domingo, 13 de diciembre de 2015

Santa Lucía, protectora de los ciegos

Dante mostró una devoción especial a la santa de Siracusa a la que dirigía sus oraciones para que le protegiera la vista, cansados sus ojos por el mucho estudio. El cantor de La Divina Comedia, por gratitud, la colocó en el paraíso, en primera fila, a la izquierda de san Juan Bautista. Y le dio una popularidad devocional que traspasó las fronteras de Italia.
Esta certeza que sostenía Dante sobre la vida y milagros de la santa no es compartida por los historiadores. De su vida se sabe más bien poco: que fue siciliana y que sufrió martirio. Pero se desconoce en qué época y se duda de la leyenda que se ha forjado en torno a ella: una santa Lucía con la palma del martirio en una mano y una bandeja que muestra dos ojos en la otra, como aparece plasmada por los artistas.


 Una lápida funeraria aparecida en 1894 en la catacumba de San Giovanni de Siracusa confirmó la existencia de esta santa y su lugar de nacimiento. Es una piedra de mármol que se remonta al siglo V, escrita en griego, en la que se hace un elogio fúnebre de una tal Euschia que murió en la fiesta de santa Lucía, precisamente el 13 de diciembre.
Pero nada se sabe del año de la muerte de la santa. La tradición apunta a colocar la fecha de su martirio a partir del 303, cuando fue emitido el edicto de Antioquía y comenzó la terrible persecución de Diocleciano.
Su vida está contada en una Passio escrita tardíamente, siglo V o VI, llena de relatos fantásticos. Según ese documento, la joven Lucía, perteneciente a una familia acomodada de Siracusa, se consagró al Señor en su tierna edad. Pero su madre, por nombre Eutiquia, preocupada por el futuro de su hija, la prometió en matrimonio con un joven pagano sin contar con ella. Sucedió providencialmente que su madre se puso enferma y, acompañada de su hija, peregrinó a Catania a visitar la tumba de santa Ágata, puesta la esperanza de su curación en esta santa siciliana martirizada años antes en la persecución de Decio. Madre e hija rezaron largo tiempo en la iglesia hasta quedar rendidas por el sueño. Ya de noche, a Lucía se le apareció santa Ágata, que le dijo:
–Lucía, hermana mía, virgen de Dios, ¿por qué me pides lo que tú misma puedes conceder? Tu fe ha sido útil para tu madre y ya se encuentra sana.
Efectivamente, la madre curó milagrosamente y fue el momento oportuno que la joven Lucía aprovechó para confesar a su madre su decisión de permanecer virgen para toda la vida y consagrarse a Dios.              
Eutiquia, que sintió el vigor en sus carnes, agradecida por la salud recobrada, libró a su hija del compromiso matrimonial contraído, pero no así el novio, que la denunció al prefecto romano Pascasio.
Este la llamó para que sacrificara a los dioses. Pero Lucía se negó. Y mantuvo un diálogo tenso con el prefecto.
–El sacrificio puro y acepto a Dios es visitar a las viudas, a los huérfanos y a los peregrinos que se hallan en la aflicción y en la necesidad, y éste es ya el tercer año que ofrezco al Señor tales sacrificios, repartiendo todo mi patrimonio.
El prefecto Pascasio le respondió que acudiera a otros con esos cuentos.
–Yo sigo los mandatos del César y no puedo escuchar semejantes tonterías.
–Observa tú los decretos del César —le contestó Lucía—, como yo procuro seguir las leyes de mi Dios día y noche. Si tú no quieres faltar a ellos, ¿cómo puedes pretender que yo trate de contradecir los mandatos de mi Dios?
Un diálogo ingenuo y sugestivo. Pascasio, irritado, le gritó:
–¡Tú eres la podredumbre en alma y cuerpo!
Y Lucía le contestó:
–¡Tú sí que fomentas la corrupción del mundo!
Pascasio de nuevo:
–Basta ya de tanta charla, pasemos a los tormentos.
Y Lucía le replicó:
–Es imposible poner silencio a los decretos del Señor.
El prefecto ordenó que fuera llevada a un prostíbulo, donde se pondría a prueba su virginidad. Pero no había fuerza humana capaz de moverla de aquel lugar. Trataron de arrastrarla con la fuerza de unos bueyes –escena bellamente descrita por Lorenzo Bassano en un retablo de San Giorgio Maggiore en Venecia–, pero no lo consiguieron. Pascasio recurrió al fuego y sus esbirros rociaron a Lucía con pez y resina. Pero las llamas hicieron un cerco y no tocaron la piel de la santa. Por último, el prefecto ordenó que el verdugo la decapitase. Y así fue. Este le clavó un puñal en la garganta, que acabó con su vida.
De su supuesta ceguera, nada se dice en la Passio. Es una leyenda surgida en la época medieval, nacida tal vez de la derivación del nombre de Lucía, que significa lúcido, resplandeciente, o lucis via, senda de luz. Esta leyenda refiere que la joven Lucía, para demostrar a su prometido la firmeza de su decisión, se sacó los ojos que le habían deslumbrado y se los envió en una bandeja. Otra versión cuenta que los ojos se los envió al prefecto Pascasio, para serle restituidos inmediatamente después por intervención milagrosa del arcángel san Gabriel. Y una última versión narra que fue el mismo verdugo quien le vació los ojos.
La piedad popular ha tomado como propios estos relatos tardíos y ha proclamado a santa Lucía protectora de la vista, siéndolo también de los ciegos, de los electricistas y de los oculistas.

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