sábado, 24 de junio de 2017

Vida y milagros del cura más viejo de Sevilla

Esta es la historia sorprendente de un sevillano, que a caballo del siglo XVI al XVII, vivió la friolera de 121 años. Se llamó Juan Bautista Ramírez de Bustamante Calderón de la Barca y Barrera: cinco veces casado, 42 hijos más 9 bastardos, infinidad de nietos y, en los postreros años de su vida, ordenado de sacerdote.
Nació en Sevilla el 24 de junio de 1557 de familia noble y rica. Realizó sus estudios en el Colegio de Santa María de Jesús, antecedente de la Universidad de Sevilla. A los veintidós años partió hacia América donde se enfrascó en el conocimiento del mundo indio, llegando a dominar hasta siete idiomas nativos.
Regresó a Sevilla en 1603, donde contrajo sucesivos matrimonios. Extractamos de su inquieta vida los datos que aparecen en su partida de defunción de la parroquia de San Lorenzo, «porque es digno de reparo y maravilla rara las cosas que en el discurso de su vida le sucedieron».
Gracias a esta partida de defunción, hemos podido saber de las andanzas de su vida.
Casado cinco veces, «el primero matrimonio fue con doña Lucrecia Ana de Aguilar, hija de Gaspar Rodrigo, y de doña Francisca de Figuerosa Laso de la Vega; de segundo matrimonio casó con doña Ana Bernabela de Zamora, viuda y doncella; de tercero matrimonio casó con doña María de Arana, viuda; de cuarto matrimonio casó con doña Violante de Estrada y Quixada; de quinto matrimonio casó con doña Beatriz de Obregón y Armenta viuda; tuvo de estos matrimonios muchos hijos, que dicen que fueron cuarenta y dos, y bastardos nueve; pudo poblar él solo, con sus hijos y nietos, una isla. Fue de venerable persona, y muy capaz, aun en esta edad que murió, pues en ella estaba componiendo un libro de alabanzas de nuestra Señora, en octavas rimas, sonetos y canciones; y de edad de cuarenta y seis años compuso otro libro en versos diferentes a diferentes asuntos. Fue Alguacil Mayor de este Arzobispado, en tiempo de el Sr. Don Luis Fernández de Córdoba, Arzobispo que fue de Sevilla; navegó muchos años, sabía siete lenguas de indios; fue Mayordomo de el Convento de mi Señora Santa Ana de esta ciudad; fue Escribano de Cámara de la Real Audiencia de esta ciudad, y escribano de Acuerdo de dicha Audiencia. Fue Secretario de la Contratación de esta ciudad; fue Notario Mayor de la Religión de San Juan, en Sevilla, Tocina y Alcolea, y Mayordomo de Santa Isabel de la misma Orden. Se ordenó de Sacerdote el año de mil seiscientos y cincuenta y seis [a los 99 años] y celebró hasta fin de sus días y murió de una caída que dio en las pasaderas de San Francisco de Paula, con tanta capacidad como siempre vivió. Juzgo está gozando de Dios, que era varón justo».
El 1 de octubre de 1678, los beneficiados de la parroquia de San Lorenzo enterraron a don Juan Ramírez de Bustamante en la bóveda reservada a los sacerdotes.
¡Hay por esos mundos quien haya producido más que este requeteviejo Juan Bautista Ramírez de Bustamante Calderón de la Barca y Barrera! Habría que cantarle aquello de:
–¡A la bin, a la ban, a la bin bon ban, Juan Bautista, Juan Bautista, y nadie más!

domingo, 18 de junio de 2017

¿Por qué, tú que crees, no me hablas de Dios?

Se lo he oído contar a un sacerdote hace algún tiempo. Subió a su coche un joven de unos veinte años, que hacía auto-stop. Se dio cuenta de que era sordomudo. Y el joven percibió que el conductor era sacerdote. Pasados algunos kilómetros, en silencio obligado, como es natural, pero ya distendido el clima en aquel pequeño vehículo rodante, el joven le pasó un papel al conductor con este curioso texto:
—No sé muy bien si Dios existe. Dígame lo que usted sepa.
Y el rubor asomó en el rostro del sacerdote. ¿Cómo explicarle la realidad de Dios a un sordomudo? ¿Y, además, conduciendo? Balbuceó algunas palabras que el joven sordomudo trató de leer en sus labios.

 

Fue una situación embarazosa, me dijo. Pero interesante. Este sacerdote sacó la firme convicción, gracias a aquel encuentro fortuito, de que los hombres de hoy esperan de la Iglesia y de los cristianos palabras consistentes sobre Dios.
¿Se las damos?
¿No ocurre más bien que nos embarga el respeto que nos inhibe hablar de Dios, manifestar nuestra fe, que sepan que soy cristiano y que ello se note en un comportamiento concorde con ese nombre?
Tal vez preferimos callar –¿por miedo? ¿por vergüenza?– en medio de un mundo dominado por las ciencias humanas, que olvida lo trascendente.
Sordos de la palabra de Dios hay muchos en el mundo. Y mudos para musitar siquiera un Padrenuestro que les acerque a Dios no son menos. Pero nos topamos de vez en cuando inquietos corazones sordomudos que nos pueden garabatear en un trozo de papel esa pregunta inquietante:
A los cristianos toca —mis buenos hermanos— organizar conciertos lo más afinadamente posible, con letra del Dios de Jesucristo, que puedan ser percibidos hasta por los sordomudos del mundo.

miércoles, 14 de junio de 2017

¡Muy simpático el sermón del Padre Festivales!

Mi último sermón, «Leonardo Castillo, el Padre Festivales», ignorado por un periódico de Sevilla al que se lo envié, tal vez por creerlo insustancial, ha tenido una gratísima acogida entre mis parroquianos de Sevilla y entre los lectores de mi blog, que en estos momentos llega a la cifra de 1.169 entradas.
Dicen por ejemplo mis parroquianos: «Creo que es tu mejor sermón o al menos el que más me ha gustado por lo humano del personaje». «¡Muy simpático el sermón..!». «Precioso sermón sobre mi inolvidable amigo, Leonardo Castillo. Tuve la gran suerte de tratarlo y estar cerca de él muchas veces. Lástima de ese periódico al no saber valorar lo realmente interesante. ¡Gracias y enhorabuena por tu escrito sobre este santo cura!». «Gracias, Carlos, por tu sermón dedicado al Padre Leonardo. Me has hecho llorar de alegría. Dios te bendiga, abrazo». «Precioso el artículo sobre Leonardo. Era un santo. Es un ejemplo de vida para los sacerdotes y para todos. Gracias, Carlos, por este testimonio». «El Padre Castillo se lo merece todo. Me honró siempre con su cariño. Y me pegaba el anual sablazo navideño para «sus» presos...».


 Aunque también ha habido alguna discrepancia: «Con Leonardo, sin quitar nada a su santidad, la experiencia marista no fue buena. Les ofreció la dirección de la escuela de Fp que fundó en Cazalla y hubo diversos problemas con él... pedía mucho y daba poco... aunque haber había, pero él administraba... Al final se tuvieron que ir».
El 17 de junio de 2004, jueves, a las ocho de la tarde, y en la sede de la Fundación Cruzcampo se presentó el libro «La faena de su vida. Conversaciones con el Padre Leonardo Castillo», escrito por mí. El acto estuvo presidido por el cardenal arzobispo de Sevilla, Carlos Amigo Vallejo, y la obra fue presentada por el periodista Manuel Ramírez Fernández de Córdoba (q.e.p.d.). El título de la obra tiene claras connotaciones taurinas, subrayando la relación que el padre Leonardo Castillo ha tenido con el mundo de los toros, ya que fueron los ganaderos y los toreros, organizando muchos festivales taurinos, los primeros que les proporcionaron el apoyo económico necesario para hacer realidad proyectos como la creación de la Escuela de Formación Profesional Nuestra Señora del Monte en Cazalla de la Sierra o ayudar a las peregrinaciones a Lourdes con enfermos.
La crónica de la presentación del libro fue firmada en ABC por Fernando Carrasco (q.e.p.d), donde dice: «Lleno de no hay billetes» rezan los carteles taurinos. Lleno a rebosar, pero de no poder entrar en la sala, en la sede de la Fundación Cruzcampo. Un libro, «La faena de su vida. Conversaciones con el Padre Leonardo Castillo» el culpable. Pero no sólo el volumen excelentemente escrito por Carlos Ros –hay que tener valor para conversar horas y horas sin desfallecer con el padre Leonardo–, sino por la presencia del protagonista del libro. Faltan líneas, páginas, para describir el amor y el sentimiento que embargaron ayer la sede de la Fundación Cruzcampo. Eso y la gente que acudió. No en vano, Carlos Piñar, presidente de la Fundación, no tuvo reparo en reconocer que en los muchos años que llevaba al frente de esta institución era la primera vez que veía, asombrado, cómo la gente se quedaba fuera de la sala. Porque la figura del Padre Leonardo Castillo, «Padre Festivales» para los taurinos; capataz para los «Costaleros de un Cristo Vivo»; guía y norte para las gentes de Cazalla de la Sierra, de Umbrete, de Carrión de los Céspedes –que no, que no se pudo quedar allí para siempre por mucho que lo intentaron–, se agrandó en la presentación de un libro que recoge su vida, sus andanzas por y para los demás –necesitados, presos, drogadictos, marginados... ¿hay más colectivos?– y su amor, por encima de todo, a Dios, a Jesucristo y a María Santísima. Amor traducido en hacer el bien, en ver en cada uno de los más desgraciados, en todos los sentidos, el rostro de Dios. ¡Hay que ser muy grande, muy grande, para solo ver eso en cada uno de los que llaman a su puerta! Por eso, no es de extrañar que el primero en acudir a esta presentación fuese el cardenal arzobispo de Sevilla, monseñor Carlos Amigo Vallejo, quien no paró de recordar anécdotas. Y junto al prelado, la presentación de Manuel Ramírez Fernández de Córdoba, auténtico cirineo en esos veinte años de peregrinación a Lourdes con sus costaleros vivos de amor a Cristo y a su Madre –¿se puede adorar más a quien está con los que de verdad sufren, Manolo?–; Miguel Báez «Litri» padre, Patricia Rato, Fernando Cepeda, Gabriel Rojas, Ramón Vila, Alfonso Ordóñez, Andrés Luque Gago, Julio Pérez «Vito», Manolo Macías, Paco Gandía, Fermín Díaz, Paco Pablo Peralta, Miguel Criado, Gregorio Conejo, Marina Álamo, Rafael Ponce... imposible enumerarlos a todos. Y todos, absolutamente todos, porque Leonardo Castillo un buen día fue «destinado» a Cazalla de la Sierra. A partir de ahí, «sablazo» tras «sablazo» porque así Dios lo quiso. Para los demás. «La importancia de llamarse Ernesto», dijo el cardenal en su alocución. «La importancia de llamarse Leonardo», refrendó el prelado.
Yo solo quiero añadir una cosa que ha quedado en mi recuerdo. De todos mis libros, fue esta presentación la más multitudinaria. Siendo el salón de actos bien espacioso, muchas personas quedaron fuera. La tribuna estaba ocupada por siete u ocho personas. A mí, como autor, me asignaron un ala, el ala izquierda. Y tuve ocasión de poder hablar siquiera unos momentos. Al día siguiente, al recoger el evento el diario ABC apareció una serie de fotos del acto, donde se veía a muchos, de la tribuna y de los espectadores. Menos el autor, que no apareció por ningún lado.

sábado, 10 de junio de 2017

Leonardo Castillo, el Padre Festivales

El pasado 27 de mayo, fueron trasladados los restos mortales del Padre Leonardo Castillo, sacerdote diocesano de Sevilla, desde el cementerio a la parroquia de su pueblo de Algar (Cádiz). Y los actos estuvieron presididos por el cardenal Amigo Vallejo y el obispo de Jerez, José Mazuelo.
Yo escribí sobre él, poco antes de su muerte, «La faena de su vida. Conversaciones con el Padre Leonardo Castillo». En la segunda edición, incluí un último capítulo con el relato de su muerte, y el título de «Tu última faena».


 Andaba yo ultimando la biografía de un sacerdote santo de Sevilla del tiempo de los Reyes Católicos y del emperador Carlos V, el venerable Fernando de Contreras, que reposa a los pies del altar mayor de la Catedral, en un sitio tan preciado que los mismos canónigos no consintieron que arzobispo alguno se enterrara en semejante lugar. Fernando de Contreras, apóstol de Sevilla y redentor de cautivos, no pasó de simple cura. Y sin embargo, los canónigos de entonces, movidos por la santidad de este hombre, le obsequiaron con tan preciado lugar. Pues bien, estaba culminando su biografía, cuando pensé si encontraría un sacerdote digno de resaltar su figura en los tiempos que hoy corren. Y se me vino a las mientes, casi sin pensarlo, como una premonición, la persona de Leonardo Castillo. 
Por eso, tras un sacerdote ejemplar de la Iglesia de Sevilla del siglo XVI, me apresuré a escribir sobre otro sacerdote ejemplar del siglo XX al XXI. Pretendía profundizar en el corazón de este hombre, buen amigo mío. Me preguntaba al pergeñar el nuevo libro:
–¿Qué le mueve a ser así? ¿Por qué quiere tanto a Dios? ¿Por qué quiere tanto a los hombres? ¿Por qué lo quiere todo el mundo? ¿Por qué tiene tantos amigos? ¿Por qué es tan amigo de los toreros? ¿Y de los presos? ¿Y de los pobres? ¿Por qué sonríe siempre?
Esto último me lo aclaró enseguida, cuando comenzamos a hablar:
–¿Me voy a poner a llorar porque tengo un cáncer de colon?– me decía y decía a todos. Y se echaba a reír.
–Siempre le pido a Dios más humor que salud, porque la gente quiere que le sonría y me ría con ella. Hoy mi mejor sermón es reírme.
Tenía muchos motes. Lo de Padre Festivales le vino de Julio Montes, cronista de la «Hoja del Lunes» de Sevilla, que lo denominó así cuando organizaba los festivales taurinos en pro de la Escuela Profesional de Cazalla, que le llevó a mantener de por vida una amistad entrañable con los toreros y su mundo. También le cayeron por aquel tiempo otros motes, que han perdurado menos en la memoria colectiva de la gente, como Padre Botella, Padre Ladrillo, Padre Tebeo… En sus últimos días era simplemente Padre Leonardo. Y si queréis un mote, Padre Cáritas. Con eso bastaba, todo el mundo lo entendía.
Murió el 25 de marzo, Viernes Santo de 2005. Ese toro, el último de la faena de su vida, le pilló de verdad. Se lo dijo a su amigo, el médico Ramón Vila:
—Esta vez me ha cogido bien. Me ha dado una cornada grave, y bien dada…
¡Qué día eligió para morirse! Un día preñado de significado, un día providencial: Viernes Santo, a la caída de tarde, como Jesús en el Calvario. Nubarrones y lluvia ese día obligó al Cachorro a quedar en su templo. Pero a eso de las siete de la tarde, cuando lanzó el último suspiro, se puso en marcha procesional su Hermandad de la O. Y ni una gota más, recorrido completo. En La Campana, cuando corrió la voz de que había muerto, los pasos del Cristo y Virgen de la O fueron izados en levantá silenciosa, sin música, en honor de quien había sido su párroco y director espiritual.
Y día también de la Virgen, Anunciación y Encarnación del Verbo, 25 de marzo. Muerte de Viernes Santo, Encarnación de vida. De la muerte a la vida. Así es, así fue, su muerte y el significado simbólico y providencial de sus pasos de esta tierra a la eternidad.
Atrás ha dejado las visitas a la cárcel, a la que acudía hasta sus últimos momentos. Y atrás ha dejado también la nueva sede de «Costaleros para un Cristo Vivo», donde instaló su despacho después de resignar la Delegación Diocesana de Cáritas. Quería, intentaba continuar con su actividad febril de siempre, pero ya no podía, estaba encorvado, su columna vertebral se había arqueado como un junco vencido.
El lunes de Resurrección, 28 de marzo, fue la misa de funeral en una Catedral abarrotada de gente. Sevilla daba su multitudinario adiós a quien consideró como un cura generoso y santo. Un cardenal de la Santa Madre Iglesia, un arzobispo, dos obispos y ciento y pico de curas en el altar. Y esa Catedral de Sevilla, imponente y mágica, repleta de un pueblo fiel que le ha querido en el alma. En primera fila, numerosos impedidos, llevados a la Catedral por los Costaleros para un Cristo Vivo, distinguidos por su sudadera blanca y pañuelo celeste. Los sonidos del órgano lo despidieron con una música de primavera, «La canción del viejo poeta», de Luis Iruarrizaga, que se cantaba en el Seminario, inspirada en una bella música mexicana titulada «La despedida del torero». Un fuerte aplauso atronó en la Catedral al viejo «torero» cuando el féretro salía por la Puerta de San Miguel.
En el cielo, el Potra y Gandía le han dado el abrazo de bienvenida y han enviado un mensaje a la tierra.
–¿Se me oye bien? Espérate, me voy a mover de sitio.
Es Antonio Burgos quien conecta con el móvil del Potra, lo cuenta en su Recuadro de ABC.
–¿Pues no que acaba de llegar aquí arriba el Padre Leonardo y no veas la que le han formado? Yo he visto salir a muchos toreros a hombros, valiendo y sin valer, con orejas regalás y con orejas de ley, en Sevilla, en Madrid, en Pamplona. Pero lo que no había visto nunca, joé, esto sí que es grande, es entrar a nadie a hombros en un sitio. Y yo he visto que al Padre Leonardo, será mamón el cura, lo han entrado aquí en el cielo a hombros.
El Potra es así de mal hablado, incluso en el cielo mantiene esta afición, pero es buena gente. Todo se le perdona por lo caritativo que fue con el Padre Leonardo, a quien le enviaba cajas todos los años para sus presos y gitanillos.
Y el Potra pregunta a Paco Gandía, apoyado en la barra de Becerra de allá arriba:
–¿Qué es eso, qué es lo que viene ahí, Paco?
Y Paco Gandía, desde el balcón del cielo:
–¿Qué va a ser, Miguel? El Padre Leonardo, que como ha estado enorme, lo traen a hombros los enfermos y los gitanos por el Paseo Colón y lo van a entrar por la puerta grande de los verdaderos santos de Sevilla. Y yo creo que le van a tener que echar un poquito de tres en uno a esa puerta, porque no se abría desde lo de Sor Ángela.

martes, 6 de junio de 2017

Hermanos Maristas, 200 años

Los Maristas están celebrando este año de 2017 los 200 años de su existencia. Y al decir Maristas, no solo quiero expresar en este gozo de aniversario solamente a los Hermanos Maristas, sino también a los alumnos que estuvimos en sus aulas. Yo fui uno de ellos y siento como alumno la alegría de esta celebración bicentenaria Marista. Doy gracias a Dios y a los Hermanos Maristas de la formación que recibí de ellos en los cinco años que estuve en su Colegio. Entré en octubre de 1950 en Ingreso y salí en junio de 1955 con la Reválida de Cuarto de Bachillerato, para ir después a la Universidad Pontificia de Comillas, ya con formación jesuítica.


El fundador san Marcelino Champagnat nació en Francia, en Marlhes, en la región del Loira, el 20 de mayo de 1789, año del estallido de la Revolución Francesa. Y es curioso que quien se iba a significar por la fundación de un instituto religioso dedicado a la enseñanza no fuera en su niñez a la escuela.
Perdón, fue un primer día y quedó tan impactado por la bofetada que el maestro le dio a un alumno, que no quiso volver más y se quedó a ayudar a sus padres en las tareas de la casa y al cuidado de unos corderos. También le marcó el hecho de que en la catequesis el cura reprendiera a un niño y lo insultase con un mote, niño que será el hazmerreír de los compañeros y se volverá triste y retraído.
Dos anécdotas penosas que marcarán desde su niñez al educador que se hará con el tiempo.
En octubre de 1805, a sus 16 años, ingresa en el seminario menor de Verrières. Y tiene que afrontar dos graves problemas. A pesar de su edad y su estatura (mide 1,79 m) ha de sentarse con los principiantes, más pequeños que él. Y como no ha ido a la escuela, no sabe leer ni escribir en francés. Además, en su región se hablaba un dialecto.
El director del seminario le recomendará, tras un primer curso desastroso, que se quede en casa. Marcelino hace una peregrinación a pie con su madre a La Louvesc, donde está la tumba del apóstol de la región, san Francisco Régis, y consigue que le den otra oportunidad.
El segundo año en el seminario y los siguientes sube su nivel de rendimiento. En 1813 pasa al seminario mayor de Lyon, para empezar su primer año de teología. En el curso escolar de 1815, un nuevo seminarista proveniente del Puy, Juan Claudio Courveille, comunica a algunos compañeros su proyecto de una Sociedad de religiosos Maristas, la llamada «Sociedad de María (Maristas)». Se une a esta idea, entre otros, Marcelino Champagnat, quien más tarde incorporará al proyecto su idea de los Hermanos para la educación cristiana y la alfabetización de los niños de las zonas rurales.
Un pensamiento que llevará a cabo tras su ordenación sacerdotal el 22 de julio de 1816. Destinado como coadjutor a La Valla, llega el 15 de agosto a una parroquia pobre con pequeños núcleos rurales en las faldas de la cadena montañosa de Pilat, en el Macizo Central. Dos meses más tarde, en octubre, asistió en Les Palais a un joven de 16 años en su lecho de muerte. Se dio cuenta de que el joven jamás había oído hablar de Dios. Al día siguiente, cuando regresa para hablarle de Dios, descubre que el joven ha fallecido.
Fue la espoleta que le llevó a poner en práctica inmediatamente su proyecto de Hermanos para la educación infantil. Inicia su idea de los Hermanos Maristas el 2 de enero de 1817 con un ex granadero del ejército de Napoleón, Juan María Granjon, de 23 años, a quien el Padre debe enseñarle a leer. Al poco tiempo, se le añade Juan Bautista Audras, de 15 años, y el P. Marcelino los instala en una casita alquilada, luego comprada con la ayuda del P. Courveille.
Abrirá la primera escuela en Marlhes en noviembre de 1818 y el Instituto de los Hermanos Maristas crecerá de tal manera que a la muerte de Marcelino Champagnat el 6 de junio de 1840 (tal día como hoy) contaba con casi 300 Hermanos diseminados en 50 casas en las que se educaban unos 7.000 alumnos.
Los principios educativos del fundador fueron recogidos en un libro titulado La Guía del Maestro, verdadero vademécum pedagógico de los Hermanos, que trata de «facilitar al niño los medios de conseguir su destino natural en este mundo y el sobrenatural en el otro, a saber, la salvación del alma». Y el lema o ideario: «¡Todo a Jesús por María. Todo a María para Jesús!».
Marcelino Champagnat fue beatificado el 29 de mayo de 1955 por el papa Pío XII, fecha que recuerdo por la celebración que hubo en el Colegio cuando yo estudiaba cuarto de Bachillerato y estaba preparando la Reválida. Y canonizado por Juan Pablo II el 18 de abril de 1999.
En el Colegio recibíamos mensualmente la Revista VED, que recoge las palabras Virtud, Estudio y Disciplina, que ya quisiera yo que en estos tiempos modernos en los que he sido profesor de Instituto se guardasen.
Sirvan estas palabras mías de agradecimiento a los Hermanos Maristas en el Bicentenario de su fundación.

viernes, 2 de junio de 2017

¿Cómo se vive en el Rocío?

Las carretas de las 119 Hermandades rocieras que hay por el mundo ya están en marcha camino del Rocío. Hace un siglo, el canónigo Muñoz y Pabón, que logró la coronación canónica de la Virgen del Rocío en el Pentecostés de 1919, escribió cosas muy sustanciosas sobre esta manifestación de religiosidad popular como habrá pocas en el mundo. Y se pregunta:
–¿Cómo se vive en el Rocío?
Y responde con la gracia que Dios le dio a los iconoclastas furibundos de la Fiesta rociera. Texto escrito hace un siglo, que podría servir para hoy.


 –El Rocío, que tiene sus idólatras fervorosísimos, tiene también sus iconoclastas furibundos. Suelen ser estos personas piadosas, de la más estricta observancia, que, porque en El Rocío se baila a destajo y se bebe de lo lindo, fulminan contra él inapelable anatema, poniendo como hoja de perejil todo cuanto con El Rocío se relaciona. Realmente, en El Rocío se baila sin cesar y se bebe por castigo... Pero he aquí cómo explico yo uno y otro «fenómeno»: En El Rocío está todo el mundo muy mal instalado... El que logra una choza de pastor para sí, su familia, huéspedes y criados, se cree tan por encima de los demás, como el que vive en un hotel en la Castellana. Yo he instalado a los míos –una hermana, una cuñada, cuatro sobrinas, un hermano, un cuñado, dos sobrinos, ya hombres, y otros dos, dos criadas y un criado, amén cocheros, carretero y aláteres– en una tienda de campaña, de seis metros por tres..., o sea, a menos de metro cuadrado por persona, más toda la impedimenta de casa y boca que hay que llevarse, desde el dornillo para el gazpacho, hasta las tenacillas para rizarse el pelo; desde las yemas de San Leandro, hasta las escobas y el cogedor; desde el servicio de café, hasta el devocionario; desde la palangana y la jabonera, hasta las sillas en que poder recibir al visitante. ¿La inmensa mayoría? Pues en una carreta, en la que va todo, y que lo mismo sirve de dormitorio que de despensa; de cuarto-tocador, que de sala «de estar»; de…, lo que no puede decirse, que de palco para ver el desfile de la procesión o presenciar la función de fuegos artificiales..., todo ello en lo que pudiéramos llamar «el principal» de la casa: destinándose el bajo, o el «entrerruedas», a cocina, carbonera, gallinero, gañanía y «departamento de la servidumbre», entre sacos de paja para el ganado y cántaros de agua para el consumo de la familia; las mantas, las almohadas y las alforjas..., el anafre y la pandereta..., el cuarto del borrego, sacrificado para el condumio, y las velas de cera, que se llevaron de promesa para la Virgen...; el abanico y los peines; la cazuela y el espejo; las cucharas y el exvoto...; los frontiles, las coyundas, el yugo y la capacha; el aparejo del mulo y el juguete para el rorro; el arca de masa frita y el acordeón; la guitarra y el estropajo; el cacharro con las flores para el tocado y la jáquima del mulo. Ahora bien: ¿quién vive así, ni quién duerme así? Y, porque no es posible de ningún modo dormir en El Rocío, y al mal tiempo buena cara, quisiera yo reunir a los siete sabios de Grecia, a ver si se les ocurría otra solución al problema de la estada en El Rocío, que no sea la de bailar, desde el oriente hasta el ocaso, y desde la puesta del sol hasta la nueva aurora, ora por afición, ora por recurso, ora por propia iniciativa, ora por compromiso, ora porque es el ambiente, ora… porque si no lo fuera lo sería, so pena de morirse de aburrimiento.
¿Y beber?
–Sí, señor, se bebe. ¿A qué negarlo? Harto haremos con explicar el fenómeno. En El Rocío, vida a pleno sol y en continuo movimiento, se padece sed. Y, como quiera que son infinitos los indígenas de estos pueblos vinateros, que profesan el principio, demoledor para las empresas abastecedoras de aguas, de «el agua, para las ranas», en El Rocío se bebe lo indecible; siquiera lo que se bebe, sea... lo mismo que se bebe por todos estos pueblos cualquier día laborable –y para beber lo son todos–, sin que haya más borracheras que las de los que están suscritos por vitalicio a hacerlo «todos los días y en todas las partes». Y se emborrachan, desde que entran hasta que salen; o mejor, y para ponernos más en lo justo: «permanecen» tan borrachos en el real, como en sus mismos pueblos y en sus mismas casas; con sus amigos, o a sus solas; en sus días de alegría, «porque la cosa lo pide», y en sus días de tristeza… ¡Estas son las borracheras realmente tales, del real de El Rocío: las de todos los borrachos empedernidos de todos los pueblos del reducido mapa rociano, que cambian de domicilio por tres días! Si de algo vale mi palabra honrada, complázcome en decir que no he visto ¡ni una! Y eso que he entrado y salido en todas partes; que lo mismo me he sentado en la cómoda mecedora de la casa del potentado, que encima del cántaro del rancho del pobre… Si los que van al Rocío fueran abstemios como yo, mal año para viñadores y vinateros. Pero si somos grajos blancos, ¿quién blanquea en El Rocío a tantísimos grajos negros como forman bandadas por esos mundos? Por lo demás, no se pierda de vista que El Rocío es el gran día de fiesta de la Región: ¡el día de la Patrona!, y como tal, de asueto y de jolgorio, de alegría y de zambra; esto sin tener en cuenta que no hay en todo el mundo quien tenga más derecho a tirarse un latigazo de vino de la tierra, y más en un día así, que el que trabaja y suda todo el año para medio vivir y mal comer: harto de podar viñas y cavarlas, sulfatarlas y amarrarlas, para que luego en la vendimia den pingüe rendimiento, y el ámbar o la amatista de los racimos en sazón se trueque en cataratas de líquidos topacios... que alguien ha de beberse. Si no, ¿pa qué? Detestando la borrachera con todo mi corazón –los borrachos me crispan los nervios–, hallo muy en su punto que se beba vino en la fiesta solemne del Condado y el Aljarafe. ¡Hasta en las religiones más austeras y en las más recoletas comunidades de monjas se sirve una copita el día magno de la Orden! Pero «una copita», ¿eh? No vayáis, rocieros que me leéis, a tomar por panegírico de la cosa lo que no es más ni menos que habilidad de retórico para atenuar los cargos que se os hacen y os deis a empinar el codo, hasta aprenderos de memoria las estrellas.
Aquel Pentecostés de 1919 fue el de la coronación canónica de la Virgen del Rocío. Y Muñoz y Pabón, ya en serio, se arranca en deseos incontenidos:
–¡Ah! ¿Por qué, Madre mía del Rocío? ¿por qué me has dado sólo una pluma, y no... lo que ha menester ese instante, supremo de tu historia, en esa Imagen, toda belleza; en ese santuario, todo misericordia, y en estos pueblos, todo caballerosidad e hidalguía, y rejo, y rumbo, frenéticos por ti, porque eres mujer..., y madre, ¡la Mujer más hermosa entre todas las mujeres y la Madre más buena y más infortunada de todas las madres! ¿Por qué la pluma es pluma nada más, y no pluma, y pincel, y gubia, y arpa, y trino de ruiseñor y mugido de tormenta y chispazo de luz y llamarada de fuego, y... ¡ángeles y serafines, entendiendo sin discurrir y hablando sin palabra!? ¿Que os describa, me pedís, «el momento de este año»? ¡Cuando quepa el Océano en una concha, cabrá en unas cuartillas el momento de la Coronación de la Virgen del Rocío y en El Rocío! Entretanto, que venga Murillo y lo pinte y los ángeles del cielo y lo canten.