisóstomo, Padre de la Iglesia de Oriente, contemporáneo del santo, le compuso oración en su liturgia e invocaba su nombre tras los de la Virgen, los ángeles, san Juan Bautista y los apóstoles. La Iglesia ortodoxa le rinde un culto especial y varias naciones, como Rusia y Grecia, le tienen como su protector principal. En algunas regiones de Rusia, su culto se ha cuasi-deificado. En Siberia, la gente le considera un dios agrícola, el dios de la buena cerveza. Y parece haber heredado la popularidad de Mikula, el antiguo dios pagano de las cosechas. Un santo amable, patrono de los niños, de los peregrinos, de las personas en peligro.
En Occidente, su culto lo propagó el mismo papa san Dámaso, que subió al solio pontificio veinte años después de la muerte del santo, dedicándole en Roma el templo de San Nicolás in carcere, que aún subsiste.
Pero su fama se propagó como la espuma por toda la cristiandad con la llegada de sus restos a la ciudad italiana de Bari en 1087. Las iglesias y capillas a su nombre se multiplicaron desde entonces por todo el Occidente. Al menos dos mil en Francia y Alemania, cuatrocientas en Inglaterra, unas cuarenta en Irlanda, e innumerables en Italia, donde san Nicolás es patrono en las ciudades de Bari, Venecia, Merano, Ancona y Sassari, y de las regiones de Puglia y Sicilia.
En España se cuenta que penetró su culto por medio de san Paulino de Nola, que peregrinó por estas tierras a fines del siglo IV. Pero san Nicolás se hace popular gracias a san Juan de Ortega, un santo español poco conocido, patrono de los arquitectos y discípulo predilecto de santo Domingo de la Calzada. Juan de Ortega nació en Quintana de Ortuño, a dos leguas de Burgos, a finales del siglo XI. Ordenado de sacerdote en 1106 y envuelto en la guerra suscitada entre castellanos y aragoneses tras la muerte de Alfonso VI de Castilla, marchó en peregrinación a Jerusalén. Se cuenta que, a la vuelta, sufrió un naufragio y se salvó con la invocación de san Nicolás. Se retiró a hacer vida de ermitaño a los Montes de Oca, en Burgos, y con licencia de Alfonso VII construyó una ermita en honor de san Nicolás. A partir de entonces, no hay ciudad que se precie en la Península que no tenga un templo dedicado en su honor.
Este santo –comúnmente conocido como san Nicolás de Bari– era originario de Patara, en la Licia del Asia Menor, actual Turquía, donde debió nacer alrededor del 270, hijo único de padres ricos. Sus datos biográficos son tan desesperadamente pocos como abundantes los sucesos legendarios que se le atribuyen. Ni siquiera es segura la fecha de su muerte, acaecida un 6 de diciembre de un año comprendido entre el 345 y el 352.
El mito y la leyenda se han encargado de llenar una vida que debió significarse por su bondad, amabilidad e intervenciones caritativas para con sus diocesanos. Elegido obispo de Mira (en la costa de Licia, Asia Menor) por aclamación popular, su muerte fue sentida por el pueblo y alabada por los Padres de la Iglesia, que prodigaron los elogios.
Pero la leyenda que envuelve la historia cuenta y no para de las cosas de san Nicolás. El primer ejemplo, recordado por Dante en su Divina Comedia, se refiere al episodio de las tres doncellas. Es uno de los relatos más conocidos de su biografía. Se cuenta que uno de sus vecinos de casa había caído en la más absoluta miseria y pensó aliviar la situación dedicando a sus tres hijas a la prostitución para encontrarles una dote. Nicolás, que lo supo, puso durante tres noches a la puerta de la casa de su vecino una bolsa de oro. Sólo a la tercera vez supo aquel hombre quién era su benefactor y contó a la gente la prodigalidad de Nicolás. Las tres chicas, gracias a la generosidad del santo, tuvieron la dote suficiente para encontrar marido.
Esta historia ha dado origen al culto de san Nicolás como protector de las jóvenes que buscan marido.
A él se une un milagro renombrado, que se halla en el origen de su culto como protector de la infancia: la resurrección de tres niños asesinados por un carnicero. Hizo tantos milagros que ya fue considerado santo en vida. Devolvió la libertad a tres soldados condenados injustamente por el emperador Constantino, salvó a unos marineros de un naufragio aplacando una furiosa tempestad, sufrió persecuciones y cárceles, asistió al concilio de Nicea, primer concilio ecuménico que condenó la herejía de Arrio, aquel sacerdote de la Iglesia de Alejandría que negaba la divinidad de Jesucristo. Nicolás, en el calor de la disputa, al oír a Arrio decir que «el Hijo había sido hecho, pero no engendrado por el Padre», le dio una bofetada, que un biógrafo antiguo, fray Pablo de San Nicolás, ha querido paliarlo con esta descripción: «Suspenda aquí el lector el juicio, que esta acción no fue inadvertida sino inspirada; no dio a Arrio san Nicolás la bofetada, sino Cristo, que estaba en el pecho de san Nicolás dio la bofetada al demonio que estaba en el corazón de Arrio». Pero su presencia en este concilio de Nicea se pone en duda, ya que no figura en el elenco de los obispos participantes.
Un acto de piratería, ocurrido en 1087, elevará a la cima de la popularidad la figura de san Nicolás. La ciudad de Mira, donde reposaban los restos del santo en sepulcro venerado durante siete siglos, había caído en poder de los turcos. Varias ciudades italianas suspiraban por rescatar el cuerpo de uno de los santos más venerados. Los venecianos, que ya tenían el cuerpo de san Marcos, aspiraban a traerse también el de san Nicolás. Pero se les adelantaron los de Bari, ciudad italiana que se asoma al Adriático. La empresa tomó los tintes propios de una cruzada. Un «comando» de sesenta y dos marineros, dirigidos por dos sacerdotes, por nombres Lupo y Grimoaldo, desembarcó en las cercanías de Mira. Uno de ellos, vestido de peregrino, tanteó el terreno. Como vieron que el cuerpo del santo se hallaba en un oratorio fuera de los muros de la ciudad, custodiado por cuatro monjes, se decidieron a dar el golpe. Al principio, condescendientes, trataron de sobornar a los monjes con una bolsa de oro, y, como se negasen, se apropiaron de las reliquias por la fuerza. Curiosamente, el cuerpo de san Nicolás nadaba en su sepultura en un extraño líquido, que ellos denominaron «maná de san Nicolás». Embarcaron los despojos del santo y arribaron a Bari el 9 de mayo de 1087.
Enseguida corrió la noticia de que las reliquias del taumaturgo de Mira se hallaban en el puerto. Toda la ciudad se asomó, a su cabeza el arzobispo Ursone, que envió una barcaza empavesada de fiesta para transportar a tierra el cuerpo de san Nicolás. Pero los marineros se habían juramentado que no entregarían aquel tesoro hasta ser depositado en una iglesia nueva, que había de ser construida en su honor. Bajo la promesa de que así se haría, el cuerpo de san Nicolás fue desembarcado.
Dos años más tarde, el 27 de septiembre de 1089, el papa Urbano II consagró el nuevo templo y puso con sus propias manos en la urna bajo el altar los preciosos despojos del santo.
En Bari, los miércoles son dedicados a san Nicolás con misa solemne en su basílica, que culmina con un cántico tradicional en recuerdo de los prodigios del santo y de su patrocinio en el mundo. De su sepulcro sale también, desde siempre, ese líquido misterioso, el «maná», que es recogido en botellitas. Un examen bacteriológico efectuado en 1925 estableció que el «maná de san Nicolás» es un agua casi pura que no proviene de infiltraciones del ambiente en la tumba del santo. Una especie de milagroso suceso que los bareses contemplan con orgullo, al igual que los napolitanos pregonan la sangre licuada de san Genaro.
Su fiesta, que se celebra el 6 de diciembre, es un anticipo de los días navideños en que los niños nórdicos reciben sus regalos. El moderno Papá Noël anglosajón es la versión laica de san Nicolás. Su capucha forrada de piel no es sino una transformación de la mitra episcopal. Y el nombre de Santa Claus anglosajón, una derivación de Nicolás a través del alemán Nikolaus.
San Nicolás es principalmente protector de los niños listos, pero también lo es de las jóvenes sin dote, de los navegantes y de los vinateros.

martes, 1 de diciembre de 2015

Por el lenguaje se conoce a la gente

Aún recuerdo, de pequeño, cómo los viejos de mi pueblo saludaban con expresiones que ya han desaparecido:
–A la buena de Dios.
O también:
–Condiós, vaya usted con Dios.
El adiós, que es una forma sincopada de las expresiones anteriores o de «A Dios encomiendo tu alma», me parece muy hermosa, aunque para la mayoría de la gente ha perdido el originario sentido de que quien lo dice te desea que Dios te acompañe en tu camino.
En la II República, que algo debían saber de ello, cambiaron el saludo y la gente se despedía con un…
–¡Salud!
O también:
–¡Salud, camarada!
Y así también, como ocurre hoy con frecuencia, la esposa deja de ser esposa para convertirse en «compañera».
Ocurría lo mismo cuando uno estornudaba, que se le decía:
–¡Jesús!
Lo que se cambió también por la exclamación:
–¡Salud!
O aquella hermosa jaculatoria que incluso estaba grabada en las puertas de las casas y tiene un origen sevillano, de las luchas concepcionistas de principios del siglo XVII:
–Ave María Purísima.
Para contestar:
–Sin pecado concebida.
Expresión que ha quedado reducida a los tornos de los conventos de clausura.
Julián Marías tiene una página preciosa en sus Memorias –él que vivió en el Madrid rojo y nacional después– en la que habla de La retórica y los usos lingüísticos en uno y otro Madrid, convertida de pronto la «Zona republicana» en «Zona nacional».
–Todos los tópicos fueron sustituidos, en cierto modo invertidos; las consig­nas y los gritos eran los opuestos. Al «¡No pasarán!» sucedió el «¡Franco, Franco, Franco!», que sorprendía un poco, sobre todo por la repetición. Los «facciosos» eran «nacionales»; los «republicanos» o «leales», «rojos» (o bien «la horda marxista»); la «rebelión» o «Sublevación» se convirtió en «Cruzada» o «Guerra de Liberación».
Y también:
Cuando se llamaba por teléfono a una oficina, en lugar del usual «Diga» o «Dígame» se oía «¡Arriba España!- y se esperaba que se contestase: «¡Arriba!». El saludo con el puño levantado fue sustituido por el brazo en alto. No se solía decir «mi mujer», sino «mi compañera». El sombrero y la corbata estaban mal vistos y podían resultar peligrosos –mi padre usó ambas prendas durante toda la guerra, pero era cómico ver a señores viejos que se resfriaban con una boina o una gorra; yo no usaba sombrero, pero seguí con la corbata hasta que vestí el uniforme–. Al acabar la guerra, no solo volvieron a usarse las prendas proscritas, sino que eran una especie de «aval», de «adhesión al régimen»; una conocida sombrerería se anunciaba con este lema: «Los rojos no usaban sombrero».
Y así como ahora en Cataluña se persigue los rótulos de los comercios en castellano, en aquel entonces…
–La zapatería «Les Petits Suisses» fue «Los Pequeños Suizos», y unos caramelos «Darlings» perdieron la «g» y con ello la significación, sin que aumentase gran cosa su españolismo. La ensaladilla rusa fue desde entonces «imperial», y cuando un grupo de estudiantes vivía en un piso común, «en república», tuvo que ser «en imperio».
Estos fueron unos cambios profundos, consecuencias de una cruel guerra civil que duró tres años. Pero también, sin tanto traumatismo, vienen sucediéndose cambios lingüísticos, algunos de ellos que chocan como una piedra en un ojo. Eso, por ejemplo:
–Compañeros y compañeras.
Me suelo preguntar, ya que los que usan esta expresión en contra de los buenos usos gramaticales se dicen feministas, por qué no invierten los términos y dicen:
–Compañeras y compañeros.
Sería de lo más caballeroso.
Y es que por el lenguaje se conoce a la gente.
Por eso yo, para acabar, me despido de ustedes con el clásico:
–Adiós.
O como los viejos de mi pueblo:
–Vaya usted con Dios.
O si lo prefieren, al uso franciscano:
Paz y bien.