lunes, 29 de mayo de 2017

Fernando III y su madre doña Berenguela

Cuando hace unos años, yo daba clases de Religión en el Instituto Velázquez de Sevilla, tuve que dedicar toda una clase de bachillerato a «desfacer entuertos», o mejor a «enderezar tuertos», que es en verdad lo que dijo don Quijote.
Porque cierto profesor de Historia acababa de decir en su clase que san Fernando, rey de Castilla y León, cuya fiesta conmemora mañana, 30 de mayo, la Iglesia, no era muy santo cuando asesinó a su propia madre doña Berenguela. Y se quedó tan pancho el profesor, cuyo nombre ya no recuerdo, y ante unos alumnos indefensos en su ignorancia y crédulos ante su profesor de Historia.


Exploté de indignación. Y les dije a mis alumnos:
–Tengo un libro escrito que se titula «Fernando III el Santo. El monarca que plantó las raíces de la Sevilla de hoy». Desde este momento no os hablo como profesor de Religión, sino de Historia. Para escribir ese libro me he tenido que documentar con documentos escritos. Y ahí están las crónicas latinas y la Crónica General, donde no se dice nada de ello, sino todo lo contrario: el cariño que siempre mostró san Fernando hacia su madre doña Berenguela. Que vuestro profesor muestre siquiera una prueba documental que avale lo que él gratuitamente dice. Me temo que ni siquiera ha leído las crónicas latinas de los reyes castellanos, sencillamente porque no sabe latín.
Cosas así les dije a mis alumnos para probar a continuación lo que en resumen os quiero decir también a vosotros.
Doña Berenguela ya había tenido de Alfonso IX de León dos hijas cuando le vino el nacimiento de Fernando III en 1201. Leonor, nacida en la segunda mitad del año 1198 y muerta prematuramente el 12 de diciembre de 1202, y Constanza, que terminaría de monja en Las Huelgas de Burgos. Después de Fernando, llegaron Alfonso, el de Molina, y Berenguela, futura reina de Jerusalén.
La Crónica General subraya el esmero y dedicación de doña Berenguela para con su hijo Fernando:
–Esta noble reyna enderezó siempre este su fijo en buenas costumbres, et buenas obras, et le dio su leche, et lo crió mucho dulcemente, de guisa que maguer que fuese ya varón fecho, la Reyna Doña Berenguela su madre non quedaba de enseñarle aguciosamente las cosas que placen a Dios et a los omes: et nunca le mostró las costumbres nin las cosas que pertenescien a las mugeres, si non lo que facien menester a grandeza de corazón, et a grandes fechos, et a devoçión: ca era muy buena dueña esta Reyna Doña Berenguela, et mesurada, et seguie las buenas obras de su padre D. Alfonso Rey de Castiella... et por esta lozanía et mesuramiento se maravillaban della los Moros et los Christianos de los nuestros tiempos: ca non vino y fembra que la semejase.
Y le decía a su hijo aquellos requiebros maternos que también han quedado consignados:
–Hijo dulcísimo, mi gloria y mi gozo.
La Crónica se recrea en señalar que la misma reina amamantó a su hijo, cosa no frecuente en la realeza de aquella época que se valía de nodrizas. Las Partidas establecen que la nodriza —en caso de príncipe, incluso dos— debía ser sana, de buenas costumbres y de linaje. Pues doña Berenguela no las necesitó, como consigna la Crónica.
Una gran figura la de esta mujer. Si Fernando le debe su formación y su piedad, su tiempo le debió una paz estable y la unión de Castilla y León. Sólo por ello —o también por ello, además de ser la madre de Fernando III— merece un puesto destacado en las páginas de la historia de España.
Un aroma de respeto asoma siempre en todas las crónicas al referirse a la madre de Fernando III. Hija mayor de Alfonso VIII de Castilla y Leonor de Inglaterra, nació hacia 1180 en Segovia o en Burgos.
En 1197, en las cortes castellanas y leonesas se pensó que la joven doña Berenguela no sólo podría paliar la soledad del rey leonés Alfonso IX sino lograr traer la paz a los dos reinos, enzarzados en continuas peleas. Y se concertó la boda. Que resultó nula canónicamente por el parentesco de ambos cónyuges. En el enlace tuvo parte importante su madre doña Leonor. Con buena diplomacia inglesa supo doblegar las reticencias de su marido, Alfonso VIII, que no veía con buenos ojos el casamiento de su hija con el leonés. Pero la reina pensaba que este enlace matrimonial era «más merced que non pecado» por los bienes que acarrearía a los dos reinos; y que «este casamiento podría durar fasta tiempo que le ficiesen algunos herederos».
Se celebró el 17 de diciembre de 1197 en Valladolid, ante las cortes castellana y leonesa, que rivalizaban en ostentación y con el jolgorio del pueblo soberano que se veía gratificado con fiestas populares.
Los nuevos esposos eran primos segundos, grado de consanguinidad prohibido en aquel entonces por la Iglesia. Y esto se sabía. Pero doña Leonor y la curia regia de Castilla estaban dispuestos a resistir los anatemas de la Iglesia con tal de conseguir la paz con León.
Pasarán unos años (daremos un salto en la Historia) y Fernando III es ya rey de Castilla y León. Ha atravesado Despeñaperros hacia la conquista de Al-Andalus. En el otoño e invierno de 1244 se encuentra en Córdoba, ciudad que ha conquistado a los moros en 1236. A la primavera siguiente, 1245, recibe una llamada urgente de su madre. Quiere verse con él. Es más, doña Berenguela ha salido de Toledo y camina al encuentro de su hijo. Este le sale al paso y se encuentra con su madre en Pozuelo (luego Ciudad Real) y estuvieron juntos mes y medio (marzo-abril 1245). Los últimos momentos que pasarán juntos, madre e hijo, tan compenetrados los dos en el amor y respeto mutuo. ¿Por qué ha deseado su madre este encuentro? ¿Presentía su muerte? ¿Corazonada de madre?
Despedida emocionada. Un abrazo muy fuerte, ¿hasta el próximo invierno?, ¿hasta siempre?...
Cuando Fernando atravesó el puerto del Muradal para dirigirse a Córdoba, ¿sabía, presentía acaso, que no vería más a su madre?
Doña Berenguela murió en Burgos el 8 de noviembre de 1246 y fue enterrada en el monasterio de Santa María la Real de Las Huelgas.
Otro cosa más no sabía el rey castellano. Que, una vez pisada la línea de Despeñaperros, no volvería a ver las estepas de Castilla.
Su vida, desde ahora y hasta su muerte, se desarrollará en al-Andalus. Tomó Sevilla en 1248 y murió en su Alcázar el 30 de mayo de 1252.

jueves, 25 de mayo de 2017

Pulmonía mortal en la Giralda

Ocurrió en 1684. Vivió Sevilla en el invierno de 1683-84 una de las inundaciones más grandes de su historia. Las lluvias habían durado sin interrupción más de sesenta días, anegando todos los barrios periféricos de la ciudad. Tan afectadas quedaron las calles y las casas que el Ayuntamiento prohibió la cir­culación de vehículos para que sus vibraciones no amenazasen más el deplorable estado de los edificios. Cumplieron la or­den todos, también el arzobispo, y el asistente, y el re­gente de la Audiencia, y el presidente de la Casa de Contra­tación. El arzobispo de Sevilla don Ambrosio Spínola hizo más: dio de comer a una legión de pobres por una portezuela que abrió de su palacio a la calle Don Remondo. De él se ha escrito que «murió pobre por haber dado a los pobres la limosna de un millón y más de ducados».
El arzobispo Ambrosio Ignacio Spínola y Guzmán nació en Madrid en 1632, hijo del marqués de Leganés, Diego Messia de Guzmán, y de Polisena de Spínola, hermana del cardenal Agustín Spínola, también arzobispo de Sevilla, y nieto de Ambrosio Spínola, el célebre general de la rendición de Breda.


La muerte del arzobispo Ambrosio sobrevino, refieren las crónicas, a raíz de esta anécdota. Como en todas las calamidades que afligían a Sevilla, también en esta el arzobispo quiso subir a la Gi­ralda para bendecir con el lignum crucis los cuatro puntos cardinales de la ciudad e implorar a Dios la librase del azote de la inundación. Pero lo hizo descalzo. Para mayor penitencia. Y pilló tal pulmonía, de resultas de la cual murió. Acaeció el 24 de mayo de 1684.
El jesuita Gabriel de Aranda, en su Vida del Venerable Contreras, ofrece estos rasgos de Spínola:
–Murió a los 52 años de su edad, con tanto sentimiento de las ovejas, que aún balan por su Pastor, y quisieran, si pudieran, resucitarle. Este virtuoso Príncipe todo celo, todo blandura, todo amor, todo caridad, todo hacer bien, todo obrar mejor, nada suyo, todo de los pobres, todo limosnas, todo piedad.
Por su generosidad, Spínola se convirtió en el gran arzobispo de la caridad. «Ya desde su llegada a Sevilla se había informado de las personas pobres que había en la ciudad a quien tenían situada limosna los prelados sus antecesores, y no quitó ni aminoró nada, sino aumentó mucho más. A los conventos pobres socorría con trigo en Navidad y Resurrección. En su puerta se daba un cuarto de limosna a cuantos pobres mendigos pedían por la mañana, y era tanto el número de los que acudían, que aquel cuarto solo que se les daba, montaba al del año más de ocho mil ducados. Los jueves todos del año, daba de comer en su palacio a trece pobres honrados, en memoria del Redentor del mundo y sus Apóstoles: a estos les servía a la mesa asistido de sus familiares y, en acabando de comer, les iba besando la mano y poniéndoles en ella a cada uno un par de reales. Y esta limosna la solía repetir en vísperas de nuestra Señora o santos de su devoción» (Loaysa). ¡Vamos, como el papa Francisco!
Pero su caridad llegó al máximo en la gran depresión de 1679, por la enorme sequía que produjo pésimas cosechas. Cuenta Loaysa, contemporáneo, que «todos vimos en su casa el año de la hambre, que fue el de 1679, en el que dando raciones de pan cuatro veces en la semana a los que iban a su palacio, llegaron a juntarse dentro de aquella caritativa casa muchas veces veinticuatro mil personas; y las más de las veces no bajaban de dieciocho a veinte mil, ocupándole toda la casa, sin dejarle más que un corto aposento en que estar».
Hubo de abrir un postigo en la fachada del palacio, donde, sentado en un sillón, repartía de su propia mano catorce mil hogazas de pan diarios. El viajero inglés Thomas Williams, que pasó tres meses en Sevilla en 1680, relata en su The Travels in Spain lo mucho que oyó hablar del arzobispo Spínola y su caridad durante la carestía del año anterior.
Moraleja para futuros arzobispos de Sevilla: ¡sean tan caritativos como el arzobispo Spínola, padre de los pobres, pero no se les ocurra imitarles en subir descalzos a la Giralda, sobre todo si es invierno y hace un frío de muerte, nunca mejor dicho!
Visitó en cierta ocasión el Loco Amaro al arzobispo don Ambrosio Spínola y le dijo:
—Hoy traigo una dificultad que sólo Vuestra Ilustrísima puede desatarla; y es saber si Vuestra Ilustrísima tiene armas de fuego, escopeta, carabina, pistolas, o arcabuz. Respóndame Vuestra Ilustrísima si las tiene, o no.
Respondióle el señor arzobispo:
—No, Amaro, no tengo arma ninguna.
—Mire bien Vuestra Ilustrísima, replicó Amaro, respóndame la verdad si las tiene, que entre nosotros se queda esto.
—No, te he dicho, Amaro, que no tengo ninguna, respondió otra vez el señor arzobispo.
—¿Pues es posible que Vuestra Ilustrísima no tiene de cuando era muchacho alguna carabinilla para los victores, y para librarse de sus enemigos?
—No tengo nada de eso, Amaro, volvió a repetir el señor arzobispo.
¿No? ¿Pues por qué, infames, no cesáis continuamente de quebrarnos la cabeza con la carabina de Ambrosio? Un prelado tan justo y de tal representación no ha de mentir, y siendo tan amigo mío, ¿me había de negar una cosa como la que habéis oído y que su Ilustrísima dice que no tiene carabina? Y así descomulgado estará el maldiciente hablador que de aquí adelante volviere a decir la carabina de Ambrosio, pues es levantar un testimonio a nuestro prelado, que el pobre no tiene carabina, ni carabana; y así cualquiera que se cogiere con carabina mando que se castigue, como manda mi Primo el Rey mi Señor, y que no le valga la Iglesia a quien dijere la carabina de Ambrosio, y sea tenido por público descomulgado, pues miente como habéis visto, siendo como es una blasfemia contra el honor de un arzobispo santo y nuestro prelado.
El Sermón XXVI de los Sermones del Loco Amaro está dedicado a las honras del señor arzobispo don Ambrosio Spínola y, como siempre, el loco predicador está sembrado:
–¡Hay tal dolor! ¡Que haya yo de ser por fuerza el predicador en este día! ¿No me fuera mejor para mí, y para el difunto, ponerse a rezar un rosario que ponerme a predicar? ¿No acaba de predicar ahora un Padre teatino [jesuita]? ¿Pues para qué predico yo? Por eso mismo, porque el Señor Provisor fue a convidar un Padre teatino, sabiendo que estaba yo en el mundo, y cuánto me quería el difunto, y que lo quería yo mucho más que todos los teatinos juntos. A mí, a mí me toca por compañero, a mí me toca por amigo; a mí me toca por capitán general del reino de Nápoles; a mí me toca por predicador apostólico; a mí me toca por cardenal de Santa Cristina; a mí me toca por caballero conocido en toda España con el hábito de mi Patrón Santiago. ¿Y qué más? Porque soy la viuda huérfana debo llorar la muerte de mi querido señor don Ambrosio Ignacio de Spínola y Guzmán, arzobispo de esta ciudad de Sevilla. Preguntará mi auditorio: ¿Por qué te toca a ti, don Amaro, predicar? Preguntará muy bien, mas le responderé brevemente, ¿y más habiendo convidado el Señor Provisor a un Padre teatino? Digo que preguntará muy bien, mas yo respondo: que son ellos los obreros de la Iglesia de Dios, quiero decir los dueños, y los predicadores apostólicos, como yo, somos los lagareros que estrujamos la uva. Vineam meam, que dijo mi Padre San Pedro en su capítulo 23. Pero ¿cómo dices vineam meam? ¿Pues es tuya la viña? ¿No ves que es del Señor, que la plantó? Mía es, dijo mi querido San Pedro, que a mí me han entregado las llaves de su bodega (así me entregara las de la suya Julián de Matos, el tabernero de la Alfalfa), dabo tibi claves. No se dice de ninguno otro apóstol que llorase, sino de mi Padre San Pedro. Llore pues Pedro, que es la perfecta viuda a quien le queda el gobierno y mando de la casa, y llore Amaro, a quien el señor don Ambrosio Ignacio de Spínola y Guzmán dejó encomendado su arzobispado: flevit amare: y no llore el Provisor, ni los Teatinos, sino es que digamos que estos lloran porque se les acabó la candelilla. Dije que los predicadores apostólicos éramos los lagareros. ¿Pero los lagareros qué hacen? Estrujar las uvas y hacerlas llorar de lo íntimo de su corazón hasta largar el pellejo. Llorad, pues, que será un cornudo el que no llorare la muerte de tan santo prelado, y más cuando yo predico. Llorad, cristianas ovejas, la muerte de vuestro pastor. Lloren los canónigos, y eclesiásticos, que se les murió su cabeza; lloren las viejas, que se les acabó el pan; lloren los pobres, que ya no hay el cuarto; lloren los niños, que ya no tienen quien los vista; y llore Amaro, flevit amare. Llorad, cornudos, como lloro yo, flevit amare, ya llora Amaro, y con sus lastimosas voces os estruja como racimos de esta viña. Lloren los frailes, que les faltan misas; lloren los Teatinos, que les falta el chocolate, y llore Amaro, y toda mi Casa, que se les acabaron los buenos carneros que nos daba su Ilustrísima. Flevit amare. Lloren todos, pues a todos hace falta. Llorad, cornudos, más duros que un bronce, no una lagrimita, sino por cuartillos, o por arrobas, que así llora la uva en el lagar. Vineam meam, flevit amare. Acabé. Dos Ave Marías encargo, ambas por los pobres teatinos, que tienen más necesidad que su Ilustrísima, que el señor arzobispo era un santo, y a los padres se les acabó la góngora.

sábado, 20 de mayo de 2017

Funeral catedralicio por Joselito «El Gallo»

Salía la afición de la Monumental de Sevilla (plaza de toros que ya no existe) después de una corrida sosa y aburrida aquel domingo 16 de mayo de 1920. Se hizo noche en las tertulias y casinos cuando una voz, como un reguero, corre por las calles de la ciudad:
–Joselito ha sido cogido por un toro en Talavera de la Reina... cogida grave... Joselito ha muerto.
Fue el quinto de la tarde. Un toro burriciego, manso, de pelo negro, zaíno, por nombre Bailaor, pequeño de tamaño, hijo de una vaca de Veragua y un toro de la vacada de Santa Coloma. Le pilló por el muslo derecho y, caído en el suelo, le asestó una cornada seca en el vientre. Ya en la enfermería, le dio la extremaunción el capellán de la ermita de Nuestra Señora del Prado. En los ojos del moribundo torero brotaron dos gruesas lágrimas. Minutos después, expiró.
Eran las siete de la tarde.


Tumba de Joselito «El Gallo» en el cementerio de Sevilla

Trasladado el cadáver a Madrid, es expuesto en su casa de la calle Arrieta. La caja es toda de ébano guarnecida de plata con un magnífico crucifijo de oro. Sevilla aguarda a su ídolo y a Sevilla llegó, por tren, la mañana del miércoles 19. Toda Sevilla se dio cita para acompañar el cortejo fúnebre. Los aficionados de la Alameda, por suscripción popular, han comprado unos lazos de crespones y los han colocado a los dos Hércules en señal de duelo. Lo entierran en el cementerio de San Fernando, donde yace en un majestuoso sepulcro, obra del insigne escultor Mariano Benlliure.
El viernes, 21 de mayo, es el funeral en la misma iglesia catedral. Un soberbio catafalco ha sido levantado ante el altar mayor rodeado de doble fila de blandones de plata y presidido por la cruz patriarcal. Terminada la misa, los canónigos, con velas encendidas, rodearon el túmulo mientras se entonaban responsos por el alma de José Gómez Ortega, Joselito el Gallo.
Que el funeral fuera en la catedral, con tanta pompa, se debe al canónigo Muñoz y Pabón, tan macareno como gallista. Lo cuenta en un artículo que publicó en El Correo de Andalucía, que suscitó tanto entusiasmo como polémica y escándalo en ciertos estamentos nobles de la ciudad.
«La muerte de Joselito –escribe Muñoz y Pabón– ha sido toda una tragedia. En la plenitud de la vida –25 años–, en el apogeo de la fama y en lo alto de la cátedra de la sabiduría taurina, Joselito ha sido regado en flor por el asta de un marrajo.
«¡El ídolo de las muchedumbres y el fetiche de la afición ha rodado por la arena, roto y ensangrentado, muriendo entre dolores indecibles, cuando aún resonaban en los tendidos los últimos aplausos, que logró arrancar su arte prodigioso!... De aquí que Sevilla entera háyase horrorizado y conmovido ante tragedia tan luctuosa, como ante la de Sófocles el pueblo griego…
«Los Hércules de la Alameda están de luto y la Giralda llora. ¿Cabe expresión de dolor más sevillana?
«Delicadeza ha sido la primera, que es toda una caricia y equivale a una lágrima. Y delicadeza ha sido la segunda, que por ser toda una oración, equivale a un sufragio.
«Con ser cosa tan fina, tan sencillamente delicada, enlutar con crespones los monolitos de la Alameda, y colgar, con mantones de Manila negros, los balcones del tránsito, cual si no hubiera para un torero muerto otro luto más apropiado que mantones de Manila, la finura de un funeral en la santa Metropolitana y Patriarcal Iglesia (le da quince y raya a la finura anterior) Sevilla quería para la enormidad de la tragedia de su ídolo, exequias de Canónigo..., de Grande de España..., de Ministro de la Corona..., de Príncipe de la sangre..., de Rey..., de Pontífice!
«Con lágrimas en los ojos, se ha acercado al Cabildo Metropolitano en demanda de ello. El Cabildo, que tiene el raro acierto de ponerse siempre en la realidad de las cosas, ha accedido a la súplica con su proverbial benignidad; y, una vez puesto a hacer unos funerales dignos de Sevilla, ha desplegado toda la asiática pompa de su incomparable liturgia: ¡la gran misa de Eslava y el terno de Viernes Santo!
«Por cierto que no han faltado títulos de Castilla –asistentes al acto– que han sentido escándalo de que todo un Cabildo Catedral haga exequias por un torero... Pero ¿qué? ¿No sois vosotros los que aplaudís a los toreros y los jaleáis; los que aduláis... formándoles corte hasta las mismas gradas del trono...; los que os disputáis sus saludos como una honra; tenéis en más su autógrafo, que los de cualquier intelectual consagrado, y juzgáis sus reliquias –a las veces las más íntimas– como las de un confesor de Jesucristo?
«Cualquiera os entiende, piadosísimos varones. Llegáis en vuestra demanda a rendir parias a la memoria del torero muerto, asistiendo a su funeral, y ponéis como chupa de dómine al Cabildo, porque es tan «demócrata» que hace sufragios por un fiel que ha pasado a mejor vida en comunión con la Iglesia.
«Ahora, si Joselito no ha sido tan funesto para la nación y para la Iglesia como lo son los políticos –aquí entran también los locales–, nadie tiene la culpa.
«El pobrecito puede decirse que no ha hecho mal a nadie. ¡Ojalá que de todos los que mueren pueda decirse otro tanto!
«¿Será por esto por lo que en los funerales de los políticos no suele haber más que «la música y acá», y en las honras por Joselito ha estado «toda Sevilla», empezando por vosotros, los títulos y los grandes, y acabando por los pobres y los humildes? ¿Es que os duele el contraste?... El remedio no está en Roma: mereced ser queridos en vida y llorados en muerte. El pueblo hará lo demás.»
No sentó bien este artículo de Muñoz y Pabón a la gente de título. Lo pudo comprobar el canónigo al recibir en su casa una carta en papel timbrado en la que «una mano precavida ha vaciado con las tijeras la cifra o el blasón y no ha dejado más que la corona heráldica». Es letra de mujer. Por eso, el siguiente artículo de Muñoz y Pabón, aparecido en el mismo diario el 23 de mayo, lleva el escueto título de «A ella».
«Pone el grito en el cielo mi distinguida comunicante, porque una pluma como la mía –muchas gracias, señora, por las lisonjeras frases que me prodiga a este propósito– haya sido puesta por mí a servicio de la causa de un torero, «de quien todo lo que tiene usted que decir –son sus palabras– es que no ha hecho mal a nadie».
«¿Me permite usted, señora, que le conteste?
«Mire usted: como mi artículo no era precisamente panegírico del torero, ni como torero ni como hombre, sino de la delicadeza de sentimiento de la ciudad de Sevilla, al querer y procurar para su ídolo el luto civil de los Hércules de la Alameda y el sufragio cristiano del funeral en nuestra Basílica, no tuve por qué apurar el consonante de las virtudes públicas y privadas del pobrecito muerto. Pero, pues me tira usted de la lengua, con que si todo lo que tengo que decir de Joselito era eso, le diré que el infortunado espada era algo más que un hombre que no hacía daño a nadie. Joselito era creyente. Era devoto. Y sin esas prodigalidades chocarreras, ni esos rumbos chabacanos de los toreros del antiguo régimen, Joselito contribuyó como un príncipe a todo lo noble, a todo lo grande, a todo lo santo que se proyectó en Sevilla. Ahí están, si no, las coronas de oro de la Virgen de la Esperanza de la Macarena y la de la del Rocío... el premio que proyectaba para costear la carrera del magisterio a un estudiante pobre de Sevilla..., ¡las mil y una suscripciones para la caridad o para el culto, donde estampó su limosna! Ahí están las viudas y los huérfanos de toreros, en cuyo beneficio expuso su pelleja, y las madres y las hermanas de otros cien, a quienes socorrió con mano pródiga... ¡Desengáñese usted, señora! Joselito era aún más querido que admirado; y cuando las muchedumbres llegan a querer, crea usted que por algo quieren.
«Ni es esto sólo. Otro en su edad –la flor de la vida–, con sus posibles, y sobre todo: en medio de la apoteosis de ídolo de las turbas, que era su medio ambiente, quizás hubiera dejado detrás de sí una estela de escándalo. Joselito se ha deslizado por la historia como un muchacho de juicio, como un hombre bueno, con la puntería puesta en una novia, que iba a hacer su mujer, «porque era buena; porque era de su casa y porque tenía religión».
«¿Piensan así –y usted dispense la pregunta– sus hermanos de usted o sus primitos, al romper con el donjuanismo de solteros para entrar por el aro del matrimonio?
«Crea usted que me holgaría sobre manera de que así fuese...»
En la postdata, porque Muñoz y Pabón no quiere ahondar más en la polémica, nos deleita con esta curiosa anécdota.
«Para el pueblo, Joselito no podía morir en cualquier parte y de cualquier manera. Y –misté, don Juan:– me decía la mujer del pueblo, que me daba la noticia: –fue una corná tan regrande, que lo vació enteramente. Le jicieron la cura (lo cuá que dicen que fue un horró) y le dieron el Santolio ar pobrecito. Y ar verlo tan malito al infelí, po fueron y lo arrecogieron entre cuatro, y lo llevaron a morí... ¿a la vera de la Reina!».

lunes, 15 de mayo de 2017

Isidro Labrador, patrono de los labradores españoles

Isidro Labrador, patrono de la villa y corte de Madrid, proclamado por Juan XXIII patrono de los labradores españoles, fue el pri­mer laico llevado a los altares tras un proceso canónico ins­truido por la congregación de Ritos. Isi­dro fue un laico, simplemente laico, casado y con hijo. Vivió vida de laico y se santificó como tal. Juan Diácono, su pri­mer biógrafo, que escribió de Isidro un siglo después de su muerte, lo retrata gráficamente cuando dice de él: «de inta­chables costumbres, tuvo legítima mujer e hijo, rigió conve­nientemente su casa y vivió dignamente».
Así, sin más, con estos rasgos tan sencillos, lo santi­ficó el pueblo de Madrid y siglos después lo ratificó la Iglesia.
  

Es especialmente significativo que Isidro haya subido a los altares siendo un hombre de su casa, respetuoso con su mujer e hijo, a los que llevaba el pan cotidiano con su tra­bajo en el tajo, cuando la casi totalidad de los santos y santas que la Iglesia propone como modelos de vida cristiana gozan de una consagración que los pone en un estado de vida diferente de la mayor parte del pueblo de Dios. Monjes, frai­les, sacerdotes, obispos, papas, misioneros... todos ellos han profesado el voto de castidad o han renunciado de algún modo a la vida conyugal por el reino de los cielos.
Isidro, por el contrario, ejerció de casado toda su vida. Y se santificó con el trabajo cotidiano –una yunta de bueyes– y la vida familiar. Otros muchos santos han salido del medio rural, como san Isidro, pero se han santificado fuera de él y están vinculados por una consagración especial. Por ejemplo, Pascual Bailón y Juan María Vianney. El primero se hizo franciscano y el segundo sacerdote, conocido como el santo Cura de Ars. Isidro permaneció siempre en el campo, en el tajo, junto a la yunta de bueyes. Un sencillo labriego. De ahí su gloria y el patronazgo que ostenta. Son infinitas las ermitas, capillas e iglesias dedicadas en su honor por esos pueblos de España, y también en América, y las plegarias que le dirigen en los momentos de sequía o heladas.
Si en otro tiempo san Isidro fue un santo popular, espe­cialmente querido por el pueblo por su fama de milagrero, al que acude con especial devoción y sobre el que se cuentan cu­riosas leyendas, hoy podría resaltarse en él ese aspecto tan deseado de su laicidad y de su vida familiar.
San Isidro es un santo cercano al común de los mortales. No es un consagrado, ni un célibe, no ha hecho voto de casti­dad, su vida está tejida de trabajo, vida familiar, pertenen­cia a una cofradía... características propias de los buenos cristianos que cubren la casi totalidad del pueblo de Dios. Isidro Labrador y su mujer María de la Cabeza forman uno de esos pocos matrimonios que la Iglesia ha elevado a los alta­res. No es fácil, y resulta fatigante, recorrer la hagiogra­fía de la Iglesia para encontrar ejemplos de cristianos que han llegado a la perfección cristiana sin dejar la vida co­mún, hecha de trabajo, familia y empeño en la vida pública. El 93 por ciento de los santos que aparecen en el Santoral de la Iglesia están marcados por su vida celibataria y consa­grada. Sólo un 7 por ciento pertenece al grupo de los despo­sados. Pero en este pequeño grupo habría que hacer una valo­ración. La mayoría de ellos no han sido exaltados a la santi­dad por su cualidad de casados, sino por otros aspectos. Por ejemplo: la militancia del guerrero cristiano (san Luis de Francia o san Fernando) o la exaltación de la viudedad consagrada a Dios (santa Rita de Casia)...
San Isidro, que pertenece al catálogo de los santos de devoción popular por su fama de milagrero, tiene para el mundo de hoy esa otra faceta más fascinante si cabe: el hom­bre casado que se santificó con su trabajo diario y su vida familiar.
Isidro debió nacer en una fecha incierta de finales del siglo XI o tal vez en los primeros años del XII. Y su muerte debió ocurrir hacia el año 1170. Digamos, pues, que su vida transcurre en los dos primeros tercios del siglo XII.
Nació en Madrid, de esto nadie duda. Un Madrid recién conquistado por las huestes cristianas de Alfonso VI. Un Ma­drid pequeño y murado, como un enclave al norte de Toledo, creado por los árabes como avanzadilla de defensa de la ciu­dad imperial. La conquista de Madrid, hacia 1083, servirá a Alfonso VI de base para la acariciada conquista de Toledo, que tiene lugar el 25 de mayo de 1085. Cristianizada la vi­lla, convertidas las mezquitas en iglesias, a principios del siglo XII Madrid cuenta con una población cercana a las dos mil personas y una serie de iglesias que harán las delicias de Isidro en su paseo matinal antes de acudir al trabajo.
Isidro tuvo una muerte normal. Después de una vida de monótono y continuado trabajo en el campo, mu­rió en su lecho, rodeado de su mujer e hijo. No tuvo una muerte excepcional, como ocurre en la biografía de tantos santos. Su tránsito de este mundo no se diferencia en nada de la de los demás mortales. Por las pinceladas, escasas, que nos ofrece Juan Diácono, Isidro Labrador cayó enfermo de muerte después que el Señor determinase «premiar sus conti­nuos trabajos». Se llamó al cura para que le diera el viá­tico, lo recibió con devoción, hizo testamento de su pobre hacienda, dirigió unas palabras de recomendación y cariño a su mujer e hijo, se puso en oración, cerró los ojos «y exhaló su espíritu, yendo a recibir el galardón sempiterno».
Después, el entierro. En el cementerio de la parroquia de San Andrés, «cuya iglesia visitaba el Santo an­tes de partir al trabajo». Lo enterraron fuera del templo, no en su bóveda, en el lugar donde se entierran a los pobres. Allí, en la tierra desnuda, reposó el cuerpo grandullón de este labriego de Madrid.
Unos cuarenta años estuvo bajo tierra, «sin que ningún hombre lo visitara», cuenta Juan Diácono. «Y estuvo tan olvidado, que en tiempo de lluvias un arroyuelo que pasaba por allí en­tró en el interior de la sepultura. Pero el Dios misericor­dioso, que cuida de sus escogidos de día y de noche, no con­sintió que pereciese ni un cabello ni un miembro de su fiel servidor».
Pasado este tiempo, por una «revelación divina» es des­cubierto el cuerpo incorrupto de san Isidro. Juan Diácono adorna este hecho con dos revelaciones del santo para que su cuerpo fuera trasladado a un lugar digno en la parroquia de San An­drés.
La tradición señala la fecha de la invención: 1 de abril de 1212, domingo de Quasimodo o in albis, es decir, el se­gundo domingo de pascua.

miércoles, 10 de mayo de 2017

Juan de Ávila: –¡Sevilla será tus Indias!

Año 1527, principios de verano. Aparece por Sevilla un clérigo que aguarda la llegada de fray Julián Garcés, obispo de Tlaxcala (México), para embarcarse a Indias. Se llama Juan de Ávila y es un joven clérigo manchego de veintiocho años. El sacerdote Fernando de Contreras le dio cobijo en su casa probablemente porque se conocieran en la Universidad de Alcalá, o tal vez porque, como dice Mosquera, tenía la costumbre «cada vez que veía algún clérigo forastero preguntarle si quería decir misa, y luego le daba su pitanza para que la dijese a su intención, y así consolaba a los pobres sacerdotes».


 Juan Díaz, sacerdote, discípulo y sobrino del Maestro Ávila, da esta versión en el prólogo al Libro del Santísimo Sacramento de Juan de Ávila, publicado en Sevilla en 1596:
–Comunicóle Dios (habla del Maestro Ávila) una singular devoción y alteza en celebrar el santo y tremendo sacrificio de la Misa y predicar deste divino misterio; el cual, por mucho que él quiso encubrirse al prelado que al presente estaba en Sevilla, no lo permitió nuestro Señor; porque estando en ella celebrando un día, le descubrió por medio de un santo varón el Padre Contreras, cuya caridad y grandes virtudes fueron bien conocidas en estos reinos. Este descubrió el tesoro escondido al cardenal de Sevilla don Alonso Manrique, inquisidor general, que al presente era allí prelado, persona de grande vigilancia y santidad en el gobierno de las almas; el cual le llevó a su casa y trató con mucha familiaridad, teniéndole consigo por algún tiempo; y después con muchos ruegos y mandándoselo por obediencia, le apartó del viaje de las Indias, donde la codicia de las almas le llevaba, queriéndose servir de él.
El P. Ambrosio de Torres, jesuita, es más expeditivo en su exposición, pero viene a confirmar lo dicho. Confiesa haber oído al P. Diego de Guzmán, también jesuita, hijo del conde de Bailén y sobrino del arzobispo don Alonso Manrique, que «habiendo venido a esa ciudad el Padre Maestro Juan de Ávila para pasar a Indias en compañía del obispo de Tlaxcala y oídole el dicho Venerable Padre Fernando de Contreras una plática al dicho Padre Ávila, fue tanto lo que conoció de su espíritu, que se fue al señor arzobispo (que lo era entonces el Sr. D. Alonso Manrique) y dándole voces, le dijo: No dejéis salir de aquí un clérigo que ha venido para pasar a Indias, que es lo que conviene a vuestro Arzobispado: en que se conoce el trato paternal con que trataba al dicho señor Arzobispo».
Y así ha pasado a la historia cómo fue Fernando de Contreras quien llamó la atención del arzobispo Alonso Manrique sobre el virtuoso sacerdote que había llegado a Sevilla. Y la respuesta del arzobispo Manrique a Juan de Ávila:
Juan de Ávila, dispuesto a embarcar a Indias, quedó amarrado aquí por el arzobispo Alonso Manrique. Predicaría en las Indias del Mediodía español. Pero, como insistiese en marchar, obligado por la palabra que había dado al obispo de Tlaxcala, el arzobispo Manrique «le mandó por precepto de obediencia que se quedase en su arzobispado, y así se quedó», según refiere fray Luis de Granada en su Vida del venerable Maestro Juan de Ávila.
¡Y cómo lo hizo! Se convirtió en el gran predicador de la tierra andaluza, de modo y manera que recibió el honroso título de «Apóstol de Andalucía». Su elocuencia resultará rotunda. Movía los corazones como el labrador desbroza los terrones para la siembra. Cuando sus colegas le preguntaban las reglas retóricas que utilizaba para armar tan bellos discursos, les contestaba: «No me cuido de eso para nada». Y confesaba que su único secreto era amar mucho a Dios.
Un dominico, que le escuchó en Córdoba, llegó al convento diciendo: «Vengo de oír al propio san Pablo comentándose a sí mismo». O aquel rector de Granada, ampuloso en su saber, que dijo a su camarilla: «Vamos a oír a ese idiota». Y «el idiota» lo convirtió en uno de sus discípulos predilectos.
Su primera prédica fue en la Colegiata del Salvador de Sevilla, un 22 de julio, día de la Magdalena. Presentes el arzobispo Manrique y Fernando de Contreras. Juan de Ávila, avergonzado y temeroso, volvió sus ojos a un crucifijo y brotó de él esta oración suplicante:
–Señor mío, por aquella vergüenza que Vos padecisteis, cuando os desnudaron para poneros en esa cruz, me quitéis, os suplico, esta demasiada vergüenza y me deis vuestra palabra para que en este sermón gane alguna alma para vuestra gloria…
Lo hizo tan bien que todos quedaron admirados del predicador y cuando, al terminar el sermón, le colmaron de alabanzas, respondía:
–Eso mismo me decía el demonio al subir al púlpito.
El mismo arzobispo, vuelto hacia el Padre Contreras, exclamó:
–¡Gran negocio habemos hecho en detener a este gran varón en Sevilla!
Le preguntó años después un discípulo al Maestro Ávila cómo había pasado los primeros años en Sevilla cuando comenzó a predicar y no era tan conocido como después lo fue. Y Ávila le contestó, según refiere fray Luis de Granada:
–Que moraba en unas casillas con un padre sacerdote, sin tener nadie que le sirviese. Y cuando iba a decir misa, pedía a alguno de los que allí se hallaban, que le ayudase a misa. Y cuanto a la comida, dijo que comía de lo que pasaba por la calle, leche, granadas y fruta, sin haber cosa que llegase a fuego; mas algunas personas devotas le hacían a veces limosnas con que compraba lo dicho.
Y en otro lugar, puntualiza fray Luis de Granada:
–Su celda y cama y todo lo que había para su servicio estaba dando olor de pobreza.
El sacerdote con el que vivía no era otro que el Padre Contreras, del que dice Luis Muñoz, en su Vida y virtudes del venerable padre Juan de Ávila, publicada en Madrid en 1635, hablando de su abstinencia:
–La templanza en el manjar, afirman los cercanos a su tiempo, que fue rara; apenas sabían cuándo comía; jamás admitió convite, aunque le convidasen personas de autoridad por no aventurar un solo día su abstinencia.
La casita, donde moraban Contreras y Ávila, se hallaba junto a la Puerta del Arenal.

sábado, 6 de mayo de 2017

Catalina de Siena, Santa de Europa

Santa Catalina de Siena es una de las más grandes místicas de la historia de la Iglesia, dominica laica, mujer de fe, personalidad fuerte y original, consejera y crítica de papas y reyes en una Europa del siglo XIV convulsionada por la peste negra que diezmó a la población, la crisis institucional de la Iglesia con los papas en el destierro de Aviñón, y una Italia, patria de santa Catalina, atomizada en pequeñas repúblicas enemigas entre sí.
Sorprende el hecho de la relevancia de esta mujer y mujer laica —perteneció solamente a la orden tercera de las dominicas— en un mundo radicalmente masculino, donde la mujer no significaba nada de por sí sino en relación al hombre. Ella en cambio, frágil de cuerpo pero fuerte de espíritu, tuvo tal relevancia en la Europa de su siglo que ha sido reconocida en la Iglesia con múltiples patronatos que resaltan su labor encomiable.


Pío IX la proclamó en 1866 patrona de Roma, lugar de su muerte y de su sepulcro, junto con los apóstoles Pedro y Pablo. Pío X la eligió en 1909 patrona de las mujeres de Acción Católica italianas. Pío XII la hizo en 1939 patrona primaria de Italia junto con san Francisco de Asís y definió a la santa «decoro de la patria y defensa de la religión». Y en 1943 la declaró patrona de la Cruz Roja italiana. Pablo VI, el 4 de octubre de 1970, la proclamó Doctora de la Iglesia —gloria que como mujer comparte con santa Teresa de Jesús y santa Teresita del Niño Jesús—, proponiéndola así como maestra, ella que ni siquiera fue discípula, y ensalzando la doctrina de los escritos de «la humilde y sabia virgen dominica». Ya lo ponderó el papa Pío II cuando la canonizó en 1461: «Nadie se le acercó nunca sin volver más instruido o mejor. Su doctrina fue infusa, no adquirida. Ella apareció como un maestro sin haber sido discípulo. Los doctores en ciencias sagradas, los obispos de las grandes iglesias, le proponían las cuestiones más difíciles sobre la divinidad; sobre ellas recibían las respuestas más sabias, marchándose como corderos después de haber venido como orgullosos leones y lobos amenazadores». Juan Pablo II, el 1 de octubre de 1999, la proclamó copatrona de Europa, en la apertura de la II Asamblea para Europa del Sínodo de Obispos, justamente para subrayar la relación entre la obra de santa Catalina y la historia del continente. Con san Benito y los santos Cirilo y Metodio, patronos de Europa, tres mujeres aparecen como patronas: Santa Catalina de Siena, santa Brígida de Suecia y santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein). «Las tres santas, escogidas como copatronas de Europa, tienen un lugar especial en la historia del continente —dijo en su proclamación Juan Pablo II—. Así, Edith Stein, que provenía de una familia judía, dejó su brillante carrera de investigación para convertirse en religiosa carmelita, bajo el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz, y murió en el campo de exterminio de Auschwitz. Ella es el símbolo de los dramas de la Europa del siglo XX. En cuanto a Brígida de Suecia y Catalina de Siena, que han vivido las dos en el siglo XIV, trabajaron incansablemente por la Iglesia y se preocuparon de su suerte a nivel europeo. Brígida se consagró a Dios después de haber vivido plenamente su vocación de esposa y de madre; recorriendo Europa de norte a sur, se empleó sin descanso por realizar la unidad de los cristianos y murió en Roma. Catalina, humilde e intrépida terciaria dominica, llevó la paz en su tierra natal de Siena, en Italia y en la Europa del siglo XIV. Consagró todas sus energías a favor de la Iglesia y logró obtener el retorno del Papa de Aviñón a Roma. Las tres expresan admirablemente la síntesis entre la contemplación y la acción».
Dos niñas nacieron en Siena (Italia), en un parto de gemelos, el 25 de marzo de 1347, domingo de Ramos y festividad de la Anunciación. Se llamaron Catalina y Juana, nacidas de la señora Lapa di Puccio di Piagente, segunda esposa de Jacopo de Benincasa, tintorero de pieles en el barrio de la Oca, junto a Fontebranda. Juana murió recién nacida y Catalina hacía el número veintitrés de una familia bien numerosa. Al año siguiente, año de la peste negra que asoló a Europa, hubo en aquella casa un último parto, número veinticinco, que no cuajó. Raimundo de Capua, primer biógrafo de Catalina y confesor de la santa, dijo de Lapa, la madre, que fue una «abeja fructuosa» que «llenaba de hijos e hijas la casa de Jacopo». Y por si no hubiera suficientes hijos, hospedaron a un huérfano, diez años mayor que Catalina, Tomasso della Fonte, que, profesado dominico, sería el primer confesor de la futura santa.
Por inspiración divina, a los siete años ofreció a Dios su virginidad y en 1363, superada la oposición de la familia, inició la vida como laica dominica en la Fraternidad Seglar de Hermanas de la Penitencia de Santo Domingo, dedicadas a la oración, penitencia y ayunos.
A los veintitrés años, recibe en una visión la misión de dedicarse a la vida de apostolado en una Iglesia dividida por el cisma que culmina con la vuelta de Avignon a Roma de los Papas.
Un ataque de apoplejía la dejó semiparalítica y ocho días después, 29 de abril de 1380, domingo anterior a la fiesta de la Ascensión, murió en Roma a la edad de treinta y tres años rodeada de sus discípulos. «Tú me llamas, Señor, vengo a ti no por mis méritos sino por tu misericordia… Sangre, sangre, sangre…». Éstas fueron sus últimas palabras. «Sangre es un vocablo —refiere el P. García Villoslada— que salpica de rojo todas las páginas de los escritos de la Santa; para saludar, para despedirse, para expresar las ideas más hondas de la vida espiritual y mística, ella se vale continuamente de la voz sangre; sangre que en su pluma significa amor de Cristo, caridad, perdón, dulzura infinita, luz divina, vestido nupcial, los sacramentos, el mismo Cristo; y en aquella época, en que tanto disputaban los teólogos sobre la sangre de Cristo, y los fieles se enfervorizaban con la devota invocación ¡Sangre de Cristo, embriágame!, y los artistas pintaban al Redentor con las llagas abiertas y goteantes, y el cuerpo místico sangraba por tantas heridas espirituales y materiales, la palabra sangre, tan repetida por Catalina, se convierte en el mejor símbolo de aquel siglo verdaderamente atormentado y sangriento».
La veneración de su cuerpo comenzó desde el mismo momento de su muerte. Enterrada en el cementerio de la Minerva, poco después, en 1383, fray Raimundo de Capua hizo depositar sus restos en un sepulcro marmóreo dentro de la iglesia. En 1430, san Antonino, que era prior de la Minerva, para honrarla más especialmente, pasó su sepulcro a la capilla del Rosario y, finalmente, en 1855, Pío IX hizo trasladar el sarcófago al altar mayor donde hoy se venera. Desgraciadamente, el pequeño cuerpo macerado de la santa no ha sido respetado por sus fieles seguidores y ha sufrido mutilaciones múltiples para apropiarse de reliquias. Si su cuerpo está en Santa María sopra Minerva de Roma, su cabeza se venera en un relicario en la iglesia de Santo Domingo de Siena, trasladada allí por el mismo fray Raimundo de Capua en 1383.
¿Qué nos dice hoy santa Catalina, una mujer del siglo XIV? Evidentemente no estamos ante una cristiana «ordinaria». Situada en el círculo restringido de los grandes místicos de la Iglesia, goza de unos favores divinos difíciles de alcanzar por el común denominador de los creyentes: visiones, coloquios de amor, estigmas, ciencia infusa, matrimonio espiritual... Toda una sucesión de hechos extraordinarios jalonados en una vida fundida en Dios. Los últimos meses de su vida vivía sostenida casi exclusivamente de la Eucaristía, su único alimento.
¿Qué podemos encontrar pues en ella? Me sería difícil sintetizar en pocas palabras una figura tan compleja y rica de matices. Pero lo resumiré en estas breves pinceladas. Santa Catalina de Siena fue una infatigable luchadora por la paz y una combatiente de la fe en un mundo convulso y violento como fue el suyo, y como lo es el nuestro. Y un ejemplo vivo de amor a Cristo y a la Iglesia, devoción viva a la Virgen María, adhesión filial al Papa, y entrega y dedicación generosa a los pobres y a los más débiles. Un programa sencillo que todos podemos, y debemos, seguir para lograr nuestra propia vida de santidad, con el apoyo e intercesión de santa Catalina de Siena.

miércoles, 3 de mayo de 2017

Padre Méndez, crónica de una muerte anunciada

Cuento aquí la vida y milagros de un personaje bufo que apareció por Sevilla en la segunda decena del siglo XVII después de haber sido echado de la Roma de Paulo V por «sus extravagancias». Era clérigo, portugués de origen, y se llamaba Francisco González de Méndez, más conocido como Padre Méndez. Tenía su congregación de beatas, a las que explotaba en su candidez idiota. Las comulgaba con varias formas, para que así tuvieran más al Señor. Y cuando terminaba la misa en un oratorio de su casa, «se desnudaba las vestiduras sagradas y bailaba con ellas, y decían: Ande la rueda y coz con ella, y cantaban: Mi carí redondo, mi buena cara, y bailaban con desenvoltura tal que se les caían las tocas y descubrían las piernas. Y decía que todo aquesto era amor de Dios, y que estaban borrachas de espíritu», según se lee en unas Memorias de Sevilla.
–Y dijo que todas las mujeres que se confesaban con él no se condenarían, que tenía revela­ción de ello. Y mandó a las mujeres que tenía a su cargo que no rezasen vocalmente, sino que rezasen con los ojos cerrados, y contemplasen un paso de la Pasión. Y para hacer oración mental mandaba a una de las dichas mujeres que le rascase la cabeza. Y dijo que tenía espíritu de conocer cuales almas eran predestinadas, y que conocía el interior de algu­nos. Y que él no había de ir al purgatorio, y que por eso trabajaba acá tan­to. Y dijo a cierta persona que en cualquier trabajo que tuviese se encomen­dase a él, y le pidiese socorro después de muerto, que él le socorrería. Y dijo que sabía el estado de las almas de la otra vida. Y habiéndose muerto cierta persona, dijo que estaba en el purgatorio y que no había de salir hasta que él muriese y la sacase.
El Padre Méndez murió, a lo que parece, el 30 de octubre de 1618. Pero su muerte anunciada ocurrió dos años antes. A primeros de julio de 1616 se le ocurrió pregonar a su amplia parroquia de lelos y lelas que moriría el próximo 20 de julio. Sevilla se mostró expectante ante esta profecía, unos claramente favorables y otros burlones y sandungueros ante la postrera extravagancia del Padre Méndez.
Por suerte, nos ha quedado una crónica puntual de sus postrimeros días antes de comparecer ante el Padre eterno. Son siete cartas magistrales del obispo auxiliar de Sevilla, don Juan de la Sal, escritas durante esos días al duque de Medina Sidonia.
El Padre Méndez se ha retirado al convento del Valle, de franciscanos recoletos, para desde allí llegar más fácilmente a la gloria. Y lo curioso del caso es que los frailes, que le dieron cobijo, llegaron a creer a semejante pícaro.
Cuenta don Juan de la Sal al duque en la quinta carta, 14 de julio:
–Antes de ayer, poniéndose en el altar a las cuatro de la mañana, y comenzando a decir: In nomine Patris, etc., se quedó aquí sin otra palabra hasta que dieron las ocho. Mientras le duran estos raptos o suspensiones del alma, suelen leerle de ordinario algún libro espiritual, que es como hacerle el son para que dormite, o como llevarle el canto llano para que él eche el contrapunto, si no es que, arrebatado de las bajezas de acá, es su conversación allá en los cielos y se pasea por ellos, y los mide, como suele decirse, a pulgadas.
El 15 de julio, fiesta de san Buenaventura, ha sido día propicio a don Juan de la Sal para nuevas y jugosas novedades. Invitado por los franciscanos al Colegio de San Buenaventura, se ha encontrado en la comida con el guardián del convento de San Francisco, con el guardián del Valle, con el rector jesuita del Colegio de San Hermenegildo y con otros religiosos de Sevilla. Como es lógico suponer, la conversación de sobremesa no podía versar sino del tema del momento en Sevilla: ¿Se muere o no se muere el Padre Méndez? Y con la chispa clerical que en estos encuentros se suele dar, don Juan de la Sal pudo recopilar nuevas curiosas anécdotas del iluminado portugués que inmediatamente cuenta (carta sexta, 16 de julio) al duque. El Padre Méndez «comienza a blandear en lo que antes hablaba con denuedo, y al plazo de los veinte; duda si llegará a los veinticinco, día de Santiago, o si se acortará a los diez y siete, que es mañana, día de domingo».
–En fin –cuenta graciosamente don Juan de la Sal–, él quiere, como preñada, tomar entero su mes, y parir el día que quisiere; mas yo no vengo en aquesto. Desde el principio profetizó que a los veinte, y un día sólo que se muera antes o después es manifiesta engañifa.
No murió, para desconsuelo de sus beatas. La carta séptima, fechada el 21 de julio, jornada siguiente al día de autos, nos ofrece don Juan de la Sal los pormenores del chusco desenlace.
–Él tuvo, a su parecer, esta semana pasada, nueva revelación de que el Señor le abreviaba el término de su muerte por tres o cuatro días; porque el viernes en la noche, a los quince de julio, le dijo al padre Guardián que le diese licencia para ir a decir la última misa a casa de sus hijas (que es un retiramiento de doncellas pobres que él tiene recogidas) y que le hiciese merced en su entierro de honrarlo con sus frailes. Recibida la bendición del Guardián, y despedídose de él para morirse, salió del convento buen rato después de anochecido, y de camino quiso antes consolar a una señora principal, su hija de confesión, de las que más firmes estaban en la creencia de su muerte. Hallóla que estaba acostada; mas levantóse en los aires en oyendo decir que estaba allí el maestro, y después de los últimos abrazos, le pidió ahincadamente que, por la despedida, le dejase santificada su cama con acostarse un rato en ella. Él, como es un cordero sin mancilla y una paloma sin hiel, no tuvo corazón para negarle su cuerpo. Acostóse en la cama como un ángel, y en habiéndola santificado, volvióse a levantar y prosiguió su camino, acompañándole siempre el provincial y tres religiosos del Tardón, el médico historiador y no sé qué tantos hijos suyos de los del corazón, que fueron los escogidos por él para testigos de su tránsito. Púsose en el altar a las cuatro de la mañana del sábado, entreteniéndose en la misa tan despacio, que vino a alzar después de anochecido, y acabó el domingo a más de las tres de la mañana. Reconcilióse dos o tres veces en la misa, y juzgan todos que también rezó las horas canónicas el sábado. Hacia la media noche, viendo que se iba acercando la hora de su muerte, se despidió en el altar del provincial del Tardón, su confesor y padre de espíritu, con estas terminantes palabras:
–Adiós, padre mío.
El médico devoto le tomaba el pulso de cuando en cuando, por ver cuándo acababa, y con razón, porque de un hombre tan extenuado se debía aguardar que acabaría en aquel acto, estando veinte y cuatro horas en el altar sin comer, y con ansias continuas de esfuerzos y visajes, que deberían consumir los espíritus vitales. Y así en mis ojos el verdadero milagro no hubiera sido el morirse cumpliendo su profecía, sino el no haberse muerto haciendo lo que hizo. Pero Dios quiso hacer antes este milagro, que permitir que se le atribuyese el cumplimiento de la profecía vanísima de Méndez. Y es señal evidente de que les había asegurado de nuevo a los devotos del alma que se hallaban presentes de que sería su tránsito en la misa, y en la misma hora que nuestro Señor Jesucristo resucitó… Pues cuando vieron que era pasada la hora y no se moría, todos, uno en pos de otro, se fueron cabizbajos a sus casas, dejándolo en el altar, donde acabada la misa, se halló solo en su cabo; y sin decir palabra ni despedirse de sus hijas, se fue a esconder a otro retiramiento de mujeres ruines, que llaman la Galera; de donde nunca saliera, de corrido, si el padre Guardián, de compasión, sabiendo lo que pasaba, no hubiera ido a buscarlo aquella tarde, animándolo y consolándolo tanto, que al fin el buen hombre le vino a preguntar:
–Pues, padre, ¿qué he de hacer?
–¿Qué? –le respondió el Guardián–. Salirse como antes por Sevilla, pidiendo su limosna para estas buenas obras. La carne lo sentirá a los principios, pero al cabo de ocho días se habrá olvidado todo.
Sevilla castigó al majadero clérigo portugués con su broma habitual:
–¿Cómo no se ha muerto, Padre Méndez? –le gritaban.
Y respondía compungido:
–El demonio me ha dado un mal golpecito. Soy un mentecato.
Murió un par de años después, probablemente el 30 de octubre de 1618. Y seis años más tarde, 30 de noviembre de 1624, la Inquisición lo sacó penitenciado en estatua por las calles de Sevilla con una soga en vez de cíngulo por haber pertenecido a la secta de los alumbrados.