miércoles, 25 de febrero de 2015

Suprimido el Miserere de Eslava por el cardenal Segura

Consideró el Miserere como «un abuso inveterado en la archidiócesis»
contrario a las disposiciones papales. Hace de ello hoy 70 años.

El Miserere de Eslava, cuando se acerca la Semana Santa, es acontecimiento musical de obligada asistencia para todo sevillano de pro. Lo mismo que no se concibe una Semana Santa sin Pregón (que es más reciente, de la guerra civil para acá), no se concibe tampoco sin el concierto del Miserere en la catedral.


Con una edad de ciento ochenta años, el Miserere de Eslava ha tenido una existencia azarosa. Aunque su momento más crucial tuvo lugar en 1945 –hace hoy setenta años–, cuando el cardenal Segura, desenterrando un motu proprio del papa Pío X sobre música sagrada, consideró el Miserere de Eslava como «un abuso inveterado en nuestra archidiócesis» contrario a las disposiciones papales. Total, que el pueblo de Sevilla se quedó sin Miserere durante once años. En 1956 se repuso en un teatro sevillano, aún en vida del cardenal Segura, pero cuando ya este viejo león se hallaba agazapado por orden de Roma en su palacio arzobispal, mientras la sede hispalense la gobernaba como administrador apostólico con plenitud de jurisdicción su arzobispo coadjutor con derecho a sucesión José María Bueno Monreal. Y pocos años después, en 1970, ya muerto Segura, el Miserere se reintegró definitivamente a la catedral como concierto sacro.
En lo antiguo no era así. Formaba parte de la liturgia de Semana Santa y se cantaba en el Oficio de Tinieblas al fin de los Laudes, en los días de Miércoles y Jueves Santo, en la iglesia catedral.
Tanta importancia había adquirido este salmo davídico, que en las obligaciones impuestas a los que opositaban a maestro de capilla de la catedral hispalense aparecía la composición de un Miserere para coro y orquesta cada dos años.
Miguel Hilarión Eslava y Elizondo fue nombrado maestro de capilla de la catedral de Sevilla en 1832. Natural de Burlada (Navarra), donde nació en 1807, se ordenó de sacerdote poco después de haber obtenido su cargo, que desempeñó hasta 1847, en que se trasladó a la Corte como maestro de la Real Capilla de Madrid.
En 1833 compuso su primer Miserere, que se estrenó sin especial relevancia. Y dos años después, el 1835, el Miserere que ha pasado al patrimonio histórico de la ciudad. Desde entonces sólo ha estado suspendido en dos ocasiones anteriores a la de Segura y por causas diversas. De 1888 a 1900, con motivo de las obras por el derrumbamiento de un pilar de la catedral, y de 1932 a 1938 por las convulsiones políticas del momento.
Pero la que ha quedado en el recuerdo de todos es la suspensión del cardenal Segura. El 25 de febrero de 1945 emitió una Instrucción pastoral, bastante extensa, aparecida en el Boletín de Arzobispado del 1 de marzo, en la que detallaba con mil argumentos el porqué de la suspensión. En definitiva, venía a decir: el Miserere de Eslava es música que desdice de lo religioso y además, para más inri, el tal Eslava, era tan frivolón (esta expresión la deduzco yo), que se permitía, siendo maestro de capilla de la catedral de Sevilla, componer óperas que fueron estrenadas en los teatros de la ciudad, como La tregua de Tolomaida (1842) o Pedro el Cruel (1843). Afirma Segura de Eslava:
–Su biografía claramente da a entender que su formación musical se desarrolló en un ambiente poco favorable al estudio profundo de la música estrictamente religiosa. Privado de sus rentas el Clero Catedral, para allegar Eslava nuevos recursos, hubo de dedicarse al arte teatral, buscando para sus óperas temas que no desdijeran del sagrado carácter de que estaba revestido, y compuso tres óperas que encontraron excelente aceptación en los teatros de Sevilla y Madrid.
Total, que Eslava es muy buen músico... profano, y el Miserere carece del carácter sagrado de toda composición musical religiosa. Y como Segura era así, dictador en época de dictaduras, se cargó el Miserere de Eslava, aquel canónigo músico que para sobrevivir en épocas flacas, tras la desamortización de Mendizábal, llenaba sus bolsillos con unas monedas de más provenientes de sus pinitos en temas operísticos.

sábado, 21 de febrero de 2015

Cuaresma interior

Cuaresma quiere decir cuarenta. Cuarenta horas, cuarenta días, cuarenta años, cuarenta siglos... Cuarenta, la cifra que divide los años normales del hombre: cuarenta para ascender en la vida, cuarenta para descender hacia la muerte, bisagra entre la esperanza y la desesperanza, entre esos dos mundos que son interiores al individuo. Moisés se entretuvo cuarenta días con Dios. Cuarenta días estuvo desafiando Goliat a los hebreos, hasta que la pedrada del joven David le dio en plena frente. Jonás dio a Nínive el plazo de cuarenta días para su conversión. Jesús se retiró al desierto durante cuarenta días. Resucitado, permaneció cuarenta días con sus discípulos. Y cuarenta años trascurren para que las amenazas proféticas arrojadas sobre Jerusalén se cumplan en el año 70, cuando un soldado de Tito arroja una antorcha encendida en el Templo.
También Israel, como todos los pueblos orientales antiguos, jugaba con los números simbólicos. El número cuarenta representa un período largo, toda una generación.
Pues sigamos el simbolismo. Cuaresma es un tiempo fuerte para la meditación interior, para reflexionar sobre el largo período de nuestra vida, para pararnos un momento en el recodo del camino y otear de dónde venimos y hacia dónde vamos.
Llamo a esto «Cuaresma interior». Porque ya no existe Cuaresma exterior. En el mundo nuestro queda tan sólo el remedo de unos Carnavales que no guardan connotaciones con sus orígenes. Tras los Carnavales seguirán los mismos ruidos, el mismo fragor de la vida, los mismos afanes terrenos, los mismos egoísmos, sin ese silencio reverente de tiempos antiguos, que invitaba a la meditación y al sosiego. Pues los creyentes tendremos que fabricarnos ese espacio; un mundo interior donde el silencio respetuoso sea preludio de un diálogo fecundo con Dios.
Porque la Cuaresma no ha desaparecido de los textos litúrgicos. La Iglesia sigue invitando a todo creyente a esta vivencia profunda, que viene de los tiempos más antiguos. Y le invita a fabricarse este ambiente con esos tres instrumentos básicos que Jesús predicó en la montaña y son recogidos en los Evangelios: la oración, la limosna y el ayuno.
Un ayuno sin oración (o silencio) es una huelga de hambre; sin limosna, sin un compartir fraterno, corre el riesgo de ser un ejercicio dietético. Una limosna, sin oración, corre el riesgo de ser injuriosa para el que la recibe; sin ayuno, deja nuestra conciencia al socaire de un gesto que nos comprometa vitalmente. Una oración sin participación nos puede llevar a lo que san Juan denunció como la hipocresía del que ama a Dios al que no ve, sin amar al prójimo al que ve; sin ayuno, la Palabra de Dios permanece frecuentemente superficial, intelectual.
Cuaresma: período largo, toda una jornada de vida, estación interior entre el invierno y la primavera que nos conduce de la Muerte a la Resurrección. 

miércoles, 18 de febrero de 2015

¿Por qué, tú que crees, no me hablas de Dios?

¿Nos embarga el respeto hablar de Dios y manifestar nuestra fe? Recojo de entre mis viejos papeles un artículo que escribí hace años, en abril de 1990, y habla de esto. Creo que no ha perdido actualidad. Y me ha parecido bien traerlo a colación hoy, Miércoles de Ceniza, inicio de la Cuaresma.
Se lo oí contar a un sacerdote. Subió a su coche a un joven de unos veinte años, que hacía auto-stop. Se dio cuenta de que era sordomudo. Y el joven percibió que el conductor era sacerdote. Pasados algunos kilómetros, en silencio obligado, como es natural, pero ya distendido el clima en aquel pequeño vehículo rodante, el joven le pasó un papel al conductor con este curioso texto:
–No sé muy bien si Dios existe. Dígame lo que usted sepa.
Y el rubor asomó en el rostro del sacerdote. ¿Cómo explicarle la realidad de Dios a un sordomudo? ¿Y, además, conduciendo? Balbuceó algunas palabras que el joven sordomudo trató de leer en sus labios.
Fue una situación embarazosa, me dijo. Pero interesante. Este sacerdote sacó la firme convicción, gracias a aquel encuentro fortuito, de que los hombres de hoy esperan de la Iglesia y de los cristianos palabras consistentes sobre Dios.
¿Se las damos?
¿No ocurre más bien que nos embarga el respeto que nos inhibe de hablar de Dios, manifestar nuestra fe, que sepan que soy cristiano y que ello se note en un comportamiento concorde con ese nombre?
Tal vez preferimos callar –¿por miedo? ¿por vergüenza?– en medio de un mundo dominado por las ciencias humanas que olvidan lo trascendente.
Quiero recordar, en contrapartida, el talante de un cristiano que ha muerto hace unos días. No es sacerdote, simplemente creyente. Y no ha tenido miedo ni vergüenza de manifestar públicamente su fe. Una personalidad médica y literaria de nuestro país. Me refiero a Juan Antonio Vallejo-Nágera [+ 13 marzo 1990] que, con su muerte prevista –sabida y asumida por él desde varios meses atrás–, fue preparándose a bien morir en la esperanza de su fe en Dios. Se despidió de sus amigos con la serenidad de alguien que, al creer firmemente en Dios, no puede dejar de creer en la resurrección. Y les confesó que esa serena paz le venía insuflada por su fe. Los últimos días –he leído por la prensa– los dedicó a leer el Catecismo. ¿El Ripalda? ¿El Astete? Eran los catecismos de hace unos años. Es igual. El pequeño libro de infancia que recapitula todo lo que es importante en ese momento de tránsito y donde ya no importan las cosas pasajeras de este mundo, que se nos han dado por añadidura y que no podemos llevar.
Ha sido todo un bello ejemplo, un testimonio elocuente y vivo de un creyente ante el reto de la muerte. Y un testimonio de fe.
Él, que escribió ese célebre libro titulado Locos egregios. Concierto para instrumentos desafinados, ha sabido afinar el instrumento de su vida y ofrecernos un concierto maravilloso de despedida.
Sordos de la palabra de Dios hay muchos en este mundo. Y mudos para musitar siquiera un Padrenuestro que les acerque a Dios no son menos. Pero nos topamos de vez en cuando inquietos corazones sordomudos que nos pueden garabatear en un trozo de papel esa pregunta inquietante:
–¿Por qué, tú que crees, no me hablas de Dios?
A los cristianos toca –mis buenos hermanos– organizar conciertos lo más afinadamente posible, con letra del Dios de Jesucristo, que puedan ser percibidos hasta por los sordomudos de este mundo.

sábado, 14 de febrero de 2015

El top ten de los santos

Hace 23 años publiqué un libro con el título de Santos del pueblo y de subtítulo Crónica de un Martirologio Popular. Quise recoger en él los santos más populares, los santos del pueblo, los que la gente ha señalado como más milagreros, a los que acude con especial devoción, sobre los que existen curiosas leyendas o especial protección.
Aunque no exhaustivo, pretendí lograr un buen lote de santos que por causas a veces insospechadas o circunstanciales recibían la veneración de la gente del pueblo. Formaban lo que se ha venido en llamar un Martirologio popular, de hechura casera, dejando al criterio de Roma la elaboración del Martirologio romano, en que se hallan reseñados todos los santos que han sido.


No se trataba de un top ten de santos, titular que entonces no se me hubiera ocurrido. Tampoco trataba de recoger los diez mejores, o los diez más populares, porque a la postre recogí unas pequeñas semblanzas de 39 santos que se significaban por su popularidad en el entorno en el que me muevo.
Ahora he leído que unos medidores de webs italianas han evaluado los top ten de los santos en internet en el que aparecen, en el entorno italiano, el Padre Pío, san Francisco de Asís, san Antonio de Padua, san Juan Pablo II... entre los primeros. Y entre las santas, la más amada es santa Rita de Casia, seguida de Madre Teresa de Calcuta y santa Clara.
–Ciertamente, no podemos definirlo –comenta Luigi Santambrogio– el hit parade de lo sacro, un top ten de los santos más amados y valorados por los italianos, porque en la especial graduación celeste las puntuaciones para el favorito se asignan con criterios que podríamos definir «simplones», «caseros».
Si tuviera que reeditar mi libro y auxiliarme de las nuevas técnicas que usan los institutos de estadística, no sé qué santos populares ni qué lista saldría en nuestro entorno. Cuáles serían los santos top ten de internet, a los que nuestro pueblo acude, a los que reza, a los que pide milagrosas peticiones.
No piensen ustedes que el culto a los santos ha decaído. Sigue vigente en una parcela importante del pueblo y forma un capítulo especial de la piedad popular. Lo pude comprobar in situ, porque en la elaboración de mi libro la acompañé de frecuentes visitas a los lugares de culto popular en esta Sevilla mía, donde resido. Y observé a la gente, cómo reza, cómo enciende una vela, quise intuir qué le pide al santo. Vi que era gente de todo pelaje, gente gorda y menuda, gente de bien y de escalera abajo, que no iban al santo porque deseasen imitar sus virtudes; acudían sencillamente a pedir favores, que presumiblemente son salud y dinero, pasando por esa madre que pide por su hijo enganchado a la droga, o la joven que suspira por un novio, etc.
Roma está empeñada de siglos, desde que tomó las riendas de las canonizaciones en sus manos, en perseguir un fin pedagógico con los santos –dignos de ser imitados en sus virtudes–, y la gente, el pueblo soberano, busca en el santo el intercesor a sus necesidades vitales. Son dos ritmos distintos, dos caminos. La devoción popular a los santos sigue su propio ritmo, no marcado por la liturgia de la Iglesia, a veces caprichoso y no pocas veces supersticioso. Pero ahí está un fenómeno que no debe ser despreciado por los eruditos.
Pienso si no caminamos tal vez hacia una nueva Edad Media, que fue la época dorada de los santos, cuando se gestaron sus bellas y piadosas leyendas, que están contadas en aquel libro emblemático de Santiago de Vorágine, titulado Leyenda dorada. Llegados al Renacimiento, Erasmo denuncia como una locura en su Elogio de la Locura esa devoción popular hacia los santos que presidió el mundo medieval:
–¿No es una locura que cada tierra reclame como particularmente suyo a algún santo y que se otorgue a cada uno de ellos facultades especiales y se les venere con una especie de culto particular? De modo que éste socorre en los males de muelas, aquél es favorable a las parturientas, otro restituye los bienes robados, otro resplandece propicio en los naufragios, otro vela por el ganado... y así los demás.
En los lugares donde triunfó la Reforma protestante, desaparecieron de las iglesias las reliquias y las imágenes de los santos. Era una reacción a tanto abuso cometido con las reliquias de santos en la etapa anterior.
Pero los tiempos pasan y el culto popular a los santos permanece, a pesar del esfuerzo de una teología ilustrada. El concilio de Trento salió al paso para declarar que «sólo hombres de mentalidad irreligiosa niegan que los santos, que gozan de bienaventuranza en el paraíso, deban ser invocados». Tras una imagen hay un santo que ha marcado un momento de la historia de la Iglesia y un pueblo que lo invoca y le guarda devoción.
Es lo que contestaba san Francisco de Sales a su amigo el obispo de Bruges en una larga carta fechada en 1604:
–¿Se puede uno servir de la historia de los santos? ¿Y cómo no? ¿Puede haber cosas más útiles y bellas? Pero también debemos decir: ¿Qué son las vidas de los santos sino el evangelio puesto en práctica? Entre el evangelio y la vida de los santos no hay mayor diferencia que entre la música escrita y la música cantada.
Y es que «somos una Iglesia de santos», que diría Bernanos. 

lunes, 9 de febrero de 2015

¿Por qué a ti, Leopoldo de Alpandeire?

Se hallaba san Francisco en la Porciúncula con el hermano Maseo de Marignano, que quiso probar hasta dónde llegaba la humildad del Poverello de Asís. Le dijo en tono de reproche:
–¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti?
–¿Qué quieres decir? –repuso san Francisco.
–¿Por qué todo el mundo va detrás de ti y se pelea por verte, oírte y obedecerte? Tú no eres hermoso de cuerpo, no sobresales por la ciencia, no eres noble... ¿por qué todo el mundo va en pos de ti?


Al oír esto, san Francisco sintió una grande alegría de espíritu y estuvo largo espacio de tiempo con la mirada hacia el cielo y la mente elevada en Dios. Después, contestó al hermano Maseo:
–¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí viene todo el mundo? Esto me viene de los ojos del Dios altísimo que no han visto, entre los pecadores, ninguno más vil ni más inútil ni más grande pecador que yo. Y me ha escogido para confundir la nobleza y la grandeza y la fortaleza y la belleza y la sabiduría del mundo a fin de que quede patente que de Él y no de criatura alguna proviene toda virtud y todo bien y nadie puede gloriarse en presencia de Él, sino que el que se gloríe que se gloríe en el Señor, a quien pertenece todo honor y toda gloria por siempre.
El hermano Maseo, ante una respuesta tan humilde, quedó lleno de asombro y comprobó que san Francisco estaba cimentado en la verdadera humildad.
Es ésta la número diez de las florecillas de san Francisco.
Fray Leopoldo de Alpandeire es un humilde capuchino lego que ha revivido en el siglo XX la fascinante aventura de su maestro de Asís. Desde el púlpito de la catedral de Granada resonó en cierta ocasión la voz del predicador:
–Tenemos entre nosotros un santo del siglo XIII. No tenéis más que ver a fray Leopoldo cuando va por la calle.
Era la voz profética del jesuita Alfonso Payán, martirizado en septiembre de 1936 cerca de Almería.
A fray Leopoldo le podríamos tentar también en su humildad:
–¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué acuden a ti de todas las partes del mundo a implorar ante tu sepulcro tu intercesión bienhechora ante Dios? ¿Por qué la gente confía tan locamente en ti, si tú no has sido hermoso de cuerpo ni has sobresalido por tu ciencia ni has nacido en cuna noble?
Y el humilde fray Leopoldo, que en su vida terrena se consideró como un ser insignificante, te responderá como su padre san Francisco:
–Para confundir el orgullo y la sabiduría de este mundo.
La historia de fray Leopoldo de Alpandeire la escribí hace diecinueve años en un pequeño libro que ya cuenta con cinco ediciones, como un ramillete de florecillas de este santo lego capuchino, más bien salido al fragor de este siglo XX de aquellos tiempos heroicos y caballerescos del siglo XIII.
Nació en 1864 en Alpandeire, en la serranía de Ronda, hijo de sencillos labradores, el mayor de una familia numerosa. Unas pequeñas tierras, La Joyuela, daban malamente a la familia el sustento del año. Para completar el jornal, cuando ya fueron mayores los hermanos, marchaban a la campiña de Jerez a echar de mano algunas peonadas que equilibrara la economía familiar.
Eran tiempos austeros, muy pobres. Campo, lluvia, sol, siembra, siega... Y los hombres de Alpandeire rudos como la rudeza del campo. En la escuela del pueblo aprendían a leer, a escribir y las cuatro reglas. Y cuando ya estaban un poco espigados, dejaban el pupitre y se iban al campo. Ese era el único horizonte laboral. Esto es lo que aprendió Frasquito Tomás –que así se llamaba en la vida seglar– y en verdad hay que decir, por las pocas cartas que de él se conservan, que las letras no fueron su fuerte. «No creo que los padres tuvieran medios para ponerlo a estudiar; además, entonces no estudiaban los hijos de los pobres», cuenta Diego Márquez, su sobrino, hijo de su hermano Juan Miguel.
Fray Leopoldo fue un chaval muy formal que cantaba regular, fue a la mili, se echó novia, pero le vino la comezón de su vocación y la dejó. Le dijo a la novia:
–El Señor me llama por otro camino.
Y entró de lego en los capuchinos. La mayor parte de su vida la pasó en Granada, donde murió el 9 de febrero de 1956, a los 92 años, después de una vida mortificada, este viejo fraile limosnero del convento de Granada, el frailecito de las barbas blancas y al que los niños besaban su cordón cuando caminaba por la ciudad de la Alhambra.
Desde entonces, ni un día sin flores ante su tumba. Ya es beato, beatificado el 12 de septiembre de 2010 por el papa Benedicto XVI. Y se ha convertido, por su humildad y sencillez, en uno de esos santos populares al que el pueblo llano venera con especial devoción.

jueves, 5 de febrero de 2015

La Biblia emigra de Europa

Quiero recoger algunas ideas de un artículo aparecido en Religión Digital, titulado La Biblia emigra de Europa. El Corán se asienta en ella, de Julio Trebolle, profesor emérito del Departamento de Hebreo y exdirector del Instituto de Ciencias de las Religiones de la Universidad Complutense de Madrid.
Julio fue compañero mío de curso en la Universidad Pontificia de Comillas y en La Cardosa, loma que da al Cantábrico y donde se asentaba la Universidad, convivimos durante al menos ocho años. Después nos hemos visto muchas veces y mantenemos una amistad cuajada desde la infancia. Naturalmente, nuestras vidas han discurrido por caminos diferentes. Él ha pasado muchos años en Jerusalén, después aterrizó en la Complutense y tiene en su haber la publicación de libros sesudos del ámbito bíblico y yo he publicado también mis cosillas, biografías de santos y algunas otras nimiedades como estos Sermones que aquí traigo.


 Comprendo que el título de su artículo tiene un poco de exageración, más propio de un periodista que trata de enganchar al lector con un titular atrevido. Pero el artículo, si lo leéis, es revelador de la situación no solo en Europa, sino en el Oriente Medio donde se está ventilando en estos momentos una lucha despiadada entre chiíes y suníes. Julio Trebolle confiesa que «ese Islam radical, que pretende volver a la pureza de los orígenes de un estado islámico, enciende conflictos entre las diversas confesiones del Islam más violentos que los mismos atentados contra todo lo que Occidente representa».
Pero me interesa incidir aquí en el titular de su artículo. Es decir, si la Biblia ha dejado de ser europea.
–La Biblia –cuenta Trebolle– ha dejado de ser europea y de representar la cultura del Occidente europeo. Era tan alemana en la traducción de Lutero, tan inglesa en la versión del Rey Jaime, tan latina en la Vulgata católica, tan griega desde Bizancio, tan eslava en sus caracteres cirílicos. Comenzó a emigrar hacia América a donde el europeo la llevó como el gran libro colonizador, pero la población afroamericana la recibió como el gran libro libertador con el que reivindicó su libertad, como sucedió también más tarde en la Sudáfrica del apartheid.
Y continúa:
–La Biblia ha emigrado al hemisferio Sur, por Latinoamérica, África y Asia, donde hoy tiene una vigencia insospechada desde la Europa secularizada. El proceso de secularización arranca, según Dilthey, de las guerras de religión de los siglos XVI y XVII. Pero se ha transformado recientemente en una progresiva descristianización que, según el historiador de las religiones Guy Stroumsa, ha acompañado y seguido a la desjudaización de Europa.
Lo grave del Islam es que no ha pasado por el tamiz de una Ilustración, cosa que el Occidente cristiano hizo en el siglo XVIII. Dice Trebolle:
–La Biblia ha superado desde Galileo siglos de continua reinterpretación hermenéutica, a través de la cual, y a pesar de las derivas fundamentalistas, ha mantenido vivo su mensaje moral y religioso y no ha perdido su capacidad de interpelar incluso a la sociedad moderna. La interpretación del Corán y del Islam ha de afrontar también los retos de la crítica histórica y la confrontación con los valores de la Modernidad y de los derechos universales del hombre.
Hegel suponía que «el Islam era un producto marginal y tardío, sobrevenido a destiempo después del cristianismo, el cual había representado un avance considerable en la marcha de la historia hacia la Modernidad ilustrada».
–La intelectualidad europea, especialmente en los países protestantes, creía que subsistiría únicamente el cristianismo irradiado desde Europa en forma de una elevada ética de la razón práctica. Por el contrario, la existencia misma del Islam chocaba con la concepción evolucionista de la historia y de la religión, inherente al positivismo historicista.
Y sin embargo, «la revolución iraní significó el retorno de lo religioso en su versión más fundamentalista y la sustitución de la lucha de clases sociales por el conflicto entre religiones y culturas a nivel mundial».
Y en esas estamos.
No sé si en verdad la Biblia ha dejado de ser europea. Desde luego, parece ser que ha dejado de ser latina. Una encuesta reciente muestra que en los hogares italianos se muestra visiblemente el crucifijo e imágenes de la Virgen o de algún otro santo, pero no se halla la Biblia. Y en esta Sevilla de mis dolores tengo una anécdota que me contó hace ya más de veinte años José Sánchez Herrero, catedrático emérito de Historia Medieval en la Universidad de Sevilla. En la biblioteca del Departamento de su Facultad había dos libros del Corán y ninguna Biblia. Tuvo que comprarlas para equilibrar el tema en esa biblioteca. Cosas…

domingo, 1 de febrero de 2015

Leonia, hermana difícil de Teresa de Lisieux

Leonia Martin ya es Sierva de Dios y por tanto inicia el camino de los altares después de su hermana pequeña Teresa de Lisieux y de sus padres Luis Martin y Celia Guérin, beatificados en 2008. Para mí es gratamente sorprendente que la Iglesia dé vía libre hacia la santificación a una Leonia, tercera de las hermanas, que fue en su niñez lo que se dice en francés un canard boiteux, es decir, una persona que no es como las demás, que es diferente y como dejada de lado. Su madre confesará que Leonia era «un temperamento rebelde y una inteligencia poco desarrollada». Más claramente, padecía de cierto retraso mental.
Celia Guèrin, que morirá joven de cáncer, tenía un empeño especial:
–Deseo vivir para educar a mi Leonia –escribe.
De sus cinco hijas, quien le preocupa es Leonia:
Dios es muy bueno conmigo –confiesa– al concederme compensaciones que reducen la amargura que me produce la pobre Leonia. Ya no puedo con ella: no hace más que lo que quiere y como quiere.
Y dirá también:
–A Leonia sólo Dios la puede cambiar, y estoy segura de que lo hará.
  
Leonia, de joven, y ya mayor, de monja salesa.

Nació el 3 de junio de 1863, pelo rubio y ojos azules, una niña que dará que hacer a la madre, con su retraso mental.
Sor María Dositea, hermana de Celia y monja en la Visitación de Le Mans, se halla muy enferma de tuberculosis. La visita Celia y le da encargos para el cielo.
–En cuanto llegues al paraíso –le dice a su hermana moribunda–, vete a ver a la Santísima Virgen y dile: «Madre mía, le has jugado una mala pasada a mi hermana dándole a la pobre Leonia; ella no te había pedido una niña así; tienes que reparar eso». Luego irás a ver a la beata Margarita María y le dirás: «¿Por qué la curaste milagrosamente? Hubiese sido mejor dejarla morir, estás obligada en conciencia a reparar la avería».
María Dositea la riñó, no es forma esa de hablar. Y Celia cae en la cuenta de que ha opinado a la ligera.
–No tenía mala intención, Dios lo sabe. No importa, tal vez haya obrado mal y tengo miedo a que, como castigo, no me escuche el Señor.
Celia atribuirá a su hermana Dositea que desde el cielo haya cumplido el encargo que le dio de cuidar de Leonia, esa niña indisciplinada, caprichosa y rebelde. Porque  ha descubierto al fin el enigma: la total dependencia de Leonia a la sirvienta Luisa, esas reacciones anormales de una niña demasiado aficionada a la criada, que era como su verdugo. Y acabará enérgicamente con esta pesadilla. Quiso echar a la criada, pero le lloró y gimió tanto que la dejó quedarse con la condición de no volver a tener ascendiente alguno sobre Leonia. La niña, en su debilidad mental, tenía tal dependencia de la sirvienta que, en los recreos familiares después de las comidas, desaparecía para ir a la cocina, donde la criada se había empeñado en educarla con métodos de total dependencia servil.
Celia se siente feliz de haber recuperado a su hija.
—Ahora estoy tratando a esta niña con tanta dulzura –escribe–, que espero conseguir poco a poco que se corrija de sus defectos. Ayer vino a dar un paseo conmigo y nos fuimos a las clarisas. Y me dijo muy bajito: «Mamá, pídeles a estas monjas de clausura que recen por mí para que yo sea monja».
Leonia va a cumplir catorce años, pero sigue teniendo una mentalidad infantil.
Podríamos seguir con todos los entresijos de la historia de esta niña. Pero ello nos llevaría a un largo relato y esto es un pequeño sermón.
Celia irá a Lourdes para pedir por su curación y el milagro de su hija. Pero morirá a los 46 años y Luis, el padre viudo, quedará al cuidado de sus hijas.
–Al menos, si la Santísima Virgen no me cura –escribe Celia–, yo la suplicaré la reforma de mi hija, el desarrollo de su inteligencia y que la haga santa.
Y así será, después de tres entradas fallidas en la vida religiosa. Un primer ensayo de dos meses en las clarisas de Lisieux; un segundo intento en la Visitación de Caen, seis meses; un nuevo intento en la misma Visitación, dos años; y un último intento, ya muerta su hermana santa Teresita, que será definitivo hasta su muerte. Tenía 35 años y profesará de salesa con el nombre de Francisca Teresa en la Visitación de Caen, donde morirá como religiosa, silenciosa y piadosa, el 16 de junio de 1941, a los 78 años de edad.
Su hermana Teresita, poco antes de morir, le había enseñado que no importa ser frágil, sentirse pequeño en este mundo, para acercarse al corazón de Dios. Escribirá a su hermana Leonia que en ese tiempo se halla en el mundo:
 –He llegado a entender que no hay sino ganar a Jesús por el corazón.
Ya en su definitivo convento, Leonia, en su sencillez, en su poquedad, seguirá los pasos de la vida de «infancia espiritual» que su hermana pequeña dejó dibujada en su libro Historia de un alma.
Y es así cómo Leonia, desde su inteligencia deficiente, desde su pequeñez, desde su humildad, supo seguir la estela de su hermana y la Iglesia quiere honrarla ahora con la gloria de los altares. Porque especialmente, dice el Evangelio, de los pequeños es el reino de los cielos.